jueves, 16 de diciembre de 2021

¿Existe una filosofía argentina?

 

por Horacio González *

Editorial: Acerca de la existencia de la filosofía argentina 

En algún tramo de El sol, la línea y la caverna, del recordado profesor Conrado Eggers Lan, se comenta que Platón usa la palabra hypónoia para aludir a un significado encubierto. En la discusión sobre la filosofía argentina hay significados encubiertos. La expresión es inquietante pues encierra una pregunta, una posibilidad, una calificación improbable para la filosofía y una aceptación desvelada pero real respecto a si hay filosofía en la Argentina. No son los tiempos de Alejandro Korn, donde esa duda tenía un acceso intelectual a su tratamiento calmo, ponderado. 

Tenemos el vasto territorio de la filosofía de Carlos Astrada para reflexionar sobre el particular: buscar el “plasma nacional de los orígenes” no lo eximía de escribir las obras más relevantes de la filosofía hecha aquí, entre nosotros, un “entre nos” que encarna la mencionada hypónoia, los encubiertos significados que llevan a una filosofía argentina o a la filosofía en la Argentina. Leer La revolución existencialista o El marxismo y las escatologías de Astrada, no produce una menor impresión de estar frente a una filosofía enraizada que El mito gaucho, una reflexión en la que el rastro de Heidegger se revela tan elocuente, como la pasión por ese y otros nombres propios que le han dejado a nuestro país autoreflexiones fundamentales en su historia cultural. 

Estamos perfectamente advertidos sobre los riesgos del mal particularismo o de lo que en los últimos años viene siendo denunciado como sustancialismo u ontologismo. Pero, ciertamente, esto es muy frágil como denuncia. No pueden ser motivo de censura, salvo para funcionarios de un sumario guardarropas filosófico, conceptos que alientan problemas de muchos siglos de filosofía, por lo que mentar palabras de un gran legado universal para sospecharlas, puede convertirse en una voluntaria ceguera que cree apartarse del “esencialismo” cuando en realidad abandona el pensamiento intenso. Lo haría tan sólo para atrapar los magros programas de una filosofía cubierta de jergas, recelos y prevenciones. 

Sin embargo, aceptemos que hay que estar protegido de las fundamentaciones fijistas y macizas, absorbidas por epigramas heroicos, poco serenos o mal escampados. ¿Lo estaríamos menos si no supiéramos resguardar adecuadamente el destino de una filosofía viva? Tal filosofía deberá tomar de la academia su historicidad añeja y no sus dudosos formularismos actuales; deberá tomar del rigor de su “ciencia estricta” lo que tiene de aventura intelectual y no de vocabulario de gabinete; deberá tomar de la vida real de la lengua y del intercambio cotidiano, su oscura y holgada creatividad antes que su amoldamiento a las rutinas de los medios de comunicación; deberá tomar de las novedades intelectuales basadas en la cita de actualidad, su necesaria puesta al día pero no su horizonte teledirigido y su razón administrada; deberá tomar, en fin, sus recursos retóricos de todo lo que hoy conmueve a la humanidad en la crisis de las lenguas y las ideas –como lo percibió Husserl en la Crisis de las ciencias europeas– y mucho menos de las técnicas planetarias de escritura de tesis, que si bien contribuyen a mantener viva la actividad filosófica, muchas veces demoran también la aparición de los necesarios textos de ruptura. 

Todo esto intentamos mencionar, en tanto hypónoia, cuando decimos filosofía argentina. [...]

El filósofo argentino: ¡dificultades!

Los intentos filosóficos argentinos están forjados por estilos textuales que expresan las tensiones que afrontaron nuestros filósofos. De hecho, en estas latitudes, el acto de filosofar aparece atravesado por un dilema constitutivo: la filosofía como campo cultural ligado a la razón y la filosofía intuitiva emanada de las contingencias políticas. Horacio González se propone habitar esta angustia fundacional que marca a fuego los devenires filosóficos, desde los modos en que la cita se hace presente; sea en forma explícita, velada, imprecisa o irónica, en la escritura de las figuras que han encarnado el hacer filosófico argentino. Nombres como Groussac, Moreno, Lugones, Macedonio Fernández, Alberdi, Rosas, Ramos Mejía, Astrada, Perón, Borges, Rozitchner y Del Barco, son sutilmente examinados por el ojo de quien advierte que en este drama irresuelto se juega la posibilidad de un pensar filosófico, precondición para la creatividad social deshilachada que persevera en esta dificultad.


I

Tratemos en primer lugar de recrear un pensamiento de Paul Groussac respecto a cómo leía y citaba Mariano Moreno. Aplicado estudiante de Chuquisaca, Moreno había considerado a un número profuso de Enciclopedistas. Sin embargo, no se detuvo en lecturas que le habrían sido más relevantes para su tarea, como la de Montesquieu. Apenas repararía en Filangieri, un discípulo de Montesquieu, “sublevado algo ridículamente contra su maestro” 1 . A diferencia de El federalista de Hamilton, Madison y Jay, en donde se consideraba ajustadamente a Montesquieu, Moreno será descuidado con su escritura y no cita correctamente (o directamente no cita) a los autores de los que extrae sus textos. Cual glosador negligente, maltrata los necesarios vínculos de fidelidad a las obras. Sin embargo, elogia aparatosamente a los autores que desvalija. Tergiversa y a la vez regala incienso a escritores generalmente mediocres, lo que parecería más dirigido a agasajar al citador que los ha descubierto que al anodino autor de turno, objeto de la tarea citadora. Todo lo cual es lo propio de un abogado, piensa Groussac. “Libertad harto forense”. Así como se alega en el foro, sin cuidarse los fundamentos más ceñidos en nombre de la eficacia momentánea del discurso, Moreno pasará estas desidias a su tarea de editorialista de La Gaceta Mercantil. Esas citas son astillas oníricas de lectura. Meros recuerdos difusos a los que apela el novel abogado ante la urgencia del alegato. Cierto, hay “ideas propias”. Pero yacen en el magma indiferenciado de voces entremezcladas, donde un párrafo adecuado de Volney convive con una frase efectista de Raynal o de Mably, a los que Moreno suele transcribir libremente sin mencionar lo que hoy llamaríamos “la fuente”. Asimilaciones a granel, las juzga Groussac. ¿Plagiario? No es esa la cuestión, no sólo porque cuando un autor ajeno lo visita sistemáticamente durante largos pasajes, Moreno lo cita indirecta u oblicuamente –mostrando que no hay afán de apropiación desleal–, sino porque también actúa en nombre de un ejercicio largamente aceptado en su medio intelectual. La expresión en cursiva es la que emplea Groussac, quizás el escritor que por vez primera entre nosotros se sintiera llamado a realizar reflexiones precisas sobre las prácticas de los escritores frente a sus escritos y las usanzas culturales de una época. Por un lado, Moreno se siente insuflado de ejemplificaciones atenienses y espartanas, en su mayoría glosadas de Rousseau y Mably. No se priva Groussac, según su estilo, de una ácida observación que suena como el preciso guantazo de un mortífero polemista. Véase una de las tantas púas que clavara en las dermis inexpertas que le ofrecían los litteratis vernáculos: 

Moreno suministraba copiosos ejemplos de Minos y Licurgo a los diputados de Santiago, Jujuy, Tarija y demás provincias, que ya se ponen en camino para derrocarle!

Casi creeríamos ver aquí un sabor anticipado del gran polemismo que pasadas algunas décadas, y con similar intención de contrastar crudas realidades a los rebuscados ensueños ideológicos, animaría a escritores como Scalabrini Ortiz o Jauretche. Pero por otro lado, está inmerso Moreno en un medio periodístico. Groussac se encarga de subrayar que en el estilo periodístico existe una implícita habilitación para la cita imprecisa o aun para la ausencia de esmeros que de otro modo hubieran sido exigidos, si no se estuviese en un ámbito torrencial, que exige premura y talento para las grandes síntesis, menos exactas que vehementes. Moreno, pues, periodista. No podía hacer más, su biblioteca era sumaria, su formación intelectual tenía no poco de vicaria, pero su disposición literaria y política, cuando librada a su vivaz espontaneidad (¿y Groussac no estaba íntimamente obligado a asentar este juicio?), podía alcanzar cierto sabor ciceroniano, y no poco de Tácito en sus frases más felices, sobre todo aquellas que abren sus escritos perentorios, los pueblos compran a precio muy subido la gloria de las armas. Al cabo de su empresa demoledora, Groussac surge de las ruinas humeantes de su crítica y hechiceramente salva al tribuno del precipicio: Moreno, con toda su ambigüedad ineluctable, era el digno jefe, momentáneo jefe, aunque mejor dicho, momentáneo director, sobre todo intelectual, de una revolución

No escapa del lector contemporáneo la idea de que Groussac quiere hacer una historia de la revolución argentina a la luz de la creación de un ámbito intelectual autónomo y riguroso, que para el caso era sumamente defectuoso. La crítica a los escritos de Moreno dándoles el peso que corresponde en cuanto a la idea de autoría individual y creación de un medio intelectual independiente –acaso bajo la inspiración de la expurgación y desciframiento acabado al que habían sido sometidos los escritos de Pascal que poco antes se habían hallado en la Biblioteca Nacional de Francia– se le asemejaba a Groussac como la fundación verdadera de una cultura nacional. Debería estar presidida por la conquista de la crítica, de una noción de autonomía textual, a la que sólo se arribaría abandonando la improvisación en el oficio intelectual y la tendencia al descuido en las citaciones. Es decir, en la fabricación de textos que se ausentaran de su verdadera conciencia operativa, tomando tramos de otros textos sin designarlos adecuadamente en su ajenidad productiva, sin definirlos en su origen y sin señalar la necesidad intrínseca de ser alzados a los textos propios.

Evitar esos errores es la tarea ímproba de Groussac, y el debate sobre qué tipo de propiedad textual posee el escrito atribuido a Mariano Moreno denominado Plan de Operaciones 2 (el título en verdad es más largo y digresivo), le sirve para generalizar el debate sobe su proyecto de darle a la vida cultural sudamericana un rigor parejo con su responsabilidad, ajeno a los practicantes atolondrados de ciencias a las que visitan con meras generalidades de aficionados. 

¿Por qué no penetra en los países de habla española esta noción, al parecer tan sencilla y elemental: que la historia, la filosofía y aún esta pobre literatura son ‘especialidades’ intelectuales, tan difíciles por lo menos como las del abogado o el médico, y que no es lícito entrarse por estos mundos como en campo sin dueño o predio del común?

Este recetario propone un cuadro de disciplinas trazado con rigor y delimitado según competencias que no se yuxtapongan. Inhibe tanto al que practica las humanidades sin pensar que está en el terreno de un conocimiento estricto, como al poseedor de saberes clásicos –de leyes, de artes médicas–, que conjeturase que todas las vías del saber se le acoplan al gustillo de su aureola doctoral tan vaga como sentenciosa.

El especialista intelectual que patrocina Groussac, cuando toma lo que fuere del jardín de amenidades de las filosofías y conocimientos más desarrollados, pone señales inequívocas de su arte citador –indica lo que toma con austeridad de juicioso arrendatario–, a fin de que su propia contribución quede también delimitada sin la vergüenza acobardada del eterno inquilino de las ideas. En esta modernidad intelectual fundadora de cuerpos nacionales, se llega a la mayoría de edad reconociendo débitos, y en el caso de Mariano Moreno, incluso es posible advertir que su incierta modalidad de arrebatar rápidamente los frutos del saber, se debe justificar por su talento natural obligado a cultivarse en medio de las urgencias de una ardua revolución. Groussac pedía rigor en los países de “habla española”, especulaba con una crítica textual como plataforma de una emancipación intelectual, pero no instituía una policía contra plagiarios sino una ironía del refutador que escarnece a los presumidos doctores rioplatenses a los que finalmente adulaba después de la golpiza: Groussac era un fino estilista del desprecio pedagógico, y no dejaba de cuidar la silla curul desde la que administraba las compuertas del espíritu de época al punto de impedir salidas elegantes a los letrados que sancionaba. 


II

La cuestión de fundar la crítica de textos (cómo se cita, quién cita, quién escribe, quién es el autor) podía con razón asemejarse al principal problema filosófico en los países americanos; dicho de otro modo, podía significar el acto filosófico como último juez de los temas referidos a cómo un conjunto de almas y regiones juveniles se incorporaban al espíritu más maduro de la época. “Americanizar” es expresión groussaquiana: en algún lugar dice que la conocida frase de Volnay, las ideas no se matan, fue “americanizada” por Sarmiento otorgándosela a Fortoul. La palabra americanización tiene aquí un aire mordaz, como si Groussac no creyera que el traslado y el gracioso (o deliberado) descuido en la cita, no sea un rasgo de “desvío creativo” sino de precariedad en el viaje de los conocimientos. Descartada pues la aclimatación o americanización rigurosa, quedaría sin resolver cómo se ejercería la facultad de autoafirmación filosófica en los solares argentinos. Groussac no se equivoca al postular la necesaria fundación filosófica en la crítica de textos, pero no parece imaginar un modelo adecuado, salvo sus propias obras y hasta cierto punto las de Alberdi, Wilde o Juan María Gutiérrez, escaso elenco levemente melancólico si se tiene en cuenta que intimidó a Lugones o a Rubén Darío con severas admoniciones o adustos correctivos, así como fustigó a J. M. Ramos Mejía en el mismo pórtico de su libro, La locura en la historia.

Precisamente en este caso, Groussac utiliza el prólogo de este libro, que el propio Ramos Mejía le invita a escribir, para destruir meticulosamente la mismísima tesis del libro sobre la “locura hereditaria” con argumentos en general muy bien planteados, pero en la “propia casa” del escritor que rebate. Quizás pensaba que esta lección ruda pero paternal, servía para reencaminar a un autor que veía refinado, gozosamente espeso, pero enredado en funambulescas doctrinas. Debía señalarle que era necesario depurar los argumentos e incluso cuidar de no incurrir en contradicciones sin disculpa.

Ciertamente, ante La locura en la historia 3 los lectores titubeamos cuando presentimos que nos rodea un extravagante enjambre de citas, como si hubiesen sido adquiridas ayer en el montepío general de los textos. Como entre piedras calcáreas en las que picotease un citador maniático, se deslizan los desaliños de Ramos. Apelando entre otros tantos a Paul Moreau de Tours, presenta a este autor como un entusiasta de Fourier. Pero Groussac, atento e implacable, rebate esto: Moreau de Tours desconoce justamente a Fourier. Entonces, cita impropia, arruinada. Pero Ramos se mueve cómodamente en ese bosque desparejo de citaciones francesas, como si se paseara divertidamente en carroza cosechando flores al azar, entre sabiondo y burlonamente inexacto. Y para Groussac, aun el habla más atractiva por lo voluptuosa tiene que tener esprit de sérieux.

Ramos Mejía es voraz, desmesurado. No sólo se recuesta sobre lecturas desde luego abandonadas, Moreau de Tours o el más interesante Max Nordau, sino también sobre Hombres y dioses de Paul de Saint Victor, lo que para Groussac roza la sempiterna indolencia del “citador nacional”, pleno de ímpetu expositivo y de hedonismo literario, pero poseído por los demonios de una incuria espontaneísta. Sin embargo, no advierte Groussac que esa falta de aires científicos en la exposición –científicos, ya que no positivistas, pues no es Groussac alguien que los desee de ese modo–, no puede afectar las bases de un libro intempestivo e inclasificable, a pesar de su biologización positivista de la historia, a tono con las alegorías biológico-sociales que nunca cuesta trabajo encontrar en los horizontes intelectuales de aquellos tiempos, pero que en Ramos pertenecen mejor a una extraña saga simbolista, casi esotérica y rabelesiana a la vez.

Entonces, la escritura de Ramos Mejía ilustra, más que ninguna otra cosa, sobre la tragedia de la “escritura científica” que desmorona sus presupuestos en el mismo acto de enunciarlos. Hecho implícitamente filosófico que Groussac no percibe en medio de su esfuerzo de contradictor con sus reglas de fino duelista, pues debe alertar desde dentro de la propia obra de Ramos sobre el peligro de locura que acecha a su mismísimo autor. Esto es, la locura de un escritor con el “alma en ruinas”, según se le atribuye a la manera Lautréamont, tal como la recuerda Rubén Darío en Los raros, libro que también Groussac desmerece por situarse en el extremo acrítico de seguidismo de la cultura francesa, así como en el otro polo, sería igualmente inconveniente acriollar la prosa o el verso para simular ancestros que no se tienen. Ya está formulado el tema que algunas décadas después toma la forma que le dará Borges en El escritor argentino y la tradición.

Seguramente el drama de la cita como núcleo esencial de una americanización rigurosa de la filosofía, no provocada por las lecturas filosóficas de los dandys-filósofos porteños de 1880, esté expuesta como en ningún otro lado en el Fragmento preliminar al estudio del derecho, de Juan Bautista Alberdi, quizás el más importante libro de filosofía escrito hasta hoy en la argentina, si no debiésemos mentar obligadamente una justicia equiparadora mencionando a El payador de Lugones, El mito gaucho y La revolución existencialista de Carlos Astrada, El hombre mediocre de José Ingenieros, No toda es vigilia la de los ojos abiertos de Macedonio Fernández, Exceso y donación de Oscar del Barco, La cosa y la cruz de León Rozitchner, Estética operatoria en tres direcciones de Luis Juan Guerrero, y no muchos más a fuerza de terribles administradores de un podium sin duda gobernado con pequeñas cuotas de frenesí personal, pero esencialmente justo en su constreñida envergadura. Lo constreñido de la lista se dirige como desafío a quienes se sientan aguijoneados por el voluntad de ampliarla.

En lo que hace al Fragmento preliminar de Alberdi, su tema es la cita y el nombre. En cuanto a lo primero, el Fragmento comienza en primera persona declarando que ningún libro se escribe sin el acoso emotivo de otro libro. Esto es ya mucho más que una cita. Alberdi encuentra su alimento conmocional en el libro de Lerminier, que a su vez había experimentado una agitación inspiradora con el libro de Savigny 4 . El derecho no eran normas escritas sino formas sociales vivas, una filosofía de la historia. Ciencia desconocida entre nosotros, dice Alberdi, que hay que incorporar. Hasta aquí, poco de nuevo. Sin duda, es el comienzo de la filosofía, un primer gesto de i n a u g u r a c i ó n personal, originado en la lectura intimista de un libro que excita. Modo que es un hecho relevante, filosofía del lector sensitivo con “el corazón r e c l a m a n d o primicias” del romanticismo. En ese siglo XIX alguno tenía que decirlo bien. Tarea alberdiana. Desea conocer a Vico vía Pedro de Ángelis. Es la filosofía de la historia encarnada. Filosofía y jurisprudencia coaligadas en la idea de que el filosofar real se atiene al principio de individualidad que personifica una nacionalidad. Casi sin que el lector lo perciba, el texto juvenil de Alberdi comienza en la ley moral del desarrollo de las sociedades –materia prima de las leyes jurídicas– y ya está proclamando que la filosofía en tanto razón en despliegue es el principio de la nacionalidad.

Verdadero principium individuationis de un colectivo moral, la relación entre filosofía y nacionalidad lo inspira a Alberdi para el célebre dictum, es preciso pues conquistar una filosofía para llegar a una nacionalidad. Si hay un modo de ser específico de lo social, hay que hallarlo mediante los nombres que lo singularicen filosóficamente. (“Vestirlo de formas originales y americanas”, dice Alberdi; poco después se animaría Sarmiento con este mismo debate). Habrá dos tipos de singularidades en el Fragmento. Una es la de las citas que inducen a la emancipación por la inteligencia, y Alberdi las encuentra en la lectura de Vico –realizada en la traducción francesa de Michelet y consultada por éste con de Ángelis, que por ese momento era un inevitable cortesano intelectual en Buenos Aires– y en una rara frase de Saint-Simon, quién escribe:

La edad de oro de la República Argentina no ha pasado, está adelante: está en la perfección del orden social.

¿Dónde escribe Saint-Simon esa frase? Aparte: ¿En qué lugar escribió Carlyle que el cruce de los Andes fue la gran hazaña militar del siglo XIX?

Las citas de Alberdi imaginan el texto europeo hablando de las entrañas de la nacionalidad: filosofía expresionista, voces del libro occidental de la revolución intelectual –con dicción no española, sino franco-alemana, como en 1844 diría Marx pero aquí llevando a Herder traducido por Quinet a guisa de bandera–, para trazar la voz ideológica de los nuevos países. Expansión y traslación de la cita, que ya adquiere pregnancia antropológica y cuya inexactitud podría no importar en el mismo punto de escándalo en que Groussac colocaba al impertinente escritor argentino vago o presumido con sus referencias intelectuales. ¿No aumentaría ese escándalo en el caso de que Alberdi hubiera traído hacia el gobernante no filosofante el misterio mismo de la filosofía?

He aquí a Rosas, nombrado tres veces en el Fragmento, tratado como rey filósofo espontáneo, aunque él no se sepa portador de esa áurea condición.

Nosotros hemos debido suponer en la persona grande y poderosa que preside nuestros destinos públicos una fuerte intuición de estas verdades, a la vista de su profundo instinto antipático contra las teorías exóticas. Desnudo de las preocupaciones de una ciencia estrecha que no cultivó, es advertido desde luego, por su razón espontánea, de no se qué de impotente, de ineficaz, de inconducente que existía en los medios de gobierno practicados precedentemente en nuestro país…

Fantásticas líneas que resuenan, por desvaída que se mantenga esta cuestión, en el núcleo más vivo de la historia nacional. No sólo Rosas es imaginado por el filósofo, sino que Rosas también filosofa. Pero de otra manera. Rosas intuye verdades –las mismas que el filósofo percibe con sus instrumentos normalizados–, abandona la “ciencia estrecha” que no tenía por qué cultivar y emplea la razón espontánea para discernir las inconducentes formas exóticas de gobierno de esos otros trajes adecuados para la corporeidad nacional efectiva. Este cuadro de oposiciones entre la razón debatiendo en igualdad de condiciones y a veces sin ventaja frente al sentimiento intuitivo y vital, interesa menos en su evocación romántica, que el hecho de que es la figura filosófica de Rosas la que es construida.

Como es lógico, Rosas no había leído a Herder. O a Savigny, como lo hace Alberdi vía Lerminier. Pues bien, Alberdi lo invita a Rosas a “conquistar una filosofía”. Forja un tipo de tirano filosófico que gobierna desde el “corazón del pueblo”, pues Rosas considerado filosóficamente, dice, no es un déspota que duerme sobre bayonetas mercenarias. Por eso Rosas no encarna otra cosa que “la libertad déspota de sí misma”. Y si bien en esta mención es Rosas el que es visto por la filosofía, en la anterior es la filosofía la que es habla inmanente en Rosas. ¿Cómo se impulsa este fluido filosófico que encarna en Rosas? Con las leyes de desarrollo de las culturas históricas, que forjan tanto sus tipos agrestes como los instruidos. Ambos son tipos filosóficos, filósofos intelectuales y filósofos en la no filosofía, emergentes de una común “organización de la cultura” y de los distintos énfasis de la “voluntad nacionalpopular”. Rosas es filósofo que rechaza el exotismo sin terminología filosófica, pero la intuye espontáneamente; Alberdi es el filósofo anti-exótico que conoce la vida interna de la verdad, que sería frágil si no pudiera “suponer” –o sea, nuevamente intuir– en las personas poderosas un rasgo de coincidencia presentida con esa verdad.

La forja del filósofo áspero, acaso bárbaro, depende de la intuición del filósofo de verdades ya encontradas por filósofo de la cultura; es intuitivo para encontrar la intuición real (pues Rosas no habla de filosofía), y al mismo tiempo es filósofo de conceptos historicistas para imaginar que aún en el retraso de su reflexión, implícitamente el gobernante también los posee. Esta coalición circular de intuición verdadera y de verdad anidada en la intuición, viaja como un estampido somnámbulo en los capítulos de la filosofía que de tanto en tanto escriben los filósofos argentinos. En los años setenta vuelve el enigma revelado de la relación Alberdi-Rosas, ahora recubierta del glorioso hegelianismo de izquierda: José Pablo Feinmann, en Filosofía y Nación, con toques menos herderianos y más vocabulario de la “crítica de la economía política”, apela a esta implícita reconciliación entre civilización y barbarie, tal como Jauretche, otro herderiano aunque con chispeante terminología gauchipolítica, la imaginaría reconciliadas en la década anterior, pero entonces en la figura de Arturo Frondizi 5 .

A propósito de las hojas perdidas de los 70, en la revista humanistacriollista Envido, dirigida por Arturo Armada, se realizaba una singular experiencia. Hablaba casi enteramente la lengua de la conducción política y del estrateguismo de liberación 6 , pero el tema que la acuciaba era uno que sin saberlo se le había legado, la posibilidad misma que el príncipe de la época, con su filosofía de no filósofo, admitiera que poseía una filosofía aunque en una medida menor a la que suponía, para dejar resquicio a la juventud filosófica (politizada con el nombre que prestaba precisamente quién tenía el señorío completo del banco de nombres irradiados en la época) a que recreara la lengua con adquisiciones al sabor de aquellos historicismos del momento, de la fenomenología de la violencia o incluso de la dialéctica negativa.

El fracaso de este tácito alberdismo, ahora con los nombres de Hegel, Fanon o Marcuse –tal como fracasara quien primero empleó la pócima, el propio Alberdi– de alguna manera prefiguraba conceptualmente todos las dificultades ostensibles que luego se dieron en la relación con la persona grande y poderosa que preside nuestros destinos públicos pues ya había elaborado un cuerpo de ideas concluyentes con forma de verdad, siendo que era notablemente forzado imaginarle una fuerte intuición de estas verdades, a la vista de su profundo instinto antipático contra las teorías exóticas. Es como si también, la combinación filosófica hubiera exigido la fuerza de una suposición –nosotros hemos debido suponer–, que en los términos en que se traducía la hipótesis de la doble intuición entre el jefe y los que estaban comprendidos por su nombre, no podía ejercerse. Fallaba la suposición, se desplomaba ese nosotros, pero el tiempo verbal de la frase ya anticipaba problemas, pues parece haber escrito no en el momento anterior de la expectativa sino en el posterior del lamento.

En los términos del petitorio groussaquiano respecto a que se tenga especial cuidado con las citas –no hacerlas a la violeta, no presumir de intelectualismos huecos, no creer que la exigencia periodística, que provoca la ocurrencia festejable, disculpará la flojera en el tratamiento de los textos–, se puede decir que en el seno del drama alberdiano del siglo XIX y el siglo XX, fracasa una forma vital de la cita. No la cita filosófica mal planteada y empleada para la estólida vanidad del filosofastro, sino la cita como convocatoria y encuentro de las partes distanciadas del trance que animará los lenguajes de la historia. Si en Mariano Moreno había flaqueza filosófica pero energía política en la misma persona, el mundo romántico separa los actos y propone una búsqueda problemática. Que lo sea, hacía al turbio sortilegio de la hora. Se trataba de la filosofía como razón celebratoria intuyendo la otra filosofía, esa filosofía espontánea que le subyacía no sin efectividad, pero en la carencia de su propia lengua. Una le daría la lengua a la otra, pero debía aceptar que tenía sentido que ella se ejerciese en el “rechazo de las ciencias estrechas”, que siquiera debían frecuentarse. Si esa cita feliz se cumplía, era lo exótico mismo lo que quedaba renegado. Comenzaba la era de la filosofía conquistada como ejercicio fáctico de la nacionalidad. 


III

En esta filosofía de las citas, recordemos dos hechos relevantes en la relación de los escritos argentinos con sus fuentes notorias. Hasta hoy puede leerse con satisfacción La ciudad indiana, de Juan Agustín García, publicado hace más de cien años. El lector de nuestros días podrá objetar ciertas partes o la totalidad de esa construcción un tanto reseca, pero es rigurosa en su esencia. En el prólogo a la segunda edición, Miguel de Unamuno se encargaría de transponer al horizonte vital esas estampas coloniales, diciendo: por esas páginas veo repentinamente levantarse un Santos Vega, erizarse un Martín Fierro. Pero a pesar de la aclaración inicial de García respecto a la inspiración que recibe su libro de La ciudad antigua de Fustel de Coulanges, la vasta disposición y enjoyada sutileza que posee el libro del sabio francés, impide que nadie quede boquiabierto leyendo los buenos intentos del catedrático argentino, calificado escritor y artesano investigador al que hoy sólo festejaríamos pródigamente, sobrellevando con tino las distancias infranqueables que lo separan del egregio original. 

¿Pero nos conformaríamos con que nos corresponde apenas un respeto resignado hacia esa brecha intrasponible entre la civilización intelectual que origina esos vastos frescos histórico-culturales tal cual el de Fustel? ¿O esa brecha es un problema filosófico que no puede disolverse como tal pues evoca el inconveniente específico de nuestros compromisos con el juicio histórico? Ya sé que molesta esa cursiva en la palabra nuestros, como si quisiéramos decir algo más que la inocencia de una muletilla pronominal, quizás una ontología subterránea, definidora esencial de un sentido. Pero no, es nuestro nuestro difuso, un diafragma móvil en la lengua. Ya lo veremos. Pero consideremos ahora la modalidad citadora de José María Ramos Mejía, en Las multitudes argentinas, notoriamente tomado de Psicología de las multitudes de Gustav Le Bon, que lo precede en unos pocos años. ¿Qué hace frente a este libro clásico el sutil tribuno del régimen y notable escritor voluptuoso, genuino heredero de Sarmiento?

Simplemente, comienza citando a Le Bon, luego le interpone una diferencia que no parece muy relevante, que parece equilibrar los platillos de la balanza entre un prolífico ensayista francés y el lejano epígono rioplatense, y después, en no pocos trechos posteriores, va adecuando o glosando libremente los temas del escrito esencial que lo inspira. Cuando pone lo suyo, entretanto, es sorprendente en el manejo jovial e impetuoso de esas imaginativas andanadas que poetizan lo social. El resultado es un libro que se come la cola, emplea varios sentidos contrapuestos del concepto de “multitud”, y acaba por crear un aleccionador disparate pleno de instructiva embriaguez . ¡Original!

Es que Ramos Mejía tiene la habilidad “periodística” que Groussac percibe como peligrosa para la ciencia bien calibrada. Sin embargo, su poder ficcional es tan evidente, y supera tan claramente las proporciones de la prensa periódica, que ocupará un raro lugar en el horizonte de las escrituras modernistas y simbolistas argentinas. No es un científico ni un periodista, no es un poeta ni un investigador, sino un escritor a contrapelo, con desmesuradas dramaturgias. De lo inubicable de su episteme escrita (llamémosla así), obtiene la fuerza de su posición crítica y literaria. Su manejo de la cita es equívoco, barroco y alegremente estafador, como un copista morfinómano que no percibe cuánto innova de lo que extracta.

El Rosas de Ramos Mejía es probablemente el máximo libro que se ha escrito sobre este antimodernista hombre de mando. Supera a Saldías, a E. Quesada, a Ibarguren, a Gálvez, a quienquiera que surgido de fuentes nacionalistas o liberales se le haya animado al crucial personaje. Consiste en una amplia consideración sobre estilos y metáforas, sobre modos de historiar y sobre la relación de la vida con el documento, sobre la historia como teatro y la teatralización enfermiza del mundo histórico. Ni siquiera debe filiárselo a ningún “antirrosismo” que algún “revisionismo” debería exorcizar, pues se sitúa en un plano estetizante donde su aversión a Rosas convive con una secreta y ansiosa apología de la desmesura y del desvarío. Citador contumaz, no se priva aquí de mencionar un Macaulay, pero tampoco un Heliogábalo. Ya no es el “Rosas” en que puede filtrarse el alma herderiana de “Alberdi”, sino un “Rosas” reclinado en la camilla rembrandtiana con una conciencia de claroscuros psicopatológicos para que viniera a develársele, a través de algún nigromante foucaultiano, la razón de su locura.

No admite ser juzgado según se hayan hecho buenas o malas citas –conforme quería Groussac–, y ni siquiera si fuera la base para la creación frankensteiniana de un Centauro Nacional, mitad caballo intuitivo, mitad filósofo romántico. En Ramos Mejía Rosas es una creación textual, cabalga sobre el escrito y escribe él mismo, presa de su alucinación encarnada en la alucinación del escritor que lo recrea. Del mismo modo, en su silueta de Yrigoyen –obra maestra del aguafuertismo nacional–, lo considera un opiómano de la revolución poseído de una misteriosa fuerza cabalística 7 . No hace un intento de entrar en el mundo de Yrigoyen, acorazado por su lenguaje krausista, sino que lo reviste de las notaciones de una exquisita psicología artística. Lo comprende en la lejanía –desde luego, también política–, y sólo se contenta con trazar un croquis médico y pictórico en tanto poéticas esmaltadas y cerradas en sí mismas. La filosofía aquí practicada, correría el peligro de no servir como contrapunto del ánimo estetizador de la política, que lo gana. Coriolano Alberini, enjuiciador adusto del positivismo, no deja de ver el trasfondo simbolista que hay en este Ramos Mejía, “naturaleza romántica enturbiada por el materialismo médico” 8 , y que si no reproduce el drama alberdiano frente a Rosas, esto es, el drama de la filosofía frente a su objeto histórico y práctico, es porque lo repuja en aguafuertes de largo aliento pictural, sin esperar que reciba la reparación filosófica que rehaga su inmanencia como trascendencia.

Por otro lado, Yrigoyen tiene lengua propia, y su espesura no es penetrable por otras alternativas filosófico-políticas. I. B. Anzoátegui, otro curioso autor de aguafuertes de aire humorístico y bravo resplandor inquisitorial, encuentra en plenos años 20 que sólo la temprana escritura de Borges se acomoda a los arcanos del lenguaje de Yrigoyen. Luego, Ricardo Piglia, obedeciendo a su técnica sutil de imperceptibles dislocamientos metonímicos, puso a Macedonio Fernández en ese lugar, retomando la medida filosófica de la correspondencia intempestiva entre textos recónditos de la literatura y el alma del político con su tragedia de expresiones incompletas o indescifrables.

Precisamente, Macedonio Fernández persiste en un estilo de filosofar metafísico que incluye el intento de crear una técnica de suscitación de estados que no están en la vida. Estos estados no deben basarse en contenidos realistas ni en mimetismos sentimentales sino en ejercicios referidos tan sólo a la autosustentación de su propia existencia artística. Toda materia existente en la escritura o el pensamiento debe investigar su sí mismo existencial, sin procurar efectos sensoriales externos, sino peguntarse si hay transfusión o pasaje entre lo técnico y lo vital. En verdad, siempre hay, y ese pragmatismo metafísico de Macedonio en que se funden la vida y la obra, significa la realización de la filosofía, quizás como un empalme lúdico de las corrientes filosóficas de su tiempo, el pragmatismo y la fenomenología, cuyos ecos lejanos recoge en sus escritos. Los estados finalmente estarán en la vida, la obra artística se confunde con el vivir.

Lo técnico que Macedonio defiende (tecnicidad de la invención autofigurada de la obra, lo que en verdad sería lo metafísico) consiste en ver la filosofía como un estado práctico presente precategorial o ante-predicativo. Su hipotética conversión en vida hace de lo técnico-pragmático una teoría de yo en suspenso, pura praxis de la eternidad. “La novela salida a la calle con todos sus pesonajes en ejecución de sí misma”, según dice Macedonio, intenta un conocimiento que supere la distinción entre vigilia y ensueño, deteniendo el pensamiento en una imagen presente de sus estados sensoriales, pero abiertos a la práctica metafísica de la dilución de la diferencia entre sueño y mundo externo, entre texto y vida. Con lo que todo lo de Macedonio concluye en una poética amorosa como sustento del mundo, demostrable cuando muere el cuerpo amado en el que el amante había subsumido el suyo, y que ante la “cesación del otro cuerpo” debe recobrar de una manera fulminante el suyo olvidado, con lo que en Macedonio comienza el irresoluble problema del amante sin correspondencia, esa muerte ya vivida que queda junto al amante vivo cuando parte la amada 9 ; el dilema del suicidio es lo que viene después, tema que es incesante en Macedonio 10.

Por poco que logremos encontrarnos en y con este pensamiento sin igual –y que surge de meditaciones metafísicas sobre las ciencias jurídicas en la misma época de la juventud de Ingenieros y Lugones– es evidente que en su cuerda más íntima hay una voz crispada en su humor absurdo que intenta seguir los asuntos públicos argentinos de una manera agónica, tomarlos en su mundo de vida. La derivación literaria de Macedonio la clausurará Borges al considerar que la auto-eternidad de la novela que se disuelve en infinitos prólogos, expulsa al lector. En cuanto a la derivación política apenas tiene el titilar de los intentos de Scalabrini Ortiz, que deseó con ella crear una metafísica social activa en torno a la idea de hombre colectivo emancipado y tecnología nacional autónoma. La pragmática metafísica de Macedonio no es el pragmatismo alberdiano, desde el cual se ataca al que ignora “el papel social y político de la filosofía, sus intimidades con la política, la legislación, la economía y el arte” 11.

Se podrá ver que el capítulo macedoniano de la filosofía en la argentina arroja un resultado impresionante respecto al juego de las citas. Macedonio lleva al absurdo las citas, lee indirectamente (por ejemplo, a Hobbes a través de Schopenhauer) y convierte sus argumentos en pequeños relatos donde con ejercicios de anacronismo se trae el texto a una circunstancia de actualidad (Hobbes visitando Buenos Aires en 1928: lo indirecto se torna absolutamente concreto, vivencial y directo). Quizás el precio de su complejísima construcción, con usos inesperados de la lengua, empleo de luminosas antiguallas así como de arquitecturas bárbaras y personalísimas, un opus nigrum de una anfractuosidad abusiva que sin embargo entraña oscuras poetizaciones del idioma, fue la desorientación pública respecto a cómo leerlo. Se trataba del más amplio esfuerzo por invertir con el humor y una metafísica activa del texto, el orden de una cultura nacional basada en los ecos de los nombres filosóficos europeos. ¿O habría otra forma de decirlo? No se resolvía el dilema dictaminando que esta región del mundo era parte inescindible de la cultura occidental, con plenos derechos en el legado y en su uso, como hará Borges, quien sin embargo se adjudicará para hablar los exclusivos derechos de su sangre criolla antepasada 12 y practicando en la Nueva refutación del tiempo su propia metafísica irónica pero aliviada de escabrosidades macedonianas, aunque no de sus mismas conclusiones. No se resolvía, pues había idiomas singulares y dramáticos de por medio –francés, alemán, inglés– que en su derrotero pesado, de grandes orgánicas y fantasmagorías de las lenguas, no tomaban la dirección difuminadora que aquí se recomendaba, por lo que el paso adelantado de diluir la frontera moral e intelectual de la textualidad argentina nunca dejó de considerarse, pero tampoco cesó el lamento literario ante la mera posibilidad de que esa fatal subsunción finalmente se concretara.

No es posible ver esos lamentos en un esfumado Juan Crisóstomo Lafinur 13 hablando en la Buenos Aires de 1819 sobre Gassendi; pero sí los encontramos poco menos de una década después en Echeverría, que se bate en su propio espíritu con la cuestión autonomista, ora ensalzándola, ora rebatiéndola en los horizontes de un humanismo universalista, aunque su apología del matambre no osó trasferirse al ámbito real de la filosofía.

Pero con las vastas mitografías de Leopoldo Lugones y Carlos Astrada –El payador, 1916, y El mito gaucho, 1948– se configura una extrema solución para el creacionismo de la cultura nacional sostenido por una filosofía de la heráldica y la metempsicosis –en el primero–, y del “plasma poético originario” en el segundo. Más allá de sus diferencias, en ambos se percibe el más desmedido (y no por eso menos interesante) proyecto para liquidar drásticamente la cuestión groussaquiana de la cita improbable y chapucera. Ahora no se trataba de introducir en un cuerpo apagado la primacía de la ideología nueva –como en Lafinur–, pensar al gobernante absoluto con las notas de la filosofía emancipada –como en Alberdi– o festejar que los simuladores y falsarios “fueran certeramente acribillados por Stirner y expuestos por Nietzsche para todas las posteridades” 14, como Ingenieros. Se trataba de labrar la función del mito como pasión heroica transmisible por generaciones a partir de un origen milenarista (como en Lugones), o de ubicarlo en el seno de una praxis histórica completa que provendría de un telurismo ancestral (como en Astrada). En los dos casos las altas religiones y conocimientos alegoristas añejos –helénicos, orientales– aparecían a la justa hora de iluminar una figura renovada sobre el bastidor arcaico de una estirpe argentina.

Sería fácil ahora condenar ambos trabajos por ausentarse del asidero histórico y social o incluso de la norma tolerada de un sereno ensayismo que recomiendan nuestros tiempos de escrituras inspeccionadas. Pero el hecho de que estos libros ya no se redacten en épocas de reglamentaciones escriturales o de rápidas condenas a lo que se olfatea como ad usum de una ontología acechante (véase cómo las palabras esencialista o sustancialista cargan misteriosos y oscuros dictámenes togados de destierro, casi autos de fe capaces de excluir a un texto del rubro de las redes de citas compensatorias que arman los conjuntos universitarios consistoriales) no quiere decir que por su condición de haber roto la pared que resguarda de la intromisión del mito, no deban ser conmemorados, aceptados en su turbada significación. Turbada, pues no de otra forma se realiza el pensar, convulsionado siempre por la quita de su motivo sobrante, para acompañarlo doblemente frente a lo que se desprende de su masa quieta, y en lo que queda de ésta luego de sustraída la pieza que completaría el sentido. Así piensan Lugones y Astrada, en el primero con huellas claras de una insólita influencia de Macedonio Fernández a pesar de que no es ilógico suponer que el humor nutrido de absurdo gramatical de éste contrasta severamente con el asfixiante totalismo épico y destinal de áquel. Pero Lugones dice en las conferencias del payador, que cuando lanzaba mi gaucho sobre los renglones en imágenes que resultaban agradables, no por mías sino por veraces y sinceras, bien así como un paisaje en la sencilla fidelidad del agua, creía sentir que espoleado por vuestro aplauso, iba su corcel trotándome adentro... ¿No debemos ver aquí la apelación a una metafísica del texto como signo de activismo del sujeto político?

Es cierto que en Lugones ese sujeto es portador de un relato mítico completo y que procede por linajes hereditarios, aunque la construcción de índole esotérica no impide lo que Martínez Estrada llamó el logos espermáticos 15, esa don de palabra lugoniano encarnado en la voluptuosidad que obedece a la dialéctica plena entre el bronce, el verbo y la carne. Vanidad heroica, claro síntoma de una búsqueda pragmática en el andar del mito con un sujeto histórico que debía interpretar la osamenta arquetípica que cargaba sin saberlo. Fracaso de Lugones en esto, chasqueada búsqueda en la que había un incierto vacío creador que por un lado llevaba al suicidio herculíneo y por otro al logos espermaticós añorado y esquivo. Macedonio tenía razón en ver que la raíz del problema era el logos suicidógeno. No era otra cosa que la consagración del ser como una mala interpretación del sueño sin soñador, un tonto estropicio que olvidaba que el ser se compone de una suma hedónica ventajosa de sus situaciones presentes.

De allí provienen dos clases de escrituras. Será estatuaria y alegorista en Lugones y fundada en hechos rupturistas mínimos en Macedonio. Uno puede ser la contracara del otro, pero no difieren respecto a juzgar el estilo de las obras según su propio destino de escritura (“lanzaba mi gaucho sobre los renglones”, dice uno; “un instante, querido lector: por ahora no escribo nada”, dice el otro). En los dos casos, una filosofía en acto sobre la dialéctica del escribir, encarnada en el mito del texto que por exceso épico (Lugones) o donación de la nada (Macedonio), compone parte esencial de los formidables debates y legados filosóficos expuestos en este país. 

En este pensar de la mitodicea filosófica argentina, desaparece el dilema de la cita vicaria y de la necesidad de dialogar con la figura situada en el corazón político de la época. Sabremos para qué con sólo volver al drama alberdiano: para dotarla de nuevas palabras y tomar a su vez las que el titular de un máximo nombre político ha absorbido y devuelto a un colectivo histórico de la manera que fuese. Pero, supuestamente ajenos a ese colectivo histórico, Alberdi había sacado el periódico La moda hacia 1838. Sus temas y los de varios miembros de su generación se deslizaban ahí hacia asuntos como el estilo, el tocado, la cultura femenina, los signos indumentarios de la vida, la sastrería como voz exterior del sujeto enamorado, la actualidad como un aire de satisfacción que cada vida declara no deberle más que a su mundo doméstico.

Alberdi, sin embargo, mantenía ese plano como una nada disimulada alegoría de cómo había que tratar las ideas nuevas, con lo que en su vocación por la coquetería había un alma historizada en términos clásicos, como lo desmostrará luego en la polémica con aquel Sarmiento embutido en uniforme europeo por la campaña del Ejército Grande, advirtiéndole que ganar una batalla “no es cuestión de sastrería” o condenando el bigote en El crimen de la guerra, aunque en ese caso, aludiendo a un ícono de la composición facial para ligarlo a repudiables figuras marciales.

La filosofía de la intimidad, antes de la curva que describe la lectura de Max Scheler entre nosotros, estuvo casi siempre ausente en los programas del filósofo argentino. Salvo Lugones que la quiso infundida de amor cortés y fatalismo cósmico –pero como reverso de la “vida fuerte”– y Macedonio, que investigó hasta las últimas consecuencias el mundo de objetos urbanos y cotidianos que circundan la mano, y no se privó de explorar la tragedia del amor. Hubiera sido la forma de oponerle obstáculos definitivos a la cita a destiempo, a la adopción de consignas filosóficas de filósofos mayores –y no tanto–, y a la proclama codiciosa del papel no irrelevante pero un poco insípido del introductor de novedades filosóficas a la vuelta del largo viaje o de la librería barrial con largas novedades de ultramar. Con todo, Carlos Astrada en El juego existencial, hace un recorrido hacia la vida cotidiana estrictamente permitido por su temprano acoso fenomenológico.

En ese libro de 1933, Astrada advierte que el lector va a encontrar aspectos de la filosofía de Heidegger “interpretados con criterio personal”, agregando que si el concepto de juego es heideggeriano, es de su propio cuño la reflexión sobre el juego infantil. Lo comprueba el lector actual en frases de filosofía experiencial como Yo he visto a un niño jugar, a la que Astrada recurre como arranque de su fraseo filosófico, que aquí se ve nítido, de frases despejadas, sustentadas en breves aguijones que van justificando su osada declaración de originalidad, ese agregado personal no irrelevante que él aclimatará en el cuerpo de ideas heideggerianas que lo conmueven. ¿Será éste el modelo constructor de una empresa que forja su singularidad última en la fortuna de un repique agregado a un cuerpo mayor de ideas? El “criterio personal”, en todo caso, es una insinuación válida del estilo con que Astrada acomete su vida filosófica, que en verdad no es fácilmente representable hoy en el conjunto de sus aritméticas y retóricas. No porque el creciente interés por su obra no se halle acarreado por el concluyente libro de Guillermo David 16, sino porque su originalidad hay que revelarla y extraerla ahora como un elemento mítico y a la vez dialéctico, resultante del resoplo de su obra entera, imposible de combinarse en ninguna estabilidad confiada. Esa inestabilidad es su filosofía, hecha sin embargo con los retazos firmes de sus vínculos intelectuales con Heidegger, Scheler, Hegel, Husserl, Nietzsche, Herder, Marx o Simmel, la que aparece como el infinito intento de inmiscuir cada uno de esos textos en los otros, sometidos a enseres de lectura en los que el mito de una emulsión fecundante y primera, de índole telúricopoética, convive con las ideas del numen plasmado en el paisaje como naturaleza pensante, y con un recurso a hermenéuticas de inusual rigor para inscribir, fijar y producir nuevos encauces de prácticamente toda la textualidad filosófica contemporánea.

Inestabilidad así de esas compulsiones de lectura, pues estrictas cada una en su papel de tejidos pensantes autónomos, se plasman en la cabeza filosófica de Astrada de un modo revulsivo, crispado, tornadizo. Es una cabeza alemana fundida en los arcanos de la historia nacional y en textos propios eminentes no raramente al mismo nivel que el de sus fuentes europeas. Nada de ello sin lógica ni pujanza, sino con la que le da el sino –el “sagitario”, diría Astrada– de la filosofía como tensión latente de pensamiento anunciador de una época aún no avistada en todos sus términos conceptuales 17. La resquebrajadura interna en la conciencia interna del texto filosófico de Astrada –y en este sentido es hasta hoy el máximo filósofo nacional– es su fenomenología política del ego filosoficante turbado, la imposibilidad de conciliar con el Estado y a la vez la necesidad de entenderlo como la mala forma de un mito realizador que hay que corregir o refundar con una praxis popular y una cosmogonía humanista, mitodialéctica, que reabra el secreto de los orígenes.

En El juego existencial, su primer libro, Astrada reflexiona sobre la radio y el cine, de un modo no sólo anticipador en el medio intelectual argentino, sino en consonancia con textos cruciales que más o menos en ese mismo tiempo se estaban pergeñando, como La obra de arte en la época de la reproductibilidad técnica, de Walter Benjamin. Respecto a la radio, en ese inicio de la década del 30, Astrada la ve tan auspiciosamente que la cree capaz de reactualizar el mundo retórico grecolatino 18. Se abre una nueva etapa cultural con lo mejor de las antiguas en términos de la restauración del equilibrio entre la voz y la escritura, entre la palabra hablada y la palabra escrita, luego del abuso “mallarmeano” de ésta última. Con todo, la técnica radiofónica encierra los peligros generales de toda tecnología, aunque allí convergiría todo el tejido cultural y existencial de un momento histórico buscando en dónde expresarse. Pero he allí el dilema contemporáneo, ante la incógnita de si va a preponderar la malla existencial y la invención técnica se apoderará del habla real con su retórica escondida, mecanizada.

Puede decirse que la búsqueda del examen de la cotidianeidad como mundo de vida, quizás proporcionaría mayores posibilidades a lo que Astrada llamó tempranamente el “criterio personal” en la invocación de la universal filosofía heredada. La cotidianeidad como problema filosófico, que alcanza su forma cúlmine en el célebre tratamiento que en Ser y tiempo le da Heidegger al lenguaje diario, a las “habladurías”, a la “avidez de novedades” y luego a la presencia de la técnica en el mundo práctico del ser, parecería proponer un paradójico escape hacia la cuestión del texto filosófico autoctonista. Esto permite una ilusión de singularidad histórica al tomar hechos de la moda –y de las modas en la práctica del propio lenguaje–, que en su esencia son partes fundamentales y generales de un estilo de época, pero trabajan en la confianza de la evocación de una cultura propia. Para Alberdi era la moda como lengua íntima de los salones, con su literatura y sus minués, pero un salón siempre tiene una sinuosa relación con su contrapartida estatal y con la política como espejos invertidos. En Carlos Astrada la reflexión sobre el lenguaje de la radio –y hay que ver qué hace con ese mismo asunto Sartre en su Crítica de la razón dialéctica, para valorar el adelantado escrito del argentino– hace las veces de análisis de la lebenswelt, con lo que la mencionada referencia cotidiana mantiene su fuerza apariencial de apuntar hacia la existencia general volcada al mundo y de inventariar las marcas específicas que hacen más reconocible un aire social o nacional “propio” en que se autoreconocen los hombres. Del mismo modo, la relación del filósofo con la lógica de una época y su expresión de regencia política tanto como lo que ya vimos –el uso impreciso, heterogéneo y a veces encubierto de la cita– sirven para trazar el itinerario específico de la filosofía argentina.

El itinerario o trayecto (el ser que sustituye en un recorrido conveniente su condición fortuita) de este filosofar con nombres argentinos, se expone ante obstáculos políticos y la senda propia del que ocupa enteramente con su persona magistraturas y sedes gubernamentales, (ya consideramos Alberdi con Rosas, desde luego Astrada con Perón). El otro obstáculo es la forma de la cita, el estilo real de incorporación de lo otro, lo que es sin duda el máximo obstáculo textual, siendo que finalmente la filosofía es la necesidad de aferrarse a la esencia de ese obstáculo, pues es la suma de interrogaciones que toda dificultad origina y el llamado al discernimiento que todo estorbo provoca. Nosotros debemos suponer que la dificultad o contrariedad del texto es el drama de una filosofía a ser “conquistada” por el “nosotros que supone” 19 alberdiano. Agreguemos que la vía del juego existencial cotidiano como refugio momentáneo de la filosofía, en el “alberdiano” Astrada 20, ya en la época de la fenomenología se revela no como un mero descanso cuando no se puede ser filosóficamente claro y distinto, sino como el drama de la vida frente a la técnica y las retóricas calcáreas del lenguaje. En el procedimiento ternario del uso citador, de la relación del filósofo con el poder no filosófico y del rastro de ausencia filósofica en la oculta filosofía del vivir diario, con sus maneras y vuelcos de estilo, se compone el desafío que debe tomar una filosofía de tiempos y lugares específicamente nombrados –así una filosofía argentina o en argentina–, y ese desafío no sólo no es exterior sino que es la propia materia primera de esa filosofía, su asunto verdadero.


IV

Respecto a la lengua filosófica propia, es un tema que más que proponer una cultura filosófica obligatoria, nos lleva hacia las dificultades del sprit de suite (expresión irónica de Ingenieros para prevenir contra el seguidismo cultural, candoroso pero servil). Veamos dos libros que se inscriben en el linaje scheleriano 21 que en ciertos momentos cubrió una parte importante de la acción filosófica en la Argentina. Se trata de Teoría del hombre, de Francisco Romero, de 1952, y Persona y comunidad, de León Rozitchner, de 1962. Diez años separan estos libros fundamentales de la historia del filosofar en los medios intelectuales argentinos. Romero escribe un libro que nada tiene de insustancial, sí de monótono. Hay un no sabemos qué del afán del tratadista, que inhabilita por lo iterativo un texto aplomado. Teoría del hombre está cansinamente expuesto, pero no sin acudir con serenidad a un vasto repositorio de la filosofía contemporánea leído con competencia y libertad.

Por momentos, vemos en Teoría del hombre menos una emulación saludable de El puesto del hombre en el cosmos, del propio Scheler, que un albergue inconciente y somero de los tramos que ya eran evidentes de la filosofía sartreana. Escribe Romero hablando del otro: “esa duplicidad de identidad y extrañeza de ser el otro también un yo, pero otro yo, condiciona los comportamientos del yo hacia el otro” 22. El otro es amistad y riesgo, comprensión y amenaza, apenas insinuando lo que con poderes de lenguaje y reflexión muy superiormente elaborados, exponía Sartre en El ser y la nada que Miguel Angel Virasoro 23 había traducido al castellano en 1948. El libro de Romero resulta ser así anticipador, pero sólo después de que las cosas que anticipase hubieran sucedido. Irónica realidad del filósofo argentino, como Echeverría saludando la revolución parisina de 1848 de la que recién se enteraba pero en el mismo momento en que ésta sucumbía, pero mostrando también apego animoso a su programa ya asentado de lecturas, inmune a la “revolución existencialista”. ¿Tenía que ceñirse al sendero sartreano, además de la incumbencia profesoral de leerlo? ¿Del mismo modo, hay que ser postreros subrogantes de un Habermas, o si es el caso, de un Foucault, de un Agamben?

El libro de Rozitchner no subroga. Max Scheler aparece en él de dos maneras; por un lado, bien expuesto, con el método de exposición confutativa propia de este filósofo, que la ha desplegado con énfasis en sus obras posteriores 24, y por otro lado, como basamento de un pensamiento que lo proyecta como objeto abandonado y a la vez disponible para un adecuado desvío interpretativo. Así, frente al tema scheleriano del resentimiento como tejido anómalo de la comunidad, Rozitchner sugiere que los “movimientos afectivos personales” no pueden entenderse “si se pone entre paréntesis el mundo histórico”. Ya están dadas aquí las premisas por las que el lector de filosofía de los años sesenta podría preferir frente a la acompasada exposición erudita de Francisco Romero (resumen tácito de los conocimientos de una sociología de la cultura que no era vista con interés por el contemporáneo cientismo social que propendía a la repetición obstinada de un único y desencantado acorde), la elegante y novedosa escritura de León Rozitchner, en la que palpitaba el combate por la historia junto al rumor de fondo de una fenomenología de la emancipación amorosa y política.

Si nos atenemos sólo a estos dos libros ejemplares, late en ellos el drama casi pascaliano de la cita como apuesta hacia un texto singular, con vetas particularistas bien remarcadas. Romero intenta un tratado, tal vez un epítome, en donde la cita es sostén y pilastra, testimonio cierto de la pertenencia a la filosofía rigurosa, austera, normal. La tragedia de este filósofo es la de quién no condesciende a meditar sobre una ontología de la cita textual y la lectura de textos, cuando en verdad no le faltaban agudezas a sus intuiciones y propuestas 25.

León Rozitchner, por su parte, permite que la cita sea deglutida en su propia conciencia de sí textual. Con lo que, si cabe, denominaríamos una dramática ansiedad citofágica. Lo hace para reintegrar una material que en su cápsula refutadora aún retiene en algo o en mucho el sabor de lo refutado. Rozitchner hará de este movimiento de exposición el centro de su hermenéutica, y de alguna manera retomará el olvidado motto alberdiano de conquistar una filosofía para llegar a una nacionalidad, frase que puede entenderse como un utopismo severo de índole estrictamente universalista, pues el conquistar aleja y a la vez ya es la filosofía en estado de contienda presente, y el llegar a la nacionalidad la aparta y a la vez la pone en la integridad del drama de la acción, de la intencionalidad. Por añadidura, en la obra posterior de Rozitchner se encuentra en estado invertido la relación con la estirpe política cesarista, que sustrae, mejor dicho roba la intencionalidad de la acción del sujeto político cabal. El Perón de Rozitchner, tomado irónicamente por una de sus frases 26filosofa también intuitivamente– es la inversión del Rosas que percibe el Alberdi juvenil.

La filosofía hecha al resguardo de los asuntos públicos (o históricos, si se quiere) de la Argentina, reclama menos de la cita cultivada de los tiempos de calma (que son los tiempos académicos por excelencia, el momento académico del ser social) que de la cita imprecisa pero juzgada por el tribunal concesivo de los tiempos de convulsión (o de oscuridad, si se quiere). Ambas formas de citas trató Groussac, tal como lo recordábamos al comienzo del artículo. Prefirió el primer modo. Nosotros quizás deberíamos decir que preferimos el primero, bajo la grave crítica de la economía de las citas que se realiza con el segundo modo. La reciente controversia en la revista cordobesa La intemperie, dirigida por Sergio Schmucler, propone un debate intensamente filosófico.

Es la filosofía arrancada del cuerpo vivo de la sociedad, desgajada del núcleo oscuro de la vida nacional, lo que certifica que el camino de la cita de textos consagrados se revierte hacia el corazón de lo que singularmente ocurre en una historia que es única e irremplazable. Y que, asimismo, se torna ausente la referencia hacia los nombres que, “filósofos sin filosofía”, encarnan las disposiciones de gestión de una época. En tal ausencia, según la intervención de Oscar del Barco 27 en la referida polémica, lo que ahora hay que componer en un acceso al pensar que será intenso en la medida que su intensidad sea un don. Que preservará su fuerza en la medida en que esté despojado de cualquier fundamento. “En el fondo de cada uno se oye débil o imperioso el no matarás, un mandato que no puede fundarse o explicarse y que sin embargo está aquí, en mí y en todos, como presencia sin presencia, como fuerza sin fuerza, como ser sin ser”. Búscase el don y de inmediato se lo debe pensar como asido a un exceso: filosofía y dificultad, filosofía argentina.


NOTAS 

1. Groussac, Paul, “Escritos de Mariano Moreno”, en revista La Biblioteca, tomo I, 1896. 

2. El Plan de Operaciones pasa a ser ahora el más importante texto de la historia política argentina sobre el cual ha de probarse la eficacia de cualquier crítica documental, aunada a lo que quiera invocarse de la filosofía de la historia. Que sea un texto fraguado, si esta hipótesis se impusiese, le daría aún más importancia, aunque si no lo fuera, habría que poner en un lugar relevante el deseo de escribir la realidad prohibida de un espíritu pleno de astucia y vindicta, apreciador de la sangre y el engaño en nombre de la idea de revolución. Pero, mantener la tensión con argumentos adecuados será la prueba máxima por la que debe pasar una ética historiadora argentina. 

3. Ramos Mejía, José María, La locura en la historia. Contribución al estudio psicopatológico del fanatismo religioso y sus persecuciones. Introducción de Paul Groussac. Editorial Científica y Literaria argentina, Buenos Aires, 1927 (primera edición de 1897). 

4. El libro de Lerminier se titulaba Introducción general a la historia del derecho y el de Savigny De la vocación de nuestro siglo en legislación y jurisprudencia

5. Jauretche, Arturo, en la revista Qué, período dirigido por Scalabrini Ortiz, 1958, escribe que en Frondizi por fin se conjugan ambos aspectos de la historia política y cultural del país. 

6. El lenguaje de la conducción política es la filosofía encarnada que exhibe Perón, punto inamovible en la historia donde un cosmos glorioso dicta enunciados desde la eternidad (allí dialogan los grandes estrategas de la humanidad) mientras el caos terrenal reclama que nadie se engañe respecto a la vigencia de las normas cerradas y conclusivas de acción. Fijadas estas relaciones entre el cosmos y el caos, resultaba luego difícil constituir una filosofía que pueda ser abarcadora de esos puestos de sentido. La filosofía de los filósofos seguiría existiendo, pero de forma subordinada, y el propio Perón lo entendió así al leer su discurso de la Comunidad organizada en el Congreso de Mendoza. La revista “imberbe” Envido era portadora del drama alberdiano de construir y llegar a las cosas importantes, pero no percibía que aquel a quién se dirigía en diálogo ya tenía forjada una metafilosofía con el nombre de conducción. 

7. Ramos Mejía, José María, “Hipólito Irigoyen”, silueta aparecida en el periódico Sarmiento, 1911. Republicada en J. M. Ramos Mejía, A martillo limpio, estampas y siluetas repujadas, Buenos Aires, 1959. 

8. Alberini, Coriolano, Problemas de historia de las ideas filosóficas en la Argentina, Secretaría de Cultura de la Nación/Editorial Fraterna, 1994. 

9. Fernández, Macedonio, Elena Bellamuerte, 1920. 

10. Y al que Carlos Astrada le agrega sus propias reflexiones adversas al suicidio en su libro de 1933. 

11. Alberdi, Juan Bautista, Al profesor de filosofía, 1838. 

12. Borges, J.L., El escritor argentino y la tradición

13. Lafinur, Juan Crisóstomo, Curso filosófico de 1819, Instituto de Filosofía, 1938. Lafinur es un introductor de novedades, al que no le falta gracia en la exposición. Las recientes primicias de los “ideólogos” obtenían en él a un buen comentarista. ¡Cuántos profesores no habremos hecho el mismo papel de anticipadores de lecturas! Pero cierto riesgo había en sus exposiciones sobre Destutt De Tracy o Cabanis, pues por lo menos no puede proseguirlas en Mendoza, donde es impedido de dar clase y expulsado. En su curso, donde declara su preferencia por Newton, dice: 

Caló a un golpe de ojos los cielos, nos mostró el curso de los astros, ilustró el sistema de la revolución del mundo y se detuvo con el mayor provecho en el análisis de los elementos: examinó la luz, el sonido, el aire, las plantas y al hombre mismo, con el mayor acierto y diligencia. 

14. Ingenieros, José, El hombre mediocre, 1917. 

15. El logos espermáticos es la fuente vital del cogito, bien dicho, el pensar junto a la verdad pulsional de la vida. Véase López, María Pía, Lugones, entre la aventura y la Cruzada (Apostillas del capítulo I). Colihue, 2004. 

16. David, Guillermo, en Carlos Astrada. La filosofía argentina, (Ediciones El cielo por asalto, 2004), sigue el camino de una “reconstrucción” del pensamiento astradiano como clave de todos los momentos en que cobra significación una voz filosófica argentina, vista como omphalos en el cual las filosofías del mundo llegan con su cuerpo íntegro o mal interpretado, y se rehacen en las condiciones del medio intelectual al que llegan, si es necesario con otros nombres, si es más necesario aún, tomando un filósofo de biografía propicia para que sea encarnadura de esos debates en el locus nuevo que merece, y además, exhibiendo en tal biografía una intención que pone sobre la mesa el papel de la filosofía como anunciadora oscura o “latente” de procesos para los que la historia luego “dispondrá” nombres sorprendentes (pág. 139). 

17. David, Guillermo, op. cit. y pág. cit

18. Fernández, Macedonio, también pensó filosóficamente la radio, pero a propósito de una Teoría de la novela, que lee por Radio Cultura, hacia 1930. El público de radio, dice, es como si ya se hubiera ido desde el principio. Una pieza estrictamente vinculada a sus reflexiones sobre la ausencia metafísica como nada consecuente y vital. Por lo demás, el debate con Astrada es fundamental, y a la distancia debemos lamentar la desinteligencia entre ambos. Cita Macedonio a su inspirador William James para invocar la necesidad de un mundo carente de fundamentos, y sin duda erradamente, le atribuye a Astrada un compromiso con el “imperativo categórico”. Y así, Macedonio “codea afuera” a Astrada, como lo había hecho ya con Kant. 

19. Recordemos: Nosotros hemos debido suponer... En esta construcción forzada que parece programática y a la vez un lamento, está cifrado todo el intento de querer considerar “filosóficamente a Rosas”. Un programa, ciertamente. Y el asiento de un lamento posterior o simultáneo, pero como tal, base también de una filosofía política del clamor generacional insostenible. 

20. Astrada y Alberdi, de alguna manera, siglo de por medio, comparten y rozan ideales herderianos. 

21. Astrada será asombrosamente “alberdiano”, como lo comprueba su discurso pacifista de 1949 en la Escuela de Guerra Naval, rara y decisiva pieza retórica, en la que cuestiona a Jünger y su concepto de movilización total y cita El crimen de la guerra de Alberdi. Dice Guillermo David (op. cit.) que ese discurso está tomado en buena parte de páginas anteriores de Max Scheler, lo que aún le otorga más extrañeza. Es un discurso “peronista” frente a la marina, pero cuestionando un concepto fundante del peronismo, precisamente inscripto en el Discurso de Perón en la Universidad de la Plata (1944), en dónde propone la movilización total con otras fuentes menos refinadas que Jünger, pero pertenecientes al mismo mundo intelectual. ¿Aplicaríamos este discurso al arte de la lectura entrelíneas de Leo Strauss? ¿Astrada piensa bajo condiciones que sospecha ilustradas por el fracaso alberdiano frente a Rosas? (Cf. Astrada, Carlos, Filosofía de la guerra, sociología de la paz, Facultad de Filosofía y Letras, 1949). 

22. Romero, Francisco, Teoría del hombre, Biblioteca filosófica, Editorial Losada, 1952. 

23. Lafforgue, Jorge Raúl, en la revista Cuestiones de filosofía (año I, 1962) realiza una reseña de varios artículos sobre la situación de la filosofía en la Argentina, hasta esa década del ‘60. Interesa particularmente el comentario de Lafforge sobre el artículo de Miguel Angel Virasoro, Filosofía argentina 1930-1960, publicado en Sur (1961), en donde se rescata a Astrada, Macedonio Fernández, Alberini, Korn o Saúl Taborda, sin mencionar adecuadamente a Francisco Romero. Por lo cual dirá Lafforgue: Tampoco estamos de acuerdo cuando Virasoro pasa por alto la tarea cumplida por Francisco Romero. Festeja que Virasoro se acuerde de Astrada, pero trata de separarlo a éste de la mitologización heideggeriana del ser. La revista Cuestiones de filosofía contiene un artículo de uno de sus miembros más notorios, el joven Eliseo Verón, que le reprochará a Maurice Merleau-Ponty haber abandonado el marxismo ante la evidencia de que la fenomenología no podría absorberlo. 

24. Desde Persona y comunidad hasta el El terror y la gracia, León Rozitchner mantiene una obra portadora de un logrado tema único y esencial, pero que en su larga coherencia se muestra cada vez más pleno de incesantes ramificaciones. El terror y la gracia alude a que siempre estamos entre el resurgimiento de la conciencia emancipada y las escrituras complejas. Esto es así porque Rozitchner escribe “dentro” de lo que critica, mirándolo como habiendo perdido la sensualidad emancipadora en nombre de escrituras de sumisión. Así en sus libros fundamentales sobre Perón o sobre San Agustín, compone un habla paralela que toma la palabra del criticado para pensar con ella y desde ella. Esa palabra rescrita propondrá la experiencia de los focos de manumisión de la conciencia. La escritura es vista por Rozitchner como una fenomenología de la liberación. 

25. Véanse en esta misma revista los artículos de Oscar Terán y Gerardo Oviedo sobre la empresa filosófica de Francisco Romero. 

26. Perón entre el tiempo y la sangre, (publicado por el Centro Editor de América Latina, 1986). 

27. Del Barco, Oscar, en Exceso y donación, (Biblioteca Internacional Martín Heidegger, Buenos Aires, 2003), examina “la problemática de la donación de lo dado”. En lo dado solo se puede encontrar lo excedente, pues lo dado condensa las expectativas de un “nuevo comienzo”, una recreación del hombre y del lenguaje, que puede llamarse “Dios” como propiedad lingüística, pero en dirección al exceso, al acto presente que siempre busca su presupuesto como algo más, como su donación que a la vez exige la sustracción de lo dado hacia la anterioridad donada de lo dado. Estos pensamientos de Oscar del Barco, en diálogo con Heidegger y Schelling, señalan un camino para la filosofía practicada entre nosotros, elaborada con un fuerte sentido de diálogo, silencioso e intenso. Heredero de una estilística macedoniana, su idea de una escritura no argumentativa y de penitencia existencial ha provocado uno de los debates filosóficos más importantes de estas décadas, por su significación en torno de las ideas de vida, muerte y confesión, que ponen un plano asombroso, inesperado y difícilmente soportable para discutir la decisión política desde su propia víscera tempestuosa. Filósofos como Diego Tatián participan en este debate confrontando las ideas de historia y confraternidad, moviendo nuevamente los equipamientos de la filosofía clásica hacia el corazón de la historia nacional, desprendido de su propia carga historizadora, lo que forma parte también de la esencia del debate, bastando para ello recordar la crítica que en 1962 le hacía León Rozitchner a Max Scheler.

* Publicado originalmente en el n° 2-3 de la revista La Biblioteca, "¿Existe una filosofía argentina?", Invierno 2005, Buenos Aires, Argentina. El número incluye además textos de Oscar del Barco, Tomás Abraham, Diego Tatián, María Pia López, Mónica Cragnolini, Alcira B. Bonilla, Rubén Dri, Eduardo Rinesi, Germán García, Silvio Maresca, Diego Sztulwark, Hans-Georg Gadamer, Jean Hyppolite, Rubén H. Ríos, Gregorio Kaminsky, Samuel Cabanchik y Hugo Biagini entre otros.

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