viernes, 26 de diciembre de 2014

"CITIZEN FORD" por Daniel Salzano



Nota del editor: esta nota apareció originalmente en el número 18 de revista Metrópolis (Córdoba, junio de 2004) y posteriormente en revista La otra número 7 (verano 2005). Su autor, Daniel Salzano, acaba de morir en Córdoba, la ciudad donde había nacido en 1941.

Fue muchas cosas en su vida el joven Sean Aloysius O’Fearna (u O’Feeney), cuyos ancestros irlandeses llegaron a los Estados Unidos siguiendo el rastro de la tierra prometida. Fabricó y vendió zapatos, redactó informes policiales, arreó ganado y, por fin, terminó como cadete en los grandes estudios cinematográficos de California. Empezó como pistín y terminó, en 1973, con seis Oscars, 131 películas y 55 años de carrera.

Cuando le preguntaban cuáles eran sus realizadores preferidos, Orson Welles respondía: “Los viejos maestros de siempre: John Ford, John Ford y John Ford”.

Claro que no sucedía lo mismo cuando al propio Ford le hacían preguntas similares: “¿Bergman? ¿Quién es Bergman?... Debe ser ese director sueco que dijo que yo era el mejor de todos”.

Así nacen las leyendas.

Aunque, pensándolo bien, lo de mejor director apenas si viene al caso hablando de John Ford, cineasta tratado por la cátedra como a un dios, como un antes y un después en la gran historia del cine norteamericano. Opiniones que, dicho sea de paso, no contaron con su consentimiento porque las opiniones ajenas le interesaban un pito. “A mí me dan un guión y yo lo filmo. Eso es todo.”

LA ANÉCDOTA DEL CUCHILLO

John Ford era esencialmente un hombre cachazudo, al que no le gustaba que le buscaran las cosquillas. Por eso en los estudios, era más temido que verdaderamente respetado.

¿Conocen la anécdota del cuchillo que contaba Sal Mineo?

“Durante el rodaje de El ocaso de los Cheyennes (1964) yo me la pasaba escuchando música de jazz a todo volumen. Una noche, muy tarde, entró el viejo Ford y me pidió que la bajara. Yo le dije que el volumen era un requisito indispensable para el jazz. Fue entonces que Ford sacó su enorme cuchillo de caza y lo depositó sugestivamente sobre la mesa. Después volvió a pedirme que bajara el volumen, mirándome fríamente a los ojos. Yo le contesté que sí, que podía bajarlo. Ford guardó el cuchillo y me dijo: «Es exactamente lo que a mí me parecía». Luego se fue”.

A veces sacaba el cuchillo delante de sus actores (también lo hacía con frecuencia para dividir su cigarro en dos mitades), pero no era más que un tic matrizado para mantener intacta su fama de cacique. La verdad es que a los actores los quería. Por lo menos tanto como se quería a sí mismo.

“Somos ciudadanos de segunda”, decía. Y eso era porque para él, el cine era un territorio tan acotado como el de los indios apaches. No se podía vivir en él sin conocer todos sus códigos.

Cheyenne autumn

LA DE LA ACTRIZ IMPUNTUAL

Quienes no advertían desde el vamos que, con su único ojo vivo, John Ford veía tres veces más que el común de los mortales, estaban liquidados (con un solo ojo descifró más enigmas del comportamiento humano que una legión de antropólogos apiñados detrás de un microscopio).

Y, si no, ahí está para demostrarlo, la triste historia de Margot Grahame, a quien Ford había seleccionado para El delator (1935), después de verla sobre un escenario. En su primer día de filmación, la Grahame, confundiendo el hambre con las ganas de comer, llegó una hora tarde. John Ford la vio llegar y no le dijo ni pío. Cuando la actriz reapareció del camarín vestida, peinada y maquillada, el director la recibió con un cross en la mandíbula: “¡Qué lástima que no estuviera aquí hace una hora! Como no estaba, hicimos otra cosa. Era una gran escena, pero he decidido eliminarla”. Y mientras la Grahame, llorando, se sacaba el miriñaque y la peluca, Ford, implacable, desde atrás de la puerta del camarín, continuaba diciéndole: “¡Cuánto lo siento! ¡Estaba tan bonita con ese vestido! ¡Su peinado era francamente delicioso!”.

LA DEL PRODUCTOR

Para el realizador Peter Bogdanovich, que lo entrevistó a lo largo de un libro altamente recomendable (a esta altura, un clásico de la editorial Fundamentos), John Ford hacía películas con la misma facilidad de quien sólo busca hacer pasar buenos ratos a sus amigos, que eran todos sus contemporáneos. Lo mismo que Chaplin, “encumbró a los humildes e hizo letrados a los analfabetos. Por eso su voz tuvo resonancias genesíacas: mejoró a quienes lo oyeron”. Menos a los productores de Hollywood, a quienes visceralmente despreciaba.

El primer día de filmación de Pasión de los fuertes (1946), convocó a todo el equipo para presentarle oficialmente al productor, Samuel Engel. “Miren bien este rostro”, dijo, mientras hacía girar la cabeza del productor hacia ambos lados. “Mírenlo bien porque hasta que terminemos de trabajar no volverán a verlo...”.

Decidido a desquitarse del oprobio, Engel se cuidó muy bien de volver a pisar el set de rodaje. Pero en cuanto advirtió que el director se iba desfasando de su plan original de rodaje y que terminaría de trabajar más allá del tiempo estipulado, envió para recriminarlo a uno de sus secretarios.

Ford despreciaba a lo productores como a sus secretarios.

Con su único ojo triple y su proverbial humor de perros observó al pistín como a un insecto y, arrancando un puñado de hojas del guión, se las extendió en un gesto de desprecio: “Vaya a decirle a su jefe que ahora estamos a mano”.

LA DE CECIL B. DE MILLE

John Ford, con o sin cuchillo, se las aguantaba. Al despuntar los años ’50, cuando en Hollywood bastaba con llevar bigotes para ser considerado un sicario de José Stalin, Ford asistió a la muy famosa sesión en la que el gremio de directores de cine intentó pasarle factura a Joseph “Joe” Mankiewicz.

Para el ala más reaccionaria del sindicato, liderada por Cecil B. De Mille, Mankiewicz era un comunista larvado, un obús ideológico al que había que neutralizar antes de que contaminara a la gran colmena hollywoodense. El productor De Mille habló durante cuatro horas seguidas en su afán de convencer a los detractores de la perfidia de Mankiewicz. Hablaba el realizador de Los diez mandamientos (1956) cuando por fin, el Gran Padre Blanco (y además Tuerto) levantó la mano. “Me llamo John Ford –dijo- y hago películas del oeste”. A continuación brevemente elogió a De Mille como director: “No creo que haya nadie en esta sala que sepa mejor lo que quiere el público que De Mille”, dijo, para luego buscarle la mirada. “Pero no me gustas, Cecil, y no me gusta lo que has estado diciendo. Propongo que demos a Joe un voto de confianza y luego nos vayamos a casa a dormir un poco porque mañana tenemos que trabajar. Las películas no se hacen solas”.

Era en estas circunstancias cuando se transparentaba el Ford verdaderamente corajudo, el inmigrante agradecido que se mantuvo toda la vida enrolado en las filas del partido republicano (le encantaba ir a la Casa blanca a jugar el rummy con Richard Nixon), pero que no sólo despreciaba a las elites sino que hablaba de los temas más delicados con las palabras más accesibles.

Se lo hizo decir a Henry Fonda en El joven Lincoln (1939): “En la vida sólo hay una opción por la que vale la pena luchar. O la justicia o la barbarie”.

El delator

LA DEL JOVEN PERIODISTA

¿Cómo era John Ford por la parte de afuera? Según el relato de quienes lo vieron –y vivieron para contarlo- Sean Aloysius O’Fearna (así se llamaba antes de encallar en California) era en sus años postreros un viejo fortachón que, con la gorrita de béisbol inclinada sobre la frente, casi siempre intimidaba. Y lo sabía.

Por eso, seguramente, pudiendo usar anteojos negros para combatir el efecto de su ojo inservible, prefería taparlo con un parche de pirata. Ford apestaba a tabaco habano y solía divertirse en los bares empinando el codo con una mezlca matrizada por sus ancestros del Maine: tres partes de cognac y siete de Benedictine. Sin hielo. Cuando, presionado por las circunstancias y/o las recomendaciones (a veces del propio Richard Nixon) concedía una entrevista, John Ford empezaba por el bar (la mezcla de cognac y Benedictine operaba como un mazazo en los vasos comunicantes del reportero novato) y terminaba con una de sus típicas encerronas.

Por ejemplo:

- Usted debe ser uno de esos críticos que cree que yo me desacredito por hacer películas del oeste, ¿no es así?

- Oh, no señor. Yo estoy escribiendo un artículo sobre su obra y quisiera saber cuál es su opinión sobre El delator.

- ¿El delator? ¿Usted está seguro de que esa película es mía?

miércoles, 17 de diciembre de 2014

Lo que no ha de ser

por Paulo Manterola

La aceptación de lo inevitable. La impotencia ante la imposibilidad de esta premisa, la negación de lo evidente. Este tipo de cuestiones suelen conducir a ninguna otra cosa más que a la locura, la obsesión, la negligencia. La fe, de alguna forma, tiene algo que ver con eso. Schopenhauer lo sabía, sí. Y Joaquín Murat, conde, rey, hermano ante la ley y protegido de Napoleón, pudo intuirlo, adivinarlo, aunque no comprenderlo. Testimonio en carne y hueso de esta imprudencia del alma humana que determinó su existencia. Y así fue que, siendo un virtuoso estratega militar, se dedicó en cuerpo y espíritu a un fin tan ruin y bajo, de forma tan magnánima y temeraria, que resultó en definitiva tan ineficaz como insignificante.

Murat sentía una honda pasión por la música, aunque nada de talento poseía. Sentía también cierta inclinación hacia la teología, la cual fue, por algún tiempo, su objeto de estudio (una vez descartadas sus aspiraciones musicales), pero que finalmente abandonó. Nacido en la segunda mitad del siglo XVIII, en un pueblo pequeño y de pocas ambiciones cerca de los pirineos franceses, pasó su infancia entre los muros de la posada de su padre. Allí conoció a todo tipo de hombres, mujeres y culturas. Sus días trascurrían entre las tareas religiosas que su padre lo obligaba a cumplir y su ávida curiosidad por las misas y liturgias de la música sacra. En vano intentaba sacar algún sonido de un viejo violín que un viajero le había obsequiado; sus dedos no estaban hechos para esos afanes. Su voz tampoco era buena, apenas podía comprender una partitura y carecía de la creatividad o la fuerza de voluntad necesarias.

Los aires de la época estaban cambiando. Podía sentirse la revolución golpeando las puertas del nuevo siglo, para derribar el antiguo régimen. Murat, sin embargo, era tradicionalista, tanto en sus aficiones como en su ideología. Detestaba con ímpetu a sus contemporáneos (ellos, los músicos; filósofos y pensadores), profanadores de la belleza estética a la que aspiraba. Detestaba, por sobre todo, a Joseph Haydn, a quien tuvo la oportunidad de conocer en su adolescencia. Haydn, por el contrario, nunca lo conoció a él, ni siquiera el día en que Murat lo asesinó.

Franz Joseph Haydn sería el referente de todas las innovaciones en las formas musicales del siglo que estaba a punto de comenzar. A la vuelta de uno de sus viajes a Londres, se vio forzado a detener su camino por unos días en este remoto pueblo francés, en la posada del padre de Murat, junto a María Anna Keller, su esposa. Murat se sintió profundamente cautivado por la mujer desde el primer momento en que la vio. Ella, por su parte, se enamoró de la forma en que la cortejaba el joven. Desde ese momento, ambos mantuvieron, hasta la muerte de ella, una relación de amor y amistad que nunca llegó a concretarse físicamente.

Aquel encuentro fue un punto de inflexión en la vida de Joaquín. Este decidió dejar de lado la teología, así como cualquier esperanza con respecto a la música. Lo único que le importaba era otra cosa: encontrar la forma de unirse a su amada. Entonces, lejos de María Anna, tras estallar la revolución, se enlistó en el ejército. Allí descubrió un inesperado y sorprendente talento para la planificación y la estrategia militar; al punto que, unos años después, Napoleón solicitó sus servicios, ascendiéndolo a general. También descubrió, con más satisfacción aun, que en aquel lugar disponía de los medios necesarios para lograr su objetivo. Napoleón mantenía estrechas relaciones con la familia real húngara de los Estheràzy, los principales benefactores de Haydn.

Comenzaba a tomar forma su plan. Murat logró convencer a Anton Estheràzy de recluir a Haydn en el palacio que la familia real había comenzado a construir desde hacía treinta años, manteniéndolo como director de orquesta. La excentricidad de los encargos y pedidos de Anton, igualables a los de su padre, y el aislamiento en el que se encontraba ubicada la finca, generaron el desgaste y el deterioro tanto del músico como el de sus relaciones. Murat también convenció a Anton de hacer desaparecer todas las partituras que circularan de Haydn. Sus obras podrían ser escuchadas nada más que asistiendo a los teatros del palacio Esztheráza. La fama y la popularidad de la familia se engrandecerían aún más. Eso le decía Joaquín, para manipularlo.

Murat había perdido a su dios hacía tiempo. A menudo se preguntaba cuál sería la mayor desgracia. En algún lado había escuchado que consistía en haber sido arrojado al mundo. Un siglo más tarde esta sentencia tomaría mucha fuerza. Por el contrario, él creía que la mayor de las desgracias sin dudas era nunca haber nacido. Y algo de eso había en su estrategia. Él no pretendía simplemente asesinar a Haydn. Murat quería hacerlo desaparecer de la historia, eliminarlo de la memoria de los hombres. No era suficiente destrozarlo, humillarlo. Esto significaría reconocer su existencia. Quería que el mundo olvidara que un hombre llamado Franz Joseph Haydn alguna vez había sido.
Lamentablemente, con el comienzo del nuevo siglo, le llegó a Joaquín la noticia de la muerte de María Anna. Esto le provocó una herida que nunca se cerraría. Se puso descuidado, torpe en su accionar; sus pensamientos eran desesperados. Su desprecio hacia Haydn se acrecentó, aunque ya no importaba tanto el plan. Este carecía de sentido ya. Su ambición, sin embargo, no lo había abandonado. Se enfocó entonces en su carrera militar. Se casó con Carolina, la hermana de Napoleón. La expansión del imperio francés le daría la posibilidad de completar su obra y, finalmente, tras nueve largos años de espera, el recientemente nombrado Rey de Nápoles fue encomendado a liderar uno de los batallones en la toma de la ciudad de Viena, donde se refugiaba un Haydn ya débil y enfermo.

La invasión fue exitosa. No podía ser de otra manera. Murat no vaciló. Entró en la casa donde descansaba el músico y lo asesinó mientras dormía. Con su fusil de percusión, apuntó al rostro y disparó. Lo desfiguró por completo. Luego se encargó de esconder el cuerpo. Nadie se enteraría de que había muerto. La única persona que él conocía que podía reclamarlo ya estaba muerta también: María Anna. Su fecha de nacimiento era incierta y todo registro de su obra había desaparecido, así como su relación con la familia real de los Estheràzy.

Desafortunadamente, Murat vivió lo suficiente como para enterarse de que, durante el tiempo en que él estuvo abocado a su plan, Haydn se había hecho famoso en Londres, en donde realizó algunas de sus más grandes obras. Luego de su desaparición y la posterior confirmación de su muerte, este fue mejor conocido por el mundo entero como el padre de la sinfonía y de los cuartetos de cuerda. Murat no supo contemplar estos detalles, no tuvo la serenidad o la capacidad para recalcular sus pasos, o para sospechar que, un siglo más tarde, la medicina forense podría contarnos la historia de aquella gente que ya no puede hacerlo. Desolado ante su fracaso, traicionó a Napoleón y, desde su reino, negoció con los austríacos para declararle la guerra. Al ser vencido, volvió a suplicar el perdón de Napoleón. Finalmente, fue derrotado en la batalla de Tolentino y hecho prisionero. Ante el pelotón de fusilamiento que él mismo alguna vez había comandado, Joaquín arengó a los soldados a que abrieran fuego.

Murat no temía a la muerte. Temía el ser insignificante. No supo darse cuenta de que, habiendo dedicado tanto su vida a condenar al olvido, a la nada misma, la existencia de su antagonista, acabó siendo él intrascendente. Un personaje pueril y poco ilustre en la historia de la humanidad 1 .




1 Si bien los datos de esta crónica son, en su mayoría, comprobables en cualquier biografía escrita con anterioridad, no existen registros de que Joaquín Murat haya asesinado al compositor o de que haya tenido relación alguna con su esposa. La causa, la fecha y las circunstancias de la muerte de Franz Joseph Haydn siguen hasta hoy siendo inciertas.

miércoles, 3 de diciembre de 2014

Herzog: un maestro de Alemania

A propósito de Grizzly man, la película que se va a proyectar este sábado cerrando el ciclo de Werner Herzog *

 
por Mónica Giardina **

[Aviso al lector: en este texto se revelan aspectos decisivos de la narración de Grizzly Man]  Grizzly Man –un film ciertamente inagotable- me despertó una profunda inquietud, emocional e intelectual, que quisiera compartir aquí través de los siguientes cuatro señalamientos; a saber: la herencia romántica en la filmografía de Herzog; la mirada de Herzog en Grizzly Man; el fenómeno del sacrificio y la frontera entre lo mismo y lo otro; y finalmente, matices de la unión entre amor, salvación y conservación.

La herencia romántica en la filmografía de Herzog

E. H. Gombrich, en su ya clásica Historia del arte, refiere que lo característico de la estética del movimiento romántico es su “modalidad fantasmagórica”. Basta con evocar las tempestades marinas de W. Turner o los paisajes desolados y grandiosos de Gaspar David Friedrich para apreciar la justeza de aquella expresión. La filmografía de Herzog porta sin duda muchos elementos del romanticismo: una concepción sublime de la naturaleza, cuya potencia ingobernable expresa siempre emociones humanas; el sentimiento del infinito natural frente al cual el hombre se vuelve pequeño e impotente, como la parte frente al todo (el infinito que conciben los románticos –y el cine de Herzog así parece testimoniarlo- nunca está más allá de lo finito, sino en medio de él, en su cercanía, aunque sin perder la distancia); y una síntesis magnífica entre la naturaleza y el arte. El artista es considerado un instrumento al servicio de hacer aparecer lo infinito en lo finito. Así se observa entre los pintores, que exaltan los paisajes, pero de un modo que no tiene nada que ver con la representación de una naturaleza que, como en el renacimiento, sirve de fondo sobre el que se sitúan las figuras humanas. El artista romántico rechaza ser más importante que la naturaleza y ocupar el primer plano de la escena; se trata, más bien, de alguien que se sabe partícipe de una experiencia poético-religiosa que lo liga indisolublemente al mundo natural.

La poesía romántica, por su parte, se caracteriza por transmitir un tipo de sentimiento vital “cósmico”, por el que la naturaleza toda se convierte en un santuario; un sentimiento que las más de las veces resiste una determinación conceptual. No se trata, sin embargo, de reducir todo a una tendencia emocional. La poesía romántica guarda una relación muy estrecha con la filosofía, como lo testimonian, entre otras y cada una a su modo, las filosofías de Nietzsche y de Heidegger, ambas protectoras del eterno enigma del mundo. El romanticismo otorga un sentido diferente a la vida, a partir del cual ella aparecerá cargada de misterio y de una admiración comparable a la que embarga al monje que mira el mar en la obra de Friedrich. Para decirlo en una fórmula, lo romántico podría ser visto como la piedad de lo no humano. En la obra de Herzog, la naturaleza actúa tanto o más que los personajes: Aguirre, la ira de Dios; Fitzcarraldo; Wings of Hope; Nosferatu (en ésta, la travesía de Bruno Ganz a través de los Cárpatos constituye un compendio de imágenes imborrables, que transportan al espectador a una atmósfera inquietante, surcada por desfiladeros vertiginosos y caminos inhóspitos).

Es difícil no asociar a Herzog con su compatriota Alexander von Humboldt (1769/1859), ese explorador genial que recorrió a pie miles de kilómetros por las selvas latinoamericanas, documentando paso a paso sus hallazgos, que llegarían a conformar una obra monumental para las ciencias naturales. En Grizzly Man, como antes lo había hecho en Wings of Hope -el documental donde recrea el milagro de Juliane Koepcke, la única sobreviviente de los casi cien pasajeros de un avión que se estrelló contra la jungla, entre Lima y Cuzco-, Herzog une a su fascinación por la naturaleza, su inclinación por las existencias marcadas de un modo determinante por ella. Existencias que entablan una relación con lo salvaje de una intensidad inusitada, que trasciende hacia una dimensión donde el lenguaje debe rendirse a la inmensidad de lo que carece de palabra.

La mirada de Herzog en Grizzly Man

Grizzly Man testimonia la vida y la pasión de Timothy Treadwell, pero es, ante todo, un sentido homenaje al arte del documentalista que durante trece años compartió extensos períodos de tiempo con los osos grizzly, en la península de Alaska. Con una exquisita selección de las más de cien horas de filmación que había realizado Timothy desde 1999 hasta 2003, año de su muerte, retratando a los osos y retratándose a sí mismo junto a ellos, Herzog confecciona un “documental del documental” en cuya narrativa participan él mismo y personas del entorno de Timothy. De las teorías y la vocación del protagonista, el cineasta comparte poco, y así lo refiere, sin complacencias pero con profundo respeto, basado en el cual tomó la decisión de no introducir en el film el audio que reproduce los gritos de Treadwell y los de Amie Hughenard (su novia y coprotagonista de la tragedia) cuando ambos son despedazados y comidos por uno de los osos. Apenas si el mismo Herzog puede escuchar esa cinta escalofriante. Lo intentará durante los pocos segundos en los que aparece en escena, lateralmente, junto a la amiga del alma de Timothy, Juwel Palovak, a quien el mismo Herzog le sugeiere eliminar la grabación del horror, sin intentar escucharlo, nunca. 
Escéptico respecto de las creencias fundamentales de Timothy, a Herzog no lo convence la idea de que exista algo así como el mundo secreto de los osos, creencia que Timothy sostiene hasta sus últimas consecuencias (o, tal vez, habría que decir, la creencia fundamental que sostiene a Timothy). Al inicio, Timothy puede parecer alguien meramente extravagante, bastante desquiciado y exasperadamente histriónico. Pero conforme van transcurriendo las escenas sus soliloquios a cámara y los testimonios de quienes lo conocieron, es decir, conforme el mágico montaje comienza a desplegar sus alas y la mirada del talentoso director va mutando lo invisible en visible, la figura de Treadwell empieza a cobrar grandeza y el documental del documental se transforma en una soberbia obra de arte.

La frontera entre lo mismo y lo otro

Decir que Grizzly Man es una película conmovedora sin caer inmediatamente en las fauces de la jerga cinéfila kitsch no es nada fácil. Pero el caso es que a Grizzly Man le corresponde ese adjetivo. “Conmover” significa estremecer, sacudir, hacer temblar una cosa apoyada pesadamente en su sitio (María Moliner); y Grizzly Man lo logra, porque sacude y trastorna una región en la que asoma un problema filosófico fundamental: el de la identidad y la alteridad. La historia de Timothy es la de un juego extremo entre su sí mismo y lo otro, que pone en cuestión si el haber sido devorado por el oso no terminó consumando su deseo más profundo: ser parte de los grizzly, ser un Grizzly Man. Estamos ante un texto formidable para pensar la posibilidad, inquietante y hasta aterradora, de devenir lo totalmente otro. Porque aquí no se trata del otro humano; aquí el otro es lo totalmente otro. Timothy está enemistado con el mundo de los humanos. Su viaje final a la península, de acuerdo a lo que registra en su diario, está ocasionado en gran medida por el altercado que tuvo con el personal de la aerolínea que lo transportaría nuevamente junto a los hombres.

El tema de la alteridad ha ocupado a los filósofos desde siempre, pero es curioso que, pocas veces y sólo colateralmente, la filosofía se haya ocupado de pensar la alteridad desde la animalidad. El del animal es un problema tratado sólo tangencialmente, más proclive a definirse en términos de derechos y deberes, y en última instancia, en apreciaciones metafísicas y esencialistas, y no tanto en términos de una hermenéutica de la relación hombre–animal que empiece por cuestionarse el estatuto de las definiciones heredadas, como la que tiene al hombre por “animal racional”. ¿Podemos devenir osos? ¿En qué sentido? ¿Más allá o más acá de qué fronteras? La elección de Timothy nos deja pensando, más que sobre su personalidad, sobre la condición humana, sobre si hay finalmente ruptura o continuidad entre el hombre y la bestia. ¿Cómo pensar esta polaridad sin instaurar un dilema? La literatura, en cambio, ha sabido dar cuenta de esa frontera donde lo humano y lo animal se entrecruzan y confunden, luchan y se atraen, en el juego eterno y cambiante de la vida. Autores como Melville, Conrad, London, Kafka, han inscripto este juego en una dimensión poético-religiosa.

No es casual que la literatura se sitúe, de hecho, a continuación de las religiones, a las que hereda. Por eso, se puede afirmar que cuando en Moby Dick, el capitán Ahab busca dar muerte a la ballena blanca, lo que allí está por ocurrir tiene el carácter del sacrificio y no del asesinato. La ballena simboliza la fuerza abrumadora de la naturaleza y, como afirma Georges Bataille, “una violencia tan divinamente violenta eleva a la víctima por encima de un mundo plano, en el que los hombres llevan su vida calculada”. Ahab está más allá del utilitarismo, no es ningún afán de lucro lo que lo obsesiona. Entre la ballena y él habrá un rito sangriento, un sacrificio. El sacrificio, asevera Bataille, es una novela, un cuento ilustrado de manera sangrienta, una representación teatral, un drama reducido al episodio final en el que la víctima se arriesga sola y se arriesga hasta la muerte. Grizzly Man es la historia del sacrificio de Timothy, y esto debe ser entendido en el doble sentido, subjetivo y objetivo, del genitivo: subjetivo porque Timothy es víctima sacrificial de sí mismo (en tanto está dispuesto a entregarse a las garras del animal sin oponer resistencia, “nunca mataría a un oso en mi propia defensa”, sostiene sin ninguna vacilación frente a cámara); y por otro lado, objetivo, porque Timothy es la víctima sacrificial del oso que lo devora. El sacrificio es el acto religioso por excelencia y se ha identificado históricamente con la acción de brindar ofrendas a los dioses. La inmolación de Timothy invierte la dialéctica tradicional del sacrificio, que las más de las veces ha tenido por víctimas a animales y no a hombres. Dicen los estudiosos del tema que es probable que el asesinato del animal inspirara en los hombres un fuerte sentimiento de sacrilegio, y que el sacrificio, entonces, permitiera consagrar la violencia contra ellos. Del mismo modo, las veces en las que el sacrificado y comido es el hombre, la víctima nunca es considerada mera carne. El deseo de matar distingue a la humanidad, no así el de deseo de comer al prójimo, que repugna a la mayoría de los humanos. De allí que el que consume carne humana, explica Bataille, no ignora jamás que sobre ese consumo pesa una prohibición. Por ello, la carne humana comida en rituales religiosos es tenida por sagrada, y en este sentido, toda ceremonia de canibalismo está muy lejos de la ignorancia animal a las prohibiciones. “El deseo ya no afecta el objeto que hubiese codiciado el animal indiferente, el “objeto” es interdicto, es sagrado, y es la interdicción que pesa sobre él lo que lo que lo señaló al deseo”. El canibalismo sagrado ejemplifica la prohibición creadora de deseo, y es esa prohibición la razón por la que el “piadoso” caníbal come la carne ritual. Pero, a diferencia del hombre, cuya existencia se estructura en el doble juego de la prohibición y la trasgresión, el animal no conoce esta dialéctica. El animal pertenece sin reservas al juego excesivo de la muerte y la reproducción. No existe en el reino animal prohibición alguna del asesinato de sus semejantes. Por no observar interdicto alguno, los animales tuvieron en la antigüedad un carácter sagrado, más divino que los hombres, y por eso, muchos de los antiguos dioses eran animales.

Matices de la relación entre amor, salvación y conservacionismo

Treadwell dice amar a los osos y querer salvarlos de los hombres. En verdad, él siente que mucho antes de concretar sus expediciones, los osos lo habían salvado a él, mostrándole otra vida y rescatándolo de la inercia del mundo desarrollado. Por ello, Timothy vive lo que hace con los grizzlies con un gesto de agradecimiento, que proclama que él está ahí gracias a ellos, que está “salvo” en virtud de ellos y que les devolverá algo del bien recibido comprometiéndose enteramente a su cuidado. Es interesante preguntarse por lo que aquí puede significar “salvar”. Timothy intenta salvar a los grizzlies impidiendo el ataque externo al que están potencialmente amenazados. En verdad, esta amenaza es bastante remota, ya que los osos están en un lugar que es un gran parque natural, con su historia y sus reglas, las cuales Timothy se empeñó en desconocer una y otra vez. El museólogo naturalista, uno de los entrevistados de Herzog, se refiere a la desobediencia del expedicionista, a la soberbia de haber desoído la sabiduría nativa de más de cinco mil años. Sabiduría de acuerdo a la cual Timothy no sólo debía salvar a los osos de los cazadores furtivos, sino que también de él mismo, de su conducta amigable y de su temeraria cercanía. En todo caso, él no hacía más que mostrarles que podían confiar en él y, por ende, en todos los hombres, y esto nunca se ha tenido por bueno para los osos. Del sentido del verbo “salvar”, Heidegger nos dice que no debe ser entendido sólo negativamente, es decir, como impedir un mal, sino positivamente, identificando lo que salva con “la acción de franquearle a algo la entrada en su propia esencia”. En esta línea de interpretación, salvar, entonces, debe ser ante todo un “dejar ir”, un permitir a cada cosa morar en su elemento, dejarla reposar allí donde está; por eso, la salvación no puede eliminar jamás el fluctuante y frágil equilibrio entre la cercanía y la lejanía, porque si esta última es anulada, entonces también la salvación se negará a sí misma. Timothy quiso vencer toda distancia, sin saber, o sabiéndolo, pero sin que le importara, que esa victoria coincidiría inevitablemente con su muerte. Timothy no podía soportar la crueldad de los hombres que, a diferencia de la violencia de los animales, siempre es premeditada y nunca inocente. Pero sí estuvo preparado para padecer serenamente la violencia ciega del animal. Treadwell amó hasta el sacrificio, hasta el desprendimiento de sí. Amor y salvación parecen ser los dos motores de su existencia, sus dadores de vida y de muerte.

En cierto sentido, la actitud de Timothy ilustra las paradojas de un conservacionismo cuasi fundamentalista, conservacionismo que implica necesariamente la desintegración de toda alteridad. Porque acaso “conservar”, como “salvar”, también tenga más que ver con “dejar estar” que con intervenir para evitar un peligro. Pareciera que la conservación, como el amor, sólo puede salvar cuando se identifican con la libertad, con el “dejar ser”. Grizzly Man es una excelente ocasión para pensar en los lazos que deben mediar entre amor, salvación y conservacionismo y para prevenirnos de posiciones dogmáticas que, inadvertidamente y con las mejores intenciones, pueden disolvernos en la nada.

La película se proyectará completa y con subtítulos en castellano. En Uriburu 1345, 1° piso. Informes: 4822-4690 o 4823-4941. Más información sobre el ciclo acá.

  ** Esta nota fue publicada originalmente en revista La otra nº 15, otoño de 2007.

lunes, 1 de diciembre de 2014

Miguel Abuelo: la eterna postal de la libertad



por Luciano Deraco

Algo así como esas fotos viejas que retienen momentos entrañables, resistiendo amarillentas los embates del tiempo y el polvo del olvido.

Cualquier imagen elegida al azar de esos seis tipos pícaros y guarros que respiraban irreverencia parece ya anacrónica, desfasada y ajena. Así y todo, cualquiera de estos retratos furtivos de una ya época añeja y casi irreconocible nos instala, al menos por un instante, ante un cóctel de libertad, baile y desparpajo. No obstante, el exótico menú no acababa en una colorida y animada entrada de jolgorio. Tampoco en el sonido potente de esa banda ideal de los primeros 80, minada de talentos como Gustavo Bazterrica, Cachorro López, Daniel Melingo o Andrés Calamaro, en su época más popular. Era la pluma sagaz e iluminada de Miguel Abuelo la que dejaba satisfecho hasta al apetito más voraz, tambaleando de yapa, a cuanto cerebro gris se le topara en el camino hacia la mesa de la deidad.

La aventura de Los Abuelos de la Nada había sido inaugurada con notable lisergia en el ocaso de los años sesenta: su primera formación data de 1968, integrada por "Mayoneso" Fanacoa (teclados), Miky Lara (guitarra rítmica), Alberto "Abuelo" Lara (bajo) y "Pomo" Lorenzo (batería); Claudio Gabis, fue primera guitarra en la grabación del simple "Diana Divaga". Pero en la cara B ("Tema en flu sobre el planeta") aparece nada menos que Norberto Pappo Napolitano como guitarra líder.


Después vino un voluntario exilio europeo de Miguel (del que también queda un disco: Miguel Abuelo & Nada , 1975). A su regreso (1981), los Abuelos tuvieron su reencarnación más hedonista y festiva al compás de la tan ansiada recuperación democrática. Al horizonte, sus melodías funcionaban como un reflector que a cada nota derramaba luz sobre las anquilosadas sombras de tantos años de miedo y desesperanza.

En una de las canciones del primer disco de esta etapa, titulado simplemente Los Abuelos de La Nada (1982), lookeado como el anfitrión perfecto de un momento de cambio y movimiento, Miguel invita a salir del letargo con entusiasmo y convicción: “si Buenos Aires despierta/ yo digo se despereza/ siente libertad/ busca la alegría de ir a más”.

Entre risas pícaras y atorrante, en una clara declaración de principios, Abuelo nos definía su libertad, como si hiciera falta, como si cada gesto, movimiento, palabra o verso de su ser no la hubiesen terminado de expresar: “Libertad/ socia de los peregrinos/ libertad/ luz, coraje, amor divino/ yo soy tu bandera, libertad.”

Abuelo no era un tipo fácil de diezmar. Criado en el preventorio Rocca y con mucha calle encima, no era de esos inseguros que tragan saliva ante un puñado de reaccionarios siempre dispuestos al insulto o la agresión. El escenario era como el patio de su casa. Su autoridad incuestionable le permitía plantarse firme y provocador, tan seguro como imparable. “No se desesperen, locos/ todo va a estar bien/ ninguna bala parará éste tren”, cantaba hiperquinético en una de las canciones del segundo disco (Vasos y besos, 1983).

Pito en mano, sobre las tablas siempre estaba dispuesto para el trance del sentir, en su ambigua forma de bailar, dejando en claro que tanta intensidad contenida en versos, puede y debe coexistir sin miedo con el cuerpo.

Atrás ese conjunto soñado, un verdadero seleccionado de virtuosos que le imprimió a la imperante corriente new wave ese particular y vistoso quiebre latino, sumando la picardía más visceralmente criolla.

Quizás en las líneas más inspiradas de su carrera, Abuelo advierte que la fiesta debe continuar, incluso en ausencia del anfitrión: “Que no se rasgue como seda el clima de tu corazón” pide en “Himno de mi Corazón”, una de sus canciones más agudas y emotivas aparecida en el disco homónimo (1984).



En 1986, sin el brillo de los discos anteriores, pero con el filo pendenciero de su pluma eterna, se lanzó a una errática y conclusiva aventura: Cosas Mías, el último trabajo, no contó con los mismos músicos (esta formación fue integrada por Kubero Díaz, Marcelo "Chocolate" Fogo, Juan del Barrio y el baterista Polo Corbella, el único que quedó de la formación anterior), ni con el apoyo del público, la prensa y las discográficas. Aún así, alcanza para malherir a los distraídos: “Ahora, si esto continúa hundiéndose/ ¡yo! el Capitán, el calavera/ me sumergiré con toda mi realidad...” proclama en “Capitán Calavera”.

Como otro notable alumno de una promoción signada por el descontrol y los excesos, encontró la muerte en otoño del 88 a manos del SIDA y casi a la par de los otros dos grandes hacedores del cambio de los años 80: Luca Prodan y Federico Moura.

Algo así como mirar alguna de esas fotos viejas que retienen momentos entrañables, resistiendo amarillentas los embates del tiempo y el polvo del olvido: la música de Miguel y sus Abuelos esboza siempre una sonrisa cómplice y pasional, entre pupilas melancólicas.

lunes, 24 de noviembre de 2014

Ventana

(Un largo muy corto) 



 por Liliana Piñeiro 

 Un rayo de luz entra por las hendijas de la ventana. Sentado en el sillón, me doy cuenta de que no he dormido, no sé cuánto tiempo he pasado así, inmóvil, en medio del vacío de mi propia casa. 

Ella se fue. Desde hacía rato yo sentía vagamente el olor a rancio del amor, que día tras día socavaba las paredes, pero sostenía los andamios a pura complacencia. Ella me miraba con irritación, a veces con pena. Yo ya estaba solo. 

Me pongo de pie, y subo la persiana. Bajo el cielo claro, la gente camina por las calles como si nada hubiera sucedido. El espectáculo me parece obsceno. Inesperadamente, recuerdo la escena de una película que vi hace poco. La cámara fija enfoca una ventana. La protagonista, agitada, va y viene por la habitación, por momentos sale del cuadro. Con manos temblorosas enciende un cigarrillo, aspira, vuelve a salir. El viento agita las cortinas y uno siente la tensión que ocurre fuera de campo, hasta que ella entra de nuevo, deja la colilla humeante en el cenicero, y salta. 

Cuando la luz del sol me lastima la cara, enciendo mi cigarrillo.


(Este texto fue seleccionado para participar de la Antología Trinacional de Microficciones  (Argentina- Chile- Perú), “Borrando Fronteras” (Macedonia Ediciones), que se presentó en la Ciudad de Buenos Aires el 18 de noviembre de 2014).

miércoles, 19 de noviembre de 2014

Todos tus Herzogs





por PabloT *

Cada época tiene su Werner Herzog.

Desde aquellos lejanos ciclos en cineclubes setentistas que, antes de cada proyección en 16 mm, entregaban programas fotocopiados con la ficha técnica de lo que ibas a ver –Woyzeck y Aguirre fijas– hasta el debate a partir del estreno de su Maldito Policía.

Del arco que va del rubricado corte con el decadente cine alemán anterior a los 60 (respecto del cual él, junto a colegas no afines entre sí, se consideraba “huérfano”), hasta su rarísima inserción en el Hollywood actual, donde filma con Christian Bale o Nicholas Cage.

De aquellos dossiers escritos sobre películas de escasa distribución, que no podían volver a verse tan fácil, a los dossiers que continúan floreciendo hoy en toda revista de cine más o menos sesuda, cuyos autores cuentan con disponibilidad vía download.

En lo personal, de un misterio a un mundo.Cuando era chico, me llevaban de oficio al Cosmos para ver adormilantes películas rusas y polacas que oscilaban entre la bajada de línea y el humanismo ramplón. ¿Qué era, qué quería significar ese afiche con el tipo desgreñado de ojos lunáticos mirando y esgrimiendo una carta en la puerta del cine? En ese entonces me quedé con el interrogante. Pasarían unos cuantos años hasta zambullirme en el mundo de este cineasta y resolver al fin El Enigma de Kaspar Hauser.

La cuestión es que un diacrónico e hipotético diagrama de Venn sobre la percepción de su cine a lo largo del tiempo mostraría un área común a casi todos los círculos, una zona de consenso que probablemente señalaría que (preparen las tranquilizadoras etiquetas):

- ama los personajes excéntricos de la sociedad en que viven,

- borronea las fronteras de la ficción y la realidad, con puestas que tienden a la distancia documental,
- es megalomaníaco,

- es romántico,

- duplica en su filmación la aventura que quiere contar,

- va en busca de la verdad (“extática”), a sabiendas de la imposibilidad de capturarla,

- persigue a lo largo y a lo ancho del planeta una imagen no bastardeada (“virgen”).

(El que quiera, que agregue otros ítems generalizadores).

Afortunadamente, más allá de esto, Herzog sigue siendo un tanto inasible. Eso lo hace vigente. Ergo: podemos seguir discutiéndolo.

Parte de su secreto: es tridimensional en un sentido profundo (¡lejos de los lentes 3D!). Porque hay tres lados en su hacer que se complementan pareciendo separados, sólo hasta que, viéndolos al sesgo, denotan su encastre:

- El inmediatamente reconocible, el del creador de ficciones. Cualquier personaje avasallante de Klaus Kinski salta como resorte en nuestra memoria visual y ejemplifica esta vertiente.

- El lado documentalista (¿lado “B”?), menos conocido, presenta un ramillete de personas reales en situaciones reales que, paradójicamente, lucen más como de ficción (o medio inverosímiles para el estatuto de la realidad que manejamos cotidianamente). ¿En verdad existe esa competencia entre subastadores alienados? ¿o ese director de cine tranquilamente dispuesto a morir arrollado por lava volcánica? ¿y ese lirista loco atrincherado en una isla? La cantera documental de Herzog parece inagotable, siempre hay un corto o mediometraje a descubrir que se sostiene solo y que redimensiona todo el corpus. Además, para una mayor contaminación entre ambos lados, Herzog los interviene sutilmente. Un botón de muestra: en País del silencio y la oscuridad (1971), la heroica protagonista relata a cámara cómo fue quedándose sordo-ciega en su infancia a partir de un golpe. Y recuerda emotivamente la imagen de un saltador de esquí que vio antes de enceguecer. Por el libro Caminar sobre Hielo y Fuego: los documentales de Werner Herzog, nos venimos a enterar de que fue el cineasta quien escribió tal evocación y convenció a la mujer: “esto es importante para la película, puede que no lo entiendas, pero por favor di este texto para mi”. Dos años después, filma alrededor de esa imagen El gran éxtasis del escultor de madera Steiner.

- Pero dijimos tridimensionalidad, por lo que falta un lado, acaso el más elusivo de todos: el que lo tiene como actor. Sus composiciones en dos películas de Harmony Korine: en Julian Donkey Boy como padre terrible de familia disfuncional, y en Mister Lonely como padre-piloto de un convento de monjas voladoras (!), parecen dialogar, por lo autoritario y lo excéntrico de sus respectivos personajes, con la imagen pública que de él fueron construyendo las anécdotas de filmación (tanto las verdaderas como las falsas). Y podemos sumar al lote a The German, el atemorizante jugador de poker profesional que acaricia conejitos en The Grand (2007), la comedia de Zak Penn apenas disfrazada de documental.

Pero estos eran personajes inventados. ¿Quién dice que en sus “puros” documentales (mencionando al azar: The White DiamondLa Soufriere Grizzly Man), o en Tokyo-Ga de Wim Wenders, viéndolo o escuchándolo narrar, no ha venido creando un único, sólido personaje siempre igual a sí mismo? Y en este punto sí que tiembla la supuestamente ordenada biblioteca del Internet Movie Database, el sitio web más consultado sobre data cinematográfica. Es que, a la hora de Herzog, se le confunden ciertos estantes. No el de Director, ni el de Producer o Writer, impecables, pero sí el de Actor (listando sus actuaciones) en relación al de Self (que señala sus apariciones como él mismo).

Incident at Loch Ness de Zak Penn, por ejemplo, es un falso documental en el que Herzog hace del director de cine Herzog y sin embargo lo ponen en el anaquel Self, como si no pudieran discriminar persona de personaje. Digamos en descargo de los notarios que la trama fomenta el borramiento de esos límites: el alemán embarca cámara en mano en una expedición para ubicar al legendario monstruo del título, pero lo que vemos no es otra cosa que la filmación de su fracaso, su making off. Cajas chinas, autoconciencia, lo que quieran, lo cierto es que el film está pavimentado sobre el mito del cineasta aventurero dispuesto a desafiar a la naturaleza. Y, justamente por eso: ¡qué bien que le sale a Herzog hacer de Herzog!

* Este artículo fue publicado originalmente por revista La otra n° 23, verano 2010.

jueves, 13 de noviembre de 2014

Naturaleza Herzog


por Mónica Campos

-I- Relación Hombre-Naturaleza

“Vendrán, Naturaleza, tus hombres. 
Un pueblo rejuvenecido te hará joven de nuevo a ti también,
 y tú serás como su novia... Habrá una sola belleza;
 y el hombre y la naturaleza se unirán 
en una sola unidad abarcadora de todo.” 
Hölderlin

La mirada de Herzog intenta extraer de la naturaleza las imágenes más puras, incontaminadas, nunca vistas por ojos humanos. Quiere mediante ellas obtener del espectador una “inocencia primordial de la visión”, el “método de ver las cosas por primera vez”, como él mismo ha mencionado. Si pudiera, Herzog sería capaz de filmar en Marte (así lo manifiesta en Tokyo-Ga, documental de Wim Wenders), del mismo modo que inventa el universo de Andrómeda en The wild blue yonder, con una estética inusitadamente azulada. Nos instala ante el mismo acto de la creación en Fata Morgana. Un material bello y reflexivo que transita por un entramado de documental, ficción y poesía. Suele mostrarnos el lugar del hombre frente a las inmensidades naturales, espacios que también lo desafían a la unión, al amparo. Los paisajes con ruinas también son recurrentes en la iconografía de la pintura romántica y en Herzog están presentes en Fata Morgana, Nosferatu, Cobra Verde; y principalmente en Signos de vida.

Las naturalezas que nos presenta Herzog suelen ser agresivas y bellas, pero al mismo tiempo “amadas”. Dice en Mi enemigo íntimo (documental centrado en su actor preferido, Klaus Kinsky): “Por supuesto que desafiábamos a la naturaleza y nos devolvía los ataques. Es grandiosa. Debemos aceptar que es más poderosa que nosotros. Kinsky repetía que la selva rebasaba de elementos eróticos. Yo no lo veo así. La veo llena de obscenidad. La naturaleza aquí es violenta, es basal. No veo nada erótico. Veo fornicación, asfixia, ahogo, supervivencia, violencia. Simplemente crecer, pudrirse. (...) Mirando a nuestro alrededor hay armonía sobrecogedora. Armonía colectiva de asesinato. Menciono todo esto lleno de admiración por la jungla. No la odio. La amo”.

En Grizzly Man, (la historia del documentalista que iba detrás de los osos en Alaska), la voz del mismo Herzog interpela la mirada del animal en primer plano y dice: “En las caras de todos los osos que filmó Timothy no veo ningún rastro de entendimiento, ni piedad. Sólo veo la indiferencia abrumadora de la naturaleza. (...) Pero para Timothy Treadwell, este oso era un amigo, un salvador”. Herzog suele rescatar estos personajes para quienes los ambientes naturales se cargan de una excesiva subjetividad: es que él mismo proyecta en el mundo natural el “imperio de lo subjetivo”. Así define la selva en una de sus entrevistas: “Es todo lo referente a nuestros sueños, nuestras emociones más profundas, nuestras pesadillas. No es precisamente un lugar. La selva es una forma de nuestra alma, miedos y sueños, un fabuloso, lujurioso caudal de crecimiento, formas y figuras”. Y es en Fitzcarraldo donde la selva (sus especies arbóreas, sus saltos de agua) cobran el acento de una animización esencial. El capitán holandés que ha contratado se encarga de trasmitir a Fitzcarraldo el alma de la selva: “La jungla juega con nuestros sentidos. Está llena de mentiras, demonios, ilusiones. Aprendí a diferenciar la realidad de las alucinaciones”. Don Aquilino, comerciante y explotador cerril de la zona, le informa acerca del lenguaje poético que utilizan los nativos para nombrar la naturaleza: “A ese árbol le dicen caoutchou: el árbol que llora”. [1] Las naturalezas tienen en Herzog vida propia. “No es una montaña. Es un grito de piedra” expresa uno de sus extravagantes personajes en Grito de piedra, para describir el cerro Torre de la patagonia argentina.

Naturaleza hostil y atrayente. Los exploradores de Herzog conviven con osos salvajes, ingresan a la selva impenetrable, escalan montañas de 3.000 metros, recorren desfiladeros a pie. Y una cámara circular los envuelve en esas excursiones, los atrapa, no les permite escapar de ese microclima. ¿Cómo no recordar el final de Aguirre, la ira de Dios, con la cámara girando alrededor del conquistador en su balsa destruida, rodeado de monos chillones?¿Cómo no tener presente a Fitzcarraldo en su plataforma en las alturas, entre los árboles, quedando minúsculo en el travelling aéreo que circula la selva? ¿O el inicio de Cobra Verde, cuando la cámara efectúa casi una panorámica desde el rostro pétreo del bandido, hacia el paisaje reseco y desolado? ¿O el final de Grito de piedra, acompañado por la apoteótica melodía de Tristán e Isolda, girando alrededor del pico nevado del cerro, con su escalador al borde del abismo?¿O cuando circunvala la isla rocosa en Corazón de cristal, con su personaje en la cima, también al borde del abismo? [2]

Herzog extrae de los cuadros románticos alemanes a los observadores inmóviles de los eventos naturales y los pone frente a la acción, los amalgama con la naturaleza. Los desplaza del lugar de observadores pacíficos y los transforma en guerreros combativos. El abismo, tan presente a la pintura romántica, aparece en su obra: vale como ejemplo Nosferatu, cuando el posadero traduce las advertencias de los gitanos a Jonathan Harker: “En el camino a Transilvania hay un profundo abismo que se traga al incauto. El viajero que se interna en esa tierra de fantasmas está perdido y no regresa jamás”. El abismo en Fitzcarraldo lleva el nombre que le dan los nativos: “Los indios llaman a los rápidos chirimaqua (espíritus enojados). Quien se caiga estará perdido”.

-II- La fuga romántica

Se suele caracterizar a los románticos con un sentimiento de “carencia de patria y de soledad”, con sus intentos de fuga hacia el pasado o hacia un porvenir utópico, como refugios frente al malestar del tiempo presente [3].  Hobsbawn señala que la desazón por la armonía perdida entre el hombre y el mundo se expresa por la huida hacia el mundo medieval, lo primitivo, lo popular. Herzog rescata ese imaginario colectivo en varias de sus películas: el primitivismo en Fata Morgana, las leyendas populares en Corazón de Cristal, Nosferatu, Aguirre, la ira de Dios, Fitzcarraldo, El enigma de Kaspar Hauser. En Cobra Verde, del mismo modo que Pasolini en su trilogía, introduce la figura de un cantor popular que presenta la historia del bandido, reivindicando el canal de transmisión oral. Él mismo se postula como “un contador de historias”. Sostiene que “como en la poesía, existe en el cine una verdad muy profunda y misteriosa, inexplicable, [...] yo estoy siempre buscando en capas más profundas de la verdad”.



-III- La búsqueda de la flor azul

En su galería de visionarios, Herzog nos permite acompañar sus recorridos, del mismo modo que viajan los arquetipos románticos de Hölderlin, o el Enrique de Ofterdingen (novela inconclusa de Novalis) en la búsqueda imposible de su “flor azul”. [4] Sus personajes también persiguen la flor azul, materializada de diversos modos: el secreto del color rojo del rubí (Corazón de cristal); la representación operística en la selva peruana (Fitzcarraldo); el mercado de esclavos en África (Cobra Verde); el sueño americano (La balada de Bruno S.); la salvación de los osos de Alaska (Grizzly Man); la ciudad de El Dorado en la vehemente búsqueda de Aguirre. Herzog se enamora de los sueños y proyectos megalómanos de estos excéntricos y se embarca con igual ímpetu en estas empresas destinadas al fracaso o al peligro. Esta vehemencia se traslada al proceso de filmación, exponiéndose a las mismos riesgos que sus personajes (la selva amazónica impenetrable, llena de riesgos; la amenaza del estallido volcánico en su documental La Soufriere).

Es evidente que sus personajes son menos melancólicos, menos místicos que los protagonistas de las novelas románticas; pero no por ello menos solitarios y marginados. En El enigma de Kaspar Hauser, esa criatura que es puro instinto y soledad debe confrontar a una sociedad intolerante y cruel. Kaspar, en su visión virginal, infunde vida a las manzanas y juzga a los hombres como lobos. En También los enanos empezaron pequeños –un film atípico en su producción, debido a su sentido alegórico-, un grupo de enanos aislados de la sociedad en un correccional, se subleva y comienza a subvertir los valores que sostienen las instituciones educativas y religiosas. En este caso, la naturaleza misma es violentada: incendian una palmera, matan a una cerda con cría, simulan una procesión cristiana con la figura de un mono maniatado a la cruz, en una imparable sucesión en la que el débil termina devorándose al más débil.

-IV- El viaje

Tras la búsqueda de la flor azul, el imaginario del viaje. Y con él, los peligros, la sensación descarnada del destierro, del transitar sin patria [5]. Esa impronta del caminar grandes distancias, como si el viaje fuera una gesta, forma parte también de la experiencia personal de Herzog. En varias entrevistas ha relatado su extensa caminata, atravesando montañas y nieves desde Munich hasta París, para ir a ver a Lotte Eisner (adalid del Nuevo Cine Alemán que se hallaba hospitalizada). Herzog confiesa tomar sus grandes decisiones mientras viaja a pie. Y este modo de desplazamiento, un tópico de la literatura romántica alemana, es llevado a cabo por varios de sus personajes, que transitan geografías sensuales y formidables.



-V- La reacción contra la razón

El romanticismo se erige como una reacción frente al iluminismo clásico y su sujeto racional. Hay un grabado de Goya, El sueño de la razón produce monstruos, que bien puede ilustrar este cambio. El sujeto romántico se somete a la idea de formación, a diferencia del mundo estático del clasicismo, donde la individuación no es importante. [6]

Así se despierta el mundo de las fuerzas irracionales, que escapan al dominio de la conciencia, en las regiones más oscuras del ser, reveladas por la poesía y de los sueños. [7]

El universo de lo onírico está presente en El enigma de Kaspar Hauser, en su sueño del Cáucaso; y el universo profético en Nosferatu, cuando Lucy recibe presagios diurnos y nocturnos. En Woyzeck, el estado de opresión y de burla llevan al protagonista hacia la locura y el crimen. Es muy sabido que en la filmación de Corazón de cristal Herzog hizo hipnotizar a sus actores para crear una atmósfera acorde al discurso profético imperante en el film. Y en Nosferatu, nos retrotrae a los últimos destellos de la novela gótica inglesa, que resalta los aspectos nocturnos del individuo. [8]

Pero el film que mejor expresa el ideario romántico es Corazón de cristal, ya que presenta gran cantidad de las características mencionadas: un relato que pertenece al imaginario popular; el movimiento envolvente hombre-naturaleza (quizás de un modo más simbiótico que en otros de sus films); la atracción al abismo (relación hombre-cumbre; hombre-catarata); el estado de ensoñación, profecía y revelación; la búsqueda del secreto del rubí como objeto inalcanzable; la mirada profética del pastor Hias como poeta-vidente; la promesa de un resurgimiento luego de la destrucción, por la impronta de aquellos hombres que buscan conocer un “más allá de la isla” y que son los que cuestionan la existencia del abismo. [9]

Este texto no tiene la intención de etiquetar a Herzog como un romántico en todos sus alcances. Simplemente intento resaltar aquellos aspectos de la tradición romántica que parecen vinculados con la estética de sus imágenes y relatos. Aunque el mismo Herzog lo niegue, sus películas nos trasladan a un microcosmos de leyendas, de expediciones descabelladas, de desafíos, de comunión con la naturaleza, que no dista demasiado de hacernos emprender un viaje de exploración hacia la búsqueda de una flor azul.



NOTAS:
[1] José C. Huayhuaca en la revista Hablemos de cine (Perú) desarrolla una interesante analogía entre el desierto y la selva en Herzog, y las pesadillas ontológicas en la novela El corazón de las tinieblas (de Joseph Conrad) y el poema La tierra baldía (de T.S.Eliot).

[2] El texto de Rafael Argullol La atracción del abismo recorre un itinerario por el paisaje romántico a través de las expresiones pictóricas en sus elementos frecuentes (ambientes nebulosos, ruinas, abismo, etc.).

[3] “La fuga a la utopía y los cuentos, a lo inconsciente y fantástico, a lo lúgubre y lo secreto, a la niñez y a la naturaleza, al sueño y a la locura, eran meras formas encubiertas y más o menos sublimadas del mismo sentimiento (...)” (Hauser, Historia social de la literatura y el arte, Cap. 6).

[4] Ver Béguin, El alma romántica y el sueño, Cap. IX, "La estrella matutina".

[5] “Novalis define la filosofía como “nostalgia”, como el “afán de estar en el hogar en todas partes”, y los cuentos como un sueño “de aquella tierra natal que está en todas partes y en ninguna”. Schiller, por su parte, llama a los románticos “desterrados que languidecen por su patria”. Hablan de un caminar sin meta ni fin; de la flor azul que es inasequible y seguirá siéndolo; de la soledad que se busca y se evita; y de la infinitud que lo es todo y no es nada.” (ver Hauser, op. cit.).

[6“La diferencia respecto del mundo clásico reside en que el sujeto clásico recibe ya el mundo objetivo formado, que penetra su realidad hasta el punto de vivir sin individualidad, en la objetividad de una cultura y de unos valores asumidos por la comunidad de una manera tan natural como la asunción de la realidad física común.” (Villacañas, La quiebra de la razón ilustrada: Idealismo y Romanticismo, Cap. 10).

[7] “Si hay algo que distingue al romántico de todos sus predecesores y hace de él el verdadero iniciador de la estética moderna, es precisamente la alta conciencia que siempre tiene de su raigambre en las tinieblas interiores. Poeta romántico es el que, sabiendo que no es el único autor de su obra, habiendo aprendido que toda poesía es ante todo el canto brotado de los abismos, trata deliberadamente y con toda lucidez de provocar la subida de las voces misteriosas”. (Béguin, op. cit,)

[8] El texto de Rosmary Jackson, Fantasy. Literatura y subversión, puede orientar la mirada sobre las diferencias entre lo gótico, el fantasy y lo romántico.

[9] “En uno de sus fragmentos, Novalis afirma también perentoriamente que toda ‘la filosofía más elevada se ocupa del matrimonio de la Naturaleza y el Espíritu’. El filósofo Schelling espera una unión exactamente igual entre el intelecto y la naturaleza, así como al poeta-vidente adecuado para cantar esa gran consumación en un poema épico”. (Abrams, El Romanticismo: Tradición y revolución, Cap. I).


martes, 11 de noviembre de 2014

Herzog, lo sublime y el éxtasis

Sobre lo absoluto, lo sublime y la verdad extática



por Werner Herzog

El colapso del universo estelar ocurrirá,
como la creación, con grandioso esplendor.
Blas Pascal


Las palabras que al comienzo de mi película Lecciones de oscuridad (1992) se atribuyen a Blas Pascal en realidad son mías. El propio Pascal no podría haberlo dicho mejor.

Es una cita falsa pero no falsificada que, como mostraré más adelante, es un primer indicio de lo que estoy tratando de decir ahora. Como sea, reconocer un fraude sólo contribuye al triunfo de los contadores.

Se preguntarán por qué hice esta cita falsa. La razón es simple y no deriva de cuestiones teóricas sino prácticas. Con la cita, antes de que se vea el plano inicial, elevo al espectador para que ingrese a la película desde un nivel alto. Y no lo dejo bajar de esa altura hasta el final. Sólo en este estado de elevación es posible lo más profundo, un tipo de verdad que es enemiga de lo puramente fáctico. Yo la llamo verdad extática.

Después de la primera guerra en Irak, mientras se incendiaban en Kuwait los campos de petróleo, los medios de comunicación −y más específicamente la televisión− no eran capaces de mostrar algo que además de ser un crimen de guerra era un acontecimiento cósmico, un crimen contra la creación. En Lecciones en la oscuridad no hay siquiera un plano en el que sea posible reconocer a nuestro planeta. Es por eso que la clasificaron como una película de ciencia ficción, como si se hubiera filmado en una galaxia lejana, hostil a la vida. Cuando se estrenó en el Festival de Berlín, la película despertó oleadas de odio. De los gritos furiosos del público alcancé a entender que hablaban de una estetización del horror. Y cuando me amenzaron y escupieron en el escenario, solo atiné a darles una respuesta banal: les dije “idiotas, ya hizo lo Dante en su Infierno, lo hicieron Goya y Hieronymus Bosch”. Apremiado y sin haberlo pensado, había invocado a esos ángeles guardianes que nos conectaron con lo absoluto y lo sublime.

Lo absoluto, lo sublime, la verdad... ¿qué qieren decir estas palabras? Es la primera vez en mi vida que necesito dar cuenta de cuestiones que están más allá de mi obra, a la que usualmente me limito a pensar en términos prácticos.

Quiero advertir que no voy a proponer una definición de lo absoluto, aun cuando este concepto impregne todo lo que diga. Lo absoluto representa un problema incesante para la filosofía, para la religión y las matemáticas. Es probable que las matemáticas estén más cerca de resolverlo si alguna vez se demuestra la hipótesis de Riemann. Ella habla de la distribución de los números primos, un problema sin solución desde el siglo 19 que afecta al fundamento de las matemáticas. Se viene ofreciendo un millón de dólares para premiar a quien lo resuelva. Un instituto de matemáticas de Boston dio un plazo de 1000 años para que alguien logre probarlo. Ese dinero está esperando, igual que la inmortalidad. Desde Euclides, hace 2500 años, este problema preocupó a los matemáticos. Si Riemann y su brillante hipótesis no estuvieran en lo cierto, la onda expansiva afectaría a las matemáticas y a las ciencias naturales. Apenas si puedo comprender lo absoluto vagamente; pero no soy capaz de definir su concepto.


La verdad del océano

Prefiero quedarme en el terreno más familiar de la praxis. Quiero relatarles un inolvidable encuentro con la verdad que tuve durante el rodaje de Fitzcarraldo en 1982. Estábamos filmando en la selva peruana, al este de los Andes, entre los ríos Camisea y Urubamba, donde yo llevaría un enorme barco de vapor para atravesar una montaña. Los indígenas del lugar, los machiguengas, actuaban como extras y nos habían permitido filmar en su tierra. Además de su pago, los machiguengas querían obtener otros beneficios: pretendían un barco para poder llevar su cosecha al mercado, cientos de kilómetros río abajo, para no depender más de intermediarios. También pedían apoyo en su reclamo para que se les cediera la zona comprendida entre los dos ríos. Varias compañías se habían instalado en esa zona para saquear las reservas de madera; y esa tierra era mirada con codicia también por empresas petroleras.

Cada uno de nuestros pedidos se perdió en el laberinto de la burocracia provincial. También fracasaron nuestros intentos de soborno. Finalmente, después de llegar hasta el ministerio encargado de estos asuntos en Lima, me respondieron que, aunque adujésemos razones históricas y culturales para lograr el reconocimiento legal de la propiedad de esas tierras, había dos obstáculos. Primero, el reclamo no se respaldaba en ningún documento legalmente verificable, solo en testimonios orales irrelevantes. Segundo: nunca se había peritado ese territorio para establecer una frontera reconocible.

Finalmente, contraté a un agrimensor, que les proporcionó a los machiguengas un mapa preciso de su tierra. Mi aporte tuvo la forma de un trazado, de un límite. Me peleé con el agrimensor. El mapa que trazó, nos dijo, era incorrecto. No se correspondía con la verdad, ya que no tenía en cuenta la curvatura de la tierra. "¿Eso tendría importancia para un pedazo tan pequeño de tierra?” le pregunté, ya sin paciencia. “Por supuesto”, me dijo enojado, y empujó un vaso de agua. “Hasta con un vaso de agua uno tiene que ser preciso, no se trata de una superficie plana. Es necesario ver la curvatura de la tierra como se ve en un océano o un lago. Usted es demasiado simple, pero si fuera capaz de percibir con precisión, vería la curvatura de la tierra”. Nunca voy a olvidarme de esa lección.

El problema de los testimonios orales requería una investigación completamente diferente. Los indígenas  podían invocar que siempre habían estado allí; lo habían escuchado de sus abuelos. Cuando el caso parecía no tener solución, logré conseguir una audiencia con el presidente Belaúnde. Los machiguengas de Shivankoreni eligieron a dos representantes para acompañarme. Cuando la conversación con el presidente se encontró en un punto muerto, le planteé a Belaúnde este argumento: aunque el derecho anglosajón muchas veces no se admite como prueba el testimonio oral, algunas veces lo ha aceptado. En 1916, en el caso de Angu vs. Atta, un tribunal colonial en la Costa de Oro (hoy Ghana) dictaminó que el testimonio oral podía tener validez de prueba. Ese caso era totalmente diferente. Se relacionaba con el uso del palacio de un gobernador local; tampoco había documentos. Pero la corte dictaminó que un consenso amplio basado en testimonios orales, repetido por muchísimos miembros de la tribu, constituía una verdad manifiesta que el tribunal aceptaba sin restricciones. Cuando dije esto, Belaunde, que había vivido muchos años en la selva, hizo silencio. Pidió un vaso de jugo de naranja y dijo “Dios mío”. Ahí me di cuenta de que le habíamos ganado. Hoy los machiguengas tienen un título de propiedad de su tierra; hasta el pool de empresas que había encontrado allí uno de los mayores yacimientos de gas natural respeta esa propiedad.

La reunión con el presidente aportó además una perspectiva sorpendente sobre la esencia de la verdad. Los habitantes de la aldea de Shivakoreni no estaban seguros de que fuera cierto que al otro lado de los Andes hubiera un océano. Para colmo, esa inmensa masa de agua, el Pacífico, era supuestamente salada. Fuimos a comer a un restaurante en la playa al sur de Lima. Los dos delegados indígenas no pidieron nada. Se quedaron en silencio, mirando las olas. No se acercaron al agua, sólo la miraban. Uno de ellos pidió una botella. Le di mi botella de cerveza vacía. No, eso no estaba bien, tenía que ser una botella que se pudiese cerrar. Compré una botella de vino chileno barato, lo descorché y vacié la botella en la arena. Les pedimos a los cocineros que la limpiaran cuidadosamente. Los indígenas tomaron la botella y se fueron a la orilla sin decir nada. Con la ropa que les habíamos comprado en el mercado, se metieron en las olas, hasta que el agua les llegó a las axilas. Pusieron un poco de agua en la botella y la cerraron con el corcho. La botella fue para su pueblo la prueba de que había un océano de verdad. Les pregunté con cuidado si esa no era sólo una parte de la verdad. No, dijeron, si hay una botella de agua de mar, entonces todo el océano debe ser verdadero.

El asalto de la realidad virtual

Desde ese momento, la pregunta de qué es la verdad se convirtió para mí en un misterio aún mayor. Cuando hablo de desafíos a nuestra comprensión de la realidad, me refiriero a las nuevas tecnologías que en los últimos 20 años se convirtieron en cosas cotidianas, como los efectos especiales digitales que crean realidades imaginarias en el cine. No quiero demonizar estas tecnologías, porque permitieron que la imaginación humana logre grandes cosas, como reanimar dinosaurios en la pantalla. Pero cuando pensamos en todas las formas de realidad virtual que forman parte de la vida cotidiana −internet, los videojuegos, la TV en tiempo real y otras extrañas formas mixtas− la pregunta acerca de qué es la realidad real se vuelve a plantear constantemente.

¿Qué pasa realmente en el reality show Sobrevivientes? ¿Podemos confiar en una fotografía, ahora que sabemos lo fácil que puede ser falsificar con fotoshop? ¿Vamos a confiar totalmente en un correo electrónico, cuando niños de 12 años pueden mostrarnos que es posible suplantar una identidad, o que tal vez un virus o un troyano estuvo escondido entre nosotros y adoptó nuestras propias características? ¿Puede que yo exista clonado en alguna parte, como Doppelgänger, sin que lo sepa?

Hace un par de años llegué a advertir lo confuso que se volvió el concepto de realidad, a causa de un incidente en Venice Beach, Los Ángeles. Un amigo había organizado una fiesta en su patio trasero, un asado; era de noche, cuando escuchamos unos disparos que nadie tomó en serio hasta que aparecieron los helicópteros de la policía con reflectores y nos ordenenaron por los altavoces que entráramos en la casa. Solo después nos dimos cuenta de lo que había pasado: un chico que según los testigos tenía 13 o 14 años había estado merodeando por un restaurante ubicado a una cuadra de donde estábamos. Cuando salió una pareja, el chico gritó “esto es real”, les disparó con una pistola semi-automática y huyó en su patineta. Nunca lo atraparon. El mensaje del loco fue claro: esto no es un videojuego, son tiros reales, esto es real.



Axiomas del sentimiento

¿Cuán importante es la realidad? ¿Cuán importante realmente es lo fáctico? Por supuesto, no podemos ignorar los hechos. Pero ellos nunca nos pueden dar el tipo de iluminación, el destello extático, del que surge la verdad. Si solamente fuera importante lo fáctico, eso a lo que apunta el llamado cinéma vérité, entonces podríamos argumentar que la vérité –la verdad− en su forma más concentrada está en la guía telefónica, en sus cientos de miles de entradas que son fácticamente correctas y corresponden a la realidad. Si tuviéramos que llamar a todos las personas de la guía que tienen el apellido Schmidt, muchísimos nos confirmarían que sí, que su apellido es Schmidt. En mi película Fitzcarraldo hay un diálogo que plantea esta cuestión. Yendo en su barco hacia lo desconocido, Fitzcarraldo se detiene en uno de los últimos bastiones de la civilización, una misión religiosa:

Fitzcarraldo: ¿Y qué dicen los indios más viejos?

Misionero: Nosotros no podemos cambiarles su idea de que la vida ordinaria es sólo una ilusión y que detrás de ella se encuentra la realidad de los sueños.

La película trata acerca de una ópera montada en la selva tropical, Como sabrán, yo alguna vez me dediqué a producir óperas. Cuando lo hacía, tenía una máxima que es para mí muy importante: el mundo entero debe experimentar una transformación por medio de la música, debe convertirse en música; sólo entonces podemos decir que hemos producido una ópera. Lo hermoso de la ópera es que la realidad no juega ningún papel en ella; porque lo que ocurre ahí es la superación de la naturaleza. Cuando uno mira los libretos de las óperas (y en esto La fuerza del destino de Verdi es un buen ejemplo), ve muy pronto que la historia es tan inverosímil, tan alejada de todo lo que efectivamente podríamos experimentar, que las leyes de la probabilidad quedan suspendidas. Lo que sucede en la trama es imposible, pero el poder de la música hace que el espectador lo sienta como verdadero.

Lo mismo pasa con el aspecto emocional de la ópera. Los sentimientos se abstraen; ya no pueden subordinarse a la naturaleza humana, porque se concentraron y elevaron al punto más alto y se muestran en su forma más pura; y, a pesar de todo, en la ópera los percibimos como naturales. Los sentimientos son en la ópera como los axiomas en matemáticas: no se los puede demostrar. Sin embargo, en la ópera los axiomas del sentimiento nos llevan, por medio de mecanismos secretos, hacia el camino a lo sublime. Podríamos citar aquí el aria “Casta Diva” en la ópera Norma de Bellini como un ejemplo.

Se preguntarán por qué digo que podemos experimentar lo sublime en la ópera, si en el siglo 20 la ópera no produjo ninguna innovación esencial, mientras otras formas de arte sí lo hicieron. Esto es sólo una paradoja aparente: la experiencia directa de lo sublime en la ópera no depende de nuevos desarrollos. Es su sublimidad lo que le ha permitido sobrevivir.



Verdad extática

Todas nuestras ideas acerca de la realidad han sido puestas en duda.

Pero no quiero seguir insistiendo en esto, ya que nunca fue la realidad lo que me ha movido, sino algo que está más allá de ella: la cuestión de la verdad. A veces los hechos desbordan tanto nuestras expectativas, tienen un poder tan inusual e insólito, que parecen increíbles. En las bellas artes, en la música, la literatura y el cine, se puede llegar a un estrato más profundo de la verdad: una verdad poética, extática, misteriosa y sólo puede ser alcanzada con un esfuerzo extra. Eso se logra a través de la visión, del estilo y del oficio. En este contexto, pienso la presunta cita de Blas Pascal sobre el colapso del universo estelar no como una falsedad, sino como un medio para posibilitar una más profunda experiencia extática de la verdad interior. De la misma forma en que no hay falsificación cuando la Pietâ de Miguel Ángel retrata a Jesús como un hombre de 33 años, y a su madre, la madre de Dios, como de 17.

Nostros también podemos aumentar nuestra habilidad para tener experiencias extáticas de la verdad a través de lo sublime, eso que nos vuelve capaces de elevarnos por encima de la naturaleza. Kant dice: “…el poder irresistible de la naturaleza nos obliga a reconocer nuestra impotencia física como seres naturales, pero a la vez evidencia nuestra capacidad de juzgarnos independientes de la naturaleza, algo así como una superioridad sobre la naturaleza...”. Dejo de lado algunos pasajes para simplificar. Kant continúa: “De esta manera, la naturaleza no es considerada sublime en nuestro juicio estético porque nos provoque miedo, sino porque excita en nosotros un poder (que no es naturaleza)...”. Trato a Kant con mucha precaución, porque sus explicaciones acerca de lo sublime son tan abstrusas que siempre fueron ajenas a mi praxis.

Sin embargo, Dionisio Longino, a quien llegué a leer cuando me metí en estos temas, está mucho más cerca de mi corazón, porque siempre habla en términos prácticos y da ejemplos. No sabemos nada acerca de Longino. Los expertos ni siquiera están seguros de que ése fuera su verdadero nombre; sólo podemos conjeturar que vivió en el siglo 1 DC. Desgraciadamente, su ensayo Sobre lo sublime nos llegó en forma muy fragmentaria. En los manuscritos más antiguos del siglo 10, el Codex Parisinus 2036, faltan a veces folios completos. Longino procede sistemáticamente: siempre cita ejemplos muy elocuentes de la literatura. Y aquí, sin seguir un orden esquemático, voy a apoderarme otra vez de lo que me resulta más importante.

Lo fascinante es que en el comienzo de su texto Longino invoca el concepto de éxtasis, si bien en un contexto diferente del que yo vengo hablando. Con referencia a la retórica, Longino dice: “Lo que es sublime no se dirige a persuadir a los que escuchan, sino que busca llevarlos a un estado de éxtasis; en todo momento y en todos los sentidos, el discurso imponente, con ese hechizo que nos produce, prevalece sobre aquello que solo busca la persuasión y el agrado. Podemos controlar nuestras persuasiones, pero el influjo de lo sublime produce un poder y una violencia imposibles de soportar, cautivan a todos los que escuchan”. Longino usa el concepto de éxtasis para referirse a un salir fuera de sí mismo para alcanzar un estado de elevación en el que podemos ir más allá de nuestra naturaleza, naturaleza que lo sublime "revela al mismo tiempo como un relámpago”. Nadie antes de él había hablado tan claramente de la experiencia de la iluminación. Por mi parte, me tomo la libertad de aplicar esta idea a momentos muy raros y fugaces en el cine.

Longino cita a Homero para demostrar la sublimidad de las imágenes y su efecto iluminador. Éste es un  pasaje que narra la batalla de los dioses:

A través del vasto cielo y del Olimpo resonaron las trompas.
y Aidoneo, Señor de las Tinieblas, tembló en lo profundo
asustado y saltó de su trono gritando; no fuera que Poseidón, 
el que sacude la tierra, la desgarrase y se hicieran visibles 
a mortales e inmortales las horrendas y tenebrosas
moradas que hasta las divinidades aborrecen.

Longino era un hombre extraordinariamente culto, que citaba con mucha exactitud. Es sorprendente que aquí se tome la libertad de fundir dos pasajes distintos de la Ilíada. No es posible que se trate de un error. No obstante, Longino no está mintiendo sino, más bien, produciendo una nueva verdad, más profunda. El sostiene que, sin la veracidad y la grandeza de alma, lo sublime no puede llegar a existir. Y cita una frase que los estudiosos en la actualidad atribuyen a Pitágoras o a Demóstenes: “Verdaderamente bella es la respuesta del hombre a la pregunta de lo que tenemos en común con los dioses; él responde: la capacidad de hacer el bien [euergesia] y la verdad”.

No tenemos que traducir euergesia como “caridad”, tal como esta noción se entiende en la cultura cristiana. Tampoco alétheia, la palabra griega para decir verdad, es fácil de comprender. Etimológicamente, proviene del verbo lanthanein, “ocultar”, y de las palabras relacionadas con léthos, “lo oculto”, “lo escondido”. A-létheia, por lo tanto, es una expresión negativa, : lo “no-oculto”, lo desvelado, la verdad. Pensando con el lenguaje, los griegos intentaban definir la verdad como un acto de revelación: un acto relacionado con el cine, donde un objeto es expuesto a la luz y entonces una imagen latente, aún no visble, es impresa sobre el celuloide, donde debe ser primero procesada y luego revelada.

El acto se completa en el interior del alma del oyente o del espectador; el alma consuma la verdad a través de la experiencia de lo sublime: esto es, culmina un acto de creación independiente. Longino dice: “El alma es elevada a través de lo verdaderamente sublime, alcanzando resuelta la altura, meciéndose colmada de una alegría orgullosa, como si ella misma hubiese creado lo que escucha”
.
Pero no quiero quedarme en Longino, en quien pienso siempre como un buen amigo. Estoy ante ustedes como alguien que hace cine. Me gustaría mencionar algunas escenas de otra película mía como prueba. Un ejemplo sería El éxtasis del escultor de madera Steiner (1974), donde el concepto de éxtasis aparece en el mismo título. Walter Steiner, escultor suizo y campeón del mundo de salto de esquí, se eleva en el aire como si viviera un éxtasis religioso. Vuela aterradoramente lejos, entra en la región misma de la muerte: si fuera un poco más lejos, no aterrizaría sobre la ladera empinada, sino que se estrellaría más allá. Hacia el final, Steiner se refiere a un pichón de cuervo que él crió y que fue su único amigo en la soledad de su infancia. Al cuervo se le fueron cayendo las plumas, quizás a causa de la alimentación que Steiner le daba. Otros cuervos lo atacaron y lo torturaron tan terriblemente que al joven Steiner sólo le quedó una opción: “Desgraciadamente, tuve que pegarle un tiro,”, dice Steiner, “porque era una tortura ver cómo había sido herido por sus propios hermanos y ya no podía volar más”. Y luego, en un corte rápido, vemos a Steiner −en lugar de su cuervo− volando en cámara muy lenta, suspendido en la eternidad. Es el vuelo majestuoso de un hombre cuyo rostro desencajado por el miedo a la muerte parece arrebatado por un éxtasis religioso. Y luego, antes de llegar a la zona de la muerte −más allá de la pendiente, en el valle, donde podría ser aplastado por el golpe, como si hubiera saltado desde el Empire State contra el pavimento −aterriza suavemente, ya a salvo. Un texto se sobreimprime a la imagen. El texto está tomado del escritor suizo Robert Walser y dice:

En realidad tendría 
que estar completamente solo
en este mundo, yo, Steiner,
y ningún otro ser viviente.
Sin sol, sin cultura,
sólo yo desnudo en una roca alta,
sin tormenta, sin nieve, sin calles,
sin bancos, sin dinero,
sin tiempo y sin respiro.
Tal vez, entonces, no volvería
a sentir miedo nunca más.
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Este texto es la transcripción de una conferencia dictada por Herzog en Milán, después de la proyección de Lecciones de oscuridad (Lessons of darkness, 1992). Fue originalmente publicado en Arion. A Journal of Humanitiies and the Classics, Universidad de Boston, invierno de 2010, con el título “On the Absolute, the Sublime and Ecstatic Truth”.

Este sábado 15 de noviembre empieza el ciclo "La mirada de Herzog: un viaje al romanticismo", coordinado por Mónica Giardina y Oscar Cuervo (ver acá). El ciclo, que se extiende hasta el 6 de diciembre, todos los sábados a las 18:00 hs. incluye la proyección de estas películas completas:

1 - Alas de esperanza (Wings of hope, Alemania, 2000)
2 - El gran éxtasis del tallador de madera Steiner (Die große Ekstase des Bildschnitzers Steiner; Alemania, 1973)
3 - Lecciones de oscuridad (Lessons of darkness, 1992)
4 - La salvaje y azul lejanía (The wild blue yonder, 2005)
5 - Grizzly man (EEUU, 2005)

El ciclo se llevará a cabo en la Fundación Centro Psicoanalítico Argentino, Uriburu 1345, 1° piso. Informes: 4822-4690 o 4823-4941.