jueves, 28 de noviembre de 2013

Kilómetro 111: Cine del presente

por Oscar Cuervo *

Diez números de la revista Kilómetro 111, una ocasión para repensar las nociones que sostienen nuestra práctica. En el marco de una mesa de debate en el BAFICI, mientras el festival internacional de cine independiente de Buenos Aires (eso es lo que la sigla significaba inicialmente) celebra sus 15 años de existencia. Kilómetro 111 ha querido desde su origen ser una publicación que no se deja regir por la actualidad cinematográfica, pero, obviamente, eso no significa que se propusiera colocarse fuera de la época. Por el contrario, la historia como problema, la tensión con el presente, han sido sus preocupaciones persistentes. Como si de cierta incomodidad recíproca entre el cine y la época pudiera extraerse una clave para comprender nuestra experiencia del mundo. Es un desafío interesante –y bastante fiel a su línea editorial- pensar este tránsito desde su aparición, 2000/2013, un período demasiado corto, aún escaso como para tomar una distancia mínima, difícil de caracterizar, puesto que es todavía nuestro presente. Cuando Emilio Bernini me invitó a formar parte de esta mesa, bajo el título “Cine del presente”, me surgieron preguntas acerca de lo que estas palabras significan para nosotros: cine, crítica, independencia. Se me ocurrió dar una mirada retrospectiva hacia lo que podían significar cuando empezó el BAFICI en 1999 y, un año después, cuando apareció Kilómetro 111, y rastrear su devenir a través de este tiempo. 


1 - La crítica

No me siento cómodo con la palabra “crítica”. Reconozco su historia venerable pero no puedo deslindar la connotación más fuerte que la impregna, al menos desde la modernidad: la crítica entendida como juicio, el crítico como juez. Un tribunal de la razón ante el que comparece la obra. Cuando me preguntan a qué me dedico no se me ocurre decir que soy crítico de cine, porque esta posición subjetiva da por sentadas demasiadas cosas de las que no estoy seguro. ¿Desde dónde se juzga la obra? ¿En qué se funda la autoridad del crítico como juez? ¿Quién le otorga esa autoridad? No se me pasa por la cabeza suprimir esta palabra de nuestro léxico, cosa que además sería imposible por un acto de voluntad. Pero sí es posible desnaturalizarla, dejar en suspenso la evidencia en la que parece apoyarse su uso. 

Prefiero pensar lo que hago en términos de escritura. Escribo sobre cine. No supongo ninguna preminencia entre cine y escritura. En todo caso, la escritura debe producir su propio fundamento en el trabajo con las palabras, entre las palabras y las películas. La crítica profesional, la periodística o la académica, cuentan con una forma discursiva prefijada, un punto de partida supuesto, una presunta función, una conclusión aguardada: un dictamen. Hay una retórica propia de la crítica, una cierta contigüidad nunca despejada con el discurso científico. Si renuncio a estas prerrogativas, tengo que encontrar una manera de escribir, un tono, un estilo: una voz. ¿Y si pensamos la escritura como una especie de conversación? La experiencia cinematográfica siempre estuvo pendiente de la conversación. Nuestras conversaciones se nutren de películas y las películas a su vez piden ser conversadas. Es lo que pasa en los festivales–lo que estamos haciendo en este momento. Un festival es una larga conversación en la que intercalamos películas, para seguir conversando. Conversamos de películas y hacemos conversar a las películas entre sí. Estas conversaciones sacan a la luz sentidos que quedarían en la penumbra si no los habláramos, si no los escribiéramos. Un festival de cine como el BAFICI y una publicación como Kilómetro 111 pueden comprenderse como dispositivos en los que el cine insiste, de los que el cine no puede desistir sin volverse una mera mercancía. Incluso películas que en otros contextos desdeñaríamos por insignificantes pueden hallar su lugar en nuestras conversaciones. En el otro extremo, las grandes obras, aquellas que parecen exceder nuestra capacidad de habla, están esperando que las hablemos y es en nuestra conversación que pueden seguir desplegando su grandeza. 

Por eso cuando escribo sobre cine me gusta pensarme conversando con las películas. En un festival como el BAFICI es posible cruzarse con los cineastas, dialogar con ellos sobre sus obras, en una especie de momento utópico de máxima horizontalidad, de abolición de las distancias. El hecho de hacer una publicación de cine suele ser un buen pretexto para acercarse al realizador y conversar con él más largamente, para prolongar su película por otros medios. Incluso podemos permitirnos extender esa cercanía con los cineastas clásicos: dialogar con Bresson, dialogar con Fassbinder. No se trata de ninguna arrogancia, quizá sea exactamente lo contrario: dado que no poseo autoridad para juzgar sus obras, me permito conversar con ellas. Claro, tengo que volverme capaz de hacerlo. Este ensayo de pensar la escritura sobre cine como una conversación nos vuelve también un poco cineastas: como ellos, tenemos que pensar dónde poner la mira, encontrar nuestro preciso punto de vista y nuestra distancia justa respecto de la obra. 

Este extrañamiento de la escritura sobre cine, la puesta en suspenso de su naturalidad, puede –debe- alcanzar a la decisión de sostener una publicación periódica como Kilómetro 111, o como la que yo dirijo, La otra. ¿Por qué sacar revistas de cine? ¿Por qué seguirlas sacando? Cada número que preparamos requiere volver a preguntarse por el sentido de hacerlo y cada edición es una respuesta práctica a esta pregunta. La necesidad de su existencia no es evidente. No hay un mercado que las demande, así que el principal fundamento de su existencia es nuestra propia decisión de editores: así de frágiles son, este vértigo nos produce el volver a pensarlo cada vez. Las revistas de cine quizá sean especies en extinción. Desde que empezó a salir Kilómetro 111 –o desde que en 2003 empezamos a editar La otra- hasta hoy hubo una fuerte mutación en el campo de las publicaciones especializadas. En esta década larga internet creció de manera desmesurada. Creció también la gravitación de internet en nuestras vidas, hasta convertirse en una apertura al mundo radicalmente distinta a todo lo conocido hasta aquí. La proliferación de blogs y páginas web alteró los modos de producción y circulación de textos sobre cine, acercó los puntos distantes, aceleró los tiempos de escritura/edición/distribución/lectura/devolución hasta rozar la instantaneidad. La web promete una disponibilidad ilimitada: de textos, de películas, de lectores. 

Frente a esta desmesura, una publicación en papel, con su ritmo de escritura, corrección, impresión y distribución, su anclaje territorial, su pesantez material, su manualidad y hasta su perfume, parece devolvernos al siglo XIX. No hay razones obvias para seguir imprimiendo revistas de cine. Es pensable un futuro cercano en que ya no existan. Pero precisamente en todo lo dicho, en lo que parecen tener de anacrónicas frente a la prepotencia irresistible de la tecnología digital, las publicaciones en papel pueden encontrar una justificación: una apuesta a una temporalidad más ancha, otra dimensión del presente no tan urgida por la instantaneidad, la constancia de lo asible, la amabilidad de lo que está hecho no solo para los ojos sino también para las manos y los dedos, para ocupar su lugar en un rincón de la casa al que se puede volver después de un tiempo. Volver a buscar aquel número de Kilómetro 111 aparecido hace 10 años, tenerlo presente. Una revista de papel puede hacernos accesible un presente de un espesor que no se disipa con las ráfagas digitales.


 2 - El cine

Vuelvo a buscar en los estantes aquel número 4 de Kilómetro 111.Tema: “La escena contemporánea”. La revista desde su primer número tuvo una sección llamada, justamente, “Conversaciones”, un dispositivo más amplio que el de la entrevista, con cineastas y escritores que se sientan a hablar largamente, no a responder preguntas sino a conversar. En ese número Carlos Trilnick, Claudio Caldini y Jorge La Ferla, junto a parte del staff de la revista, conversan sobre las formas híbridas de la imagen. En 2003 hay una fuerte discusión entre los partidarios de los diversos soportes y tecnologías para la producción audiovisual: el partido de los cineastas y el de los videastas -una palabra que parece haberse vuelto caduca, y no precisamente porque el celuloide haya ganado la batalla. (Una pequeña nota de color: al comienzo de la charla Bernini destaca que el Centro Cultural Rojas acaba de editar unos videocasetes bajo el título Cine experimental y video de autor, que compila trabajos de Trilnick, Caldini y La Ferla. En diez años el videocasete se ha vuelto obsoleto y la palabra misma desapareció de nuestro lenguaje. ¿Dónde habrán quedado aquellos videocasetes?). El prólogo de la nota presenta las dos posiciones en disputa de esta manera: 

“Una de ellas celebra las posibilidades inauditas de experimentación, de trabajo con los materiales, al parecer inagotables, que ofrecen todos los dispositivos de imagen, sean cuales fueren, actuales y del porvenir. La otra línea, más cauta, desconfía de la disponibilidad alegre de todos los soportes y las técnicas; y, por el contrario, prefiere la selección y el uso escrupulosos”. 

La primera línea está encarnada en esta conversación por Trilnick y La Ferla, la segunda por Caldini. Dice Caldini: 

“Pasa un poco por qué clase de receptor queremos. A mí personalmente me interesa la ceremonia de la proyección, el transcurrir de ese tiempo para poder percibir en un cierto estado de afinidad el “sueño” que quisimos transmitir allí. Esto no siempre está presente, por ejemplo, en una galería de arte donde todo está iluminado y donde hay varios monitores e instalaciones funcionando a la vez. En estos casos no se alcanza a percibir en el sentido en que lo permite el cine, o a profundizar la obra de otra manera…”. 

Trilnick contrapone: 

“En mi caso, el video tiene cada vez más puntos de contacto con las artes visuales en general, y con la plástica en particular. Me parecen territorios muy interesantes… Recuerdo la frase con que Paul Virilio abre los capítulos de El arte del video, que hizo la televisión española: él habla de una sola imagen. En este sentido discutiría lo que dice Claudio Caldini, porque hoy es necesario hablar de imagen. Hoy es imposible diferenciar si es cine, si es video, si es holografía, si es sueño, si es real o si es virtual”. 

En un momento la conversación se tensa y Trilnick dice: 

“De todas formas, siempre se termina hablando de tecnología cuando se trata de video, lamentablemente. Pero tener una postura así, tan contraria a un soporte, como la de Caldini, me parece un poco… fascista. Hablar de la banalidad de la imagen, de que no tiene permanencia, y considerar que sólo es un hecho de soporte…, digamos, ¿para defender qué territorio? Si el territorio es el del arte, más allá de los soportes. Me parece una postura muy extrema…”. 

Caldini responde: 

“No tengo ningún problema. Hago video. Pero no pongo en el video ni en el arte digital, y tampoco en el cine, todas mis expectativas en cuanto a la creación artística. Me parece que es hora de dejar de hablar de tecnología. Durante diez años fue el argumento de la renovación histórica, tecnológica, cultural, globalizante, digamos… Y aquí están los resultados, no podemos negarlos. Tampoco estamos en el mejor momento de la historia del arte, como algunos pretenden; y la cosa parece dirigirse hacia una dispersión aún mayor. Esa idea tan loca de vivir el presente absoluto; creo que eso no funciona, no puede funcionar”. 

Diez años después el dilema no ha sido resuelto. Las instalaciones museísticas siguen a la orden del día, aunque la categoría de “videoarte”, desde la que se quería proclamar una dimensión novedosa, preñada de futuro, quedó fechada. La palabra “cine” ha absorbido todas las formas híbridas que amenazaban su vigencia. Caldini persiste en lo que él llama la “ceremonia de la proyección”, ceremonia en la que él mismo radicaliza uno de los componentes del dispositivo cinematográfico. Mientras habitualmente se entiende por "película" una sucesión de imágenes concluida de una vez y para siempre, destinada a ser reproducida de manera idéntica a través de tiempos y espacios, el acontecimiento que empieza cuando Caldini pone la cámara en marcha se prolonga hasta la proyección. La presencia corporal del cineasta, su vínculo con la cámara, su trato con la película impresa, continúan hasta el momento en el que la película adopta en cada proyección una forma efímera e irrepetible, por obra del operador-autor: el cineasta como camarógrafo, pero también como proyectorista. 

El cine no murió. La palabra ahora refiere a una familia de significados más amplia y difusa de lo que se pensaba hace una década. A mediados del siglo XX se formuló una ontología la imagen cinematográfica que triunfó en toda la línea: el registro, capturado involuntariamente por el aparato mecánico que mantiene una relación significante con la realidad, y la proyección como momento alucinatorio en el que el espectador semi-inmovilizado en la sala oscura se conecta con sus fantasmas. Registro y alucinación, lo real y lo onírico, la luz y la sombra, el campo y el fuera de campo. Esta ontología se halla asediada por la irrupción de las nuevas tecnologías y soportes. Lo que llamamos películas ya no lo son en un sentido literal. La proyección fílmica tiene los días contados: en el último BAFICI el número de proyecciones fílmicas se redujo drásticamente, incluso algunos clásicos, como La mosca (David Cronenberg) o La casa del sol naciente (Samuel Fuller), realizados originalmente en celuloide, se proyectaron en formato digital. Nuestro consumo habitual de lo que seguimos llamando cine no remite necesariamente a la sala cinematográfica. Bajamos las “películas” de internet, las vemos online, las reproducimos en televisores, monitores de computadora, tablets y celulares. Jean Luc Godard presentó en 2010 su Film Socialisme que, irónicamente, no es un film sino su primer largo editado en soporte digital. Se estrenó en el Festival de Cannes, aunque simultáneamente se pudo ver en una plataforma online. La sala de cine sigue siendo el ámbito privilegiado de la experiencia cinematográfica, pero ya no es ni siquiera el más frecuente. Vemos cine en diversas circunstancias y ocasionalmente vamos al cine. Y ante un plano cinematográfico nos resulta cada vez más difícil discernir si se trata de un registro o de una imagen generada digitalmente; lo más probable es que se trate de una mezcla de ambas posibilidades en proporciones indeterminables. El cine sigue siendo una forma de entretenimiento masivo y, paralelamente, los festivales de cine se han multiplicado en todo el mundo, dando lugar a un circuito de exhibición alternativo, dirigido a un segmento de público específico. La imagen cinematográfica no es lo que era; o mejor dicho: es lo que era y muchas otras cosas. La clásica ontología de la imagen cinematográfica está en crisis, pero no apareció un paradigma alternativo. Hay una conciencia teórica en crisis pero el cine sigue.


3 - La independencia

Cuando en 1999 empezó el BAFICI, la “I” final de la sigla nos hablaba de independencia. El significado era transparente: había todo un universo cinematográfico que no llegaba a las carteleras comerciales. Hace apenas 15 años no se conocían en Buenos Aires cineastas taiwaneses, coreanos, chinos. De hecho Wong Kar-wai había pasado desapercibido en esta ciudad cuando estuvo filmando Happy together. Y de pronto irrumpían autores con una obra considerable, cuya existencia ni siquiera sospechábamos meses antes: Sokurov, Hou Hsiao Hsien, Edwar Yang, Bela Tarr, Sharunas Bartas, Tsai Ming Liang... Tendríamos que ponernos al día rápidamente e incorporar también a los que iban apareciendo: Jia Zhang-ke, Apichatpong, Hong Sang-soo, Raya Martin, los rumanos, los mexicanos, los filipinos. Publicaciones como Kilómetro 111 se convirtieron en apoyos instrumentales para procesar tanta novedad, una referencia necesaria para reconfigurar nuestras nociones de la experiencia cinematográfica. La sensación, al ponernos en contacto con esta zona hasta entonces desconocida del cine, fue la de un soplo de aire fresco. Nos independizábamos de la sujeción de los estrenos comerciales de los jueves, ampliábamos la mira. Esta apertura propició la irrupción de una nueva camada de realizadores, favorecidos por las posibilidades tecnológicas de cámaras digitales que abarataban los presupuestos y hacían posible la producción con equipos reducidos, por fuera de la industria. Esta generación se movió al principio con mucha ingenuidad y descubrió con sorpresa que sus pequeñas películas podían llegar muy lejos: había programadores de festivales internacionales que salían por el mundo a la caza de nuevos autores. Así es como Lisandro Alonso y Pablo Trapero hicieron, con sus primeras películas, un camino inédito. Tuvieron que aprender pronto que el circuito de los festivales es un subsistema de la gran industria cinematográfica, con normas de admisión tan duras como las del mainstream, la vieja supervivencia del más apto. Con programadores con poder suficiente para imponer cambios en las películas a fin de que sean aceptadas en un festival, con una incidencia comparable a la de los productores de Hollywood de la época clásica. Trece años después de La libertad los cineastas novatos ya perdieron toda ingenuidad: se someten a casting de proyectos, conocen los requisitos para que sus ideas sean “presentables” ante las instancias de decisión, piensan sus películas en función de las chances que pueden tener en ser aceptadas en Locarno o en Rotterdam. Los festivales son dispositivos de legitimación de un modelo de cine alternativo de la gran industria, pero de ninguna manera independiente. 

Por último, quisiera destacar otro cambio que percibo desde aquel primer BAFICI y aquel primer número de Kilómetro 111 hasta hoy. A fines del siglo XX en la clase media porteña ilustrada parecía haber calado hondo aquel dictamen del fin de la historia y el triunfo inapelable de un modelo de existencia neoliberal. El cine parecía una esfera relativamente autónoma del mundo, con su propia historia interna, sus normas de admisión y legitimación, una isla de experiencias estéticas en las que se podía discutir apasionadamente de películas, pero con una conciencia tranquila de resignación ante la ajenidad del poder. Si el mundo globalizado era duro, el cine se ofrecía como una versión más amable del mundo, y los cinéfilos podíamos pensarnos como una cofradía de intereses más nobles, partidarios de la belleza. Recuerdo el país sacudido por una crisis terminal mientras se llevaba a cabo la edición 2002 del BAFICI. Entrar al Abasto era ponerse a salvo del desquicio y refugiarse en la esfera de lo sublime. Esa armonía restringida se quebró cuando la sociedad argentina se vio atravesada por un conflicto político que resultó ineludible y que hasta hoy no cesa de ahondarse. Se abrió una grieta por la que se filtró la historia, que resulta que no había muerto. El campo cinematográfico no pudo sino registrar estas tensiones. En las revistas de cine y en los festivales se hace imposible evitar la política. Todavía no parece que esta fractura pueda pensarse; entonces se la actúa. Que en la edición 2012 del BAFICI haya quedado excluida una película de los valores de Tierra de los padres (Nicolás Prividera) sin que el propio festival haya encontrado un ámbito para discutir esa exclusión, o que incluso la mesa de debate por los diez números de Kilómetro 111 [Abril 2013, 15° BAFICI] haya estado a punto de no hacerse por decisión del director artístico del festival, que finalmente se haya hecho por una marcha atrás del mismo director al tomar estado público el veto, son síntomas de una dificultad para lidiar con la política y una imposibilidad de esquivarla. La ilusión de la autonomía estética se desplomó. Para nuestra generación esa caída no es reversible. Habrá que ver si nos volvemos capaces de pensar esta fractura, de conversar sobre ella y volverla artística y políticamente productiva.

* Este texto forma parte del número 11 de la revista Kilómetro 111.

Cine del presente
Sumario

I. Ensayos

1. Imágenes paganas. De Deleuze a Farocki, por Silvia Schwarzböck.
2. Después de la radicalidad. James Benning, Sergei Losnitza, Raya Martin, por Emilio Bernini
3. Comedia, mumblecore y cotidianeidad. El cine de Andrew Bujalski, por Román Setton y Agustín D'Ambrosio.

4. Más allá de la primera persona. Figuras liminares del yo en el último cine argentino, por Marcelo Cerdá.

5. El cielo de los plebeyos. El cuerpo improductivo contra la lógica de la intriga. A propósito de P3nd3j5s, Los posibles, el cine y el video, por Gustavo Galuppo.

II. Versiones

1. Un arte de outsider, por James Benning

2. La Trilogía de California de James Benning. Una lección de historia natural, por Rachel Moore.
3. El final del cine "documental", por Sergei Loznitsa
4. Minucias cotidianas como narración (sub)alterna. Negociaciones sobre la historia en Independencia de Raya Martin, por Christian Tablazón.
5. Autohystoria, por Ogg Cruz.
6. Crítica del cine indie, por Andrew Bujalski.

III. Conversaciones.

Un nuevo revisionismo. Conversación con Alejandro Fernández Moujan, Nicolás Prividera y Javier Trímboli.

IV. Críticas

1. La zona del vampiro: biopolítica e imaginación (True Blood, de Alan Bell), por Gabriel Giorgi.
2. Fin de un ciclo sin fin (Fausto, de Alexander Sokurov), por Marcelo Burello.
3. El cuerpo de un hombre casi vivo casi muerto, un cerezo en flor y un televisor. Apuntes sobre cine documental (Qu'ils réposent en révolte, de Sylvain George), por Alejo Hoijman.
4. El malestar Correas (Ante la ley, de Emiliano Jelicié y Pablo Klappenbach), por E. B.
5. Nazis, espías e indiecitos. Representaciones de sí y representación del otro en el cine documental de Thomas Heise, por R. S.

V. Reseñas

1. Las fábulas del amateur. Rancière y el arte de la distancia, por Gabriel D'iorio.
2. Una ideología estética (Territorios audiovisuales, de J. La Ferla y S. Reynal), por E. B.
3. Diez números (Kilómetro 111. Ensayos sobre cine), por Oscar Cuervo.

4. Apuntes sobre un estado de la crítica (Kilómetro 111. Ensayos sobre cine), por Tomás Binder

jueves, 21 de noviembre de 2013

Las músicas atroces

por Paulo Manterola

Mi nombre es Antonio Tozza. Heredé este nombre de mi abuela, a quien nunca conocí. Ella provenía de una familia de coleccionistas de arte de mucha influencia en las clases altas por sus refinadas y excéntricas preferencias estéticas, siempre a la vanguardia. A lo largo de varias generaciones, toda variedad de artistas se han sabido mostrar muy agradecidos y generosos con ellos por sus favores. Mi madre, Josefa, murió a los 71 años de edad, mientras que mi padre logró sobrevivirle por un tiempo más y perdurar para criarme hasta mi adolescencia. La familia de mi padre se dedicó siempre al comercio. Por lo tanto, se podría decir que era una persona práctica, hábil y resuelta. Gracias a ello, pudo conquistar a mi madre. Una criatura extremadamente sensible e introvertida, aunque no por eso una mujer débil de carácter o espíritu exánime, sino todo lo contrario. La historia de mi ascendencia se encuentra plagada de muertes trágicas, absurdas o misteriosas, por decirlo de alguna forma.

Hasta hace unos años, me encontraba felizmente casado con Elizabeth, ahora mi difunta esposa. A mí también, desafortunadamente, me tocó padecer esta herencia de mis mayores. Antes de morir ella, vivíamos en una propiedad que perteneció a mi familia, en Campania, Nápoles, cerca de los campos Flégreos. Ésta es una zona alejada y tranquila, con salida al mar, que se encuentra rodeada de volcanes ya inactivos desde hace muchos años.

Durante toda mi vida, me desempeñé en las actividades comerciales, continuando el legado de mis antecesores, aunque me he visto obligado a abandonarlo. Estoy viejo e inválido, he vivido demasiado, y no tengo a quién legarle toda mi experiencia y empresas. Mi esposa, desde un principio, se dedicó a las tareas domésticas y a la crianza de nuestras dos hermosas hijas, mientras que en sus ratos libres atesoraba y llevaba un formidable archivo de distintas rarezas artísticas sin valor, anónimas e inclasificables, sólo por afición. Este detalle siempre me resultó enternecedor y me remontaba a mi infancia, rodeado de objetos fascinantes e incomprensibles a esa edad. Podría decirse que tenía muchas cosas en común con mi madre tanto en su forma de ser como en sus pasiones.

Al día de hoy, debo lamentar también la muerte de Victoria, una de nuestras hijas, la más pequeña. Lucy y yo ahora vivimos en la ciudad, lejos de aquellos campos. Claro está, ella no tiene el más mínimo interés en el comercio o la navegación. Ha heredado mucho de su madre. Se dedica al estudio de la filosofía y las letras en la Universidad de Nápoles. Es una mujer muy inteligente y animosa, con mucho brío pese a todo lo que hemos pasado.

Por mi parte, intento descansar y pasar lo que me queda de esta vida sin padecimientos ni sorpresas, estar en paz y dejar atrás un pasado signado por la desgracia.

Lucy era muy chica. No recuerda nada de lo sucedido.

Al menos confío en que así sea.

Mi invalidez no me permite hacer otra cosa más que recapitular, una y otra vez, los mismos hechos. He sido reducido a eso.

Durante la prolongada agonía de mi esposa, me vi forzado a delegar todas mis responsabilidades para quedarme junto a ella, asistirla y cuidar de nuestras hijas. En el momento en que cayó enferma, yo me encontraba en uno de mis viajes. Por lo tanto, las circunstancias o razones de su afección no me fueron completamente claras. Una mañana salió a dar un paseo hacia el lago, según me dijeron, para encontrar ahí su suerte. Fue golpeada y violada ahí mismo por algo innombrable, abandonada desnuda; moretones y heridas en todo su cuerpo. Así la encontraron nuestros sirvientes y el ama de llaves unos días después. No podía moverse. Los temblores y espasmos la dominaban. No quedaban fuerzas en su espíritu, se desvanecía en llantos. Debieron sujetarla y arrastrarla hasta la casa. Las heridas que le habían sido provocadas estaban infectadas y ella ya no tenía medios para luchar contra lo inevitable. Las constantes nauseas, las llagas por todo su cuerpo y su rostro, el deterioro de sus huesos, la piel mellada. Los intensos gritos de dolor. Sus ataques de ira. Los vómitos.

Yo permanecí a su lado a cada momento. Los médicos, de todas partes del mundo, iban y venían para prescribir no más que su ignorancia sobre pestes de las que nadie sabía demasiado todavía. Su cuerpo estaba vejado, íntegramente. Su espíritu había sido quebrado. Su mente, ida. Pero aún así resistía. Gasté gran parte de mi fortuna buscando una forma de aliviar su sufrimiento, una respuesta certera al menos.
Nunca lo conseguí.

Por las noches, cuando ella lograba conciliar un poco el sueño, o simplemente se desmayaba, agotada por el padecimiento, me sentaba en el balcón de nuestra habitación a fumar algunos cigarros. Es curioso cómo uno recuerda a la persona amada, la forma en que la evoca. Lo que más extrañaba, y aún hoy extraño de ella, es el modo en que me demostraba su afecto, su amor, el cariño, su respeto. Su compañía. Eso es lo verdaderamente único que puede darle una persona a otra, lo único que cuenta. Lo demás pierde importancia.

Todo eventualmente pierde importancia. Se diluye.

Por momentos, ella intentaba balbucear unas palabras. Una y otra vez, se desvanecía súbitamente, por el desgaste y el malestar que le suscitaba su enfermedad, pero no se rendía. Era una mujer obstinada. Me costaba mucho trabajo entender lo que quería decirme. Hubo una noche, la última, en que estaba más exaltada que de costumbre. Escupía pus a cada palabra, a cada espasmo. Me incliné sobre ella y acerqué mi rostro al suyo, arrimé mi oído a su boca, lo más que pude, teniendo cuidado de no fatigarla o asustarla. Los médicos me habían advertido seriamente que no mantuviera contacto alguno con ella, incluso, me aconsejaron no permanecer en la misma habitación. Pero qué podían saber si ni siquiera podían decirme con precisión qué era lo que la estaba comiendo viva. Y allí estábamos. Finalmente entendí lo que intentaba decirme: encontré algo, me dijo, estaba olvidado, es hermoso. Eso era todo. Su mirada era extraña. Tierna y desahuciada. Como si supiera que ése era el final para ella. Regalándome ese último suspiro de vida que le quedaba con el más intenso y noble amor. No pude más que llorar. Luego, sus ojos se vaciaron. Los cerré con mis manos y nunca más los volvió a abrir. Me acosté a su lado y la abracé. Me sentía desesperadamente angustiado. Me quedé dormido.

Después de su muerte, yo no hacía más que pasar el día sentado en el piso de nuestra habitación, al pie del balcón, en silencio, fumando, pensando. No hacía caso a nada ni nadie. Perder a la persona que uno ama, de un momento a otro, repentinamente, sin entender por qué o cómo o cuál, es el miedo más irrebatible, poderoso y genuino que pueda existir. Me encontraba consumido por la tristeza y el desasosiego.

Su corazón explotó dentro de su cuerpo, aparentemente.

Me acerqué al lago algunas veces los días posteriores para encontrarme nada más que con una sensación de horror espantosa. El aire me olía a podredumbre, sudor y óxido.

Sus restos fueron velados en nuestra casa.

No concurrieron demasiadas personas. La familia de ella y la mía no solían relacionarse. Eran ariscos, eremitas, los unos con los otros. Pero aún así, había siempre una sensación de extraña familiaridad cuando inevitablemente debían verse.

Yo me sentía incapaz ya de comprender nada de lo que pasaba a mi alrededor.

En un momento, mientras la velábamos, ocurrió una serie de eventos tan absurdos como curiosos, que cambiaron mi suerte para siempre.

Mientras estaba sirviendo algunas bebidas a los presentes, se me acercó el padre de Elizabeth. Me dijo, en voz baja, yo sé por qué murió. Me quedé paralizado, mirándolo fijamente, esperando que dijera algo más, pero no lo hizo. Lo tomé del brazo y le pregunté, eso es todo. Se detuvo y me miró desafiante. Lo solté. Luego, con una displicencia irritante, dijo, hay una caja de música en el sótano de la casa, estaba guardada bajo llave, debió haberla abierto, no dejes que nadie de tu familia se acerque a esta, no la toques, simplemente vuelve a guardarla lejos del alcance de cualquiera de ustedes. No sabía de qué me hablaba. Mi mujer, su hija, reposaba dentro de un ataúd a pocos metros de distancia, y lo único de lo que se le ocurría hablar era de cajas musicales. Le dije que no entendía. Me contestó que no tenía que entenderlo, nada más tenía que hacer lo que me decía. En un ataque de ira e impotencia, lo sujeté por los brazos y lo sacudí violentamente. Forcejeamos unos instantes hasta que me empujó y arrojó al piso. Desde allí, comencé a escuchar unos sonidos que descendían desde nuestro dormitorio. Luego, todos se alborotaron.

Me encontraba abstraído por la música que sonaba, cada vez más fuerte y estruendosa hasta que los ruidos me distrajeron. Voces murmurando, pasos vertiginosos. Me levanté del piso. Todos se estaban retirando. No estaban asustados, sino simplemente excitados, arrebatados. Me apresuré hasta la puerta de entrada. Era inútil. Ya todos habían desaparecido por el camino que se adentra en el bosque y conduce a la ciudad. Me quedé solo.

Noté que el cielo había ennegrecido. No había rastro de una sola nube ni del sol, pero el cielo estaba completamente oscuro. El aire se tornó denso todo alrededor, todo, apestaba como el lago. Cientos de pájaros prorrumpieron espontáneamente de entre los árboles, del cielo, de algún lugar, chocando unos con otros, contra los árboles mismos o la casa. Algunos caían muertos sobre la tierra. Los sonidos que provenían del interior de nuestro hogar comenzaron a herirme los oídos. Una música horrible, pero desquiciadamente cautivante; una composición en extremo compleja, una cantidad indefinible de melodías sonando al mismo tiempo, caóticas, sin dejar de sonar armoniosas. Una atrocidad irresistible.

Supuse lo peor. Y así fue. Corrí hasta mi habitación y ahí estaba. Nuestra pequeña sentada frente a la caja, suspendida, escuchando su música, con unas gotas de sangre saliendo de sus oídos y sus fosas nasales. Me precipité sobre esta, la tomé y la arrojé por el balcón. Se despedazó sobre la tierra del jardín.

La música se detuvo. De hecho, todo sonido se detuvo. No había más pájaros, ni ventisca soplando entre los árboles, brisa de mar o grillos. Absoluto silencio. Vicky comenzó a llorar y gritar. No entendía lo que había hecho o por qué, yo tampoco en realidad. La abracé e intenté consolarla. Pero no podía calmarse. Comenzó a temblar y a convulsionarse. Pronto me di cuenta de que había perdido el control de sí misma, así como le ocurrió a mi esposa. Me desesperé. No sabía qué hacer. La llevé a su cuarto y la até de pies y manos a su cama, traté de calmarla, le puse un paño frío en la cabeza y en su estómago. Estaba volando de fiebre. Finalmente, se desmayó. Lucy, parada en la puerta del dormitorio, miraba a su hermana y a mí sin entender, lloraba también, me pedía explicaciones, tenía miedo. Yo no podía salir de mi consternación, la impotencia. La arrastré de los brazos hasta mi habitación, sin decir una palabra, y la encerré ahí.

Un hedor de miles de años se impregnó en todo mi cuerpo. Me temblaban los huesos. Afuera algunos árboles comenzaron a caer de raíz. Los pájaros se agolpaban contra las puertas y ventanas. Los volcanes, a lo lejos, comenzaron a hacer erupciones de aire caliente. Cerré todos los accesos. Cegué todas las ventanas. Sellé todas las puertas, trabándolas con muebles y bártulos. Encendí todas las luces, velas y candelabros que había en la casa. Con algunos restos de madera, papeles y otros enseres, inicié una fogata en el medio del salón principal. Luego, me senté a esperar, sin saber qué. Entre toda la locura, había olvidado que el ataúd de mi esposa seguía ahí. Me detuve a pensar en ella un instante y me puse a rezar. Nunca fui una persona supersticiosa, aunque provengo de una familia con una larga tradición católica, pero, por alguna razón, fue lo único que logró serenarme.

Unos momentos después, que pudieron haber sido horas o minutos, sentí la presencia de algo, alguien, en toda la casa, rondándome. Las velas y luces una a una se fueron extinguiendo, todo en silencio. El hedor seguía ahí, en las paredes, el piso, sobre mi cuerpo. El tiempo pareció suspenderse. Había algo deambulando por el salón, los pasillos, las habitaciones, con severidad y aplomo pero agitado, ansioso. Podía sentir su aliento en mi cuello, aunque no había nadie ahí realmente. Su mirada hundida en mi alma, aunque tampoco había ojos. Las uñas de sus garras incrustadas en mi carne, aunque no había manos ni cuerpo. No podía moverme, estaba paralizado. Lo sentía dentro de mi cabeza, entre mis pensamientos, hurgando. No hablaba pero yo comprendía. Supliqué que nos dejara en paz.

Ya era demasiado tarde.

Las llamas de la fogata seguían ardiendo, el fuego se avivaba cada vez más. Yo estaba empapado de sudor. Sabía lo que vendría y no podía evitarlo.

Tomó forma. No lo vi pero lo supe. Pude olerlo, sentirlo. Escuché sus pasos, alejándose de mí, subiendo la escalera, firme, paciente, con el tedio y la porfía de todos los siglos, sacudiendo el aire y el piso. Mi estómago y mi pecho estaban revueltos.

Victoria se despertó. Desde su habitación, comenzaron a descender los gritos, los lamentos, se resistía con todas sus fuerzas. Mi pequeña, mi preciosa hija. Pobre niña. La golpeó, la abusó y violó hasta dejarla muerta, desgarrada.

Finalmente, me desmayé.

Al despertar, me encontraba tendido junto a Lucy en nuestro jardín. La casa se incendió y quedó reducida a cenizas, junto con mi esposa y mi pequeña, consumido todo por el fuego que se propagó desde el salón principal.

Ella no recuerda nada. Tiene un espíritu tan fuerte y luminoso como el de su madre.

Yo estoy postrado en una silla, sin alma. La perdí sin saber que la tenía.

No hago más que repasar una y otra vez estos sucesos.

Intenté suicidarme varias veces, pero simplemente no me deja morir.

Conté esta historia a distintas personas en quienes mi confianza descansaba. Todas me tomaron por loco. Ni una sola me creyó. Todas murieron, víctimas de extraños y curiosos accidentes, unas semanas o meses después de haber escuchado todo esto que hoy pongo en papel, sin saber qué va pasarme a mí o a quien lo lea.

Lucy seguirá su vida normal hasta que un día cualquiera muera de alguna forma espantosa y extraña, así como los hijos de los hijos de sus hijos. Y él quiere que yo sea testigo de todo eso. Ésa es mi penitencia por haber destrozado aquel espantoso artefacto. Ésa es la herencia de mi familia. Una caja de música creada por uno de los mejores compositores que ha conocido este mundo, un ser huraño y desagradable, intratable, el mismo día que el diablo atravesó con su cola sus sordos oídos.

Soy descendiente de él, así como mi familia y la familia de Elizabeth lo eran también. Ellos no querían que esta abominación se propagara más allá de nuestro linaje, querían que la blasfemia permaneciera entre nosotros, hasta que no quedara ninguno. Por esta razón es que decidieron casarse unos con otros y así sucesivamente. Mi esposa era también mi prima hermana, hoy lo sé. Nadie supo nunca lo que había pasado en aquel lago donde mi esposa fue encontrada, pero hoy lleva el nombre de Averno. Una ironía del destino quizás. Tal vez, realmente sean esas aguas el acceso al bajo mundo. No quisiera averiguarlo.

Los volcanes cesaron su actividad hace tiempo.

Practico mi sonrisa cada día al despertarme. Por Lucy.

Y espero. Hasta que él se canse de mí.

sábado, 16 de noviembre de 2013

El filósofo, la feminista, Epicuro y el Tao

por Julieta Manterola

I

John Stuart Mill (1806-1873) fue un filósofo inglés y uno de los fundadores de una de las teorías morales más importantes: el utilitarismo. Esta corriente filosófica fue iniciada por James Mill (padre de Stuart) y Jeremy Bentham (amigo de James y padrino de Stuart).

El utilitarismo tiene un nombre muy malo pero, a mi juicio, es una teoría muy buena. La teoría utilitarista tiene un único principio: “la mayor felicidad para el mayor número”. Precisamente en el libro titulado El utilitarismo, John Stuart Mill afirma: “El credo que acepta como fundamento de la moral la Utilidad, o el Principio de la mayor Felicidad, mantiene que las acciones son correctas en la medida en que tienden a promover la felicidad, incorrectas en cuanto tienden a producir lo contrario a la felicidad. Por felicidad se entiende el placer y la ausencia de dolor; por infelicidad, el dolor y la falta de placer”. Así, para el utilitarismo, un acto es moralmente correcto cuando maximiza la felicidad general. De todas las alternativas de acción posibles en un momento dado, el utilitarismo nos dice que debemos realizar aquella alternativa que generará más felicidad (o menos infelicidad) en el mundo. (Al menos esto es lo que diría el utilitarismo que se llama “de acto”. El utilitarismo “de regla” diría otra cosa, pero no es mi intención explicarlo ahora.) Pongamos un ejemplo: para el utilitarismo, yo debería donar todo el dinero que me sobra luego de cubrir mis necesidades básicas. El dinero que me gasto dándome gustos y comprándome cosas que (estrictamente) no necesito maximizaría mucho más la felicidad general si fuera gastado en comida y abrigo para gente cuyas necesidades básicas permanecen insatisfechas. Así que, para el utilitarismo, mi obligación moral es donar un porcentaje de mis ingresos mensuales a aquellos que lo necesitan más que yo.

Sin embargo, ya en la época de Mill, algunos objetores de la teoría utilitarista decían que “la felicidad no puede constituir […] el fin racional de la vida y la acción humana […] porque es inalcanzable”. A estos objetores, Mill les responde lo siguiente: “Si por felicidad se entiende una continua emoción altamente placentera, resulta bastante evidente que esto es imposible [de alcanzar]. Un estado de placer exaltado dura sólo unos instantes, o, en algunos casos, y con algunas interrupciones, horas o días, constituyendo el ocasional brillante destello del goce, no su llama permanente y estable. La felicidad [a la que se referían los epicúreos] no es la propia de una vida de éxtasis, sino de momentos de tal goce, en una existencia constituida por pocos y transitorios dolores, por muchos y variados placeres, con un decidido predominio del activo sobre el pasivo, y teniendo como fundamento de toda felicidad no esperar más de lo que la vida puede dar. Una vida así constituida ha resultado siempre, a quienes han sido lo suficientemente afortunados para disfrutar de ella, acreedora del nombre de felicidad”.

Mill sostiene que el fundamento de la felicidad es “no esperar más de lo que la vida puede dar”. Pero, ¿qué significa esta frase? ¿Cómo saber qué es lo que la vida puede dar?

No digo nada nuevo si digo que, mientras Kant sigue a los estoicos, Mill sigue a Epicuro. Así, esta frase de Mill debe ser entendida a la luz de la carta que Epicuro le escribe a Meneceo. Epicuro (aproximadamente 341 a.C.-270 a.C.) fue un filósofo que comprendió lo fundamental y que, en una carta de pocas páginas, escribió todo, y lo único, que debía ser escrito. Para Epicuro, la felicidad era ese estado que los griegos llamaban ataraxia, un estado de imperturbabilidad del alma. En su carta, dice lo siguiente: “También a la [imperturbabilidad] la consideramos un gran bien, no para que siempre nos sirvamos de poco sino para que, si no tenemos mucho, nos contentemos con poco, auténticamente convencidos de que más agradablemente gozan de la abundancia quienes menos tienen necesidad de ella y de que todo lo natural es fácilmente procurable y lo vano difícil de obtener”. A ese estado de imperturbabilidad no se llega satisfaciendo todos nuestros deseos (o la mayor cantidad posible de deseos), sino deseando poco (o casi nada).

Es llamativa la semejanza de las palabras de Epicuro con las palabras del Tao: “quien se contenta con lo que tiene es rico” (33), “quien se apega a las cosas se desgasta inútilmente” (44), “lo que el sabio desea es no tener deseos. No valora los bienes de difícil alcance” (64).

La afirmación de que el “fundamento de toda felicidad [es] no esperar más de lo que la vida puede dar” significa entonces que el fundamento de la felicidad es “contentarse con poco” o “contentarse con lo que se tiene”.

Lejos del conformismo y la resignación, estas afirmaciones son algo muy diferente: una crítica al consumismo. Estamos acostumbrados a pensar que seremos felices (o más felices) cuando tengamos una casa más grande, un auto más nuevo, una computadora más rápida, un celular más lindo, un monitor de más pulgadas… Pero si nuestra felicidad depende de cumplir estos deseos, entonces nuestra felicidad está perdida para siempre.

Mill dice: “He aprendido a buscar mi felicidad limitando mis deseos, en vez de intentando satisfacerlos”. Esta frase captura y expresa toda la sabiduría de Epicuro (y del Tao, agregaría yo). La felicidad no está en tener cosas ni en cumplir nuestros deseos, sino en todo lo contario: en limitar los deseos y en depender y necesitar cada vez de menos cosas.

El utilitarismo no es una teoría hedonista por más que hable del placer. Más bien, es una teoría que recomienda la frugalidad y la sencillez, en los gustos y en los placeres, como medio para alcanzar la felicidad.

II

John Stuart Mill fue también un político. De 1865 a 1868, fue diputado de la Cámara de los Comunes (la Cámara baja del Parlamento inglés). Como diputado, propuso reformar la ley electoral. Su propuesta consistía en cambiar la palabra “hombre” por la palabra “persona” de modo que las mujeres también pudieran votar. Pero su propuesta fue desestimada.

Pero además de filósofo y político, Mill fue también un hombre muy enamorado.

Mill se enamoró perdidamente de una mujer llamada Harriet Taylor (1807-1858), una feminista muy reconocida de su época. Harriet se había casado a los 18 años con John Taylor. Pero a los 23 años, en 1830, conoció a Mill (que tenía casi la misma edad que ella) y ambos sintieron enseguida una gran atracción y admiración mutua. Lo malo es que en esa época no existía el divorcio, así que Harriet no podía separarse de su marido para casarse con Mill. Ambos iniciaron entonces una larga amistad (que fue la comidilla de los círculos intelectuales de su época) y una intensa colaboración filosófica. En 1832, escriben juntos los Ensayos sobre el matrimonio y el divorcio. Harriet y su marido tienen una crisis matrimonial y deciden separarse por un tiempo. Harriet se muda a París y Mill la sigue. Pero el idilio no podía durar para siempre. Harriet vuelve y llega a un acuerdo con su marido: seguirá casada con él y mantendrá las formas pero a la vez continuará su amistad con Mill. La relación de Harriet y Mill era una relación imposible para las costumbres y las leyes de la época.

En 1849, Harriet queda viuda. Su marido muere de cáncer. Dos años más tarde, en 1851, Harriet y Mill finalmente se casan, luego de 21 años de amistad y ambos ya con más de 40 años. Cuando se casan, Mill redacta un texto, de nulo valor legal pero de gran valor simbólico, en el que rechaza todos los derechos que la ley de matrimonio de ese momento le confería sobre su esposa y sus bienes y declara que, en lo que a él respecta, ella permanece tan libre, después del casamiento, para disponer de su vida y de sus bienes, como antes de casarse.

En 1858, luego de 7 años de matrimonio, Harriet muere. Mill la sobrevive 15 años. En esos años, publica Sobre la libertad (1859), El utilitarismo (1863) y La sujeción de las mujeres (1869). En este último libro, Mill pretendió plasmar las ideas que su esposa y él compartían acerca de la situación de las mujeres y fue considerado por las feministas de esa época como una especie de biblia.

En el libro Sobre la libertad, publicado apenas un año después de la muerte de Harriet, Mill escribió una bellísima dedicatoria:

“Dedico esta obra a la recordada y llorada memoria de aquella que fue la inspiradora y, en parte, autora de lo mejor de mis escritos. A la amiga y esposa, cuyo excelso sentido de la verdad y de la justicia fueron mi mayor acicate, y cuya aprobación constituyó el mejor de los reconocimientos. Al igual que todo lo que he escrito durante muchos años, este libro es tanto de ella como mío. Aunque de manera insuficiente, esta obra, tal como la presento, ha contado con la inestimable ventaja de haber sido revisada por ella; había dejado algunas de las más importantes secciones de la misma para una más cuidadosa revisión, que ya nunca tendrá lugar. Si fuera capaz de exponer ante el mundo la mitad de los grandiosos pensamientos y nobles sentimientos que yacen enterrados con ella, mi papel se vería reducido al de intermediario de todo el provecho que de tal se derivase, mucho mayor del que pueda concluirse de todo lo que yo pueda escribir sin la inspiración y la ayuda de su inigualable sabiduría”.

Cada vez que leo esta dedicatoria no puedo evitar conmoverme y emocionarme, muchas veces hasta soltar alguna lágrima. Imagino el amor profundo que se tenían, la admiración y la pasión que sentían el uno por el otro y que fue lo único que pudo ayudarlos a pasar esos años de amistad/amor sin estar juntos, como era el deseo de ambos.

John Stuart Mill fue un filósofo extraordinario y el fundador de una de las teorías morales más relevantes. Pero fue además un hombre profundamente enamorado que espero 21 años por la mujer que amaba, sin alejarse nunca de su lado.

miércoles, 6 de noviembre de 2013

Detrás de las paredes I

Estar preso... no es ésa la cuestión.
La cosa es no entregarse: ¡ésa es la cosa!
NÂZIM HIKMET








por Willy Villalobos

Es necesario recordar el pasado.

Las historias de la cárcel en la época de la dictadura estan obviamente centradas en la denuncia de los malos tratos, asesinatos, torturas a las que fueron sometidos los presos. Me parece lógico que así sea, ya que esos testimonios permitieron denunciar a los genocidas que, gracias a la lucha de los organismos de derechos humanos, y posteriormente a la valentía de los gobiernos de Alfonsín -a medias pero lo intentó-, y fundamentalmente a los de Néstor y Cristina, hoy la mayoría están condenados o siendo juzgados por la justicia de la democracia.

Pero hay otra historia que casi no se conoce. Suele ser la que recordamos los ex-presos cuando nos juntamos, y tiene que ver con la vida de todos los días. Eso es lo que quiero recordar, ya que vivir en la cárcel fue una experiencia que, salvando las distancias obvias, tiene cosas en común con la vida en cualquier otro lugar.

Lo que se vive intensamente es imborrable como esos discos o películas que se pueden repetir de memoria. La clave, en la cárcel o donde sea, es aceptar lo que te tocó.

En las cárceles de la dictadura los que peor la pasaban eran los que sólo esperaban salir en libertad. Sufrían como condenados. Tengo un amigo que dice que los problemas no hay que resolverlos, hay que vivirlos, y tiene razón.

Lo que me impulsó a hacer este laburo de narrar algunas historias de la cácel, que espero pueda transformarse en historieta pronto, es que además de nuestras convicciones lo que nos mantenía en pie era reconocer que ese era el lugar que nos tocaba vivir y había que transitarlo en libertad, a pesar de las rejas.

Y cuando uno vive le pasan cosas. Voy a recordar una anécdota para que tengan una idea. Recuerdo que al salir de la cárcel, expulsado a Suecia, un país que me recibió con los brazos abiertos, decidí luego viajar a Madrid para encontrarme con la mujer de mis sueños. Al poco tiempo de estar en España, me dí cuenta de que me costaba mucho vivir en libertad, me mareaba la velocidad y lo que es peor, extrañaba la cárcel. Obviamente no le contaba a nadie lo que me pasaba porque temía que creyeran que había pirado. Un día me encuentro con un ex preso y decido contarle, y, por suerte o por desgracia, al compañero le pasaba lo mismo. “¿Cómo puede ser que uno extrañe ese lugar tan doloroso? ¿qué es lo que extrañábamos?”, nos preguntábamos.

En esta serie de pequeñas historias esta la respuesta.


No va más…

Cacho estaba preso en el Pabellón 13, un número que para él no pasaba desapercibido, ya que era muy cabulero. Había llegado ahí por su militancia en una organización revolucionaria, y su conducta dentro de la cárcel fue íntegra.

Quiero describir cómo era ese pabellón de la parte nueva de la U9 de La Plata, que seguramente hoy sigue funcionando. Hay que atravesar dos rejas para entrar, a los costados las oficinas de los empleados, cobanis para los presos (palabra que viene de soplón). Luego de las puertas de barrotes se entra en un largo pabellón con unas 20 celdas de cada lado cuyas puertas tienen una pequeña abertura, que se usa para pasar los platos de comida a los detenidos. Ese “pasaplatos” se abre desde afuera y en ese año, 1976, permanecía casi todo el tiempo cerrado. Las celdas eran de tres por dos, y en su interior había dos camas, una encima de otra, al estilo litera, y una pileta para lavarse con un inodoro incorporado. La ventana estaba cubierta por esos vidrios que por su diseño no dejan que uno vea del otro lado.

Teníamos la sensación de vivir adentro de un baño.

Esos pabellones se fueron llenando de presos políticos a partir del gobierno de Isabel Perón, y paradójicamente, como diría mi madre, era una suerte ser un preso legal, ya que a la mayoría de los detenidos por razones políticas los llevaban a los campos de concentración donde imperaba la tortura y la muerte.

Si las cosas estaban tranquilas el régimen era: veinte horas de encierro y cuatro horas de recreo, divididas en dos por la mañana y dos por la tarde. Si había algún problema, por ejemplo descubrían que los presos teníamos una biblioteca rodante organizada, se cortaban los recreos hasta nuevo aviso y los responsables eran castigados.

Era nuestra pelea diaria organizarnos. La biblioteca, hacer gimnasia todos juntos a pesar del encierro, armar el economato, transmitirnos las noticias que llegaban de afuera, armar campeonatos de dominó, competencias de escritura, repartirnos la plata para cubrir a los que no tenían visita, estudiar en grupo, eran tareas absolutamente necesarias para mantenerse fuertes  a pesar de los castigos que nos teníamos que bancar en caso de ser descubiertos.

Para la yuta siempre había problemas.

Los pabellones del fondo, el 13 y el 14, tenían una característica singular: sus pisos eran de goma. Por eso uno podía escuchar el ruido de la llave cuando se abrían las rejas del adelante, pero no se sabía dónde andaban los guardias. Ese piso de goma le ponía una cuota de paranoia especial al día a día. Ese silencio de pasos difíciles de ubicar le permitía a los cobanis vigilar y castigar a los que transgredían las reglas.

Los castigos consistían en llevarnos a “los buzones”, un pabellón más pequeños con celdas sin ventana, con una cama de cemento y una letrina. Ahí te recibía una patota, cuatro o cinco milicos, te obligaban a ponerte en bolas y te daban una paliza de esas que duelen por varios días.

Cacho conoció por mucho tiempo esos buzones por una historia increíble que voy a contar más adelante.

En los recreos, unos patios chiquitos vigilados por varios guardias, aprovechábamos para conversar con los compañeros, nuestra nueva familia. Los temas predominantes eran las noticias que los familiares nos contaban en las visitas y los chismes de lo que había sucedido ese día en el pabellón.

Me gustaba caminar un rato con Cacho para hablar de fútbol, de minas, de todas esas cosas que no tenían que ver con la política. Era un tipo muy gracioso, de esos que pueden contarte una tragedia con mucho humor. A Cachito le gustaba mucho el escolazo, jugar a la ruleta. Era de esos personajes que esperan que abra el Casino para entrar y se van cuando cierra. Podía pasarse horas sin apostar, anotando bola a bola los números que iban saliendo para llevar una estadística, y elegía el momento de poner las fichas cuando le parecía que iba a salir la docena o el color que venía mas atrasados. Por razones obvias el tipo no podía escolacear en la cárcel y ocupaba gran parte del tiempo en tratar de encontrar la manera de poder seguir una estadística desde su celda. Meses pensando como reemplazar el azar de cada una de las bolas de la ruleta y no le encontraba la vuelta.

Un día, en el recreo de la mañana, lo veo entrar al patio con una sonrisa de oreja a oreja. Fue directamente hasta donde yo estaba, no hablaba de estos temas con otros compañeros. Me encaró, y dijo que tenía que hablar conmigo, que era urgente. Conseguí uno que me reemplazara en la partida de dominó y fui a caminar con él.

- ¡La tengo!- me dijo emocionado -¡encontré la manera de reemplazar a la ruleta!- me gritó en el oído mientras me daba un abrazo.

Le pedí que me contara con detalles.

Resulta que había descubierto que los números de teléfono de los clasificados de Clarín, El Gran Diario Argentino, eran azarosos, y con esos números había conseguido armar una estadística similar a la que seguía cuando iba a “laburar” al Casino. No me pidan que les explique exactamente cómo era, la clave consistía en sumar los últimos dos números de teléfono de los que publicaban avisos clasificados. El tipo estaba feliz porque su cabeza volvía a ocuparse de eso que tanto le interesaba: demostrar que finalmente hay un orden a largo plazo en la ruleta que se puede descubrir y de esa manera ganarle a la banca.

Y así fue que este jugador empedernido encontró un entretenimiento que le permitía sobrepasar las largas horas de encierro. Su nueva tarea era poner al día la estadística en un cuaderno que dividía en columnas donde se destacaban la primera, segunda y tercera docena, el negro o el colorado, el mayor o menor, y el número correspondiente.

Cachito había vuelto a jugar al juego que más le gustaba. Durante meses este entrañable amigo pudo llenar su tiempo y sus cuadernos con este nuevo trabajo que le alegraba la vida. Pero todos sabemos que lo bueno, como todo, se termina.

Un día entró la requisa, revisaron su celda minuciosamente y al ver los cuadernos lo acusaron de estar comunicándose con el exterior a partir de una “misteriosa” clave que llegaba en los números de teléfono de los clasificados. Ahora que lo pienso, es cierto que Cacho había encontrado una manera de ser libre, de salirse de la cárcel y por eso también lo castigaron. Mi amigo intentó explicarles su pasión por la rula, les contó su martingala, su idea de poder ganarle a la banca, pero fue en vano. Lo llevaron a los buzones de castigo y se comió una paliza que no vale la pena destacar.

Mucho tiempo estuvo encerrado hasta que un día, pálido y mas flaco pero sonriente, volvió al patio de recreo. Nos dimos un fuerte abrazo y el diálogo, lo recuerdo como si fuera hoy, fue el siguiente:

- ¿Como estas querido?

- Bien, me sacaron los cuadernos estos hijos de puta y alucinaron una de James Bond.

- ¿Fué muy duro?

- Qué te voy a contar que vos no conozcas. Lo más gracioso fue que después de unos días engomado -así se llamaba al encierro- abren la celda. Yo pensé que cobraba de nuevo, y uno de los que había participado de las paliza se acerca y me dice: “¿Es verdad que usted tiene una forma de ganarle a la ruleta?”. ¡No lo podía creer, el tipo, como yo, antes que nada era un jugador y no se pudo aguantar la ansiedad!

- ¿ Le pasaste el dato?


- Si, pero le aclaré que para ganar había que ser un laburante de la rula y no un jugador a suerte y verdad. Ahora lo que tengo que hacer es tratar de llevar la estadística sin anotar, vamos a ver si se nos ocurre algo.

Otro abrazo emocionado y nos fuimos a caminar disfrutando el sol de la mañana.