miércoles, 30 de marzo de 2016

Notas sobre rock argentino en democracia (octava parte)

por José Miccio

XXXVII

[viene de acá] A Calamaro el tema del parricidio parece importarle poco y nada. No discute fuentes, no decide genealogías ni tiene la injuria fácil. Como representante conspicuo de una sociabilidad nueva y posmovimientista, visita y recibe, forma bandas paralelas, hace radio, produce, convoca músicos de toda clase y poco a poco se revela como el más abierto y despreocupado, el tipo al que nada le pesa, y menos aún la historia de la música que toca. Cuando en Por mirarte convierte “Las guerras” en tecno ochentoso nadie se escandaliza ni gritonea consignas. A esa altura lo saben todos: Calamaro hace homenaje o sincretismo. En todo caso travesura. 

El otro músico joven que no ajusta cuentas con los padres es Fito Páez. Pero la intensidad de sus vínculos con los mayores es la contracara exacta de la ligereza pop de Calamaro. Para Páez no se trata solo de convivir festivamente, de divertirse y estar suelto. Se trata de asumirse orgullosamente como hijo y actuar como si un legado se hubiera depositado sobre sus hombros. 

Páez jura por Spinetta, por Nebbia y por García. Cada vez que toca con uno de ellos dice estar soñando. Más de una vez recuerda que está al lado de los pósters de su habitación. De García y Spinetta toma acordes y palabras. De Nebbia una razón temprana tal vez más decisiva: la canción excede las clasificaciones, se mueve por geografías diversas y toma en su viaje perpetuo nombres provisorios. Tango, candombe, bossa, baguala, vals. Para una filosofía como esta, rock es ese nombre generoso que se abre a todas las músicas, y las marca. 


XXXVIII

Calamaro comienza su carrera solista con la imagen de un hotel que lleva su nombre. Fito Páez, más sensible a las raíces, con una autobiografía. Que un pibe de veinte años debute con la narración de su vida puede resultar curioso, pero desde temprano el rock tiene entre sus temas la evocación del pasado, y basta revisar “Dime quién me lo robó” para encontrar en boca de chicos recién egresados del secundario una percepción de la lejanía temporal muy acusada. 

Lo que sí es curioso en “Del 63” es el tono general de la canción. Sui Generis piensa en la inocencia perdida con modos fácilmente asociables a la adolescencia. En el recorrido por su vida Fito Páez suena como un hombre grande. O lo que tal vez sea lo mismo: como alguien preocupado por sonar maduro. 

Especialmente en la estrofa que menciona al guardián de la plaza y el beso en el cine parece que la voz juvenil que canta hablara de una vida larga. La suma de fechas y acontecimientos contribuye sin dudas a esta sensación, pero es sobre todo su alternancia con momentos puramente evocativos lo que hace que el pasado crezca en intensidad. “Recuerdo” es una palabra vigorosa. Cuando alguien la canta una bruma espesa envuelve todo, y poco importa si los años que separan las cosas del pasado (“los bares de mi ciudad”, por ejemplo) del momento en que la memoria las trae a la conciencia son apenas tres o cuatro. 


XXXIX

A diferencia de las anteriores, rememorativas y sostenidas casi exclusivamente por el piano, la última estrofa de “Del 63” afirma el futuro en el calor eléctrico de la banda. No es la única modificación notable: al cambio de ámbito temporal se suma el cambio de persona, que pasa de yo a nosotros. Para terminar su canción Páez decide convocar ecuménicamente al futuro al frente de una enunciación colectiva: “Llamemos a todos los hombres”, dice. Este llamado, absolutamente inclusivo, sin marcas de generación o ideología, es coherente con la obstinada preocupación de Páez por vincular lo presuntamente alejado. Como recuerda a menudo en las entrevistas, Prince y Cuchi Leguizamón son para él miembros de un mismo club. 

“Narciso y Quasimodo” es la puesta en escena de esta voluntad de acercamiento: dos figuras que Páez descubre enfrentadas pero afines, esforzándose por “establecer contactos” en un mundo hostil que los personajes descubren arbitrario en el magnífico comienzo de la canción: “Para qué, / y por qué estaremos distanciados. / La verdad, / los motivos no son nada claros”. Lo mismo habría cantado Páez si el título hubiera sido “Rock y folclore”, “Padre e hijo”, “Barrio y universo”. Hay una política en estos versos: en un mundo en el que los extremos descubren que sus posiciones no son necesarias las razones para la disputa no son más importantes que las razones para el acercamiento. Páez no es el único que piensa de esta manera, pero en ningún músico de aquellos años esta certeza es a la vez un compromiso. 

XL

Aun cuando la pregunta pone a Narciso y a Quasimodo en el dominio absoluto de la contingencia, las cosas existen connotadas, y ciertas reuniones resultan por lo tanto más previsibles o más extravagantes que otras. Páez lo sabe perfectamente. Por eso cada vez que declara en favor de la unidad de la música señala los códigos que atraviesa. Presenta “DLG” como una baguala tecno, se complace en llamar tanguito a “11 y 6”, identifica como “vals” la música de “Dejaste ver tu corazón”, se reconoce, después de la extrañeza, en el bandoneón de “Giros”. En “Un rosarino en Budapest” canta: “Quiero música y trajes de cualquier color”. 

En aquellos años de renovación y disputa, el gusto por la variedad y la militancia por la amplitud son sus señales de presentación más contundentes. Cuando quiere traducir su capricho en argumento Páez recurre a una vaguedad que salva y aleja los buitres de la coherencia: lo importante es tocar lo que dicta el corazón, mandar lo que sentís, abrir el bocho. 

En este sentido, hay en varias de sus canciones una inestabilidad festiva muy propia de su tiempo. A la vez que dice enfáticamente yo y se inscribe con igual señalamiento en un nosotros humanista, Páez se disgrega en seres de todo tipo. Su debilidad por las enumeraciones tiene en las metamorfosis una oportunidad ideal para desplegarse. En “Viejo mundo” y “Un rosarino en Budapest” es planta, humano, bicho y cosa. De manera que su yo es a la vez duro y liviano: apunta a la experiencia como fuente de su repertorio y salta de orden en orden como un grillo entre las clasificaciones. 


XLI

No se trata de contradicciones; Páez se mueve tanto porque tiene raíces largas. Por eso, y a diferencia de lo que puede sugerir “Un rosarino en Budapest”, no es un tipo ecléctico. No al menos en su versión pueril, que se conforma con replicar rasgos superficiales de músicas muy diferentes. Cuando en “Yo vengo a ofrecer mi corazón” canta “Y uniré las puntas de un mismo lazo” lo notable no es tanto la vinculación de los extremos (y el poder del músico sobre ellos) como la declaración de que pertenecen a la misma especie. Porque la mayor apuesta de Páez es esta: existe la Música, así como existe la Humanidad. 


XLII

Entonces: todos los hombres, toda la música. 

La convocatoria con la que termina “Del 63” tiene algo que decir sobre esto: es un salto que se da hacia el todo a partir de elementos que recortan un ámbito bastante específico. Es decir, no hay nada caótico en la enumeración, nada que permita imaginar una variación infinita de sus elementos. Por el contrario, las figuras que menciona Páez pertenecen solo a dos órdenes, y revelan con claridad la idea que gobierna el pequeño inventario: el pueblo y los artistas sostienen en sus espaldas a “todos los hombres”. Efectivamente, la estrofa distribuye en tres pares análogos sus figuras representativas: el débil y el orador, el mozo y el poeta, el músico y el peón. 

Esta vinculación entre el hombre de a pie y el artista aparece también en “Viejo mundo”. La lista, más amplia esta vez, abarca el orden de la naturaleza y el orden humano. Un Páez metamórfico pasa de uno a otro sin esfuerzos. Al orden natural pertenecen la tierra, el agua, el sol, el viento y la montaña. Al ámbito de los hombres pertenece otro par, equivalente a los anteriores: “el músico, el peatón”. 

No hay nada azaroso en esta reiteración conceptual, lo que no significa que Páez fuera consciente de sus estrictos emparejamientos. Es como si además del rosarino hablara acá una idea que entonces orbita alrededor de Charly García: la idea del hacedor de canciones como intérprete del ánimo del pueblo y del pueblo como fuente y destino de un arte que le pertenece. 

Este universo romántico es la dimensión civil del primer Páez. En ella se afirma la imagen que lo viste más a menudo en aquellos años: la del chico serio y sensible, simpático y políticamente adecuado. La imagen del pibe progre. 


XLIII

Esta figura triunfa durante un tiempo sobre otras posibles, menos amables, que las canciones también impulsan aunque el contexto no selecciona como representativas, a tal punto que el tono negro de Ciudad de pobres corazones resulta en su momento exageradamente novedoso. En una obra compleja como la de Páez, el triunfo de uno de sus aspectos sobre los otros es un dato acerca del trabajo de recepción: aun cuando algunos lo acusan de tristón, seguramente por sus comienzos con Baglietto, para casi todos Páez es un juglar de la esperanza, alguien que reconoce los malestares pero no concluye una canción sin identificar un brote. 

No se trata de una interpretación infundada. “Tiempos difíciles”, “Tratando de crecer”, “La vida es una moneda”, “Viejo mundo”, “Del 63”: algo nace en todas ellas. ¿Qué se escucha más, en primer plano, en una canción tan notablemente ambigua como “Tres agujas”? ¿Quién hubiera dado prioridad al dramatismo poético y existencial de frases como “mi canción es un antídoto liviano” y “estoy tranquilo pero herido” cuando tenía a su alcance, y en posiciones convenientes para el ejercicio de la buena voluntad, otras más afines con el ánimo social de entonces como “cambiar para sentirme vivo”, “te daré una flor antes que un decadrón” y “yo no quiero más nadar en piletas”? 

La aceptación popular de “Cable a tierra” y “Yo vengo a ofrecer mi corazón”, y la pronta incorporación de esta última al repertorio de Mercedes Sosa, con su consiguiente arribo al cancionero argentino, confirman la lógica y la fortaleza de este modo de comprender la música de Páez.    


XLIV

Desde este punto de vista Ciudad de pobres corazones es un cementerio. Páez cambia entonces sus ideas; es indudable. Contra su canción más famosa dice en una entrevista que terminó el tiempo en que venía a ofrecer su corazón. Contra “Narciso y Quasimodo” y “Cable a tierra” canta en “Track track”: “Ya no existen lazos”. Contra el nosotros que reúne a la humanidad entera identifica un ellos amenazante, un mundo de garcas ominosos e incomprensibles que protagonizan “Gente sin swing” y frases como “Me pregunto qué pensaban cuando estaban por coger”, de “A las piedras de Belén”. Contra la comunicación entre artista y pueblo canta en “Bailando hasta que se vaya la noche”: “¿Y qué pasa? ¿Y sus vidas cómo están?”. Contra el ámbito civil afirma en “De 1920”: “Esto es una guerra”. Y en la introducción del video sobre el disco que filmó con Fernando Spiner: “Naides sabe en qué lugar se oculta el que es enemigo”. Contra las canciones armónicamente complejas toca los ritmos monótonos y obsesivos de “Fuga en tabú”, “Nada más preciado” y “Gente sin swing”.  Contra la variedad elige la unidad y el énfasis. Esta vez no hay tango ni folclore ni música latinoamericana. Esta vez hay rock.

Y contra el universo en cambio permanente de sus canciones previas, difícil pero a fin de cuentas maleable, enfrenta ahora la fuerza de la repetición. Porque además de la agresividad de los criminales, de la ciudad y la cana, la nota negra del disco la da la preferencia de las cosas por permanecer iguales a sí mismas, o en todo caso decaer. Es posiblemente el más aciago de los cambios ya que de algún modo todos los otros dependen de él. La confianza en la transformación ha concluido, y en lugar de sus imágenes de la vida renovada Páez canta en “Track track”: “Todo el universo sigue intacto como ayer”. 


XLV

Todo esto es muy claro, y para entender el porqué de tantos cambios lo más sencillo es recurrir una vez más a la biografía. Sencillo e inevitable, a decir verdad, ya que a menudo el propio Páez pone en primer plano el vínculo que existe entre su vida y sus canciones. A veces ese vínculo es solo anecdótico, como ocurre con las dos materias que dice deber en “De 1920”. Pero otras veces es fundamental, porque pretende explicar toda una estética, tal como ocurre cuando se identifica la oscuridad indudable de Ciudad de pobres corazones con los asesinatos de la abuela y la tía abuela de Páez. 

Un hecho de tamaña magnitud es solo artificialmente eludible; Páez lo inscribe en el disco y lo comenta en cada entrevista que da. El problema es que sus canciones no dependen completamente de los acontecimientos que sacuden su vida. Basta recordar que antes de estas muertes, antes aun de Del 63 y Giros, Páez ya había compuesto las negrísimas “El loco de la calesita” y “Puñal tras puñal”, que Baglietto cantaba en sus shows junto a “La vida es una moneda”, “Tratando de crecer”, “La música del Río de la Plata” y “Tiempos difíciles”.

Se puede decir, ciertamente, que Ciudad de pobres corazones es otra cosa. Que no es un ejercicio de estilo. Que este disco embroncado y de gloriosas melodías, influido por una tragedia familiar, pertenece a un universo distinto, en última instancia más verdadero que el de “Puñal tras puñal”. Pero aun aceptando una idea como esta, algo metafísica, lo cierto es que el estilo es lo que le permite a Páez cantar lo que canta, no su comprensiblemente destruido estado de ánimo. Y es que para escribir canciones tan memorables y desesperadas como “A las piedras de Belén” no basta el dolor. Se necesita ante todo el dominio de ciertos códigos que Páez ya conocía.

Efectivamente, la distancia que existe entre el grupo formado por Del 63, Giros y Corazón clandestino (también por la la la) y Ciudad de pobres corazones es indudable. Pero en cierto modo ninguno de los materiales que sobresalen en este último es absolutamente nuevo. Por poner solo tres ejemplos: el ritmo reiterativo y monótono existe ya en “Cuervos en casa” y “Decisiones apresuradas”. Una declaración de rock tan áspera como “Lo que no puedo explicarme / lo voy a transpirar” tiene un antecedente clarísimo en “La gente busca una razón / yo estoy buscando una canción / que me sacuda la cabeza”. Hasta la consternación por la falta de cambios aparece en el final de “Alguna vez voy a ser libre”.

Es como si con Ciudad de pobres corazones Páez hubiese movido las piezas y puesto bien a la vista de todos la inquietud existencial que existió siempre en sus canciones junto a la fiesta de las metamorfosis y la confianza en el renacimiento y en la sociedad civil. En este punto, lo estremecedor del disco está en sus tracks pero también en el sobresalto que produce en el interior de la obra de su propio autor. Ciudad permite sentir más pesadamente la angustia de “Tres agujas”, escuchar con atención las palabras de “Alguna vez voy a ser libre” y darse cuenta de cuán ligeros eran los pies sobre los que se sostenía la esperanza.  


[Continurá: ATENCIÓN: Los textos publicados hasta aquí habían sido editados con anterioridad en sucesivos números de revista La otra. El texto que aparecerá la próxima semana permanece inédito]

miércoles, 23 de marzo de 2016

Notas sobre rock argentino en democracia (séptima parte)

por José Miccio

XXVIII

[Viene de acá] En 1985, cuando las revistas argentinas hacen su balance, no hay nadie que no mencione el triunfo del pop. Es el año de Nada Personal y Vida Cruel, de Locura y Ciudad catrúnica. De Rockas vivas. Para Los Violadores, el punk ortodoxo de su primer disco es pasado y su lugar lo ocupa lo que ellos mismos llaman pop duro. Es el sonido de Y ahora qué pasa, ¿eh?, que al año siguiente se hace todavía más ligero en Fuera de Sektor y su pariente cercano: Mi religión, el disco de Sissi producido por Stuka. Cuando con Mercado indio Los Violadores deciden volver sobre sus pasos y reivindicarse como banda de rock, se ponen extemporáneos en “Violadores de la ley” - “(cansado de la) música de máquinas que aplasta la emoción” - y reivindican un recurso que no desconocían en “Aburrido divertido”: Pil Trafa pronuncia el nombre de su guitarrista y Stuka hace un solo. 

¿Por qué tanto bullicio?


XXIX

También de 1985 – aunque no tan pop - es Divididos por la felicidad. En los demos grabados antes de Corpiños en la madrugada y en el legendario casete, Germán Daffunchio consigue el que tal vez sea el mejor registro de guitarra de la década. “Breaking away” es su momento emblemático: un festival de ideas que se desarrollan e interrumpen sin asomar la cabeza. El rol de Ricardo Mollo en Sumo parece haber generado cierta ofuscación en algunos seguidores de la primera hora – Sergio Rotman, por ejemplo – que miraban con desconfianza a ese guitarrista educado que hacía solos. Había, evidentemente, un tema de discusión ahí. Luca lo sabía y bromeaba sobre la excelencia técnica de sus músicos – Arnedo, Mollo, Troglio – señalando que sin él serían Yes. En Divididos por la felicidad – en “Mula plateada” y sobre todo en “Debede” y “Mejor no hablar de ciertas cosas” – es notorio el intento de purgar el solo de su aliento épico. Sumo encontró la solución teniendo en cuenta el trabajo de Adrian Belew en Discipline o siguiendo su camino propio: cuando les toca el centro de la escena las guitarras barritan. 


XXX

En “Cosas rústicas”, Molinari deviene árbol y los fluidos de su cuerpo se convierten en resinas. En “Larga vida al sol” canta “Aumenta el sentido” y toca su guitarra como si en ella tuviera lugar la experiencia del campo. Más que Pappo, más que Lebón, más que el olvidado Montes y más que Claudio Gabis, Molinari es en Argentina el representante más conspicuo de una idea de la guitarra que puede denominarse sin muchas objeciones como hendrixiana. Lo aseguran sus solos y fraseos. Lo indica también su voz. En los 80 la música es distinta, y para los guitarristas jóvenes hay, por lo tanto, motivos de admiración nuevos. Como se reniega de la ejecución heroica y de las armonías complejas, y el solo se convierte en protagonista casi exclusivo del hard rock y el heavy metal, la atención se concentra en recursos menos carismáticos que, si bien tienen precedentes en toda la genealogía inaugurada por el punk y en los mismos dioses de los que se abjura, se constituyen recién ahora en hábitos comunes y claves ideológicas. No exhibirás pericia instrumental en terrenos previsibles, dice el mandamiento. O también: No solos (o pocos y autoconscientes): ritmo y texturas.  
En Inglaterra las figuras del instrumento preferidas por los músicos argentinos son de segundo plano, y reconocerlas es la contraseña de una comunidad postpunk. Bernard Sumner, Robert Smith, Will Sergeant, John McGeoch, Daniel Ash forman su propia escuela, y en sus discos – en Unknown Pleassures, en Pornography, en Crocodiles, en Juju, en In the flat field - hay un repertorio de acoples, armónicos, arpegios y efectos sonoros que los guitarristas locales tendrán en cuenta a la hora de idear sus prudentes excursiones por climas hipnóticos y lúgubres o pondrán – de ser necesario - bajo dominio decididamente pop. Y es que, de manera sintomática, el rock argentino no persiguió las formas más feroces y ruidistas del postpunk. El vértigo de pisanervios de Gang of Four no tiene desarrollo en esos años, y tampoco lo tiene el punto de efervescencia vanguardista de la guitarra, el llamado a su refundación, que en Estados Unidos lleva a Sonic Youth a través de la No Wave. 

Lógicamente, lo que la guitarra propone es parte de un criterio general que involucra la ejecución de los instrumentos restantes (incluso la voz), los arreglos y la mezcla pero también la ropa, el maquillaje, el pelo, el arte de tapa y las letras. Los raros peinados nuevos sobre los que canta García salen del under pero el sentimiento de consternación no proviene de él – que los convoca a tocar en su banda y celebra el disfraz en “Piano Bar” – sino de los Redonditos de Ricota, también subterráneos, que para esa época aparecen como los últimos rockers. La guitarra de Skay Beilinson es tan inteligente y funcional como la de Cerati pero reconoce otras influencias, y la singularidad de Oktubre se entiende aún más si tenemos en cuenta otra decisión de los músicos jóvenes: de las vertientes líricas del postpunk todos prefieren la introspección y el juego warholiano antes que la política. 

Ningún grupo argentino eligió un nombre afín a The Durruti Column o Scritti Politti, ni sintió la necesidad de poner el rock en sintonía con las indagaciones contemporáneas acerca de los modos históricamente adecuados de la crítica, ni buscó inspiración en el situacionismo, los filósofos posestructuralistas franceses o la Escuela de Frankfurt. El agite intelectual nacido al calor del 68 pertenecía a otro horizonte de experiencias, y es un grupo de formación beatnik – los Redonditos de Ricota, justamente - el único que propone un lenguaje de pretensiones políticas independiente de los mensajes claros y las consignas, tal como el postpunk reivindicaba en polémica con el ímpetu de barricada anarcopunk, que sí tuvo sus representantes argentinos en el circuito más under de mediados de los 80 con Sentimiento Incontrolable y Cadáveres de Niños. 


XXXI

Es posible que esta descripción resulte incompleta y hasta imprecisa, pero no pretende imputar faltas sino establecer un estado de la cuestión posible: el ambiente  musical y las decisiones estéticas que impulsaron la composición de buena parte de las canciones esenciales de la segunda etapa del rock en Argentina. En este punto, una cuestión importante es si los materiales europeos y estadounidenses más rupturistas estaban entonces a disposición de los músicos argentinos. Un registro de las ediciones locales de discos extranjeros mostrará seguramente que solo una parte pequeña llegó al país en tiempo y forma. Pero – aunque fundamental – esta información es insuficiente. Por debajo del mercado legal existe un tráfico que además de corregir faltantes constituye un circuito de relaciones sociales dentro del cual se conocen los músicos, se forman las bandas y circulan discos importados, casetes piratas, instrumentos, equipos de sonido, consejos prácticos para usar pedales y sintetizadores, rumores sobre el sampler y, junto con todo ello, ideas acerca de lo que la música debe y no debe ser. Reconstruir este fenómeno de contactos subterráneos es más decisivo que constatar ediciones y cifras de ventas: ocurrió de una manera específica en tiempo de los pioneros, tuvo nueva forma, muchas más facilidades y nuevos sentidos diez años después, cuando ya había historia propia y por lo tanto se creyó adecuado hacer el esfuerzo por imaginarla ajena. Habría que compilar alguna vez, como archivo para una futura historia de la escucha, las experiencias de búsqueda, los modos de satisfacer la avidez por sonidos nuevos, las mil y una argucias de la curiosidad: las anécdotas de viaje y préstamo que en un tiempo sin uno a uno ni internet constituían un modo singular de la recepción y por lo tanto un modo singular del sentido de la música y sus vivencias. 


XXXII

Esta sociabilidad nacida a principios de década y sin duda en crecimiento y diversificación paulatinos alcanza su mayor influencia discográfica entre 1985 y 1988. Quienes graban entonces – para grandes compañías o en la independencia más profunda del Catálogo Incierto de Daniel Melero - tocaban ya entre 1982 y 1984 o eran parte del público más temprano de Sumo, Soda Stereo y Los Encargados. La Sobrecarga, Fricción, Metropoli, Clap, Don Cornelio y La Zona, Los Fabulosos Cadillacs, Mimilocos, Los Corrosivos, Uno x Uno, Todos Tus Muertos, El Corte, Los Pillos, Euroshima y un considerable etcétera hacen música de calidad y objetivos distintos pero educada, directa o indirectamente, en la misma escuela del contrabando postpunk. Es inverosímil pensar que el rock argentino de los 80 fue como fue por causa de un mercado mezquino y conservador. En todo caso, esto – indudable - ayuda a explicar algunas resistencias y el carácter esotérico de los que formaban parte del intercambio y enarbolaban orgullosos las señales de su pertenencia. Ni Jauja ni páramo: lo que los recién llegados privilegiaron fue decidido por ellos mismos en una situación en principio adversa para la renovación pero rica en entusiasmo y recursos de segunda y tercera mano.


XXXIII

Por lo tanto, la ausencia de determinadas experiencias sonoras y determinados motivos en las letras no se comprende por la pobreza de las fuentes. Los nuevos músicos prefirieron ser new wave y dark, tecno y new romantic, y procesaron a través de esos criterios todo lo que excediera exageradamente los límites o la inteligibilidad de la canción. El periodo de los renovadores tiene sus claves en el baile y la introspección, formas ambas del hedonismo, que en ocasiones se combinan y en otras divergen. Ocurre predominantemente así, aun cuando Sumo –  la única banda argentina, a excepción de Los Pillos, que encontró el hilo que vincula postpunk y psicodelia - discuta el glamour, Luca se burle de los chicos arty y aparezcan sugestivas imágenes en algunas canciones ligeras. 

En este sentido, si bien los oídos y los ojos se dirigieron a Inglaterra y en menor medida a Estados Unidos, la experiencia social de la música fue, evidentemente, sensible a un periodo de liberación de la censura y resurgimiento de la sociedad civil, y así como la transición española sirvió de referencia para muchos análisis políticos del pasaje del estado dictatorial al régimen democrático y la figura de Raúl Alfonsín se asoció por ello a la de Adolfo Suárez, la movida madrileña funcionó a menudo como equivalente cultural del destape argentino y sus nuevas expresiones musicales. Las huellas españolas – que merecen una investigación específica - se encuentran acá y allá: en el título del único disco de Comida China, Laberinto de pasiones (y en la nada política mención en sus créditos de La Pasionaria), en el retorno de Miguel Abuelo, en el cover de Celeste Carballo y La Generación de “Autosuficiencia” de Parálisis Permanente, en los informes publicados en 1985 en los números 247 y 254 de la revista Pelo, quizás en el uso de la palabra sostén en una canción de Andrés Calamaro. 


XXXIV

David Bowie ilumina ambos lados del Atlántico y por azar o pura lógica dos bandas muy distintas deciden hacer una versión en castellano de “Heroes”. Parálisis Permanente – curioso nombre punk para una de las más significativas bandas de la movida – graba su versión en 1982 en El acto, su único LP. Fricción lo hace cinco años después en Para terminar, su segundo y último disco. Son apenas asociables. Los españoles retiran la canción de su dominio original y la punkizan. Fricción se pone a prueba en el dominio mismo. Ni siquiera eligen las mismas estrofas para traducir. Pero más allá de esta distancia incuestionable, la coincidencia recuerda que los discos que Bowie grabó en 1977 en Berlín fueron una notable usina de ideas para la música de los años siguientes, y que entre esas ideas las que tuvieron a la guitarra como tema no fueron las menos importantes. No es casual que Robert Fripp toque en Heroes y que Brian Eno aparezca en los créditos a cargo de sintetizadores, teclados y guitar treatments, una tarea que tiene su eco argentino en Trulepa, el casete de Mimilocos producido por Melero, en el que Christian Rosas toca, como el sobre declara, “guitarra modificada”. 


XXXV

“Heroes” es un monumento de la inteligencia pop y una pieza clásica. Una canción emotiva, apta para la expresividad de la voz, que cuenta con un número reducido de notas y una melodía de guitarra que se repite mientras varía el color en los arreglos profundos. Que Fricción eligiera para su único cover una canción moderna y elegante y que buscara a la vez refinación, radio y discoteca ilustra su predilección y la de varios de sus contemporáneos por uno de los caminos posibles de la música de aquel tiempo: el más estable, que recorre estaciones diversas dejando en cada una de ellas una trinchera pop. El mismo Bowie legó como jeroglífico el lado B de Low y se movió desde su lado A hasta el bailable Let's Dance. Es un itinerario posible para Richard Coleman. Su pelo, su maquillaje, su ropa negra y sus letras pertenecen a una estética en su tiempo exitosa. Pero su música - “Máquina veloz”, “Enjaulados”, “A veces llamo”, “Lluvia negra” - prueba a menudo que el príncipe dark del rock argentino era en realidad muy funk. 


XXXVI

En sus letras Coleman insiste sobre la ciudad, los espacios interiores, las dificultades del contacto y la merca, una combinación emblemática de los años 80.   También su guitarra forma parte del conjunto. Así lo entendieron Gustavo Cerati cuando le pidió ayuda para conseguir el sonido adecuado para Nada personal y Andrés Calamaro cuando lo convocó a tocar en Vida Cruel. Como señal de la importancia de Coleman, los dos discos incluyen un tema del repertorio hasta entonces inédito de Fricción: “Azulado” y “Fotos de ídolos”. 

Coleman había estado a punto de convertir a Soda Stereo en cuarteto y Cerati había sido parte de la primera formación de Fricción, así que su trabajo conjunto resultaba previsible. Tal vez no ocurriera así, con tanta naturalidad, con Calamaro, pero basta ver la lista de invitados de sus dos primeros discos – y la ropa negra que eligió vestir en la tapa de Vida cruel - para entender que su conexión con Coleman no era tampoco sorprendente. A fin de cuentas con Andrés parece que estuvieran todos. Los ya clásicos Charly García, Spinetta y David Lebón y los recientes Stuka, Petinatto, Melingo, Cipolatti y Celsa Mel Gowland. Hasta los Oveja Negra hacen coros en “La vi comprándose un sostén”.  

En un tiempo en el que los territorios comienzan a requerir fronteras, Calamaro se presenta como anfitrión - e invitado – de unos y otros, y no le importa en lo más mínimo que entre unos y otros no haya nada en común. Para eso está él mismo, en todo caso. “Bienvenidos al hotel” es el título de un tema instrumental de Hotel Calamaro y una declaración sobre los beneficios del intercambio que sustituye el tren utópico de Sui Generis por un lugar de movimiento fortuito y relaciones fugaces. Cuando en 1990 la revista Pelo solicita a distintos músicos una evaluación de la década que termina, en lugar de mencionar uno o dos nombres como hacen sus colegas, Calamaro hace una lista larga y heterodoxa, muy propia de él, que incluye, además de músicos extranjeros y alguna nota de color, a Sumo, Los Fabulosos Cadillacs, Comida China, Los Encargados, Los Twist, Los Violadores, Fontova Trío, Los Redonditos de Ricota, “Alma de diamante” de Spinetta Jade y, en llamativo error de fecha, “Grasa de las capitales” de Serú Girán.

A pesar de ser más homogéneo que Hotel Calamaro, Vida cruel es lo suficientemente variado como para permitir relaciones múltiples. “Acto simple” y “Sin despedirme” son muestras tempranas de la canción calamaresca. “Sobran habitaciones” es un anuncio del más rockero Por mirarte, “El mejor hotel” suena como Frankie Goes to Hollywood. La zona de influencia de Coleman cubre, como es lógico, su propia canción, que coproduce con Calamaro, y las dos primeras, “Qué vida cruel” y “Dice un proverbio chino”. Esta última es un buen ejemplo de lo que puede una guitarra austera en el marco de una canción que pone bajo control pop los climas pesados que evoca en su primera parte, antes de lanzarse al ritmo. 

Para inventarle esos efectos a los acordes y para elegir sus lugares adecuados convocó Calamaro a Coleman y sus pedales. No es extraño. Como Cerati, como Ulises Butrón, como Germán Daffunchio, como Gamexane, Coleman es un representante fiel de los criterios de ejecución de la guitarra que se hicieron comunes en los años 80. Es por eso comprensible que cuando editó con su banda Consumación o consumo sugiriera en las entrevistas escuchar el disco con auriculares. Es la condición del guitarrista nuevo: no me pavoneo, escúchenme.

miércoles, 16 de marzo de 2016

Notas sobre rock argentino en democracia (sexta parte)


por José Miccio

XXV

[Viene de acá] El campo, primero, y la habitación, un poco después, fueron los espacios de proyecto o refugio propuestos por el rock como opciones a una ciudad que hace posible su existencia pero promueve también la vida que rechaza. Lo que se desprecia se conoce bien, y por eso no es extraño que en el retrato o el fresco urbanos el rock argentino haya encontrado uno de sus motivos mejores. Ciudad de guitarras callejeras es en este punto una obra maestra. También el primer disco de Manal. Es notorio que en las descripciones entre macabras y fascinadas de “Informe de un día”, “Avellaneda blues”, “Muchacho del taller y la oficina” y “El mendigo del Dock Sud” hay una riqueza que se debilita o pierde en las canciones de tema rural, a cuya influencia ceden ambos discos una vez: “Cabalgando por el campo” es una estampa y una caricatura tal vez involuntaria. “Casa con diez pinos”, una comparación terminante. Las dos cantan la vida sencilla y encuentran en ella la plenitud y su lugar.

El resultado es conocido. De un lado, velocidad, fábrica, ambición. Del otro, descanso, pastoreo, calma de espíritu reconciliado. Pero como sucede a menudo, la recurrencia temática genera, además de tópicos, variaciones decisivas. Color Humano, Almendra y Miguel Cantilo liberan de esta imagen francamente modesta sugerencias literarias, respingos místicos, precisas notas de vida cotidiana. Una frase tan sencilla, tan intrascendente (y por ello tan justa) como “Verónica ríe” basta para convertir “El Bolsón de los cerros” en otra cosa que una Arcadia inobjetable, así como, por el camino inverso, una música de trance y tiempos largos asiste a la abstracción de “Cosas rústicas”, “Larga vida al sol” y “Parvas”, en las que el campo no es ya un lugar sino un lenguaje.

Durante años este universo rural permanece firme y maleable. Las canciones recurren a él cuando requieren certezas o contribuyen a su crecimiento retórico. La habitación tiene otros tiempos. Sus primeras manifestaciones son adversas, como las de “Informe de un día”, “Ayer nomás” y “De nada sirve”, o ambiguas, como la de “Ana no duerme”, de modo que el cuarto propio resulta, al comienzo, un énfasis de la soledad y la alienación urbanas. Pero unos años después esta representación se invierte. La canción más famosa de Vivencia (“Mi cuarto”, claro) llena el lugar de atributos amenos. Ahora es un espacio de reposo que sirve de aula personal, permite que la energía biológica del cuerpo se renueve y cura las heridas del amor y del tiempo. Habrá que esperar hasta los años 80, sin embargo, para que la habitación sustituya al campo, se enriquezca y realice así su propia serie, del amparo a la fantasía liberadora, de la zozobra al desierto íntimo, como retorno introspectivo a esa incomodidad primera pero ya sin alternativa rural ni, en los casos más extremos, segunda persona a la que recurrir en los estribillos. Así, la imagen prístina de “Mi cuarto” ingresa en su periodo de variaciones.

A decir verdad, y gracias sobre todo a las canciones de mitad de década, que despliegan todo un teatro de la intimidad, las nuevas casas tienen una escritura más completa. Constan de la habitación pero también de otros dos ambientes: el living y el baño (a veces se agrega la cocina). A pesar del carácter gótico de muchas letras no hay altillos ni sótanos; apenas la escalera que lleva a la azotea en la canción de Don Cornelio, y que se sube como en un calvario. En un punto, el mundo interior de estos años es un departamento. Por eso no es raro que Cerati llame picnic a una fiesta frívola en un 4º B ni que se reiteren imágenes que superponen la vida social con los espacios privados. “Autos sobre mi cama”, “refugiados en el diván”, “asilo en mi propio baño”. Se trata del yo, como se ha dicho muchas veces, y del regodeo en la propia sensibilidad, aun cuando esta sea débil o inhallable. Virus canta el deseo en todas sus formas. Otros cantan también su ausencia. Relax y Nada personal. Superficies de placer y  Sentidos congelados. Entre la noia pop y la celebración de los contactos fugaces y heterodoxos no hay más que una oposición ligera: es tiempo propicio para cantarle a la piel y agregar al amor que salva otras representaciones, de puertas adentro. Las cositas fuera de lugar de “Pecados para dos”, la pulsión destructiva de “No existes”, el onanismo de “Una luna de miel en la mano”.

Cuando los años 80 terminan existe ya una tradición de encierros, espejos amenazantes y erotismo variopinto que tiene a la habitación y sus ambientes vecinos como escenarios predilectos. Pero, de manera notable, una vez que esta serie predominantemente pop encuentra su rizo (para volver a desplegarse pronto, en las melancolías propias del indie), otras figuras del campo asoman, esta vez como parte de un nacionalismo rancio y telúrico, de vocación indigenista. Su bardo es Ricardo Iorio y sus canciones programáticas ocupan un lugar acorde con sus pretensiones de refundación. En 1989 “Cráneo candente” abre el disco debut y homónimo de Hermética. Dos años después, “Robó un auto” abre Ácido argentino. Ambas reescriben la legendaria huida de Martín Fierro hacia los indios, aunque esta vez la voz quiere otro lugar. Fierro canta siempre de este lado, antes de irse y después de volver, porque en la barbarie no hay lenguaje. Iorio busca su palabra ahí, fronteras afuera.

Lo cierto es, en todo caso, que la pampa es del matrero. Por lo tanto, el límite de la ciudad es la partida: son las “patrullas” y las “autoridades camineras” que sortea el evadido. Detrás de ellas – es decir, fuera de la ley – empieza el campo. Ahí, “Cráneo candente” describe una alucinación e intenta algunas analogías imprecisas. Más radical, “Robó un auto”, que carece de revisionismo histórico, funda una vida nueva. Las dos canciones dejan algo en claro: en la ciudad hay expoliación o acostumbramiento y en la pampa – o “el desierto” - hay verdad pero no calma. Los obstáculos acentúan la decisión de ir hacia la tierra o permanecer en ella. El sol arde y arrastra al que huye a la experiencia de los vencidos. El viento y el invierno azotan a la pareja que levanta su casa al pie del cerro. Finalmente, el momento afirmativo del viaje ocurre en “Robó un auto”. Su emblema son los hijos que nacen en el campo y su doctrina, una frase con voluntad de monumento anarquista: “Pudieron sentirse su estado / su patrón / su íntimo Dios”.

Es otro campo este: vida verdadera pero también tumba y recelo. Para que la serenidad retorne habrá que esperar a Maderita, de Los Visitantes, o al primer disco solista de Palo Pandolfo, A través de los sueños. Para que sus potencias negras se revelen con claridad, habrá que esperar casi lo mismo. El primer disco de Almafuerte es de 1995.


XXVI

Parece claro que los grupos que cultivan el pop melancólico, el dark y el postpunk contribuyen a que los espacios interiores aumenten su frecuencia y su sentido. Este corrimiento hacia la intimidad y los modos oscuros es parte todavía de las modificaciones nacidas a comienzo de los 80. Es conocida, sin embargo, la hipótesis de la correspondencia: el rock argentino acompañaría (o dependería de) la situación política del país. Así, habría que reconocer en él dos etapas, solidarias con las del gobierno de Raúl Alfonsín. La primera – divertida y en color – coincidiría con el tiempo de esperanza social. La segunda – negra y taciturna – daría el tono de los sinsabores políticos posteriores. Pero, con las excepciones del caso, no hay tal sintonía óptima. Cuando a mitad de década la alegría deje lugar a las canciones melancólicas o apocalípticas nada habrá en verdad cambiado.

El esteticismo darkie es la continuidad lógica de los días felices. Su congoja no se opone al humor zumbón, así como sus ropas oscuras, sus tensas melodías y sus letras de ahogo no contestan el color, el baile y la celebración del ánimo radiante. Se trata todavía de la pose, del hedonismo, de las potencias del disfraz. Soda Stereo no necesita crisis económica para cambiar las canciones de su primer disco por las de Nada personal y las de Signos, así como Javier Calamaro no la necesita para dejar su cara de nene y su pecho desnudo en la tapa de Frappe y grabar con El Corte canciones con títulos como “Ansia negra”, “El fruto del mal”, “Cargar con los cuerpos” y “Desgarra la carne clériga”.

Se trata de inquietudes que no provienen de la realidad política del país sino de un archivo que muchos comparten: otras bandas de rock, libros editados por Minotauro, algunas películas de singular éxito. El Ansia es la síntesis de cierta idea de lo dark. Cerati, Richard Coleman y Tashi, la estilista de ambos, deben haberla visto atentamente. El departamento donde flotan cortinas y vestidos, la disco donde Peter Murphy canta “Bela Lugosi’s Dead”, el derrotero de unos vampiros románticos que sufren con glamour y ropa de última moda. Por su parte, Blade Runner y Brazil se adivinan en las ciudades futuristas, los paisajes desolados y las identidades inseguras de Soda Stereo, Clap y La Sobrecarga, así como en la contratapa del primer disco de Metropoli, Cemento de contacto.

1986 es el año por excelencia para estas bandas, que comparten algunas fuentes pero no necesariamente trabajan con ellas del mismo modo. Los acontecimientos políticos más estridentes del periodo alfonsinista comienzan un año después. Entonces sí es posible escuchar una canción que se sale de los juegos con la oscuridad sin por ello abandonarlos. Se trata de “Condenado”, del segundo disco de La Sobrecarga, Mentirse y creerse. Su trabajo instrumental sigue el criterio de brillo sin ostentación que caracteriza a los grupos que no hacen punk pero han sido sensibles a su influencia, y su ritmo enfático y monótono es parte también del sentido de la letra, que repite palabras como los instrumentos figuras.

Lo novedoso no está en sus frases sino en el intento de incluir los tópicos del hastío vital en un contexto político. Así, “condenado”, “monotonía” y “costumbre” coinciden con la alocución de Alfonsín ante el Parlamento el jueves antes de Pascua, cuando dice estas palabras famosas: “Se pretende por esta vía imponer al poder constitucional una legislación que consagre la impunidad de quienes se hallan condenados o procesados en conexión con violaciones de derechos humanos cometidos durante la pasada dictadura. No podemos, en modo alguno, aceptar un intento extorsivo de esta naturaleza”. La canción respeta el discurso hasta que dice “No podemos”. Entonces lo interrumpe y hace que esas dos palabras se reiteren cinco veces como prólogo a la voz de César Dominici, que canta una estrofa contra el poder con imágenes propias de un video dark: “Reinan en la confusión / bajan de los sueños / aprietan el cuello / los vicios del poder”.

“Condenado” es un intento por llevar un lenguaje hacia temas que le son ajenos, y su valor se encuentra justamente ahí, en ese constante doble juego, de pertinencia incierta, que dice tanto una crisis política como una estética de la impotencia y el ensimismamiento, que la precede y pretende ahora perseguirla.


XXVII

Las historias de pioneros son siempre semejantes. Al principio, llevan una luz que pocos quieren. Luego iluminan el tiempo, y aunque su nombre se diga menos que el de sus discípulos, son ellos los que legislan en secreto. Para el pop más refinado, quieren algunos, esta es también la historia de Daniel Melero.

Su marco es el opresivo ambiente musical que lo rodea, y la soledad es, como corresponde, el rasgo que lo define. Así lo cuenta él: “A las fiestas iba con mis discos de Bowie, Eno y Roxy Music, y mis amigos no me dejaban ponerlos. Mucho después, inclusive cuando intentaba ser músico, tenía el mismo problema con la gente con la que me empezaba a juntar. Parece increíble, pero en el 80 o en el 81 aquí todavía se escuchaba a Genesis. Ningún amigo mío había oído a Eno en la década del ‘70. Cuando tuve Evening Star, en el ‘76, fue como si escuchara música por primera vez”.

Sus primeros vínculos ocurren luego. En 1982, seis años después de la revelación, conoce a otro como él. El canal que los pone en contacto es Expreso Imaginario. En el número de marzo un anuncio dice: “Busco tecladista equipado que escuche Ultravox y Bowie. Sin compromiso, para hacer música”. Melero no cuenta con instrumentos de última generación pero tiene en Flores una casona a la que llama estudio y en su interior unas ideas a las que llama música. Lo decisivo es esto último. Melero está equipado. Llama entonces, y escucha por primera vez la voz de Richard Coleman. Tiempo después (¿o tal vez antes?) conoce a Ulises Butrón, y por medio de él a Gustavo Cerati, en uno de los primeros ensayos de Soda Stereo. Más adelante, Cerati recordará el día: “Melero apareció locuaz, como es él, y nos dijo elogios muy impresionantes. Y lo escuchabas tocar y decías: ‘este tipo no puede tocar una sola nota’. Sin embargo, lo hacía bien, y su presencia era importante”.

Como se ve, sus dos virtudes siempre señaladas existen ya, tan tempranamente. Por un lado, Melero es un hombre oportuno: es cerca de él donde la historia trabaja. Por otro, es un hombre informado: no sabe tocar pero sabe oír. De su compulsión y su archivo salen palabras nuevas: Eno, Ultravox, Low, New Order, Can, Thomas Dolby, Neu!, Yukihiro Takahashi. ¿Quién sino Melero podía ser el bibliotecario de los sonidos modernos? En agosto de 1982 el comentario sin firma de la revista Pelo sobre Amor incierto de Soft Cell comienza así: “El tecno-pop o tecno-rock es el estilo musical que marcha a la vanguardia en todo el mundo – excepto en Argentina, por supuesto -.” En noviembre de ese año, como si contestara, Melero se presenta en B.A.Rock con Los Encargados.

Sobre el escenario hay – o intenta haber: las cosas son difíciles – música y signos que la comentan. En el mameluco, además de Devo, se adivina una poética: lo que se oye es el sonido de la producción. El músico - conviene entender esto en sentido fuerte - no crea: trabaja. Por su parte, el pelo descubre una dirección para esos sonidos: la que los lleva hacia la canción pop. Queda claro. Los Encargados usan máquinas pero no hacen música industrial, signifique esto lo que signifique. Sus beats sostienen melodías claras, y es en ellas donde todo cobra sentido, aun cuando Melero obliga a su voz (o viceversa) a decir más que a cantar. En este punto hay dos hechos perfectamente lógicos en la accidentada carrera del trío: el estribillo memorable de “Trátame suavemente” (y su grabación por Soda Stereo) y la versión en vivo de “La balsa”, esa melodía cristalina que es también la música de los pioneros.

En B.A.Rock, algunos cascotes vuelan hacia el escenario: es el episodio del rechazo, ineludible en la vida de los que son primeros. De aquí en más, las dificultades se multiplican. En 1983 Melero toca, escribe y canta en Orquesta, la experiencia tecno de Carlos Cutaia, antes tecladista de Pescado Rabioso y La Máquina de Hacer Pájaros. Kraftwerk los guía, y en su homenaje usan lenguaje de informática y juegan al robot: “Voy en mi móvil / rumbo al microcentro. / Rememoro instrucciones / de mis superiores. / Ahora opero en las coordenadas indicadas. / Mi arma está lista. / Mi objetivo se aproxima. // Misión cumplida.” Por motivos comerciales, la edición de Orquesta se demora dos años. Para entonces Los Encargados tienen grabados sus famosos dos discos inéditos.

Es 1985 y Melero no tiene nada publicado, lo que no quiere decir que no tenga obra. A fin de año, una revista lo invita a compartir nota con otros músicos. No es algo nuevo: después de B.A.Rock fue a Humor con Patricia Sosa y Ricardo Iorio, ahora va a Pelo con Gustavo Cerati y Pil Trafa. Esta vez, sin embargo, no se habla de cómo son recibidos los grupos nuevos. Es otro momento, y las publicidades de página entera de las discográficas anuncian así sus mercancías: “Cosméticos: ¡la mejor onda rockera! Aptos para todo tipo de cutis”. “Muy pronto. Sissi. Lo diferente… en pop”. En la entrevista – que tiene intenciones de memoria y balance - se habla de dinero, de éxito, de profesionalismo. Cerati, que hace pop, y Pil Trafa, que no hace punk, tratan de explicarse. Melero piensa distinto: “Es verdad todo lo que están diciendo, pero yo me considero un poco más romántico como para aceptar el profesionalismo en esas condiciones. Tal vez soy un poco impráctico, y creo que por eso Los Encargados aún no tienen un disco editado. Cuando uno se involucra con el mercado empieza a pensar en términos que no son estrictamente artísticos. Esa preocupación que tengo es lo que me hace más difícil transformar a Los Encargados en un producto masivo. En el profesionalismo hay un aspecto que es valorable, pero también otro que es despreciable. Es mejor ser un artista que ser un buen músico. Mi interés es, ante todo, permanecer en el arte”.

Un año después, por fin, Los Encargados editan su disco. Hay espacio en él para lo que se llama a veces experimentación o vanguardia: dos temas instrumentales - “Le caine” y “Villegas” - y el título, Silencio. Pero en lo fundamental, es una colección de canciones pop, que es el trabajo al que se entrega entonces Melero con dedicación de amante. “Hay canciones que se llevan algo de uno / cuando terminan, / son como romances que se llevan algo de uno / cuando terminan”, canta en “Líneas”. A partir de entonces su discografía crece con ritmo sostenido, igual que su pequeña leyenda. La primera alterna proyectos presuntamente arriesgados como Recolección vacía con discos de canciones, con Piano como momento absoluto. La segunda es menos inconstante: el pionero desbroza un camino que recorrerán otros y permanece en las sombras, sin detener su marcha.

miércoles, 9 de marzo de 2016

Notas sobre rock argentino en democracia (quinta parte)

por José Miccio

XVII

[Viene de acá] A comienzos de los años 90 - en tiempos de recapitulación, por lo tanto - Eduardo Berti dice que Soda Stereo, Sumo y Virus encarnaron en los 80 a Almendra, Manal y Los Gatos, respectivamente. Por la misma época, Diego Arnedo explica así la importancia de un lugar que sería menos famoso pero más decisivo que Cemento: “El Einstein fue el lugar de la década que originó todo lo que se hizo en los años que siguieron. Como La Cueva de los setenta”. Se trata de testimonios solidarios, que dicen lo que muchos sienten entonces: años atrás hubo una refundación. Las analogías resultaron un buen recurso para dar cuenta de ella, y desde los años 90, los 80, con frecuencia, se leen mejor por intermediación de los 60. No es este, sin embargo, un recurso privativo de los entusiastas. La misma retórica tienen quienes leen esta historia como caída e interpretan el cambio como decadencia o catástrofe. Allá lejos y hace tiempo – pero: ¿tan lejos es? - está la referencia para saber lo que hemos perdido o valorar lo que hemos ganado. De alguna manera la historia del rock argentino comienza a ser legible ahí, entre 1981 y 1984, cuando se instituye un pasado y por lo tanto una polémica sobre sus figuras señeras, sus temas, valores y continuidades. Es, entre otras, muchas cosas, el tiempo del cuero negro. El de los manifiestos new wave y punk. El del arribo del heavy metal. 


XVIII

V8 se quiere la banda maldita del rock burgués. Solo acepta algunos nombres de lo que a pesar de sí es su historia. Manal, La Pesada, El Reloj y Pappo con sus viejos tríos o con Riff. Quizás también Vox Dei y Pescado Rabioso. Lo que haya sonado duro tiene algo de valor. El resto es basura. Esa genealogía restringida – pero bastante generosa, sin embargo – es solidaria de su aversión por el presente de fiesta y esparcimiento de sus congeneracionales. V8 no era parte de nada. Estaban solos y enojadísimos. ¿Quién podía acompañarlos? Su cuero era de un negro esencial. El de Los Violadores era concheto, el de Virus maricón. Solo el de Riff era legítimo. Y sin embargo era un disfraz. Esos cuatro hombres rudos, que denunciaban la falsedad de todos y afirmaban ser los únicos portadores de la verdad, defendían y se apoyaban en una banda que cultivaba el artificio tan deliberadamente como cualquiera de las llamadas modernas, y cuyo cuero era imitación de cuero: ropa de aspecto duro pero fresquita, para que la transpiración no la hiciera tan pegajosa y Pappo o Vitico pudieran sacar la lengua sin necesidad. 

V8 no se hubiera permitido ese lujo. Su prédica era su práctica: arriba y abajo del escenario se sudaba igual. Pappo y sus compañeros jugaban a ser los chicos malos de la cuadra. Iorio y los suyos se tomaban muy en serio sus caras de pocos amigos y sus cantos apocalípticos. Con V8 en escena las cadenas de Riff eran a la música pesada lo que el overol de Melero o el gel de García eran al pop: cierta clase de glamour. Por eso se las podía abandonar sin perder la cara una vez que el cortocircuito comunicativo con su público se hizo más pesado de lo debido y los recitales fuera de madre, costumbre. Resulta que también los cruzados conceden. V8 nunca renegó de Riff ni de la historia musical de Pappo. En esa línea estaban sus coincidencias más claras: el gusto por los autos, la imagen de la voluntad como motor encendido, alguna referencia satánica, un discurso agresivo y a veces lumpemproletario. 


XIX

En B.A. Rock Patricia Sosa, que comenzaba su carrera con La Torre, dice en su breve testimonio que estaba nerviosa, entre otras cosas “porque el público es machista pero”. Su intervención se corta ahí, cuando se disponía a una proposición nueva. El montaje usurpa ese lugar y la adversativa se llena de V8, como si la película dijera: pero los músicos también. O mejor aún: pero puede que esta banda lo sea aún más. La ropa negra, las caras feroces, la bronca, el heavy metal. Esas imágenes completan las palabras de Patricia Sosa. El parquecito pequeño burgués con que Olivera empieza su documental tiene invitados que no solía recibir. Algo cambiaría en la conformación social de la comunidad rocker y V8 lo predice con énfasis, como reafirmación estética y de clase. 

En un encuentro de presentación de bandas nuevas - La Torre, Los Encargados, Gigoló y V8 – publicado por la revista Humor en febrero de 1983 Iorio reniega de las propuestas optimistas, baja todo a tierra y predica, primero, una bronca de obrero no calificado, y después un imperativo testimonial, privativo según él del heavy metal, que sus letras perseguirán de acá en adelante (pero sobre todo en adelante, con Hermética y Almafuerte), con formas realistas o alucinadas. Dice por un lado: “Nosotros estamos en contra de los tarados que, sin darse cuenta de que los hippones estuvieron quince años tratando de cambiar la vida con paz, y no llegaron a nada, la sociedad los absorbió, les hizo pito catalán. Y acá estamos todavía más atrasados… No sé qué están esperando… Yo llegué a un momento en que dije ‘basta’. Yo no podía estar escuchando a Robin Williamson si tengo a un patrón que me está gritando, que en un día me hacía acomodar cuatro sillas y antes acomodaba tres, y ahora me da cinco más… y encima me siguen exigiendo, y no tengo nada, y estoy sin nada”. Y por el otro: “Creo que lo que nos influye más que nada es el presente. Para gente como nosotros, nuestra música es la música del presente (…) Si querés acordarte de cuando tu abuela te llevaba a la plaza, o de cuando tu mamá te contaba un cuento, podés escuchar a Nito Mestre. O si querés imaginarte que andando por la calle vas a encontrar una doncella azul en un caballo desbocado, escuchá Peperina. Pero si querés vivir la realidad, conectarte con el presente y darte cuenta de que en el colectivo estás mal, que no tenés plata para comprarte unas zapatillas o tomarte una cerveza, tenés que escuchar heavy metal”. 


XX

Este es el ánimo de Iorio a los 20 años. Con él y sus tres compañeros graba en 1983, en pocas horas de estudio y para una compañía sin historia, un disco que a la larga sería tan influyente como Wadu Wadu o Clics modernos. Era el tiempo en que Judas Priest sonaba con su cuero sadomaso y el heavy gozaba de las burlas casi generales del periodismo argentino. Como los primeros discos de Virus y el debut de Los Violadores, Luchando por el metal reniega de una tradición que considera dominante y zombi y pretende desenmascarar falsos profetas. Es un disco declamatorio y gritón, breve y agresivo, con ecos punk en algunas letras y en la voz de Zamarbide, nada virtuosa. La acción que compromete a la banda se dice en el título y tiene su continuidad lógica en el del segundo disco, Un paso más en la batalla. Como es común en los manifiestos todo se organiza en dos pares de opuestos: ayer / hoy y nosotros / ellos. El pasado y los otros se dicen en la palabra hippie y en otras a ella asociadas. Blando y paz, fundamentalmente. Sus antónimos señalan el lugar y el tiempo propios: todo el léxico belicista en lugar de paz, duro o pesado en lugar de blando y metálico en lugar de hippie. 

“Brigadas metálicas” se llama, justamente, la canción que expresa esta antipatía con mayor claridad. En su primera estrofa define a los soldados de la nueva fe y en la segunda los convoca contra los actores del pasado: “Los que están podridos de aguantar / el llanto de los que quieren paz / los que están hartos de ver / las caras que marcan el ayer. // Vengan todos / acá hay un lugar / junto a las brigadas del metal / gente de mente (demente) que no es igual / a la hipponada / de acá”. El resto de la letra fortalece esta demarcación. De un lado se amontonan los signos de la paz, el morral, el llanto y las caretas. Del otro se reúnen el grito, el hartazgo y la música verdadera, cuya urgencia se expresa en una cadena de apelaciones: “Sáquense ya la careta / rompan las ruedas de carreta / y sin demora ni sospecha / consuman todo el heavy metal”. Hay dos episodios de continuidad firme en estas frases. El primero es el de la revelación, que incluye el desenmascaramiento y la destrucción del ídolo viejo. El segundo es el de la reintegración, que exige una fe ciega y cuya experiencia se dice, curiosamente, con un verbo de connotación mercantil. 

Ineludible para entender toda una tradición que se funda entonces, “Brigadas metálicas” es al heavy lo que “Bienvenidos al tren” al ideario rocker de las dos décadas previas. En la canción de García el estribillo - “Pueden venir cuantos quierán / que serán tratados bien” -  afirma el carácter inclusivo del movimiento. Solo es necesario estar en el camino – es decir, en tránsito, fuera de la vida reglada – para asumir un pacto nuevo, un gregarismo de signo distinto: respetuoso, sin jerarquías y por lo tanto sin otra historia social que la futura, cuyo lenguaje está aún por descubrirse. Las condiciones de ingreso al colectivo heavy son más restrictivas. Surgen del fracaso de un proyecto previo y se definen en primer lugar por el desánimo y la negación. Su cohesión depende de su adversario y por ello el momento afirmativo es el de la destrucción, que la canción anuncia dos veces. Primero, al final de la quinta estrofa, con una frase - “hoy tu mente hippie ha de morir” - cuyo sentido hay que buscarlo antes, en el reconocimiento de la miseria real que la utopía rural y pacifista ocultaría: “Basta  ya de signos de paz / basta de cargar con el morral / si estás cansado de llorar / este es el momento de gritar // que estás vacío de liberación / y estás muy lleno de represión / el presente te es infeliz”. Luego, en la sexta estrofa, con un desarrollo de la primera, ya que los soldados reclutados al comienzo están ahora reunidos y se disponen a cumplir con su misión: “Prontas están las hordas del mal / listas para el paso final / son los que están hartos de ver / las caras que marcan el ayer”. 

La desmesurada ampliación que sufre en los años 80 el campo de referencia de la palabra rock es simultánea, entonces, de su estallido en subculturas con códigos cada vez más especializados. En cuatro años el diccionario rockero argentino debe incluir unas cuantas entradas nuevas: new wave, punk, postpunk, ska, reggae, hardcore, tecno, dark, new romantic, heavy. Una década después, cada uno de estos ítems tendrá a su vez subdivisiones, y para leer las revistas especializadas hará falta un curso o un glosario como los gauchescos. El rock es Babel, y la torre empieza a caer temprano. En 1983 no había ya lugar para todos porque ya no había movimiento, a pesar de que la palabra se usara todavía un tiempo más. No es extraño que en los 90 alguien afirme que Luchando por el metal es al heavy lo que La balsa al rock. Las categorías se habían vuelto, efectivamente, más intensas. 


XXI

Como se ve, un modo de agrupación pre-social y de connotaciones fieras sustituye la comunidad horizontal y poshistórica hippie. Estas hordas de V8 son el prólogo de agrupaciones futuras, propias del rock de las décadas siguientes y también ellas con nombres que remiten a relaciones pre-sociales. La banda, la tribu: palabras que se dicen unos años después en canciones de los Redonditos de Ricota. Estas metáforas son, probablemente, lo único que tienen en común Iorio y Solari. Por algo Hermética eligió para Intérpretes, su disco de covers de 1990, “Vencedores vencidos”, la gran canción de Un baión para el ojo idiota que concluye con alguien que corre hacia las palabras de “la banda-la tribu de mi-de tu calle”. 


XXII

Como horda, V8 canta desde un lugar donde todo es confuso y primitivo: “el barro de la maldad” de “Tiempos metálicos”. En un campo de experiencia tan restringido como el de Luchando por el metal es lógico que sus elementos cambien de función en canciones distintas. El mal, por ejemplo, destruye y procrea, y es visto entonces como amenaza y aliado. Le da fuerza al conjunto en “Brigadas metálicas” pero es un obstáculo en “Si puedes vencer al temor”. A su vez, las diatribas antihippies tienen objetivos oscilantes - la conversión al nuevo credo o el aniquilamiento - y su lectura al menos dos interpretaciones: se trata de un culto protofascista de la violencia o - más lógicamente – de una manera brutal de decir que el sueño terminó y es hora de enfrentar nuevamente las pesadillas cotidianas. 



XXIII

La violencia de V8 recorría su música, su imagen pública y sus letras, que abundaban en palabras de guerra y en imágenes del infierno, pero proyectaba una legitimidad fuera de la estética. Esa legitimidad era social o teológica. Venía desde el sujeto postergado o desde la furia divina y caía sobre las consignas pacifistas como rabia de marginado o rayo luminoso. Dos canciones de Luchando por el metal ilustran esta doble vía.

Como sus enemigos hippies V8 leía la Biblia. Pero sus versículos no eran los eróticos, aquellos que reafirman la vida en el gozo de la promesa, el vino y la miel - y que Miguel Cantilo y Roque Narvaja habían asociado con la tierra patagónica y la mujer - sino los de Juan de Patmos. “Destrucción” ocupa un lugar adecuado: es la primera canción del primer disco de V8. Es también su himno negro. Comienza con afirmaciones propias del punk (“Ya no creo en nada / ya no creo en mí”), expone una situación insostenible (de hipocresía, estupidez, tozudez) y propone una solución drástica (el juicio final). Es un Apocalipsis menos rico que el de Claudio Gabis en “Esto se acaba aquí”, quizás su único precursor, pero definitivamente más agresivo. Los agentes del dolor son los mismos que sus enemigos denunciaban, pero el fin de su imperio no tiene que ver con la paz ni con la nueva vida artesanal y pastoril sino con la catástrofe liberadora que terminará también con los falsos profetas, designados en la canción con la palabra “blando”.   

Si “Destrucción” resume el ámbito teológico de la violencia, “Muy cansado estoy” hace foco en su dimensión social. Así comienza: “Lunes y nuevamente / en el trabajo estoy / sólo recuerdo momentos de ayer / vivo el bajón de hoy”. Y esta es su tercera estrofa: “Recorriendo las calles / sólo hallé corrupción / gente apurada que quiere ganar / sembrando solo dolor”. El motivo del lunes es conocido por el rock argentino. También el del trabajo y sus disciplinas y el del apuro bobo o interesado. Se dijeron siempre, sin embargo, desde fuera, esto es, desde la ficción enunciativa que el rock prefirió siempre - el bohemio, el loco, el poeta - y que reúne canciones como “Lunes otra vez”, “Muchacho del taller y la oficina”, “Compulsión”, “Informe de un día”, “Salgan al sol” Esta vez hay una voz proletaria, inusual en el rock argentino. “Trabajando en el ferrocarril”, del tercer disco de Pappo’s Blues, es su antecedente más asequible. Sin embargo, el obrero de Pappo es un obrero singular, que piensa: “Todas las mañanas / voy a trabajar / voy con muchas ganas / y con felicidad”. El de V8 es su antítesis. Tiene la estabilidad de un polvorín y el agobio del desesperado. Pero como el rock se resiste a poner al trabajador en el centro de su discurso, con el correr de la canción su figura cambia. En la última estrofa nace el callejero, un personaje nuevo, un marginal lumpemproletario: “Yo ya soy parte de las calles / entre nubes de alcohol / muerte y dolor / sexo y ardor / la corrupción / fuerza de hoy”. Quien expone su malestar en la canción comienza en el trabajo y termina identificado con la calle, como si su presencia en el ámbito laboral fuera parte de un rito de pasaje, necesario para distinguir con claridad su errancia de la del bohemio, cuya marginalidad es de otro orden. El callejero conjuga el verbo vagabundear, no naufragar, y los espacios que recorre no son los del centro, donde están los cafés y los cines, sino los del barrio periférico, donde se juega una identidad no cosmopolita. Iorio seguirá delineando este rol, llenándolo de atributos varoniles. Y como todas las bandas de heavy le deben algo a V8 no es extraño encontrar sus ecos a fines de la década, por ejemplo en “Vagabundear” de Alakrán y en “Chico callejero” del primer disco de Rata Blanca, antes de que la banda de Giardino se mudara definitivamente al mundo de castillos y criaturas fabulosas. En 1996 esta figura estaría tan extendida, tan preparada, tan bien definida, que La Renga podrá cantar su metafísica en “La balada del diablo y la muerte”. La esquina, dice la canción, es también el universo. 


XXIV

El auto en lugar de la carreta es una sustitución específica de V8. Pero depende de otra más amplia. En los años 80 al menos una cosa es notable: la ciudad es todavía el referente que asigna sentido a todos los espacios pero las utopías rurales se terminan y como consecuencia lógica la representación de los interiores se hace más compleja.  Algunas canciones muy exitosas de Celeste Carballo son las excepciones posibles. “Es la vida que me alcanza” y “Querido Coronel Pringles”, de su primer disco, Me vuelvo cada día más loca, pueden ser vistas como el epílogo del folk. Son además canciones complementarias. La primera expone una situación clásica: la del que debe a la ciudad el triunfo de su arte y por lo tanto un presente venturoso pero sufre el recuerdo de aquello que ha debido abandonar para conseguirlos. Sin campo, la única protección es la casa, que se obtiene gracias a las canciones que se venden en la ciudad pero existen gracias a ese pasado rural donde residen la infancia y la inocencia. Ese tiempo puede rememorarse pero su secreto es irrecuperable. Lo ha guardado el animal de la última y realmente afortunada estrofa: “Sufro como loca si me acuerdo del campo / cuando iba a la escuela con mi amigo a caballo / yo tenía un petiso que era viejo y mañero / a veces le cantaba cosas que hoy no me acuerdo”. 

En “Querido Coronel Pringles” Carballo narra el deseo del retorno. La canción comienza en la mañana, igual que “Es la vida que me alcanza”. Pero esta vez no hay mate, plantas que regar y una terraza sino la ruta que lleva de nuevo al origen. La peregrina carga lo que la ciudad quita o compra - la vida y la música - y recibe en la cara y en el alma el viento frío que la purifica y sella el pasaje de un mundo a otro. De un lado queda la ciudad y del otro esperan el campo y la canción que una vez hallada cerrará toda herida o contradicción. Como es costumbre, el espacio rural es arcádico. Carballo canta el amor de la tierra y hace un inventario de sus imágenes, olores y (sobre todo) sonidos. Como los chimangos, los teros y las ranas, también la lluvia, la sequía y el viento son música de la naturaleza, de manera que a pesar de ser incorporados en su catálogo de cosas campestres los riesgos del trabajo rural se integran en una totalidad armónica. Esa armonía de alcances cósmicos es el campo, es la música en general y es también la canción que en “Es la vida que me alcanza” había sido guardada en los oídos del caballo.

miércoles, 2 de marzo de 2016

Notas sobre rock argentino en democracia (cuarta parte)

XIV

[Viene de acá] En los años 80 Raúl Porchetto conoce el prestigio, el éxito y la ruina. Su aventura comparte episodios con la de algunos colegas pero su secuencia es singular. Comienza la década como referente y reformador, la recorre con tranquilidad y algunos hits y la termina con una triste imitación del jovencito pop y un retorno al pacifismo más declamatorio, tardío y genérico, cuando ya su nombre ha adelgazado demasiado. La incorporación vía jazz-rock en Mundo, de 1979, del ritmo que faltaba en sus trabajos anteriores es el prólogo de esta pequeña historia. Un año después Porchetto aumenta moderadamente la apuesta y graba con su propia producción y la base más pop de Iturri y Toth su trabajo más celebrado. 

Metegol llega en el momento justo. Por eso es recibido como un disco tempranero, fresco pero no frívolo, propietario de una renovación segura. Esta dirección, auspiciada por The Police y Doobie Brothers, continúa en Televisión, y con menos énfasis en Che, pibe y Reina madre. Curiosamente, en este, su exitoso álbum de 1983, canta en “Desde Nueva York” una unión musical con Charly García que Clics modernos, de ese mismo año, refuta vigorosamente. “Tanta música nos une / y el sueño de un mundo mejor”, dice Porchetto. Pero el pelo de García, el blanco y negro de su tapa, el sonido de sus canciones y la letra de “Dos cero uno (Transas)”, por ejemplo, niegan cualquier relación que no se conjugue en pretérito. Porchetto es un hombre responsable, García es un acróbata. A partir de entonces sus caminos divergen. Y lo hacen con tanto brío que, con el correr del tiempo, también su pasado acaba por desligarse. Unos años después, luego de El mundo puede mejorar, que incluye ya un sonido pop diferente, de base y melodías más sencillas, muy propio de la década, Porchetto compensa su progresiva pérdida de imagen pública con el enorme éxito, publicidad de Jockey Club mediante, de Noche y día. A esa altura, nadie piensa en él como proa de nada, pero sus canciones y recitales son todavía parte del aire. Es el tiempo de su baile en la vereda, y como la época lo abriga, decide, a continuación de Barrios bajos, tributarle un homenaje. 

En 1988, desde la tapa de Bumerang se declara Chico pop. Una línea de sombra, el fondo rojo y el cuello de la remera acentúan su cara gris metalizado. Tiene labios gruesos, una ceja verde y un rulo amarillo, warholianos; y mira como modelo publicitario o chongo selecto. Llena su disco de baterías electrónicas y sintetizadores y pide pista. Quiere su propio Privé, o al menos su propio Fuera de sektor. O ser un discípulo criollo de A-ha. Pero su voluntad de radio y discoteca fracasa y en 1990 vuelve a territorio conocido con Caras de la guerra. Es tarde ya. La situación del rock es distinta. Han sido expulsados de su historia quienes se habían incorporado a ella en el florecimiento democrático, cuando todo, de Víctor Heredia al Cuarteto Zupay, de Sandra Mihanovich a Marilina Ross, de Mercedes Sosa a Facundo Cabral, permitía ser decodificado como rock nacional. Y han sido desplazados a los márgenes algunos de sus principales referentes de antaño, como Miguel Cantilo y aún más claramente Piero. La suerte de Porchetto es similar a la del primero, pero su nombre se pronuncia con un poco de vergüenza. 

XV

En el origen de esta pequeña historia hay una canción inteligente. Con ella, Porchetto, el más cándido de todos, es también por un momento el más atento. El rock habla por su boca como Dios por la burra de Balaam. En la canción que abre y titula Metegol (esto es, en 1980), y con “Here to Love You” de Doobie Brothers como referencia, canta lo que el rock ha cantado siempre: el conflicto entre la prosa del mundo y la poesía del corazón. 

Hay una sociedad gobernada por valores infames y el joven, que en principio es el único indicio de que una vez hubo un paraíso y la única esperanza de que alguna vez haya otro, vive juzgado y en peligro. Porchetto entiende de consejos y no se ahorra la tarea de darlos. Su destinatario es un genérico pibe; el mismo todavía que Manal define como educando y condiscípulo en su disco debut. En la primera estrofa y en el estribillo se plantea el drama. Ellos, los adversarios, son movidos por la ambición, la impiedad y una idea mercantil del amor y la diferencia: “Viven escalando la gran cima / pateando el amor de los demás / buscando hacer mal toda su vida / para llegar / a comprar el silencio del mundo / a comprarse alguien para amar / convencerse que son elegidos, / algo especial”. Estas acciones (escalar, patear, comprar: todas igual de violentas) se enfrentan a las del joven, de las cuales no sabemos más que esto: son distintas, y por ello sometidas a sanción: “Todo lo que hagás, pibe, no es bueno /  hoy ser joven no tiene perdón / sos la pelotita de este juego, / un metegol”. En el interior de este enfrentamiento, el lenguaje de Porchetto testimonia la transformación del joven agente en instrumento como consecuencia de la eficaz intervención de la censura. Por eso su papel en la alegoría del juego es pasivo. La pelotita no opone resistencias. A esta altura de la canción, todavía es posible una cierta ambigüedad. Para el joven, la pasividad es su condena pero también su última virtud. No tiene fuerza ni culpa. Es una víctima plena, un inocente. 

Porchetto es un optimista militante. En general, acusa y salva. Un presente perverso con jóvenes es un futuro de gracia. Pero esta vez las cosas son distintas. Hasta el momento, el triunfo de los adversarios tiene vencedores, vencidos y un cronista. Al menos este último todavía resiste. Con fe iluminista, Porchetto llama la atención sobre la conducta ajena y la bibliografía propia: “Míralos cómo van a la mentira / cómo le corren a la verdad / ¿Qué anda pasando con la vida? / ¿Qué libro usás?”. Pero – y esta es la clave del asunto - en lugar de comunicar una palabra nueva reconoce el crecimiento del pantano. El último de los tres momentos de la canción, por lo tanto, no es ascendente. Porchetto ha cantado en tercera persona al comienzo y en segunda persona después. Ahora realiza la última modificación y canta en primera del plural, como parte del drama: “Mirá cómo hablan / mirá cómo viven, / mirate que estamos igual”. Para endurecer esta última frase hace que gruña su voz delicada y corta la música con un sonido como de escopetazo. Es el fin de la inocencia: el mal es un espectáculo del que se participa. 

A pesar de que el resto del disco no sigue este camino – su segunda canción, “Nunca quise entender”, repone enseguida una primera persona incontaminada que se deshace de cualquier compromiso mesiánico con su público, como había hecho Spinetta en “La sed verdadera” y hará García en “Nuevos trapos” - “Metegol” tiene una importancia considerable: es una de las primeras canciones que incorpora al rocker en la moral que rechaza. (“Para ser un hombre más”, de Manal, es seguramente el ejemplo más temprano). Poco después, ya en plena euforia democrática y comercial, se sumarán otras, más urgentes, porque el dinero, que se creía siempre del lado de afuera, ahora corre, y en abundancia, del lado de adentro. Los años 80 son duros en este punto. Como se ha dicho de las novelas de Flaubert, la prosa del mundo no es ya exterior al héroe. Lo corroe y lo constituye. Lo despoja de la plenitud moral de su enunciación. De esta situación surge el progresivo autoanálisis de algunas letras y las distintas formas que adquiere en la década del baile y de las máscaras: el derrotismo, la recusación, el combate nuevo, la risa del cínico. 

XVI 

a) Imagen de Charly García

Esta última categoría la inaugura Charly García con “Dos cero uno (Transas)”, toda una piedra de toque. Su disco oscuro de estos años, se dice siempre, es Piano bar. Pero el bailable Clics modernos, que no tiene canciones como “Total interferencia” y “Por qué no te animás a despegar”, cumbres down de un disco tenso, maníaco depresivo, es el que incluye esta pequeña y terrible obra maestra, de una impudicia que, como la tapa de Yendo de la cama al living, proviene seguramente de Zappa. García no está en el rock por el dinero pero el dinero está en García por el rock. Unos años después el asunto se naturaliza. En 1983 resulta bastante incómodo. 

La estadía de Charly en Nueva York es célebre y decisiva. En 1978 había viajado a Europa y había vuelto disgustado, con una canción dedicada a esa experiencia. Esta vez, en Estados Unidos, no encuentra la grasa de las capitales sino gel para su pelo, máquinas de ritmo y algo todavía más importante: ganas de empezar de nuevo. Eso dice en la carta abierta que envía en agosto de 1983 a la revista La Semana: “En suma, estoy aquí para ver si puedo dar una vueltita más de tuerca. Necesito alimentarme de ideas nuevas. Yo tengo una canción que se llama 'Los dinosaurios' y dice: ‘Cuando el mundo tira para abajo, es mejor no estar atado a nada’”. García, que tiene un pasado que se lee en clave heroica y del que se muestra entre orgulloso y harto, gana en estos años una atención especial. Al principio no lamenta que el rock se haya convertido en algo de fácil acceso, gracioso y encantador. Por el contrario. Debajo de los títulos que adelantan una nota sobre las nuevas chicas Bond, una encuesta sobre el divorcio y una entrevista-exploitation a un médico que opina que “Los represores actuaron con crueldad porque tenían serios problemas sexuales”, el número 36 de la revista Libre anuncia sobre el inodoro desde donde el protagonista de su tapa sonríe a cámara: “Desnudamos a Charly García”. 

En 1985-1986 los tiempos de bonanza continúan. García graba y vende muy bien grandísimas canciones. Si la crisis económica reduce el mercado interno, la edición y las giras en países latinoamericanos compensan con creces esa merma. Por esos días firma un ventajoso contrato con CBS. Charly nunca había renegado del éxito. Ahora lo conoce como nunca antes. Es una estrella. Y vive un tiempo en que su música carga con menos responsabilidades. Él mismo, en 1983, había notado esto, y se mostraba conforme: “El rock, en cierta medida, ocupó el espacio dejado vacío por la política. El rock ganó ese espacio en buena ley. Fue el único que aguantó. Pero sería bueno que el rock perdiera ahora ese lugar de preeminencia que ocupó en los últimos seis años, debido a la veda política”. Sin embargo apenas un par de años después se queja. Es parte de la nueva situación que venda tres discos por cien mil dólares a una multinacional. Pocos cuestionan esto. Pero García siente que ha cambiado algo. Piensa, como varios más, que el rock pierde dimensión existencial mientras gana exposición y dinero. Se ha contado esta historia muchas veces. Se la ha llamado fracaso o decadencia. Pero se trata en realidad de la historia de un triunfo incómodo, porque el rock pierde cuando gana y tiene la costumbre de maldecir los días hermosos. García declara entonces, justo en la mitad de la década: “Desde hace tiempo se han ido perdiendo algunas claves: ir a comprar discos explorando, tener conciencia de tipo movimiento… En esta etapa la música pasa a ser más consumida que a ser comprendida… o entendida. Se pasa de un público exigente, interesante, o que de alguna manera comparte una idea con el artista, a un público sin posición... como de consumir sin cuestionamientos”. Es un pequeño rulo de la historia, que se despliega y enmaraña muchas veces de acá en adelante. Al principio el público lo acusaba de haberse vendido. Ahora García acusa al público de haberse ablandado. Te amo, te odio, dame más. 

b) Imagen de Charly García con Indio al fondo. 

“Transas” se burla de las acusaciones, de los acusadores y del acusado. No deja nada en pie. Pero Fiorucci, la poca ropa y la exposición mediática de García son detalles menores en esta etapa. Aquella historia, que va del cinismo al lamento, es solo una de las que protagoniza, y de las menos interesantes a pesar de su importancia. Todavía entonces, como hoy mismo, la mayor parte de las canciones siguen ligadas a una ética que para el rock es fundacional y cuya afirmación, a pesar de altos o desvíos, se repite mientras cambian los contextos. La retórica contracultural, aunque a veces insegura, es un patrimonio del que se reniega raramente y que atraviesa el discurso de todos los músicos. Hay una disputa en torno a él, pero su legitimidad no se rechaza. García, por ejemplo, lo llora después de sacudirlo un poco. Se puede hablar en estos años de su mentira, del engaño de Cantilo o la hipocresía de Porchetto. Pero ese discurso es todavía la verdad del rock. Lo que está en cuestión es quién lo encarna y cuáles son sus formas auténticas. 

Carlos Solari, a quien llaman Indio, oye y hace muecas. Está preocupado pero desconfía de palabras con las que coincide. Dice: “Hoy el rock es la música oficial del sistema”. Como García, habla desde mitad de década y testimonia un mismo humor. Alguna vez - se sorprende – concuerdan. Pero su lugar es otro. Participa con una autoridad curiosa. No tiene manager ni compañía discográfica. Ni siquiera publicita sus shows. García es el hombre de toda tapa. Solari es el hombre del subsuelo y dice saber cosas que otros no saben. O peor: que han olvidado. Que es de noche, por ejemplo. Y que la fiebre de los héroes no es tan alta. El rock no ha aflojado sus cuerdas para que él le cante sus embustes; para eso está García, esa institución. Solari vive como un extemporáneo, parado en el margen que queda. Tiene bigote setentista y discurso beatnik. Y sus primeros discos muerden. Pone rojo, negro y pueblo en la tapa de su obra maestra y canta el presente y su historia. En “Preso en mi ciudad” mapea la situación del rock en democracia: “Ahora ya no llora / atrapado en libertad”. En “Música para pastillas” advierte: “Roqueros bonitos / educaditos / con grandes gastos / educaditos / emboquen el tiro libre / que los buenos volvieron / y están rodando cine de terror”. Y en “Canción para naufragios” transporta “La balsa” a una situación de guerra y reclama para sí una herencia que considera olvidada, después de que Virus señalara su hipotético uso espurio en “Bandas chantas arañan la nada” y García, Spinetta y Aznar hicieran su parodia en “Peluca telefónica”. 

Poco después, en 1988, mientras Solari se pregunta qué valor tiene ser la banda nueva, declara preferir el tren en lugar del avión de García y prepara otro gran disco, Enrique Syms, el apóstol primero de la contracultura, escribe en el especial que El Porteño dedica al rock y los negocios, con lenguaje de hace un tiempo y de ya pocos hablantes: “… sólo los Redonditos de Ricota aparecen como un fenómeno aislado de la corruptela imperante: independientes, sin la ansiedad de la fama y la obsesión del dinero, mantienen el criterio de búsqueda musical basada en un sistema de ideas no ideologizado”. Solari coincide y levanta la apuesta con uno de sus textos menos herméticos, “¿Cuánto te pagan por izar la bandera?”. Trabaja ahí con una frase repetida a manera de anáfora: “Somos el miedo de…”. Y suma: de los gobiernos que mienten, del poder militar, económico y jurídico, de los piratas del mundo, de los déspotas, de las estructuras burocráticas, de los varones prácticos, de los que temen cambiar, de las tecnologías, de los que enseñan buenos modales. En el fin de la década, Solari aparece como el último rocker. 

Sin embargo, y a pesar de decir siempre la culpa ajena, también él hace su autoanálisis. En su certero ¡Bang! ¡Bang! Estás liquidado, de 1989, piensa al menos una vez en la posibilidad de que sus recusaciones lo comprendan. En “Rock para los dientes” identifica mundo y empresa y se incluye, con su habitual léxico drogón, como actor ambiguo – “Yo trabajo acá” / “Yo me bajo acá” -  de la situación que denuncia. Esto me esnifa, yo te esnifo. Su papel en la alegoría es activo. Apenas unos años después Solari se convierte en una celebridad. Alguno le canta entonces sus renuncios, como él había hecho antes. Y mientras su nombre gana una atención especial, Carlos Alberto García Lange empieza a jugar con el suyo. 


c) Imagen de Charly García

El que transa, el que se queja sin más motivos que su mala conciencia, el rey de la ironía, el falso rocker es también, y ante todo, el que captura un ánimo social. Es una idea que tiene un pasado pero se hace común entonces y llega hasta hoy, a pesar de algunos sobresaltos. En 1982, con “Inconsciente colectivo”, García llama la atención sobre algo que ya había escrito al menos dos veces, en “El tuerto y los ciegos” (“No hablo yo / de fantasmas ni de Dios, / sólo te cuento las cosas que / se te suelen perder”) y en “Para quién canto yo entonces” (“Yo canto para la gente / porque también soy uno de ellos. / Ellos escriben las cosas / y yo les pongo melodía y verso”). Sus frases más conmovedoras para ese umbral histórico eran, por supuesto, aquellas que hablan de los ausentes, los presos y la necesidad de cantar de nuevo. De éxito menos coyuntural resultó su pequeña y romántica ars poetica: “Hoy desperté cantando esta canción, / que ya fue escrita hace tiempo atrás”. En la revelación, el tiempo encuentra un pliegue y una continuidad. La canción que se escribe se reescribe y se lega. Preexiste al autor pero solo él puede comunicarla: la trae a la vigilia desde la voz que se oye de vez en cuando en “los aleros de la mente / con las chicharras”. 

García canta esta, su hermosísima imagen de aires místicos, en secuencia descendente, como si cavara en busca de ese grial al que solo tienen acceso los elegidos. Algunos, a falta de una palabra menos incómoda, hablan de su genio. García ha obtenido un título, el único al que un rocker puede acceder sin perder su condición. No es un poeta áulico ni un bufón de corte. Es un vate. Alrededor de su nombre se multiplican las metáforas. Es el radar, el termómetro, la brújula. García codifica sensaciones dispersas, lee signos poco claros. Compone, pero ante todo traduce. Es un médium. Su aura procede del pueblo. Lo retiene junto a él y lo distingue. Por lo tanto, combina las gracias del romántico social y los caprichos del poeta maldito. De su absoluta singularidad el escándalo es su manifestación más epidérmica. Que grite, que demuela hoteles. En lo profundo García remienda los desgarrones, rellena los vacíos, asegura la comunidad, canta la unión de lo disperso. Su hiperestesia cumple por ello una función social: no le ha sido concedida solo para autoindagarse sino para dar a conocer al pueblo lo que al pueblo pertenece pero ignora o solo intuye. Es, en todo sentido, el intérprete. Por eso sus canciones son simultáneamente una autobiografía y una historia de la sensibilidad juvenil en Argentina. García - ¿cuántas veces lo hemos dicho desde entonces? - escribe nuestras canciones.