por Oscar Cuervo *
Diez números de la revista Kilómetro 111, una ocasión para repensar las nociones que sostienen nuestra práctica. En el marco de una mesa de debate en el BAFICI, mientras el festival internacional de cine independiente de Buenos Aires (eso es lo que la sigla significaba inicialmente) celebra sus 15 años de existencia. Kilómetro 111 ha querido desde su origen ser una publicación que no se deja regir por la actualidad cinematográfica, pero, obviamente, eso no significa que se propusiera colocarse fuera de la época. Por el contrario, la historia como problema, la tensión con el presente, han sido sus preocupaciones persistentes. Como si de cierta incomodidad recíproca entre el cine y la época pudiera extraerse una clave para comprender nuestra experiencia del mundo. Es un desafío interesante –y bastante fiel a su línea editorial- pensar este tránsito desde su aparición, 2000/2013, un período demasiado corto, aún escaso como para tomar una distancia mínima, difícil de caracterizar, puesto que es todavía nuestro presente. Cuando Emilio Bernini me invitó a formar parte de esta mesa, bajo el título “Cine del presente”, me surgieron preguntas acerca de lo que estas palabras significan para nosotros: cine, crítica, independencia. Se me ocurrió dar una mirada retrospectiva hacia lo que podían significar cuando empezó el BAFICI en 1999 y, un año después, cuando apareció Kilómetro 111, y rastrear su devenir a través de este tiempo.
1 - La crítica
No me siento cómodo con la palabra “crítica”. Reconozco su historia venerable pero no puedo deslindar la connotación más fuerte que la impregna, al menos desde la modernidad: la crítica entendida como juicio, el crítico como juez. Un tribunal de la razón ante el que comparece la obra. Cuando me preguntan a qué me dedico no se me ocurre decir que soy crítico de cine, porque esta posición subjetiva da por sentadas demasiadas cosas de las que no estoy seguro. ¿Desde dónde se juzga la obra? ¿En qué se funda la autoridad del crítico como juez? ¿Quién le otorga esa autoridad? No se me pasa por la cabeza suprimir esta palabra de nuestro léxico, cosa que además sería imposible por un acto de voluntad. Pero sí es posible desnaturalizarla, dejar en suspenso la evidencia en la que parece apoyarse su uso.
Prefiero pensar lo que hago en términos de escritura. Escribo sobre cine. No supongo ninguna preminencia entre cine y escritura. En todo caso, la escritura debe producir su propio fundamento en el trabajo con las palabras, entre las palabras y las películas. La crítica profesional, la periodística o la académica, cuentan con una forma discursiva prefijada, un punto de partida supuesto, una presunta función, una conclusión aguardada: un dictamen. Hay una retórica propia de la crítica, una cierta contigüidad nunca despejada con el discurso científico. Si renuncio a estas prerrogativas, tengo que encontrar una manera de escribir, un tono, un estilo: una voz. ¿Y si pensamos la escritura como una especie de conversación? La experiencia cinematográfica siempre estuvo pendiente de la conversación. Nuestras conversaciones se nutren de películas y las películas a su vez piden ser conversadas. Es lo que pasa en los festivales–lo que estamos haciendo en este momento. Un festival es una larga conversación en la que intercalamos películas, para seguir conversando. Conversamos de películas y hacemos conversar a las películas entre sí. Estas conversaciones sacan a la luz sentidos que quedarían en la penumbra si no los habláramos, si no los escribiéramos. Un festival de cine como el BAFICI y una publicación como Kilómetro 111 pueden comprenderse como dispositivos en los que el cine insiste, de los que el cine no puede desistir sin volverse una mera mercancía. Incluso películas que en otros contextos desdeñaríamos por insignificantes pueden hallar su lugar en nuestras conversaciones. En el otro extremo, las grandes obras, aquellas que parecen exceder nuestra capacidad de habla, están esperando que las hablemos y es en nuestra conversación que pueden seguir desplegando su grandeza.
Por eso cuando escribo sobre cine me gusta pensarme conversando con las películas. En un festival como el BAFICI es posible cruzarse con los cineastas, dialogar con ellos sobre sus obras, en una especie de momento utópico de máxima horizontalidad, de abolición de las distancias. El hecho de hacer una publicación de cine suele ser un buen pretexto para acercarse al realizador y conversar con él más largamente, para prolongar su película por otros medios. Incluso podemos permitirnos extender esa cercanía con los cineastas clásicos: dialogar con Bresson, dialogar con Fassbinder. No se trata de ninguna arrogancia, quizá sea exactamente lo contrario: dado que no poseo autoridad para juzgar sus obras, me permito conversar con ellas. Claro, tengo que volverme capaz de hacerlo. Este ensayo de pensar la escritura sobre cine como una conversación nos vuelve también un poco cineastas: como ellos, tenemos que pensar dónde poner la mira, encontrar nuestro preciso punto de vista y nuestra distancia justa respecto de la obra.
Este extrañamiento de la escritura sobre cine, la puesta en suspenso de su naturalidad, puede –debe- alcanzar a la decisión de sostener una publicación periódica como Kilómetro 111, o como la que yo dirijo, La otra. ¿Por qué sacar revistas de cine? ¿Por qué seguirlas sacando? Cada número que preparamos requiere volver a preguntarse por el sentido de hacerlo y cada edición es una respuesta práctica a esta pregunta. La necesidad de su existencia no es evidente. No hay un mercado que las demande, así que el principal fundamento de su existencia es nuestra propia decisión de editores: así de frágiles son, este vértigo nos produce el volver a pensarlo cada vez. Las revistas de cine quizá sean especies en extinción. Desde que empezó a salir Kilómetro 111 –o desde que en 2003 empezamos a editar La otra- hasta hoy hubo una fuerte mutación en el campo de las publicaciones especializadas. En esta década larga internet creció de manera desmesurada. Creció también la gravitación de internet en nuestras vidas, hasta convertirse en una apertura al mundo radicalmente distinta a todo lo conocido hasta aquí. La proliferación de blogs y páginas web alteró los modos de producción y circulación de textos sobre cine, acercó los puntos distantes, aceleró los tiempos de escritura/edición/distribución/lectura/devolución hasta rozar la instantaneidad. La web promete una disponibilidad ilimitada: de textos, de películas, de lectores.
Frente a esta desmesura, una publicación en papel, con su ritmo de escritura, corrección, impresión y distribución, su anclaje territorial, su pesantez material, su manualidad y hasta su perfume, parece devolvernos al siglo XIX. No hay razones obvias para seguir imprimiendo revistas de cine. Es pensable un futuro cercano en que ya no existan. Pero precisamente en todo lo dicho, en lo que parecen tener de anacrónicas frente a la prepotencia irresistible de la tecnología digital, las publicaciones en papel pueden encontrar una justificación: una apuesta a una temporalidad más ancha, otra dimensión del presente no tan urgida por la instantaneidad, la constancia de lo asible, la amabilidad de lo que está hecho no solo para los ojos sino también para las manos y los dedos, para ocupar su lugar en un rincón de la casa al que se puede volver después de un tiempo. Volver a buscar aquel número de Kilómetro 111 aparecido hace 10 años, tenerlo presente. Una revista de papel puede hacernos accesible un presente de un espesor que no se disipa con las ráfagas digitales.
2 - El cine
Vuelvo a buscar en los estantes aquel número 4 de Kilómetro 111.Tema: “La escena contemporánea”. La revista desde su primer número tuvo una sección llamada, justamente, “Conversaciones”, un dispositivo más amplio que el de la entrevista, con cineastas y escritores que se sientan a hablar largamente, no a responder preguntas sino a conversar. En ese número Carlos Trilnick, Claudio Caldini y Jorge La Ferla, junto a parte del staff de la revista, conversan sobre las formas híbridas de la imagen. En 2003 hay una fuerte discusión entre los partidarios de los diversos soportes y tecnologías para la producción audiovisual: el partido de los cineastas y el de los videastas -una palabra que parece haberse vuelto caduca, y no precisamente porque el celuloide haya ganado la batalla. (Una pequeña nota de color: al comienzo de la charla Bernini destaca que el Centro Cultural Rojas acaba de editar unos videocasetes bajo el título Cine experimental y video de autor, que compila trabajos de Trilnick, Caldini y La Ferla. En diez años el videocasete se ha vuelto obsoleto y la palabra misma desapareció de nuestro lenguaje. ¿Dónde habrán quedado aquellos videocasetes?). El prólogo de la nota presenta las dos posiciones en disputa de esta manera:
“Una de ellas celebra las posibilidades inauditas de experimentación, de trabajo con los materiales, al parecer inagotables, que ofrecen todos los dispositivos de imagen, sean cuales fueren, actuales y del porvenir. La otra línea, más cauta, desconfía de la disponibilidad alegre de todos los soportes y las técnicas; y, por el contrario, prefiere la selección y el uso escrupulosos”.
La primera línea está encarnada en esta conversación por Trilnick y La Ferla, la segunda por Caldini. Dice Caldini:
“Pasa un poco por qué clase de receptor queremos. A mí personalmente me interesa la ceremonia de la proyección, el transcurrir de ese tiempo para poder percibir en un cierto estado de afinidad el “sueño” que quisimos transmitir allí. Esto no siempre está presente, por ejemplo, en una galería de arte donde todo está iluminado y donde hay varios monitores e instalaciones funcionando a la vez. En estos casos no se alcanza a percibir en el sentido en que lo permite el cine, o a profundizar la obra de otra manera…”.
Trilnick contrapone:
“En mi caso, el video tiene cada vez más puntos de contacto con las artes visuales en general, y con la plástica en particular. Me parecen territorios muy interesantes… Recuerdo la frase con que Paul Virilio abre los capítulos de El arte del video, que hizo la televisión española: él habla de una sola imagen. En este sentido discutiría lo que dice Claudio Caldini, porque hoy es necesario hablar de imagen. Hoy es imposible diferenciar si es cine, si es video, si es holografía, si es sueño, si es real o si es virtual”.
En un momento la conversación se tensa y Trilnick dice:
“De todas formas, siempre se termina hablando de tecnología cuando se trata de video, lamentablemente. Pero tener una postura así, tan contraria a un soporte, como la de Caldini, me parece un poco… fascista. Hablar de la banalidad de la imagen, de que no tiene permanencia, y considerar que sólo es un hecho de soporte…, digamos, ¿para defender qué territorio? Si el territorio es el del arte, más allá de los soportes. Me parece una postura muy extrema…”.
Caldini responde:
“No tengo ningún problema. Hago video. Pero no pongo en el video ni en el arte digital, y tampoco en el cine, todas mis expectativas en cuanto a la creación artística. Me parece que es hora de dejar de hablar de tecnología. Durante diez años fue el argumento de la renovación histórica, tecnológica, cultural, globalizante, digamos… Y aquí están los resultados, no podemos negarlos. Tampoco estamos en el mejor momento de la historia del arte, como algunos pretenden; y la cosa parece dirigirse hacia una dispersión aún mayor. Esa idea tan loca de vivir el presente absoluto; creo que eso no funciona, no puede funcionar”.
Diez años después el dilema no ha sido resuelto. Las instalaciones museísticas siguen a la orden del día, aunque la categoría de “videoarte”, desde la que se quería proclamar una dimensión novedosa, preñada de futuro, quedó fechada. La palabra “cine” ha absorbido todas las formas híbridas que amenazaban su vigencia. Caldini persiste en lo que él llama la “ceremonia de la proyección”, ceremonia en la que él mismo radicaliza uno de los componentes del dispositivo cinematográfico. Mientras habitualmente se entiende por "película" una sucesión de imágenes concluida de una vez y para siempre, destinada a ser reproducida de manera idéntica a través de tiempos y espacios, el acontecimiento que empieza cuando Caldini pone la cámara en marcha se prolonga hasta la proyección. La presencia corporal del cineasta, su vínculo con la cámara, su trato con la película impresa, continúan hasta el momento en el que la película adopta en cada proyección una forma efímera e irrepetible, por obra del operador-autor: el cineasta como camarógrafo, pero también como proyectorista.
El cine no murió. La palabra ahora refiere a una familia de significados más amplia y difusa de lo que se pensaba hace una década. A mediados del siglo XX se formuló una ontología la imagen cinematográfica que triunfó en toda la línea: el registro, capturado involuntariamente por el aparato mecánico que mantiene una relación significante con la realidad, y la proyección como momento alucinatorio en el que el espectador semi-inmovilizado en la sala oscura se conecta con sus fantasmas. Registro y alucinación, lo real y lo onírico, la luz y la sombra, el campo y el fuera de campo. Esta ontología se halla asediada por la irrupción de las nuevas tecnologías y soportes. Lo que llamamos películas ya no lo son en un sentido literal. La proyección fílmica tiene los días contados: en el último BAFICI el número de proyecciones fílmicas se redujo drásticamente, incluso algunos clásicos, como La mosca (David Cronenberg) o La casa del sol naciente (Samuel Fuller), realizados originalmente en celuloide, se proyectaron en formato digital. Nuestro consumo habitual de lo que seguimos llamando cine no remite necesariamente a la sala cinematográfica. Bajamos las “películas” de internet, las vemos online, las reproducimos en televisores, monitores de computadora, tablets y celulares. Jean Luc Godard presentó en 2010 su Film Socialisme que, irónicamente, no es un film sino su primer largo editado en soporte digital. Se estrenó en el Festival de Cannes, aunque simultáneamente se pudo ver en una plataforma online. La sala de cine sigue siendo el ámbito privilegiado de la experiencia cinematográfica, pero ya no es ni siquiera el más frecuente. Vemos cine en diversas circunstancias y ocasionalmente vamos al cine. Y ante un plano cinematográfico nos resulta cada vez más difícil discernir si se trata de un registro o de una imagen generada digitalmente; lo más probable es que se trate de una mezcla de ambas posibilidades en proporciones indeterminables. El cine sigue siendo una forma de entretenimiento masivo y, paralelamente, los festivales de cine se han multiplicado en todo el mundo, dando lugar a un circuito de exhibición alternativo, dirigido a un segmento de público específico. La imagen cinematográfica no es lo que era; o mejor dicho: es lo que era y muchas otras cosas. La clásica ontología de la imagen cinematográfica está en crisis, pero no apareció un paradigma alternativo. Hay una conciencia teórica en crisis pero el cine sigue.
3 - La independencia
Cuando en 1999 empezó el BAFICI, la “I” final de la sigla nos hablaba de independencia. El significado era transparente: había todo un universo cinematográfico que no llegaba a las carteleras comerciales. Hace apenas 15 años no se conocían en Buenos Aires cineastas taiwaneses, coreanos, chinos. De hecho Wong Kar-wai había pasado desapercibido en esta ciudad cuando estuvo filmando Happy together. Y de pronto irrumpían autores con una obra considerable, cuya existencia ni siquiera sospechábamos meses antes: Sokurov, Hou Hsiao Hsien, Edwar Yang, Bela Tarr, Sharunas Bartas, Tsai Ming Liang... Tendríamos que ponernos al día rápidamente e incorporar también a los que iban apareciendo: Jia Zhang-ke, Apichatpong, Hong Sang-soo, Raya Martin, los rumanos, los mexicanos, los filipinos. Publicaciones como Kilómetro 111 se convirtieron en apoyos instrumentales para procesar tanta novedad, una referencia necesaria para reconfigurar nuestras nociones de la experiencia cinematográfica. La sensación, al ponernos en contacto con esta zona hasta entonces desconocida del cine, fue la de un soplo de aire fresco. Nos independizábamos de la sujeción de los estrenos comerciales de los jueves, ampliábamos la mira. Esta apertura propició la irrupción de una nueva camada de realizadores, favorecidos por las posibilidades tecnológicas de cámaras digitales que abarataban los presupuestos y hacían posible la producción con equipos reducidos, por fuera de la industria. Esta generación se movió al principio con mucha ingenuidad y descubrió con sorpresa que sus pequeñas películas podían llegar muy lejos: había programadores de festivales internacionales que salían por el mundo a la caza de nuevos autores. Así es como Lisandro Alonso y Pablo Trapero hicieron, con sus primeras películas, un camino inédito. Tuvieron que aprender pronto que el circuito de los festivales es un subsistema de la gran industria cinematográfica, con normas de admisión tan duras como las del mainstream, la vieja supervivencia del más apto. Con programadores con poder suficiente para imponer cambios en las películas a fin de que sean aceptadas en un festival, con una incidencia comparable a la de los productores de Hollywood de la época clásica. Trece años después de La libertad los cineastas novatos ya perdieron toda ingenuidad: se someten a casting de proyectos, conocen los requisitos para que sus ideas sean “presentables” ante las instancias de decisión, piensan sus películas en función de las chances que pueden tener en ser aceptadas en Locarno o en Rotterdam. Los festivales son dispositivos de legitimación de un modelo de cine alternativo de la gran industria, pero de ninguna manera independiente.
Por último, quisiera destacar otro cambio que percibo desde aquel primer BAFICI y aquel primer número de Kilómetro 111 hasta hoy. A fines del siglo XX en la clase media porteña ilustrada parecía haber calado hondo aquel dictamen del fin de la historia y el triunfo inapelable de un modelo de existencia neoliberal. El cine parecía una esfera relativamente autónoma del mundo, con su propia historia interna, sus normas de admisión y legitimación, una isla de experiencias estéticas en las que se podía discutir apasionadamente de películas, pero con una conciencia tranquila de resignación ante la ajenidad del poder. Si el mundo globalizado era duro, el cine se ofrecía como una versión más amable del mundo, y los cinéfilos podíamos pensarnos como una cofradía de intereses más nobles, partidarios de la belleza. Recuerdo el país sacudido por una crisis terminal mientras se llevaba a cabo la edición 2002 del BAFICI. Entrar al Abasto era ponerse a salvo del desquicio y refugiarse en la esfera de lo sublime. Esa armonía restringida se quebró cuando la sociedad argentina se vio atravesada por un conflicto político que resultó ineludible y que hasta hoy no cesa de ahondarse. Se abrió una grieta por la que se filtró la historia, que resulta que no había muerto. El campo cinematográfico no pudo sino registrar estas tensiones. En las revistas de cine y en los festivales se hace imposible evitar la política. Todavía no parece que esta fractura pueda pensarse; entonces se la actúa. Que en la edición 2012 del BAFICI haya quedado excluida una película de los valores de Tierra de los padres (Nicolás Prividera) sin que el propio festival haya encontrado un ámbito para discutir esa exclusión, o que incluso la mesa de debate por los diez números de Kilómetro 111 [Abril 2013, 15° BAFICI] haya estado a punto de no hacerse por decisión del director artístico del festival, que finalmente se haya hecho por una marcha atrás del mismo director al tomar estado público el veto, son síntomas de una dificultad para lidiar con la política y una imposibilidad de esquivarla. La ilusión de la autonomía estética se desplomó. Para nuestra generación esa caída no es reversible. Habrá que ver si nos volvemos capaces de pensar esta fractura, de conversar sobre ella y volverla artística y políticamente productiva.
* Este texto forma parte del número 11 de la revista Kilómetro 111.
Cine del presente
Sumario
I. Ensayos
1. Imágenes paganas. De Deleuze a Farocki, por Silvia Schwarzböck.
2. Después de la radicalidad. James Benning, Sergei Losnitza, Raya Martin, por Emilio Bernini
3. Comedia, mumblecore y cotidianeidad. El cine de Andrew Bujalski, por Román Setton y Agustín D'Ambrosio.
4. Más allá de la primera persona. Figuras liminares del yo en el último cine argentino, por Marcelo Cerdá.
5. El cielo de los plebeyos. El cuerpo improductivo contra la lógica de la intriga. A propósito de P3nd3j5s, Los posibles, el cine y el video, por Gustavo Galuppo.
II. Versiones
1. Un arte de outsider, por James Benning
2. La Trilogía de California de James Benning. Una lección de historia natural, por Rachel Moore.
3. El final del cine "documental", por Sergei Loznitsa
4. Minucias cotidianas como narración (sub)alterna. Negociaciones sobre la historia en Independencia de Raya Martin, por Christian Tablazón.
5. Autohystoria, por Ogg Cruz.
6. Crítica del cine indie, por Andrew Bujalski.
III. Conversaciones.
Un nuevo revisionismo. Conversación con Alejandro Fernández Moujan, Nicolás Prividera y Javier Trímboli.
IV. Críticas
1. La zona del vampiro: biopolítica e imaginación (True Blood, de Alan Bell), por Gabriel Giorgi.
2. Fin de un ciclo sin fin (Fausto, de Alexander Sokurov), por Marcelo Burello.
3. El cuerpo de un hombre casi vivo casi muerto, un cerezo en flor y un televisor. Apuntes sobre cine documental (Qu'ils réposent en révolte, de Sylvain George), por Alejo Hoijman.
4. El malestar Correas (Ante la ley, de Emiliano Jelicié y Pablo Klappenbach), por E. B.
5. Nazis, espías e indiecitos. Representaciones de sí y representación del otro en el cine documental de Thomas Heise, por R. S.
V. Reseñas
1. Las fábulas del amateur. Rancière y el arte de la distancia, por Gabriel D'iorio.
2. Una ideología estética (Territorios audiovisuales, de J. La Ferla y S. Reynal), por E. B.
3. Diez números (Kilómetro 111. Ensayos sobre cine), por Oscar Cuervo.
4. Apuntes sobre un estado de la crítica (Kilómetro 111. Ensayos sobre cine), por Tomás Binder