miércoles, 30 de julio de 2014

El héroe distorsionado

Sobre El Lobo de Wall Street (Martin Scorsese, 2013) *



Con su film más reciente, El lobo de Wall Street, Martin Scorsese vuelve a enfrentar al público a la discordia entre lo que se relata y lo que se ve, para poner en imágenes las implicaciones del "sueño americano".

por Oscar Alberto Cuervo

Con El lobo de Wall Street Scorsese regresa al núcleo de su propia tradición autoral, en una línea que se remonta a películas como Taxi Driver, El rey de la comedia, Toro Salvaje, Buenos Muchachos y Casino, desdibujada en sus películas de las últimas décadas. Se erige así como el gran cineasta político de la Norteamérica contemporánea. Es político a la manera en que puede serlo un cineasta: no por los temas que trata, sino porque cuestiona una política del punto de vista.

El cine es el arte del punto de vista, indagado en su elemento propio, la mirada. La literatura narra: su elemento es siempre la palabra, que también supone un punto de vista pero no hace ver la mirada. En el cine, en cambio, la palabra está ligada a una mirada que no necesariamente señala en la misma dirección. Scorsese plantea una tensión entre la mirada, organizadora de lo que se nos muestra, y la palabra, con frecuencia por medio de las voces off de sus protagonistas que relatan sus trayectos vitales. Punto de vista y palabra se desfasan en momentos clave, un indicio de que el modelo narrativo clásico y el mundo experimentado no conforman una unidad sin conflictos.

Desde los 70 (especialmente en Taxi Driver y su reversión farsesca, El rey de la comedia) Scorsese ha análizado los procedimientos utilizados por el cine clásico para lograr, con fines aleccionadores, la identificación del héroe con el espectador. La eficacia política del clasicismo americano reside en el modo en que ancla el relato a un sujeto que dota al film de continuidad espaciotemporal y psicológica, en vistas a una conclusión que organiza el mundo moralmente. El cine clásico concluye en un acorde edificante y estabilizador.

De Taxi Driver a El Lobo de Wall Street Scorsese ensaya variaciones en la forma en que la voz que relata interpela al espectador, siempre en un grado de discordia con lo que nos muestra. La conclusión es un sentido inestable. No es que la posición moral del autor sea vacilante o confusa, sino que queda situada más allá del final, en un fuera de campo cuya decisión atañe al espectador. De ahí que alguna crítica, equivocadamente, crea encontrar en sus films apologías de la venganza o de la traición. Los psicópatas, estafadores y delatores de sus películas son versiones distorsionadas del héroe americano, ensayos enrarecidos del selfmade man que asume la lógica del sistema al que se propone integrarse. Corporizan fallidamente el sueño de prosperidad y reconocimiento que anima la existencia en el capitalismo en las arquetípicas figuras del winner y el loser (“es preferible ser rey por una noche que un tonto toda la vida”, nos dice Rupert Pumpkin en El rey de la comedia). El éxito y el fracaso son parte de una estructura reversible y esta ambivalencia no indica una indecisión moral de Scorsese sino su mirada cinematográfica sobre el capitalismo.


Este principio constructivo puede reconocerse, si se mira con atención, en Taxi Driver. Después del baño de sangre con el que Travis Biclke (Robert De Niro) ajusta cuentas con la resaca de la sociedad, el final parece situarlo en el lugar del ganador desapegado del género noir, que logra la hazaña de poner las cosas en  su lugar y gana el reconocimiento de la sociedad que hasta ese momento lo había despreciado. La dama rubia que antes lo veía como un freak  parece ahora seducida por su valentía: su mirada arrobada condensa el encanto con que siempre nos cautivan los héroes cinematográficos. Pero esa resolución es chirriante: de pronto una súbita inquietud en la mirada del Travis sacude la escena, como si desde el fondo de su suficiencia un relámpago de locura pugnara por hacerse ver: ¿podemos confiar en ese happy ending? ¿no enmascara la violencia reprimida en los deseos imaginarios del espectador necesitado de finales felices?  Esta interrogación es lo específico scorseseano, lo que una y otra vez se malentiende como su ambivalencia moral. Como si un director debiera condenar las acciones reprobables de su personaje para asegurarnos que al final todo quede en orden.

Esa misma perturbación vuelve a encontrarse en El lobo de Wall Street, otra variación del tema del winner / loser. Jordan Belfort (Leonardo Di Caprio) es un corredor de bolsa que se enriquece a costa de vender acciones basura a sus clientes incautos. Todo lo que hace Jordan Belfort es reprobable, pero no es una reprobación obvia lo que organiza el relato. Belfort lo cuenta (se trata de la autobiografía de un personaje real) y significativamente su historia se inscribe en el cuerpo de uno de los actores más carismáticos de Hollywood. La violencia de los fraudes y las víctimas que deparan casi no aparecen en pantalla (en la superficie, El lobo… es una de las películas menos violentas de Scorsese).

Un ejemplo del desacople entre la voz narradora y la mirada está estratégicamente colocado al comienzo de la película, en medio de una fiesta bizarra en la que están practicando tiro al blanco con un enano, cuando desde el off el protagonista se presenta: “Mi nombre es Jordan Belfort”, sobre la imagen congelada del enano arrojado. Inmediatamente la voz aclara: “No él, yo”, y por corte se pasa a otra imagen congelada del propio Belfort con gesto feroz, mientras sigue diciendo “ahora sí: soy un ex miembro de la clase media criado por dos contadores...”. Seguidamente, Belfort aparece manejando una Ferrari roja a toda velocidad, pero la voz objeta “no, no, no; mi Ferrari era blanca, como la de Don Johnson en Miami Vice” y, sin cambiar de plano, el auto muta de rojo a blanco. En el tercio final del film, durante el desopilante episodio de la ingesta de Quaalude, el mismo auto aparecerá llegando dos veces a la mansión de Belfort, en la primera ocasión en perfectas condiciones y en la segunda destruido a causa de la desastrosa conducción del protagonista bajo los efectos de la droga. La segunda escena corrige a la primera por un cambio de perspectiva.

El entusiasmo con que Belfort se entrega al consumo desenfrenado de dinero, drogas y sexo impregna a la película de un tono maníaco. Todo parece un desbordado show televisivo (un mood que Scorsese exploró en El rey de la comedia y aquí retoma de modo más frenético). Sexo, drogas y dinero son objetos intercambiables de un mismo deseo. Belfort es un consumidor consumado: ni él sabe si consume drogas para ganar dinero, si gana dinero para drogarse o si hace ambas cosas para saciar su apetito sexual. La manía que evoca los shows de TV y por momentos la retórica de los predicadores evangélicos produce una imagen estridente y un tempo acelerado (que recuerda a la aceleración provocada por las drogas en los protagonistas de Buenos Muchachos). El epílogo que sucede a la cárcel del protagonista, desemboca en un show televisivo (como en El rey de la comedia) en Nueva Zelanda, alejado del centro del capitalismo, en el que Belfort enseña a un público absorto cómo vender una lapicera. Una vez más, Scorsese nos propone desconfiar de los finales felices.

* Una versión más corta de este artículo apareció en la revista mexicana La Tempestad, no. 95, de marzo de 2014..



miércoles, 9 de julio de 2014

El virtuosismo de la gambeta y el amague en el tango

por Lidia Ferrari

Cuando se arriba a un cierto virtuosismo, el baile del tango puede deparar un placer particular: el que da la inteligencia, la rapidez, la velocidad en el acto de amagar y de gambetear.
Ese juego donde el que conduce está en posición de amagar un movimiento y de sorprender a su partenaire. A su vez, la bailarina virtuosa, podrá sorprender al hombre captando su amague y yendo a ese lugar donde él, supuestamente, podría no encontrarla. Por supuesto que se trata de momentos de excelencia del baile. Esto sucede cuando ambos partenaires confían uno en el otro. Confían en la inteligencia y en la sensibilidad del otro. No es como en el fútbol, una lucha para vencer al contrincante. El placer de ambos está en exacerbar la propia bribonería para jugar a sorprender y ser sorprendido en la mutua complicidad en el juego
El hombre amaga ir hacia la izquierda y luego va hacia la derecha. La mujer no sabe, pero su afinada percepción lo capta y va. El placer se produce cuando el hombre que amagaba en esa dirección ve que finalmente ella lo sigue, dando un toque rítmico al movimiento, o poniendo una pausa al movimiento valseado, agregando unos centímetros al paso que lo obliga a responderle con un giro, o con una espera. Cuando esto se produce ambos están convencidos de conversar al nivel más elevado en el que se puede dialogar: el de la ironía y el del humor. Ambos están sacándose chispas mientras bailan, aguzando la inteligencia y la sensibilidad para hacer crecer el baile que se realiza, más allá de ellos, en esos pasos que se van construyendo, mientras disfrutan de esa conversación ingeniosa.
Cuando se llega a ese virtuosismo del baile se entiende por qué no es cierta la frase de que el tango es un pensamiento triste que se baila [1]. Sin duda, esa expresión no proviene de los bailarines. Puede ser una expresión de quienes se demoran olfateando el borde melancólico del tango. Pero cuando se logra llegar al amague y a la gambeta en el baile, asoma la sonrisa pícara. Esa sonrisa del propio placer cómplice. A veces se trasluce en los rostros. Es un juego donde nadie afloja. La mujer se deja llevar pero mostrando que sabe jugar muy bien, que no se amilana con los amagues, que puede seguirlo. Por supuesto que más de una mujer queda patitiesa (palabra exacta para describir ese momento) como los ingleses ante la prodigiosa gambeta cósmica de Maradona en el 86. Los bailarines esperan otro Maradona que les obligue a aguzar su sensibilidad. Pues no se trata de vencer a la mujer, sino de bailar con ella.
Es clara la correspondencia entre la agilidad y destreza de los pies en los bailarines de tango con la de los futbolistas. Relación obvia para los rioplatenses que gambetean y juegan con sus pies con astucia y equilibrio. Uno de los puntos más altos del intercambio del baile entre hombre y mujer en el tango se produce en esa dialéctica engañosa entre ambos.
Esquivar, evadir, hurtar el cuerpo en el fútbol. Cuando alguien logra hacer una gambeta, se trata de una formación de compromiso entre dos aspectos: el éxito del propio movimiento y el fracaso del otro. La gambeta se le hace a otro, si no sería mera habilidad de los pies. El éxito de la gambeta es dejar al contrincante en el camino.
Quizá no se podría hablar con precisión de gambeta cuando se baila el tango. ¿Quién le haría la gambeta a quién? Con propiedad se trata de un abrazo, en todo diferente de dos cuerpos enfrentados como en el fútbol. Pero, cuando se ha llegado a cierto virtuosismo del baile, el juego entre hombre y mujer está en ese sutil juego de la elusión para el encuentro. Parece contradictorio.
Según el esquema clásico, el hombre conduce y la mujer lo sigue. Pero no lo hace para responder instantánea y automáticamente, sino para iniciar el juego de ese baile entre dos. El “entre dos” es el baile mismo, lo que se produce ni en lo que hace el hombre ni en lo que hace la mujer, sino en lo que van construyendo uno con el otro. Allí, en ese espacio de frontera amplia, que a veces queda más del lado del hombre y a veces más del lado de la mujer, en esa conversación se juega con la ironía. La ironía sería la figura que mejor precisa la gambeta en el tango. Te digo que quiero ir hacia allá, pero voy hacia otro lado, pero vos estás despierta para ir a ese lado donde voy a ir yo. Nos encontramos en el mismo sitio, pero después de haber probado el amague.
Hay varios movimientos en el tango que remedan una gambeta de a dos. Son usuales las “arrepentidas”, movimientos que cambian abruptamente de dirección. Son momentos de corte en la línea del movimiento. Se juega en el tango con quebrar la inercia del movimiento, con la agilidad necesaria para que el baile siga siendo fluido, suave. La verdadera “habilidad” es comunicar ese repentismo del cambio del movimiento. Por eso no es fácil. Porque no es esperable. El cambio de dirección o de sentido requiere una precisión tanto para su ejecución como para su conducción. Requiere del que sigue una sensibilidad tal que parece que adivina la intención de su partenaire. Está tan preparada para continuar el movimiento de acuerdo a su inercia como para responder con agilidad ante un cambio repentino.
Esta habilidad para el cambio en movimiento es lo que le da el carácter al tango. No se trata de tomar envión y continuar casi indefinidamente como en el vals tradicional, cuyos verbos distintivos son seguir, fluir, continuar, circular, prolongar, proseguir, rodear.
En el tango el placer está en la gambeta, en el corte, en el repentismo, en el cambio, en el freno y giro, para cambiar, sorprender, sortear, evitar, reaccionar, esquivar, maniobrar, eludir, simular, amagar, que son sus verbos.
No se trata de la estabilidad de un movimiento que fluye sólo por su inercia, sino cambios y variaciones de los movimientos en forma fluida. Hay sorpresa continua. Es la estética del cambio. Lo interesante es que esa dinámica confluye al interno de la pareja. No es fácil seguir los trancos al que conduce cuando juega con estas habilidades. La satisfacción de la mujer en este nivel de intercambio está en bailar con toda su entrega y disponibilidad, a la par que su sagacidad y agilidad.
Cuando se alcanza este nivel de diálogo humorístico-irónico están hablando un virtuoso lenguaje al que pocos tienen acceso. Si en el tango se bailara allí donde se espera siempre, si no se jugara a rodear el encuentro, sería más aburrido. La picardía se pone en juego. Bailar tango es ser sutil y jugar en los preliminares del encuentro que se desea pero no se quiere ya.
En el tango, se alcanza este virtuosismo no sólo con la técnica, la experiencia, el aplomo, el conocimiento, los años de baile, las horas de vuelo en la milonga, sino con la capacidad para el juego, el asombro y la sorpresa en una plena conversación.
Existe otra gambeta imprescindible a la hora de bailar el tango, la de la música. El director de orquesta, los músicos, los más claros exponentes de la rítmica tanguera, ejecutan una música que, frecuentemente en su interpretación, le gambetea al pentagrama, al compositor.
Los intérpretes ponen una nota que amaga terminar en un compás, pero se arrastra un poco para terminar cuando ya comienza la otra. Esas maravillosas orquestas como las de Troilo, D’Agostino, D’Arienzo, Di Sarli, Tanturi, Gobbi gambetean las notas y las ponen donde ellos sienten que hay que hacerlas sonar, siempre una micronésima de segundo antes o después donde la esperaría un oído adiestrado en la rutina. Esos personalísimos cantantes como Goyeneche, Fiorentino, Vargas, Echagüe, Campos agregan sus propias gambetas y juntos con los directores y toda la orquesta nos ofrecen una sinfonía de amagues y gambetas musicales, nos señalan la senda para interpretar el baile. Un camino que se va haciendo en la marcha, que se improvisa, que se va creando mientras se gambetea, cortésmente, a los otros bailarines que disputan la pista.
En la pista, entre la música que suena proponiendo amagues burlones, los bailarines le ponen lo propio. Esa música resuena en las entrañas obligando a jugar con el tiempo de la música y a no poner el pie allí donde se lo está esperando. Pisamos un poco antes o un poco después de lo que espera “la gilada”, diría un porteño ensoberbecido en su destreza. Pero no se trata de la gilada. Se trata de aquellos que todavía deben jugar un largo rato antes de convertirse en creadores e inventores de un juego tan efímero como celestial.
Cuando se pudo hacer esa gambeta magistral que hizo rebotar el corazón un segundo después en el piso; cuando la compañera logró interpretar el rebote y a su vez puso su síncopa-gambeta, entonces el gusto está en terminar muy académica y pentagramáticamente en el chan-chan final. Somos obedientes en esos dos últimos compases. Durante los tres minutos previos, hicimos con la música aquello que proponían las orquestas: amagar, gambetear, jugar con ella.

Fragmento del libro Tango. Arte y misterio de un baile. Corregidor, 2011.

[1] No se entiende bien el éxito y difusión que ha tenido esta frase, que no compartimos. Hay quienes la consideran un equívoco. Borges la considera una frase rara, que lo desconcierta, pues “Parece escrita por una persona que nunca hubiera oído un tango en su vida”, en Sorrentino, Fernando. Siete conversaciones con Jorge Luis Borges. Buenos Aires, El Ateneo, 2001. Asimismo Juan José Saer cuestiona esa tradición “según la cual el habitante del río de la Plata es introvertido, triste, solitario y silencioso”, pues considera que fue decretada “por algunos intelectuales... que se basaban en alguna que otra letra de tango, sin ponerse a pensar que esas letras eran la versión popular miniaturizada de los melodramas musicales italianos y franceses” . Saer, Juan José. El río sin orillas. Buenos Aires, Alianza, 199.