jueves, 14 de julio de 2016

Dos cabalgan juntos (Sobre algunas películas de los Straub)

por José Miccio

Abril 2002. Resplandece el sol

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Jean-Marie Straub nació en 1933 en Lorena. Danièle Huillet nació tres años después en París. Se conocieron en los años 50 y permanecieron juntos hasta la muerte de Danièle en 2006. Durante su vida en común filmaron películas. Treinta, si no mienten las filmografías. En 2009 el Bafici programó quince de ellas. Tuve la suerte de estar ahí.

Sin embargo, y a pesar de los números, el año Straub – el año del acontecimiento Straub – fue 2002. El marco: el Bafici una vez más. Hasta ese momento, y por diversos motivos (su propio celo, entre los primeros), sabíamos poco de su cine, aunque teníamos noticias de su absoluta intransigencia, de su carácter desafiante, de su singularidad. En una palabra (en un fetiche): de su rigor. Con la proyección de sus entonces dos últimas películas - las radiantes Sicilia! y Operai, contadini - algo tropezaba para bien. La fama, sin ser falsa, era egoísta. Nada nos había dicho de la felicidad del cine straubiano.


En su descubrimiento mucho tuvo que ver el bonus track de ese pequeño foco. “Jean-Marie Straub y Danièle Huillet como Los Straub”, podrían haber anunciado los títulos de Où est votre sourire enfoui? (¿Dónde está tu sonrisa escondida?), el documental de Pedro Costa que - en un juego generoso y no falto de ironía con la leyenda - retrata al matrimonio como criaturas severas y como pareja cómica. Estamos, fundamentalmente, en una sala de edición. Es tiempo del montaje de Sicilia! Straub camina, fuma y discurre sobre la vida y el cine. Huillet trabaja en la moviola y corrige la mala memoria de su compañero. Se la ve firme y silenciosa frente a un Straub disperso, enamorado de la sentencia y el argumento. En un momento memorable, cansada de tanta verborrea, Huillet – que busca el corte justo – dice su parlamento más largo: “Ahora ya no veo nada por tu culpa. ¿Entenderás alguna vez que ser interrumpido cuando estás concentrado desestabiliza y te devuelve a cero? ¡No sé cómo después de todo este tiempo editando películas juntos todavía no sos capaz de adquirir esa disciplina! El hombre que confíe en vos, cuando salte la valla, acabará todo roto”.

Gran pase de comedia. Todo sucede como si los dialécticos Straub vivieran un poquito antes de la síntesis, igual que Tracy y Hepburn en alguna de sus películas. Pero su muy teatral enfrentamiento tiene lugar en un espacio ideológico compartido: son dos cineastas modernos y antirrománticos. Como en su maestro Brecht, no hay lugar en su ars poetica para el artista inspirado, el arrebato y la obra eterna. Lo que hay es trabajo y disciplina. “El genio es una paciencia prolongada”, dice Straub. Y dice también que la libertad es una cuestión de método. Su ascesis se parece a la de ciertos místicos. Pero no lleva a los Straub a Dios sino a la piedra, al humo del arenque, a la rodilla que Daney destaca como parte de un erotismo no espectacular.



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Operai, contadini (Obreros, campesinos) empieza con una panorámica sobre un bosque soleado en el que se escuchan pájaros y un arroyo. En el final, un movimiento idéntico, sobre otro sector del bosque, muestra también el horizonte que los árboles tapaban antes. Estos planos rimados constituyen a la vez una imagen de la naturaleza y una declaración sobre la naturaleza de la imagen. Un locus amoenus y un realismo. Entre ambas panorámicas – dos horas de película – tienen lugar las acciones. “Mostraremos personas en el acto de hacer música, personas que realizan  efectivamente un trabajo delante de la cámara”, decía Straub acerca de la notable Crónica de Anna Magdalena Bach. Algo similar sucede acá: somos testigos del trabajo de decir un texto. Sin filtros de luz, con sonido directo, actores no profesionales recitan [i], en grupos de dos o tres, fragmentos de una novela de Elio Vittorini: Las mujeres de Messina. Como todas las acciones son acciones de habla, filmar es ante todo poner en escena la voz y el cuerpo que la transporta, en este caso sin unirlos nunca. El texto se realiza en esa discontinuidad esencial. Es una materia entre personaje y actor, entre actor y espectador. Un modo de resistir las identificaciones sugerido por Brecht y desplegado desde Bresson.

El texto de Vittorini trata de la vida de una efímera comunidad obrero-campesina en la Italia inmediatamente posterior a la Segunda Guerra. Los parlamentos dan cuenta sobre todo de los conflictos, principalmente del que enfrenta dos concepciones del trabajo. Para los campesinos, los obreros se comportan como patrones. Para los obreros, los campesinos son vagos. De este entramado de voces ganan relieve algunos personajes y surgen historias. Una de ellas toma el motivo del hijo pródigo y será retomada por los Straub en una película posterior: Il ritorno del figlio prodigo – Umiliati. Otra, la principal, es una historia de amor que involucra a un hombre (o dos) y una mujer, pero también a una idea. Como dice Straub, esta es la historia de alguien que no puede ser feliz si no son felices también todos los otros.

Además del tiempo histórico, sobre el que sobrevuela la sombra del fracaso, hay en el texto un tiempo mítico, que empuja la experiencia comunista fuera de sus límites de hecho y la sostiene en pie, aun a riesgo de despolitizarla [ii] . Se condensa en la imagen del laurel que salen a buscar obreros y campesinos cuando el invierno se debilita y se une al horizonte que la segunda panorámica incorpora.



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También Sicilia! se basa en una novela de Vittorini: la maravillosa Coloquio en Sicilia. Silvestro vuelve a su isla natal después de quince años, mantiene una serie de conversaciones con diversos personajes, habla con su madre y se despide. De eso trata. Los Straub reducen sus episodios a cinco, fácilmente rotulables: el vendedor de naranjas, el Gran Lombardo, el empleado de catastro, la madre y el afilador. Evitan sobre todo el último tercio del libro, más onírico y por lo tanto extraño a unos cineastas que prefieren escapar de los símbolos (al menos de los que pueden controlar). Esta vez la fotografía es en blanco y negro y las panorámicas no abren y cierran la película sino que establecen una puntuación en su desarrollo. Hay, además, un uso del primer plano que es probablemente único en la filmografía de los Straub, que han preferido siempre los planos generales.

Como ocurre en muchas de sus películas - Antígona, Empédocles, Operai, contadini – el socialismo es una lucha que alguien libra (y que fracasa) y un relato que alguien protege. En este caso los huelguistas vencidos de los que habla la madre y el Gran Lombardo, que es capaz de pensar en “otros deberes”, “nuevos y más elevados”.

El episodio más extenso es el de la madre. Un clásico (aunque enrarecido por la demora en pasar de un plano a otro) raccord verbal conecta el exterior con el interior de la casa donde todo sucede. Afuera, luego del abrazo, la mujer le ofrece arenque a su hijo. Adentro vemos, antes que nada, el pez al fuego. La conexión es importante porque la comida es el tema de buena parte del diálogo. En Operai, contadini, el frío (o mejor dicho: unas condiciones de vida que no pueden enfrentarlo) provoca la huida de muchos a la ciudad más cercana, que a su vez provoca el regreso de varios. Cerca de la primavera ya no se cuentan los desánimos: es el tiempo de la vida gozosa aunque humilde. El tiempo de la ricota, cuya receta dice una mujer en un momento memorable. Esa mujer es la misma actriz que interpreta en Sicilia! a la madre de Silvestro, y en ella se deposita una vez más el peso existencial de la comida. Hay en el arenque y el melón de invierno, en la achicoria y el caracol, una historia social, una memoria familiar y un presente de comunión posible pero incumplida, porque el reencuentro entre madre e hijo no se vuelve reconciliación. Los Straub saben del pulso de las cosas. ¿Quién podría decir que el plano que reúne los alimentos en la mesa es una naturaleza muerta? ¿Cómo podría, si en ellos están el callo y la pompa, la dureza y el esplendor de la vida? Pocas veces unos alimentos vibraron tanto. En el final, con el afilador, Silvestro habla sobre la belleza del mundo. Los dos enumeran: luz, sombra, frío, calor, alegría, no alegría, esperanza, juventud, vejez, hombres, niños, mujeres, mujeres bellas, mujeres feas, don de Dios, engaño, honestidad, memoria, fantasía, salchichas, leche, cabras, cerdos, vacas, ratones, osos, lobos, pájaros, árboles, humo, nieve, enfermedad, curación, muerte, inmortalidad, resurrección. El capítulo de Vittorini del que sale este inventario termina con el afilador hablando al oído de Silvestro. Este, que es el narrador de la novela, transcribe: “cuchillos y tijeras…”. Los puntos suspensivos señalan que se ha guardado algo. Pero los Straub no respetan ese silencio y completan la lista con herramientas de trabajo y de combate (una dos veces mencionada), tal vez para que toda esa belleza no brille solo fuera de la Historia: cuchillos, tijeras, punzones, picos y arcabuces, morteros, hoces y martillos; cañones, cañones, dinamita [iii].


Abril 2009.  Pasión de los fuertes

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Además de novelas, los Straub filmaron cartas, poemas, óperas, intervenciones políticas y obras dramáticas. A este último grupo pertenecen otras dos grandes películas: Antígona y La muerte de Empédocles [iv].

Aunque a su hija Anna, siempre atenta a las necesidades de su padre, la llamaba, en sus últimos días, en su propio Colono, mi Antígona, Freud no le dedicó al gran personaje de Sófocles sus esfuerzos de interpretación. Quien se encargó de ella fue Lacan, en su seminario sobre la ética. “¿Quién no puede – se pregunta -, en todo conflicto que nos desgarre en nuestra relación con una ley que se presenta como justa en nombre de la comunidad, quién no es capaz de evocar a Antígona?” Cada héroe del psicoanálisis tiene su mito griego, y tiene su gracia que Freud se quedara con Edipo y su inquieto discípulo con una de sus hijas. Fuera de la clínica, que bastante daño le ha hecho a la literatura, el teatro del siglo XX volvió sobre el mito en numerosas ocasiones. Marechal, Anouihl, Gambaro y Cocteau tienen su propia Antígona. Los Straub eligen la de Brecht y la filman en Sicilia.

El título completo de la película es el ejemplo más claro de la importancia que los textos tienen en en el cine de los Straub. La Antígona de Sófocles adaptada por Brecht en 1948 según la traducción de Hölderlin (Editorial Suhrkamp). Así se llama, con paréntesis y todo. En cierto modo era previsible que el matrimonio se ocupara de esta obra. Se trata de la tragedia de la no reconciliación por excelencia. En versión marxista, además. Dos modificaciones del original griego se destacan en el texto de Brecht. En primer lugar, no hay enfrentamiento entre los hijos varones de Edipo por el ejercicio del gobierno; sus muertes son consecuencia de la guerra de Creonte por el metal de Argos. Eteocles ha caído en combate, su hermano Polinices ha sido ejecutado por desertor. Además de proponer una interpretación materialista del conflicto, Brecht incorpora al final del gran coro que Sófocles dedica al hombre – a sus conquistas y sus límites, a su capacidad para el bien y el mal – una versión poética de la lucha de clases y su papel en la Historia: “Así como doblega al toro, doblega a sus semejantes, y los obliga a inclinar la cerviz, mas ellos le arrancan las entrañas. Cuando se eleva lo logra pisoteando implacablemente a los demás. Solo, es incapaz de saciar su hambre, y sin embargo, altos muros levanta en torno de su casa”. Esta relación de dominio y propiedad, que une cultura y barbarie, tiene en Creonte su afirmación fascista y en Antígona su negación ética y revolucionaria. La clave es este intercambio. Creonte: “Sólo ves lo que te concierne, pero el orden divino del estado, eso no lo ves”. Antígona: “Tal vez sea divino, pero preferiría que fuera humano”.

Por su parte, los Straub modifican el texto brechtiano al menos una vez: quitan el prólogo, cuyo escenario es Berlín al final de la Segunda Guerra, y ponen en su lugar música de Wagner en los títulos. Abstraen así las correspondencias más o menos evidentes - Tebas como Alemania, Argos como la Unión Soviética, Creonte como Hitler, Eteocles y Polinices como soldados rasos, Antígona e Ismene como dos obreras del Reich - y subrayan el carácter ejemplar de sus antagonistas [v]. Luego ponen en escena el texto con su habitual trabajo sobre el lenguaje, y concluyen con una dedicatoria a Marco Müller y a Godard, y unas palabras de Brecht: “Vendrán más guerras si a los que las preparan no se les cortan las manos”.

Durante la mayor parte de la película ninguna figura humana comparte el plano con Antígona. Aun así, no hay momento en que esté sola. La acompaña siempre un árbol. Los más hermosos planos los tienen como protagonistas; su duración permite seguir, además, discretas aventuras: la luz que cambia, el viento que agita sus ramas y vestidos, las figuras de la niebla que sube de la polis o desciende de la nube. Ambos –el árbol, Antígona – coinciden porque son excepcionales. En el escenario abundan las piedras y en Tebas, los sumisos. Podríamos decir: le toca a quien enfrenta al opresor tener de su lado lo que vive. Sin embargo, no hay sustituciones, porque los signos son de una literalidad admirable. Una roca es una roca y un árbol es un árbol. El cine de los Straub es así de sencillo.

Hay también una serie de planos del suelo que cumplen una función rítmica. No los acompaña ninguna palabra, y excepto el último, en el que se ve el cadáver de un mensajero, no cuentan con ninguna figura humana. Podríamos llamarlos planos vacíos, para acatar una costumbre. Pero las películas de los Straub resisten este concepto equívoco. Por lo menos su uso más común, que lo reduce a la ausencia de personajes o de su marca significativa. Es algo fundamental. Notar la falta del humano es no ver que está la roca. Y a la atención por lo pequeño han dedicado también sus esfuerzos los Straub. En el documental de Costa los vemos encantados por el descubrimiento de una mariposa en uno de sus planos. En Antígona una inesperada lagartija corre entre las piernas de Creonte. La aparición del animal es una infracción, un real que sobra, mucho más evidente que el viento. Es la lagartija, a decir verdad, la que permite percibir de una manera plena la fuerza que agita las hojas y vestidos. Como dicen los bazinianos – que atesorarán seguramente estos momentos – algo ocurre o se revela ahí, consentido por la duración del plano, que se abre respetuoso a lo contingente.



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La muerte de Empédocles se basa en la primera de las tres versiones de una tragedia en verso que Hölderlin dejó incompleta. También está filmada en Sicilia, con el habitual método straubiano, que permite al ojo desplazarse por la pantalla con atención diversa. Otra lagartija pasa. Una hoja vuela alrededor de un recitante.

Los señores de la ciudad dialogan, temerosos, sobre Empédocles: los hijos atienden sus palabras y dejan de escuchar las de los padres. En efecto, junto a Empédocles camina Pausanias, su joven discípulo, y en la primera escena dos mujeres, hijas de importantes ciudadanos, discuten la fe en el nuevo mensaje. Lo que está en juego es la autoridad y el tiempo. Los vínculos y las ideas. Es decir: todo. Por eso, para los que ejercen el poder, es necesario demostrarle al pueblo que ese hombre no es un dios, como se declara a sí mismo, e impedir que se resquebraje la legitimidad del estado.

Algo une al filósofo de Agrigento con Antígona. No son representativos sino ejemplares. Todavía más: son figuras de la Historia. Intervienen en la continuidad del poder o las generaciones, dejan las costuras a la vista, señalan la no naturalidad de los lazos sociales y por lo tanto su posible transformación. Como Antígona (de quien Creonte dice: “Ya veis que lo que quiere es dividirnos en nuestra propia casa”), Empédocles deshace vínculos. Es un mal ejemplo. Un diabolós. Sin embargo, la vida de uno y otra es distinta, y también su muerte. Los adversarios del filósofo se entregan finalmente a quien superará unas contradicciones que en Antígona son irreconciliables. Pero ya es demasiado tarde (o todavía demasiado temprano). Empédocles se niega a regresar de su destierro. Según dicen, se arrojará al Etna, y su sacrificio abrirá un mundo nuevo “en el que brillará el verde de la Tierra” y que los Straub interpretan como utopía comunista (lo mismo harán después con el laurel de Operai, contadini).



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Una pequeña corrección. En realidad el foco que el Bafici dedicó en 2009 a los Straub estuvo formado por dieciséis películas, no por quince. La que falta en el conteo es Le genou d’Artemide (La rodilla de Artemisa), filmada después de la muerte de Huillet. Se basa en “La fiera”, el cuarto de los Diálogos con Leucó de Cesare Pevese. Los Straub ya habían filmado seis de estos diálogos en Dalla nube alla resistenza y otros cinco en Quei loro incontri. Vemos el bosque, una vez más. Y dos hombres. El que está sentado es Endimión, el pastor del cual se enamoró la casta Artemisa. El que está de pie es un extranjero. Todo lo que dicen es hermoso, porque el texto de Pavese lo es. Pero el hecho de que esta sea la primera película de Straub luego de la muerte de su compañera resignifica el texto [vi]. “¿Alguien se te ha muerto?”, pregunta el extranjero. Y entonces, todo lo que hace referencia a la diosa del bosque y de la luna hace oír también otra cosa. Endimión habla de “una flor que es como una fiera”, y dice: “Extranjero, cuando subo al Latmos ya no soy mortal. Sé que no sueño, no duermo hace mucho. Anoche estaba allá y la he esperado”. Y también: “¿Has conocido a alguien que fuera muchas cosas en una, las llevase consigo, que cada uno de sus gestos, que cada pensamiento que tú tienes de ella, encerrase infinitas cosas de tu tierra y tu cielo, y palabras, recuerdos, días idos que nunca sabrás, días futuros, certidumbres, y otra tierra, y otro cielo que no te ha sido dado poseer?”.

Cuando el diálogo termina y los actores ya no están en escena, Straub dedica unos planos al espacio, parecidos a los de Empédocles y a los de Operai, contadini. Pero en esta oportunidad, y por primera vez, el bosque parece vacío.


NOTAS

[i]  Los títulos de Toute révolution est un coup de dés (Toda revolución es un golpe de dados), presentan a los actores como (re)citants, es decir, como responsables del recitado y el citado. En sus ensayos sobre la actuación teatral Brecht utiliza esta imagen – la del citante – como parte de su descripción de  “una nueva técnica de arte dramático que produce un efecto de distanciamiento”. Dice en un momento: “Una vez abandonada la transformación total, el actor ya no presenta su texto como si lo estuviera improvisando, sino como si lo citara”. Brecht es una de las referencias permanentes de los Straub, pero el trabajo de Bresson con los actores, sus idas sobre los modelos, constituyen, sin duda, otra de sus fuentes de trabajo. Se ha citado mucho la fórmula Bazin + Marx = Straub + Huillet,. Pero con Bresson en lugar de Bazin y Brecht en lugar de Marx obtenemos una igualmente válida.

[ii] Una solución sorprendentemente similar a la que propone desde la vereda ideológica opuesta ¡Viva Zapata! En el final de la película de Kazan, el mítico caballo y el horizonte son el fin del socialismo. En el final de Operai, contadini, el mítico laurel y el horizonte son su futuro todavía abierto.

[iii]  No pude revisar esta cita porque ya no tengo el libro de Vittorini y no pude conseguirlo en bibliotecas ni en internet. Me genera dudas la repetición de cañones.

[iv] Nota de 2016. Una cuestión importante, que siempre me quedó dando vueltas. El alemán de ambas películas suena a oídos neolatinos menos musical que el italiano de Vittorini. Obviamente, el trabajo sobre el lenguaje - el dialecto, el compás, la prosodia- permanece fuera del alcance de quien desconoce el idioma del texto original. De esta preocupación deriva seguramente la renuencia de los directores al subtitulado, algo que señala respeto y amor por sus materiales pero cumple también un papel en esa deliberada construcción de rigorismo que los Straub  han practicado siempre y sus admiradores más fieles han celebrado con vehemencia, como si una concesión, cualquiera sea, aún - ¡sobre todo! - la de la traducción, fuera una arruga impertinente o una mancha en la bandera de los pocos. En un Bafici anterior, Una visita al Louvre se proyectó sin subtítulos. En la edición de 2009 sucedió lo mismo con Crónica de Ana Magdalena Bach, Moisés y Aron y Cezanne. Recuerdo que Tag Galager, que acompañó el foco straubiano, sugirió en varias prsesentaciones que  las películas se podían ver mejor sin subtítulos, porque la música del lenguaje y la composición del cuadro y alguna otra charlatanería. Es un razonamiento absurdo que niega el mismo trabajo de los Straub, que han dedicado mucho tiempo a cuestionar la asociación entre predominio visual y cinematografía en sentido estricto. Alguien tendría que haberles recordado a los directores (y a sus sacerdotes, claro) que los hermosos versos de San Juan de la Cruz que se recitan en el corto The Bridegroom, the Actress, and the Pimp no están en castellano. Es decir: que algún hereje los tradujo para que ellos pudieran usarlos.

[v]   El reemplazo del prólogo por Wagner deja una inscripción de Alemania, pero las Valkirias dicen  también una épica  guerrera que la película impugna en general. La ejemplaridad de los personajes se señala en el mismo texto: “¿Por qué eres tan obstinada?”, pregunta Creonte; “Porque creo en la eficacia del ejemplo”, contesta Antígona.

[vi]    También de Itinéraire de Jean Bricard  se hizo cargo Straub en soledad, pero Huillet formó parte del proyecto (en los créditos figura como guionista). Le genou d’Artemide es la primera película de Straub realizada por entero sin su compañera.


* Esta nota fue originalmente publicada en revista La otra,.

martes, 5 de julio de 2016

Antídotos

por José Miccio

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Paper Soldier (del ruso Alexei German Jr.) y Of Time and the City (del inglés Terence Davies) fueron dos de las películas más celebradas de la 23º edición del festival de Mar del Plata *. Su buena recepción es comprensible: se trata de películas admirables. También de lugares seguros, de belleza cordial.

German Jr. recoge su historia del pasado soviético. Todo ocurre en 1961, en Moscú y sobre todo en un lugar ventoso y marrón de Kazajstán. Hasta recién había ahí un campo de trabajo; ahora sucede el desalojo y los ensayos para que Gagarin viaje más allá de la atmósfera terrestre. Como es habitual en estas historias, las piezas se mueven para que la ficción respire mejor: el famoso cosmonauta pasa a segundo plano y el foco recae en uno de los científicos del proyecto. Daniel Pokrovski es oficial médico. Sus padres, como los de su esposa Nina, han sido perseguidos. Su tarea – piensa, no sin vacilar - es devolver un propósito común a una sociedad que tuvo su revolución y su esfuerzo de guerra y ahora se encuentra desasida de la novela histórica de sus antepasados. Atrás queda, como resto del campo que se desmonta, el cuadro de Stalin que alguien intenta vender. Adelante, siete semanas hasta el lanzamiento del cohete. La realización de esta dramaturgia – lo que llamamos, con la comodidad que da el hábito, puesta en escena – es la carta fuerte del director. Sus planos en exteriores, largos y sinuosos, no tienen fondo, porque en la profundidad hay siempre acontecer; tampoco tienen lados, porque el escenario liso permite la coreografía perpetua de los actores y la cámara. Se trata de un trabajo notable, que logra proezas semejantes también en interiores. Pero sus virtudes, ciertas, son también seguras, derivadas de convenciones que a esta altura resultan tan estrictas como las del cine de género, aunque tal vez más hipócritas. German Jr. no ha copiado, lo que no significa que no haya repetido. El estilo – eso que designamos así – no es ajeno a las tradiciones, y a fin de cuentas nadie puede afirmar, sin inconvenientes: esto soy yo, aunque a veces quiera aprobar ese reclamo diciendo, como en una letanía: esto es mío, esto es mío. Jancsó supo – mejor, posiblemente– que una llanura es un escenario preferible al de cualquier estudio, y la cámara el contrapunto y el refuerzo de unos actores siempre en movimiento. Tarkovski, que no hay manera más feliz de filmar el encuentro de los muertos con sus muertos que devolverles el contexto familiar, porque si hay cielo es cotidiano, como la mesa donde compartimos el tiempo con las personas que amamos. También German Jr. sabe esas cosas, y se abandona a su decisión de demostrarlo. Entonces podemos aplaudir la muerte fuera de campo de Pokrovski, comunicada por la bicicleta que continúa rodando sin conductor hasta caer en el centro del plano, para que todo tenga su orden y logremos así admirarnos de admirar lo que fue hecho para eso. O conmovernos con Nina, que habla como se supone deben hacerlo los personajes que sufren de la vida: bajito, con angustia sibilante, ayudada por el subrayado de una nariz siempre incomodada por el frío. Los mocos de Nina dicen el frío del ser antes que el de la geografía soviética. Son los énfasis de un cine que se pretende ajeno a ellos. 



Algo parecido, aunque en menor medida, sucede con Of Time and the City, el ensayo de Terence Davies sobre su Liverpool natal. Lírica, de edición virtuosa, con archivos de encanto indudable y una voz – la del propio director – que busca las formas del hechizo o la invocación, la película se mueve entre un pasado que se mira con nostalgia pero no sin reproches y un presente que para el inglés parece incluir todo lo que sigue a los años 50. En sus 70 minutos, Davies recuerda las leyes contra los homosexuales, el peso de su educación católica, una nobleza futbolística hoy perdida y las calles de los barrios obreros. Divide, además, su relación con la música en un antes y un después de los Beatles, porque fue entonces cuando lo popular, que amaba, se le hizo ajeno y lo clásico, que ignoraba, propio. Con El mejor de los recuerdos, Davies logró la película que hoy no consigue, tal vez porque la ficción conviene a la memoria más que las memorias mismas. Esta vez su apuesta tiene demasiadas garantías: filma con la certeza propia del que sabe que nada es más fácil de consentir que la añoranza del artista.


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¿Dónde buscar antídotos para esta belleza indudable, satisfecha de sí? No, por cierto, en Tokio Sonata. Kiyoshi Kurosawa supo filmar no hace tanto historias policiales y de horror existencialistas (extraordinarias, dicho sea de paso). Esta vez el drama social se le cae rápido de las manos. Su película es, como mucho, curiosa. Pero de una inestabilidad poco feroz; débil en relación con los valores seguros de Davies y German Jr. Los aciertos se acomodan en la primera media hora, con la descripción del ejecutivo sin empleo y la de sus espejos posibles: el businessman, el homeless y el trabajador no calificado. Después, llega la monotonía. Y finalmente la incoherencia. La virtud algo espuria de esta última parte es sacar a la película de la segunda; sus defectos son los mismos que beneficiaban los minutos finales de la fallida Doppelgänger: acumulación de situaciones y ruptura permanente del registro. Encima, en su última escena Kurosawa decide que es oportuno filmar una redención y convierte lo que olía a responso en algo que hiede a remanso. El chico y su piano le permiten salirse de la Historia que él mismo puso laboriosamente en primer plano y acceder a un lugar donde la sociedad se suspende y el arte no es ideología.



Tampoco Assayas tiene esta vez una respuesta convincente, aunque sí un as en la manga. L’Heure d’été está llena de tics propios del cine francés más burgués y apoltronado. Su drama es el de sus tres generaciones, medido a partir de la intermedia, que es a la que pertenece el director. Hélène, la anciana matriarca, ha dedicado su vida a preservar y difundir el arte de su tío. Con razón sospecha que después de su muerte las cosas (cuadros, muebles) y la casa (una mansión señorial) se separarán de la familia. De sus tres hijos, solo el que vive en Francia parece dispuesto a asumir el compromiso de la memoria. Los otros se muestran desinteresados. A los más jóvenes, los hijos de los hijos de Hélène, nada de esto los involucra. Aun con su reflexión sobre la casa y el museo, de indudable interés, la película no escapa de una cómoda medianía; en buena parte de su metraje, además, cae en la misma existencia blanda de sus burgueses. Chéjov, su modelo más evidente, queda lejos de sus posibilidades. Pero sus referentes pictóricos, los impresionistas, le permiten la luz de su memorable final. Y es que el talento para concluir sus películas es uno de los activos más firmes del director. Assayas suele elegir finales sensuales, de un vitalismo que se impone a una muerte expuesta antes con poca calma. De sus historias de duelo esta no es ni por asomo la mejor, pero sus últimos diez minutos, con esa fiesta que se prepara entre cerveza, marihuana, laptop y música pop, son extraordinarios. 


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Quien sí ofrece una alternativa firme al cine virtuoso y marchito es Agnès Varda. Les Plages d’Agnès, su autorretrato, parece una versión festiva de aquel otro, grave, grave pese al (y a causa del) humor de cenáculo, que su amigo Godard filmó hace unos años. Con ochenta abriles Varda no quiere hablar en latín sino en lengua romance. Su informalidad no es la de quien se filma solo y con gorrito de lana, como vencido e ironista, en un rincón de su biblioteca, sino una más humilde: la de una charlatana enamorada de las playas. Los espejos que ella y sus colaboradores disponen al comienzo en la arena anuncian la manera en que su vida será rememorada: fragmentos que, con suerte, darán a la vez una imagen y sus costuras, como un rompecabezas. Pese a la modernidad, la ideología de las biopics se cuela en algún momento. La secuencia en la que Varda habla de su feminismo y hace que el montaje relacione por causa y efecto las manifestaciones en favor del aborto con los enojos de Sandrine Bonnaire en Sin techo ni ley comparte con las tradicionales biografías algunos supuestos, como el de la ausencia de toda mediación social entre el autor y su obra. Tampoco escapan sus imágenes de la revolución cubana – incluidas también en su previa Cinévardaphoto - de cierto aire turístico, embelesadas por la música caribeña y satisfechas de que la violencia se vuelva pronto baile. No ha sido la política lo que el cine francés moderno ha sabido filmar mejor sino el espacio común de lo cotidiano y lo excepcional. En este sentido, la convicción de que hay cine en cada persona es seguramente la razón por la cual Varda puede filmar documentales como Les glaneurs et la glaneuse o autorretratos como este. Las viejas filmaciones de sus vecinos, por ejemplo, o la entrevista con el coleccionista de trenes que inventa para sí el neologismo ferrópata son muestras de este modo generoso (en parte truffautiano) de entender las cosas. Assayas busca en los jóvenes los momentos de plenitud erótica que su cine requiere. Varda los encuentra en todas partes. Llora a sus muertos y filma la vida y el arte sin distinguirlos del todo. Al final festeja su cumpleaños rodeada de cepillos, porque así le dicen en Francia a los años. Con ellos - y con el vuelo de unos trapecistas en la playa – Varda barre tanta belleza fácil, tanto cine pagado de sí mismo.


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Necesitamos de los pioneros para ordenarnos. Los deseamos, al punto de tropezar con alguno siempre. Wong Kar-wai podría ser su contracara: sus películas no se pretenden primeras de nada pero amenazan siempre con ser el fin de alguna cosa. No lo logran, a pesar de llevar los géneros a su hervor. Con ánimo de amar, que se quiere la última gran historia del último gran amor, ha hecho más por el melodrama que cualquier película desde que Fassbinder decidió buscar en Sirk lo que no encontraba en su Europa culta y olvidadiza. Ashes of Time Redux –revisión de su película de 1994 – es un momento decisivo en la historia del Wuxia, puede que el más importante desde que Tsui Hark lo llevó al infierno en The Butterfly Murders. A nada le teme Wong. Ni siquiera a su talento para los planos inolvidables. Sus historias de espadachines, de compleja y estricta estructura temporal, prefieren el melo antes que el drama. Lo dice el epígrafe, tal vez con otras palabras: “Está escrito en el canon budista: las banderas quietas, el viento en calma; es el corazón del hombre el que se agita”. Su respuesta al problema de las películas de German Jr. y Davies es distinta de la de Varda; su camino es el exceso y la desvergüenza, los contrapicados del viento, la música que sube y sube hasta hacer de nuestra sonrisa distante una mueca de pez. Alguien lanza un plato hacia arriba y el plano siguiente encuentra la luna llena. En el desierto alguien muere bajo la espada, y las aves levantan vuelo en el lago donde su esposa acaricia un caballo. Así, noventa minutos. Esto que se dice en la película podría hacer referencia a Wong: “Las flores crecen en su estación, los bandidos son menos previsibles”.  


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Los festivales de cine no soportan bien la historia y por eso las fechas que juzgamos antiguas resultan sospechosas. Hubo demasiadas – dicen - en Mar del Plata. 1977 y 1982, por ejemplo: los años de Alambrista! y The Ballad of Gregorio Cortez, los vigorosos e imperfectos largometrajes políticos de Robert Young. El Hollywood de los años 70 tiene una bien merecida fama; la ganaron para él, sobre todo, los jóvenes cinéfilos que hicieron en esa década algunas de sus películas mejores. Pero fuera y en frente de esas luces se filmaban otras historias. En festivales anteriores pudimos ver dos obras maestras muy poco conocidas: Killer of Sheep, de Charles Burnett, y Northern Lights, del colectivo Cine Manifest. Alambrista! es aliada de esta última. Young obtiene su historia de la realidad y de un corrido. Sigue a Roberto, un campesino de Michoacán que acaba de ser padre y decide cruzar a Estados Unidos, y pone su cámara donde se supone debe estar y en dos o tres lugares más, de ahí tal vez la sensación de enfrentar un cine que es al mismo tiempo clásico y moderno. A veces exagera la redundancia y hace que las canciones digan lo que la imagen muestra. Sobre el final exagera un poco el drama. Pero la película fluye como el agua que corre en su primer y formidable plano. Young evita los fáciles caminos de la compasión y la apatía y consigue un complejo equilibrio entre el testimonio de la explotación y el de la solidaridad. En ocasiones, Roberto - que ignora lenguaje y costumbres del sur estadounidense - mira como si hubiera llegado a otro planeta. Al final, cuando vuelve a México, ve desde el móvil que lo deporta y desde la Historia, el camión que lleva los tomates que acaba de juntar. Ya en la frontera, una mujer se apresura a parir del lado de los gringos. 


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Varda, la charlatana, y Wong, el bandido, tienen el cine de su lado: una lo subordina a la vida, el otro lo hace más grande. Young se mueve en terrenos que exigen otras cosas, pero todavía dentro de los límites de lo aceptable sin escándalos. La última respuesta a la belleza elegante y adocenada provino del cine militante, esa bestia negra de la cinefilia liberal. Perjudicada por el prejuicio y las pésimas salas que se le destinaron, la retrospectiva dedicada al mundo del trabajo pasó por Mar del Plata sin gloria. Sus once películas permitieron seguir la historia de las luchas en Italia y la de su representación cinematográfica, del neorrealismo a la experimentación. Algunas llevan firmas muy conocidas, pero decidir su autoría es complejo y en última instancia inútil. Lizzani dirige Nel mezzogiorno qualcosa é cambiata. Pontecorvo, Giovanna. Gregoretti, la notable Apollon, una fabbrica occupata. Volonté, La tenda in piazza. Scola, Trevico-Torino. Viaggio nel Fiat-Nam. Esta última es una de las más interesantes. No es bella. Es desprolija y enfática. Pero esa es su ley. Cuenta la historia de Fortunato, un joven del sur que llega a Milán para trabajar en la Fiat. Como las otras películas de la sección, responde a una agenda de interés partidario, en este caso la del PCI. La autonomía relativa de sus escenas permite tratar los distintos aspectos de la explotación y los mejores modos de combatirla. El trabajo de cámara se concentra en el plano general, de manera que Fortunato esté siempre en relación con espacios y grupos sociales. Como Scola no pudo filmar dentro de la fábrica, muestra el fordismo en la progresiva decadencia física y psicológica del protagonista. El final es una injuria para los espectadores finos. Debido a una pelea con el capataz, Fortunato es enviado a otra sección, lejos de su casa. Para trabajar, estudiar y dormir debe correr. Una secuencia de montaje subraya su rutina. El ritmo se vuelve agotador y el ruido de las máquinas crece. Mientras Fortunato va de un lado a otro, las compactadoras hacen su tarea. Es fácil (es inevitable) advertirlo: los hierros que trituran sustituyen a los obreros sometidos a ellas. En el clímax el ruido suena a disparo. Fortunato cae. De su bolso sale comida. Grita dos veces, harto. Fin. Una posibilidad es reír de esto, como - desde un lugar totalmente opuesto pero también por su carácter excesivo - de la música de Ashes of Time. Otra es ver en la escena una versión igual de sensacionalista pero militante del grito metafísico de Keitel en La mirada de Ulises. Como sea, hay problemas muy específicos que estas películas plantean. Uno de ellos es su pertenencia a la historia del cine. Tal vez convendría reformular la cuestión, porque es posible que su misma existencia ponga en crisis algunas de las categorías con que hacemos esa historia. Nos movemos entre conceptos que, aún confusos, nos aseguran una pertenencia y cierta libertad de acción. La mejor manera de mantenerlos a salvo es ignorar aquello que puede quitarles ese aire de naturalidad que ostentan. Se dice, por ejemplo, que el cine militante solo sirve para que los convencidos se confirmen. Es cierto. Pero lo mismo sucede con películas como Paper Soldier y Of Time and the City, en las que todo es perfecto, mustio y cómodo, ideal para quienes creen que el cine sopla sólo en los paisajes de siempre.

* Esta nota fue originalmente publicada en el número 20 de revista La otra, aparecida en verano de 2009. Esa edición del festival se hizo en noviembre de 2008.