Sobre lo absoluto, lo sublime y la verdad extática
por Werner Herzog
El colapso del universo estelar ocurrirá,
como la creación, con grandioso esplendor.
Blas Pascal
Las palabras que al comienzo de mi película Lecciones de oscuridad (1992) se atribuyen a Blas Pascal en realidad son mías. El propio Pascal no podría haberlo dicho mejor.
Es una cita falsa pero no falsificada que, como mostraré más adelante, es un primer indicio de lo que estoy tratando de decir ahora. Como sea, reconocer un fraude sólo contribuye al triunfo de los contadores.
Se preguntarán por qué hice esta cita falsa. La razón es simple y no deriva de cuestiones teóricas sino prácticas. Con la cita, antes de que se vea el plano inicial, elevo al espectador para que ingrese a la película desde un nivel alto. Y no lo dejo bajar de esa altura hasta el final. Sólo en este estado de elevación es posible lo más profundo, un tipo de verdad que es enemiga de lo puramente fáctico. Yo la llamo verdad extática.
Después de la primera guerra en Irak, mientras se incendiaban en Kuwait los campos de petróleo, los medios de comunicación −y más específicamente la televisión− no eran capaces de mostrar algo que además de ser un crimen de guerra era un acontecimiento cósmico, un crimen contra la creación. En Lecciones en la oscuridad no hay siquiera un plano en el que sea posible reconocer a nuestro planeta. Es por eso que la clasificaron como una película de ciencia ficción, como si se hubiera filmado en una galaxia lejana, hostil a la vida. Cuando se estrenó en el Festival de Berlín, la película despertó oleadas de odio. De los gritos furiosos del público alcancé a entender que hablaban de una estetización del horror. Y cuando me amenzaron y escupieron en el escenario, solo atiné a darles una respuesta banal: les dije “idiotas, ya hizo lo Dante en su Infierno, lo hicieron Goya y Hieronymus Bosch”. Apremiado y sin haberlo pensado, había invocado a esos ángeles guardianes que nos conectaron con lo absoluto y lo sublime.
Lo absoluto, lo sublime, la verdad... ¿qué qieren decir estas palabras? Es la primera vez en mi vida que necesito dar cuenta de cuestiones que están más allá de mi obra, a la que usualmente me limito a pensar en términos prácticos.
Quiero advertir que no voy a proponer una definición de lo absoluto, aun cuando este concepto impregne todo lo que diga. Lo absoluto representa un problema incesante para la filosofía, para la religión y las matemáticas. Es probable que las matemáticas estén más cerca de resolverlo si alguna vez se demuestra la hipótesis de Riemann. Ella habla de la distribución de los números primos, un problema sin solución desde el siglo 19 que afecta al fundamento de las matemáticas. Se viene ofreciendo un millón de dólares para premiar a quien lo resuelva. Un instituto de matemáticas de Boston dio un plazo de 1000 años para que alguien logre probarlo. Ese dinero está esperando, igual que la inmortalidad. Desde Euclides, hace 2500 años, este problema preocupó a los matemáticos. Si Riemann y su brillante hipótesis no estuvieran en lo cierto, la onda expansiva afectaría a las matemáticas y a las ciencias naturales. Apenas si puedo comprender lo absoluto vagamente; pero no soy capaz de definir su concepto.
La verdad del océano
Prefiero quedarme en el terreno más familiar de la praxis. Quiero relatarles un inolvidable encuentro con la verdad que tuve durante el rodaje de Fitzcarraldo en 1982. Estábamos filmando en la selva peruana, al este de los Andes, entre los ríos Camisea y Urubamba, donde yo llevaría un enorme barco de vapor para atravesar una montaña. Los indígenas del lugar, los machiguengas, actuaban como extras y nos habían permitido filmar en su tierra. Además de su pago, los machiguengas querían obtener otros beneficios: pretendían un barco para poder llevar su cosecha al mercado, cientos de kilómetros río abajo, para no depender más de intermediarios. También pedían apoyo en su reclamo para que se les cediera la zona comprendida entre los dos ríos. Varias compañías se habían instalado en esa zona para saquear las reservas de madera; y esa tierra era mirada con codicia también por empresas petroleras.
Cada uno de nuestros pedidos se perdió en el laberinto de la burocracia provincial. También fracasaron nuestros intentos de soborno. Finalmente, después de llegar hasta el ministerio encargado de estos asuntos en Lima, me respondieron que, aunque adujésemos razones históricas y culturales para lograr el reconocimiento legal de la propiedad de esas tierras, había dos obstáculos. Primero, el reclamo no se respaldaba en ningún documento legalmente verificable, solo en testimonios orales irrelevantes. Segundo: nunca se había peritado ese territorio para establecer una frontera reconocible.
Finalmente, contraté a un agrimensor, que les proporcionó a los machiguengas un mapa preciso de su tierra. Mi aporte tuvo la forma de un trazado, de un límite. Me peleé con el agrimensor. El mapa que trazó, nos dijo, era incorrecto. No se correspondía con la verdad, ya que no tenía en cuenta la curvatura de la tierra. "¿Eso tendría importancia para un pedazo tan pequeño de tierra?” le pregunté, ya sin paciencia. “Por supuesto”, me dijo enojado, y empujó un vaso de agua. “Hasta con un vaso de agua uno tiene que ser preciso, no se trata de una superficie plana. Es necesario ver la curvatura de la tierra como se ve en un océano o un lago. Usted es demasiado simple, pero si fuera capaz de percibir con precisión, vería la curvatura de la tierra”. Nunca voy a olvidarme de esa lección.
El problema de los testimonios orales requería una investigación completamente diferente. Los indígenas podían invocar que siempre habían estado allí; lo habían escuchado de sus abuelos. Cuando el caso parecía no tener solución, logré conseguir una audiencia con el presidente Belaúnde. Los machiguengas de Shivankoreni eligieron a dos representantes para acompañarme. Cuando la conversación con el presidente se encontró en un punto muerto, le planteé a Belaúnde este argumento: aunque el derecho anglosajón muchas veces no se admite como prueba el testimonio oral, algunas veces lo ha aceptado. En 1916, en el caso de Angu vs. Atta, un tribunal colonial en la Costa de Oro (hoy Ghana) dictaminó que el testimonio oral podía tener validez de prueba. Ese caso era totalmente diferente. Se relacionaba con el uso del palacio de un gobernador local; tampoco había documentos. Pero la corte dictaminó que un consenso amplio basado en testimonios orales, repetido por muchísimos miembros de la tribu, constituía una verdad manifiesta que el tribunal aceptaba sin restricciones. Cuando dije esto, Belaunde, que había vivido muchos años en la selva, hizo silencio. Pidió un vaso de jugo de naranja y dijo “Dios mío”. Ahí me di cuenta de que le habíamos ganado. Hoy los machiguengas tienen un título de propiedad de su tierra; hasta el pool de empresas que había encontrado allí uno de los mayores yacimientos de gas natural respeta esa propiedad.
La reunión con el presidente aportó además una perspectiva sorpendente sobre la esencia de la verdad. Los habitantes de la aldea de Shivakoreni no estaban seguros de que fuera cierto que al otro lado de los Andes hubiera un océano. Para colmo, esa inmensa masa de agua, el Pacífico, era supuestamente salada. Fuimos a comer a un restaurante en la playa al sur de Lima. Los dos delegados indígenas no pidieron nada. Se quedaron en silencio, mirando las olas. No se acercaron al agua, sólo la miraban. Uno de ellos pidió una botella. Le di mi botella de cerveza vacía. No, eso no estaba bien, tenía que ser una botella que se pudiese cerrar. Compré una botella de vino chileno barato, lo descorché y vacié la botella en la arena. Les pedimos a los cocineros que la limpiaran cuidadosamente. Los indígenas tomaron la botella y se fueron a la orilla sin decir nada. Con la ropa que les habíamos comprado en el mercado, se metieron en las olas, hasta que el agua les llegó a las axilas. Pusieron un poco de agua en la botella y la cerraron con el corcho. La botella fue para su pueblo la prueba de que había un océano de verdad. Les pregunté con cuidado si esa no era sólo una parte de la verdad. No, dijeron, si hay una botella de agua de mar, entonces todo el océano debe ser verdadero.
El asalto de la realidad virtual
Desde ese momento, la pregunta de qué es la verdad se convirtió para mí en un misterio aún mayor. Cuando hablo de desafíos a nuestra comprensión de la realidad, me refiriero a las nuevas tecnologías que en los últimos 20 años se convirtieron en cosas cotidianas, como los efectos especiales digitales que crean realidades imaginarias en el cine. No quiero demonizar estas tecnologías, porque permitieron que la imaginación humana logre grandes cosas, como reanimar dinosaurios en la pantalla. Pero cuando pensamos en todas las formas de realidad virtual que forman parte de la vida cotidiana −internet, los videojuegos, la TV en tiempo real y otras extrañas formas mixtas− la pregunta acerca de qué es la realidad real se vuelve a plantear constantemente.
¿Qué pasa realmente en el reality show Sobrevivientes? ¿Podemos confiar en una fotografía, ahora que sabemos lo fácil que puede ser falsificar con fotoshop? ¿Vamos a confiar totalmente en un correo electrónico, cuando niños de 12 años pueden mostrarnos que es posible suplantar una identidad, o que tal vez un virus o un troyano estuvo escondido entre nosotros y adoptó nuestras propias características? ¿Puede que yo exista clonado en alguna parte, como Doppelgänger, sin que lo sepa?
Hace un par de años llegué a advertir lo confuso que se volvió el concepto de realidad, a causa de un incidente en Venice Beach, Los Ángeles. Un amigo había organizado una fiesta en su patio trasero, un asado; era de noche, cuando escuchamos unos disparos que nadie tomó en serio hasta que aparecieron los helicópteros de la policía con reflectores y nos ordenenaron por los altavoces que entráramos en la casa. Solo después nos dimos cuenta de lo que había pasado: un chico que según los testigos tenía 13 o 14 años había estado merodeando por un restaurante ubicado a una cuadra de donde estábamos. Cuando salió una pareja, el chico gritó “esto es real”, les disparó con una pistola semi-automática y huyó en su patineta. Nunca lo atraparon. El mensaje del loco fue claro: esto no es un videojuego, son tiros reales, esto es real.
Axiomas del sentimiento
¿Cuán importante es la realidad? ¿Cuán importante realmente es lo fáctico? Por supuesto, no podemos ignorar los hechos. Pero ellos nunca nos pueden dar el tipo de iluminación, el destello extático, del que surge la verdad. Si solamente fuera importante lo fáctico, eso a lo que apunta el llamado cinéma vérité, entonces podríamos argumentar que la vérité –la verdad− en su forma más concentrada está en la guía telefónica, en sus cientos de miles de entradas que son fácticamente correctas y corresponden a la realidad. Si tuviéramos que llamar a todos las personas de la guía que tienen el apellido Schmidt, muchísimos nos confirmarían que sí, que su apellido es Schmidt. En mi película Fitzcarraldo hay un diálogo que plantea esta cuestión. Yendo en su barco hacia lo desconocido, Fitzcarraldo se detiene en uno de los últimos bastiones de la civilización, una misión religiosa:
Fitzcarraldo: ¿Y qué dicen los indios más viejos?
Misionero: Nosotros no podemos cambiarles su idea de que la vida ordinaria es sólo una ilusión y que detrás de ella se encuentra la realidad de los sueños.
La película trata acerca de una ópera montada en la selva tropical, Como sabrán, yo alguna vez me dediqué a producir óperas. Cuando lo hacía, tenía una máxima que es para mí muy importante: el mundo entero debe experimentar una transformación por medio de la música, debe convertirse en música; sólo entonces podemos decir que hemos producido una ópera. Lo hermoso de la ópera es que la realidad no juega ningún papel en ella; porque lo que ocurre ahí es la superación de la naturaleza. Cuando uno mira los libretos de las óperas (y en esto La fuerza del destino de Verdi es un buen ejemplo), ve muy pronto que la historia es tan inverosímil, tan alejada de todo lo que efectivamente podríamos experimentar, que las leyes de la probabilidad quedan suspendidas. Lo que sucede en la trama es imposible, pero el poder de la música hace que el espectador lo sienta como verdadero.
Lo mismo pasa con el aspecto emocional de la ópera. Los sentimientos se abstraen; ya no pueden subordinarse a la naturaleza humana, porque se concentraron y elevaron al punto más alto y se muestran en su forma más pura; y, a pesar de todo, en la ópera los percibimos como naturales. Los sentimientos son en la ópera como los axiomas en matemáticas: no se los puede demostrar. Sin embargo, en la ópera los axiomas del sentimiento nos llevan, por medio de mecanismos secretos, hacia el camino a lo sublime. Podríamos citar aquí el aria “Casta Diva” en la ópera Norma de Bellini como un ejemplo.
Se preguntarán por qué digo que podemos experimentar lo sublime en la ópera, si en el siglo 20 la ópera no produjo ninguna innovación esencial, mientras otras formas de arte sí lo hicieron. Esto es sólo una paradoja aparente: la experiencia directa de lo sublime en la ópera no depende de nuevos desarrollos. Es su sublimidad lo que le ha permitido sobrevivir.
Verdad extática
Todas nuestras ideas acerca de la realidad han sido puestas en duda.
Pero no quiero seguir insistiendo en esto, ya que nunca fue la realidad lo que me ha movido, sino algo que está más allá de ella: la cuestión de la verdad. A veces los hechos desbordan tanto nuestras expectativas, tienen un poder tan inusual e insólito, que parecen increíbles. En las bellas artes, en la música, la literatura y el cine, se puede llegar a un estrato más profundo de la verdad: una verdad poética, extática, misteriosa y sólo puede ser alcanzada con un esfuerzo extra. Eso se logra a través de la visión, del estilo y del oficio. En este contexto, pienso la presunta cita de Blas Pascal sobre el colapso del universo estelar no como una falsedad, sino como un medio para posibilitar una más profunda experiencia extática de la verdad interior. De la misma forma en que no hay falsificación cuando la Pietâ de Miguel Ángel retrata a Jesús como un hombre de 33 años, y a su madre, la madre de Dios, como de 17.
Nostros también podemos aumentar nuestra habilidad para tener experiencias extáticas de la verdad a través de lo sublime, eso que nos vuelve capaces de elevarnos por encima de la naturaleza. Kant dice: “…el poder irresistible de la naturaleza nos obliga a reconocer nuestra impotencia física como seres naturales, pero a la vez evidencia nuestra capacidad de juzgarnos independientes de la naturaleza, algo así como una superioridad sobre la naturaleza...”. Dejo de lado algunos pasajes para simplificar. Kant continúa: “De esta manera, la naturaleza no es considerada sublime en nuestro juicio estético porque nos provoque miedo, sino porque excita en nosotros un poder (que no es naturaleza)...”. Trato a Kant con mucha precaución, porque sus explicaciones acerca de lo sublime son tan abstrusas que siempre fueron ajenas a mi praxis.
Sin embargo, Dionisio Longino, a quien llegué a leer cuando me metí en estos temas, está mucho más cerca de mi corazón, porque siempre habla en términos prácticos y da ejemplos. No sabemos nada acerca de Longino. Los expertos ni siquiera están seguros de que ése fuera su verdadero nombre; sólo podemos conjeturar que vivió en el siglo 1 DC. Desgraciadamente, su ensayo Sobre lo sublime nos llegó en forma muy fragmentaria. En los manuscritos más antiguos del siglo 10, el Codex Parisinus 2036, faltan a veces folios completos. Longino procede sistemáticamente: siempre cita ejemplos muy elocuentes de la literatura. Y aquí, sin seguir un orden esquemático, voy a apoderarme otra vez de lo que me resulta más importante.
Lo fascinante es que en el comienzo de su texto Longino invoca el concepto de éxtasis, si bien en un contexto diferente del que yo vengo hablando. Con referencia a la retórica, Longino dice: “Lo que es sublime no se dirige a persuadir a los que escuchan, sino que busca llevarlos a un estado de éxtasis; en todo momento y en todos los sentidos, el discurso imponente, con ese hechizo que nos produce, prevalece sobre aquello que solo busca la persuasión y el agrado. Podemos controlar nuestras persuasiones, pero el influjo de lo sublime produce un poder y una violencia imposibles de soportar, cautivan a todos los que escuchan”. Longino usa el concepto de éxtasis para referirse a un salir fuera de sí mismo para alcanzar un estado de elevación en el que podemos ir más allá de nuestra naturaleza, naturaleza que lo sublime "revela al mismo tiempo como un relámpago”. Nadie antes de él había hablado tan claramente de la experiencia de la iluminación. Por mi parte, me tomo la libertad de aplicar esta idea a momentos muy raros y fugaces en el cine.
Longino cita a Homero para demostrar la sublimidad de las imágenes y su efecto iluminador. Éste es un pasaje que narra la batalla de los dioses:
A través del vasto cielo y del Olimpo resonaron las trompas.
y Aidoneo, Señor de las Tinieblas, tembló en lo profundo
asustado y saltó de su trono gritando; no fuera que Poseidón,
el que sacude la tierra, la desgarrase y se hicieran visibles
a mortales e inmortales las horrendas y tenebrosas
moradas que hasta las divinidades aborrecen.
Longino era un hombre extraordinariamente culto, que citaba con mucha exactitud. Es sorprendente que aquí se tome la libertad de fundir dos pasajes distintos de la Ilíada. No es posible que se trate de un error. No obstante, Longino no está mintiendo sino, más bien, produciendo una nueva verdad, más profunda. El sostiene que, sin la veracidad y la grandeza de alma, lo sublime no puede llegar a existir. Y cita una frase que los estudiosos en la actualidad atribuyen a Pitágoras o a Demóstenes: “Verdaderamente bella es la respuesta del hombre a la pregunta de lo que tenemos en común con los dioses; él responde: la capacidad de hacer el bien [euergesia] y la verdad”.
No tenemos que traducir euergesia como “caridad”, tal como esta noción se entiende en la cultura cristiana. Tampoco alétheia, la palabra griega para decir verdad, es fácil de comprender. Etimológicamente, proviene del verbo lanthanein, “ocultar”, y de las palabras relacionadas con léthos, “lo oculto”, “lo escondido”. A-létheia, por lo tanto, es una expresión negativa, : lo “no-oculto”, lo desvelado, la verdad. Pensando con el lenguaje, los griegos intentaban definir la verdad como un acto de revelación: un acto relacionado con el cine, donde un objeto es expuesto a la luz y entonces una imagen latente, aún no visble, es impresa sobre el celuloide, donde debe ser primero procesada y luego revelada.
El acto se completa en el interior del alma del oyente o del espectador; el alma consuma la verdad a través de la experiencia de lo sublime: esto es, culmina un acto de creación independiente. Longino dice: “El alma es elevada a través de lo verdaderamente sublime, alcanzando resuelta la altura, meciéndose colmada de una alegría orgullosa, como si ella misma hubiese creado lo que escucha”
.
Pero no quiero quedarme en Longino, en quien pienso siempre como un buen amigo. Estoy ante ustedes como alguien que hace cine. Me gustaría mencionar algunas escenas de otra película mía como prueba. Un ejemplo sería El éxtasis del escultor de madera Steiner (1974), donde el concepto de éxtasis aparece en el mismo título. Walter Steiner, escultor suizo y campeón del mundo de salto de esquí, se eleva en el aire como si viviera un éxtasis religioso. Vuela aterradoramente lejos, entra en la región misma de la muerte: si fuera un poco más lejos, no aterrizaría sobre la ladera empinada, sino que se estrellaría más allá. Hacia el final, Steiner se refiere a un pichón de cuervo que él crió y que fue su único amigo en la soledad de su infancia. Al cuervo se le fueron cayendo las plumas, quizás a causa de la alimentación que Steiner le daba. Otros cuervos lo atacaron y lo torturaron tan terriblemente que al joven Steiner sólo le quedó una opción: “Desgraciadamente, tuve que pegarle un tiro,”, dice Steiner, “porque era una tortura ver cómo había sido herido por sus propios hermanos y ya no podía volar más”. Y luego, en un corte rápido, vemos a Steiner −en lugar de su cuervo− volando en cámara muy lenta, suspendido en la eternidad. Es el vuelo majestuoso de un hombre cuyo rostro desencajado por el miedo a la muerte parece arrebatado por un éxtasis religioso. Y luego, antes de llegar a la zona de la muerte −más allá de la pendiente, en el valle, donde podría ser aplastado por el golpe, como si hubiera saltado desde el Empire State contra el pavimento −aterriza suavemente, ya a salvo. Un texto se sobreimprime a la imagen. El texto está tomado del escritor suizo Robert Walser y dice:
En realidad tendría
que estar completamente solo
en este mundo, yo, Steiner,
y ningún otro ser viviente.
Sin sol, sin cultura,
sólo yo desnudo en una roca alta,
sin tormenta, sin nieve, sin calles,
sin bancos, sin dinero,
sin tiempo y sin respiro.
Tal vez, entonces, no volvería
a sentir miedo nunca más.
Este texto es la transcripción de una conferencia dictada por Herzog en Milán, después de la proyección de Lecciones de oscuridad (Lessons of darkness, 1992). Fue originalmente publicado en Arion. A Journal of Humanitiies and the Classics, Universidad de Boston, invierno de 2010, con el título “On the Absolute, the Sublime and Ecstatic Truth”.
Este sábado 15 de noviembre empieza el ciclo "La mirada de Herzog: un viaje al romanticismo", coordinado por Mónica Giardina y Oscar Cuervo (ver acá). El ciclo, que se extiende hasta el 6 de diciembre, todos los sábados a las 18:00 hs. incluye la proyección de estas películas completas:
1 -
Alas de esperanza (
Wings of hope, Alemania, 2000)
2 -
El gran éxtasis del tallador de madera Steiner (
Die große Ekstase des Bildschnitzers Steiner; Alemania, 1973)
3 -
Lecciones de oscuridad (
Lessons of darkness, 1992)
4 -
La salvaje y azul lejanía (
The wild blue yonder, 2005)
5 -
Grizzly man (EEUU, 2005)
El ciclo se llevará a cabo en la Fundación Centro Psicoanalítico Argentino, Uriburu 1345, 1° piso. Informes: 4822-4690 o 4823-4941.