miércoles, 22 de mayo de 2019

La cruenta implosión de una sociedad sin salida


por Henrique Júdice Magalhães [1]

Con 2,7% de la población mundial, Brasil concentra más del 10% de los asesinatos en el planeta. En 2016, fueron 61,6 mil, además de 49,5 mil violaciones y 12 mil suicidios que también revelan algo sobre esta sociedad. De las 50 ciudades más violentas del mundo, 25 se ubican aquí.

Las dos bases oficiales de datos (denuncias policiales y registros de decesos) contienen fallas y divergencias, pero la explosión de violencia letal es visible a simple vista –y no solo en las metrópolis. En verdad, las cifras reales son más altas, ya que, por el estigma que recae sobre las víctimas, muchos suicídios se registran como accidentes e inúmerables violaciones ni siquiera se denuncian.

Respecto de los asesinatos, el Instituto de Investigación Económica Aplicada (IPEA), agencia oficial, destaca que muchos se ocultan bajo la clasificación "muerte violenta por causal indeterminada". En São Paulo, Minas Gerais y Bahia, estados que concentran la mitad de la población brasileña, esos registros equivalían, en 2015, a 42,9%, 30,4% e 30,3% respectivamente de los homicidios reconocidos. Por cierto, las 71,8 mil desapariciones registradas en 2016 también ocultan muchas muertes no naturales.

Igual que la disparada del número de muertes violentas, abruman la crueldad de muchas de ellas y la futilidad de sus motivos. Decapitaciones filmadas y difundidas por las redes en el contexto de disputas asociadas al comercio minorista de drogas prohibidas; una madre muerta al esperar a su criatura en la puerta de la escuela; dos muchachos ultimados por el custodio de un restaurante por la cantidad de sachets de ketchup que se querían llevar; una trabajadora atacada al salir de su turno laboral asesinada a golpes de destornillador tras entregar todo a los asaltantes; y otro envenenado y descuartizado por un compañero de trabajo para robarle la plata del despido son solo ejemplos tomados al azar de los crímenes sucedidos en los dos últimos años en el área metropolitana de Porto Alegre.

Pseudociencia y mistificaciones

Sorprende que el aparato ideológico que conforman la prensa mercantil monopólica, las instituciones oficiales de investigación y algunas ONGs admita la existencia de esa orgía de sangre. Sería mucho pedir que también explique como esta violencia se compatibiliza con la visión idílica que tanto difundieron sobre la evolución de la sociedad brasileña durante los ocho años de gobierno del PSDB y – más allá de roces de otro tipo – los trece del PT, o identifique con alguna precisión y honestidad sus causas.

La matanza en curso en Brasil no se comprende por ninguna de las teorías con que, partiendo de cálculos viciados y de la pseudociencia social burguesa de matriz estadunidense, los intelectuales orgánicos del sistema intentan explicarlo. Esta nota no resuelve los mecanismos que empujan a parte de las masas empobrecidas a la autofagia, pero desmiente las mistificaciones en boga, pondera el peso de elementos importantes e indica causales profundas.

Juventud – En el análisis Efeito da mudança demográfica sobre a taxa de homicídios no Brasil, publicado en 2015, Daniel Cerqueira -director del IPEA en el gobierno de Dilma Roussef- y Rodrigo Leandro de Moura -de la Fundación Getúlio Vargas (FGV)- atribuyen un cuarto del incremento de los asesinatos entre 1991 y 2000 y la mitad del verificado entre 2000 y 2010 a la existencia de jóvenes del sexo masculino en Brasil (en otros países, según esta explicación, o no hay varones, o ellos pasan bruscamente de la infancia a la madurez)
[2].

Cerqueira y Moura admiten no saber nada sobre los perpetradores de esas muertes. No podrían hacerlo, pues la estimaciones más optimistas sobre la elucidación de homicidios en Brasil dicen que, en el 80% de los casos, ni siquiera llega a haber un sospechoso. Pero, como un 92% de las víctimas entre 2005 y 2015 eran hombres de edades entre 15 y 29 años, de ahí deducen que los asesinos también lo son y que la cantidad de homicidios es compatible con el peso relativo de esa fracción demográfica.

Un dato que figura en su propio estudio los desmiente: en el período que analizan (1991-2010), mientras la cantidad relativa de homicidios creció un 30%, el peso relativo del estrato masculino entre 15 y 29 anos sobre la población brasileña se redujo un poco y el de la fracción entre 15 y 23 (considerada la más peligrosa en la literatura estadunidense en que ellos se basan) se desplomó.

No hay un solo indício de correlación – mucho menos de causalidad – entre cantidades relativas de varones jóvenes y de asesinatos. Por el contrario, en Brasil la matanza es simultánea con el envejecimiento de la sociedad. De 1960 a 2015, el promedio de hijos por mujer cae de 6 a 1,7, y la expectativa de vida sube de 48 a 75,5 años (datos del IBGE). Desde 1980 (cuando empiezan a existir estadísticas de homicidios y los nacidos en 1960 tenían 20 años) a 2015, los asesinatos suben de 11,4 hasta casi 30 por 100 mil habitantes.

La única conclusión que esto permite es la que leí en Argentina como consigna y se aplica a Brasil como constatación científica: los pibes no son peligrosos, ellos están en peligro.

Famílias – En 2009, la FGV otorgó el título de doctor en Economía a Gabriel Chequer Hartung por sus Ensaios em Demografia e Criminalidade. Con el visto bueno de su director de tesis Samuel Pessôa, él sostiene que la proporción de familias monoparentales con niños de 5 a 15 años en un tiempo y un lugar dados se refleja en el índice de asesinatos 10 años después, cuando ellos tienen entre 15 y 25.

Sin demostrar o siquiera describir la relación causa-efecto sin la cual esa coincidencia numérica verificada en algunos lugares es solo um espejismo, Hartung concluye que los hijos de madres solas son más proclives a matar y que la criminalidad violenta se reduciría por el aborto eugenésico de esos niños (no defiende explicitamente su eliminación después de nacidos, pero a buen entendedor...).

En 2015, un 26,8% de las familias brasileñas con hijos tenían un solo adulto (en general, la madre) según datos del IBGE. Comparados con los datos de Eurostat de 2016, ellos ubican a Brasil entre Dinamarca (30%) y Suecia (25%) en ese item. Si esta configuración familiar fuera un factor de letalidad, los índices danés y sueco de homicidios serían similares al brasileño. Pero en aquellos países son cercanos a cero: 0,58 y 1,07 asesinatos por 100 mil personas en 2015, respectivamente. Aún comparando esas naciones escandinavas, parecidas en todo lo demás, el impacto de la monoparentalidad sobre la violencia letal es nulo: la campeona mundial de madres solteras tiene menos crímenes de muerte que su vecina.

Armas – Túlio Kahn, alto funcionario de los gobiernos de Alckmin y Serra en São Paulo, sostiene que la cantidad de armas de fuego en manos de la población determina el índice de homicidios.

El dedo sobre el gatillo es solo el último eslabón de la cadena de sucesos que desemboca en un asesinato, y ni siquiera así la disponibilidad de pistolas y revólveres ayuda a comprender lo que pasa en Brasil: según el gobierno de dicho país, se entregaron voluntariamente 650 mil armas entre 2004 y el comienzo de 2014.

No pude encontrar datos de igual amplitud acerca de las incautaciones. Pero solamente considerando las entregas voluntarias ya es posible afirmar que el incremento de los homicidios se dio mientras el stock de armas entre la población caía drásticamente.

En el documental Bowling for Columbine, Michael Moore muestra que Canadá, con una población tan armada como la de EEUU, tiene mucho menos asesinatos (1,7 contra 4,9 por 100 mil habitantes en 2015, según el sítio Countryeconomy; en sendos casos, muchas más armas y menos muertes que en Brasil). Y que se puede y se debe condenar la demencia del fetiche armamentista sin confundir el instrumento del crimen con sus causas

Algo, pero no todo

Otras explicaciones tocan importantes aspectos de la tragedia brasileña, que se vinculan al baño de sangre en curso, pero no lo explican en toda su profundidad.

Abandono escolar – El sociólogo y ex-diputado Marcos Rolim és un investigador serio, dedicado a la preservación y mejora de la vida de la juventud pobre. Al estudiar la violencia en la que esta juventud está inmersa no busca su origen en los cromosomas ni en las madres de los jóvenes, sino en lo que el Estado les debe.

En su tesis de doctorado A formação de jovens violentos – Estudo sobre a etiologia da violência extrema, que presentó a la Universidade Federal do Rio Grande do Sul (UFRGS), Rolim busca indagar no tanto la cantidad de asesinatos sino su desmesurada crueldad. Para ello, entrevistó a adolecentes que habían cometido homicidios por motivos fútiles y otros que, viniendo de un contexto sociofamiliar parecido, construyeron sus vidas por fuera del delito. La diferencia que él identificó entre los dos grupos es que los integrantes del primero habían sido violentados en sus infancias, excluídos de la escuela y reclutados por adultos que les enseñaron a actuar brutalmente.

El desprecio por la integridad física y emocional de los niños y la falta de una escuela pública fuerte, capaz de suplir lo que les falta en sus casas y en el barrio en términos culturales y de socialización sana, son las deudas más grandes de Brasil hacia su pueblo, y son también elementos estructurales de la tragedia que vivimos. Pero no parece que la deserción escolar sea la causa del fenómeno analizado: los niños y adolescentes permanecen hoy muchos más años en la escuela (incluso en una mala escuela) que en los años 70 y 80 – y muchísimos más que en los 50 y 60, cuando era común que el inicio de la vida laboral o el fracaso en los exámenes de ingreso al liceo hicieran finalizar la escolarización a los 10/11 años de edad. Aunque sea un dato importante en las vidas de los autores de los crímenes investigados por Rolim, la deserción cayó mientras esos crímenes crecieron.

Drogas – Una parte muy grande de los asesinatos en Brasil está vinculada a la cocaína y sus derivados (no, sin embargo, a la marihuana y otras drogas). De todos los factores analizados, este es el único que crece al mismo tiempo que la escalada de crímenes de muerte.

Muchos se cometen bajo el efecto de estas drogas o de la ansiedad causada por su abstinencia, y muchos más en las disputas por [apoderarse de] locales de su comercio minorista, por el castigo a los deudores y otras desavenencias vinculadas a su compraventa – incluso por extorsiones y quemas de archivo perpetradas por policías contra los pequeños traficantes y usuarios.

Sin embargo, aún siendo un fuerte catalizador de la violencia, la sola presencia de estas substancias no explica la dimensión que la violencia adquirió en Brasil. Su comercio – una actividad, en sí misma, no violenta – existe en todo el mundo, pero solo en Brasil y en algunos países de Centroamérica viene acompañado por estos índices de mortalidad. Incluso en México, um país considerado en colapso debido al narcotráfico, hay alrededor de 20 homicidios por 100 mil personas – no 30, como sucede em Brasil.

Raíces profundas

Como raíces más hondas del fenómeno, quedan dos aspectos de la dinámica social brasileña:

1 – El legado de una institución brutal que fué aquí particularmente violenta: la esclavitud. En Brasil, el Estado, las clases dominantes y la mayoría de los sectores médios nunca reconocieron ningún valor a la vida de las masas negras y morenas, vistas en ocasiones como uma mercancía, y en otras como uma amenaza a reprimir o erradicar; ni de las masas campesinas, sometidas a la servidumbre o expulsadas del campo para confluir, en las ciudades, con los descendientes de esclavos.

2 – La intoxicación de estas masas por una contrapropaganda que llevó a parte de ellas a incorporar los antivalores de una clase dominante en descomposición: consumismo, individualismo posesivo, inmediatismo, ostentación y narcisismo. Christopher Lasch (A Rebelião das Elites e a Traição da Democracia ) y Richard Sennett (A Cultura do Novo Capitalismo ) estudiaron este fenómeno en el país del que Brasil está transformándose, desde 1964, em una mala cópia: EEUU. João Manuel Cardoso de Melo y Fernando Novais (Capitalismo Tardio e Sociabilidade Moderna) y, especialmente, Jurandir Freire Costa (O Vestígio e a Aura) lo han investigado en Brasil. "La violencia emerge como una consecuencia de la avidez en la búsqueda de los objetos supérfluos, estimulados por la publicidad. Esa distorsión no empezó con el indigente que lleva un arma, sino con la élite que dió la norma de la destrucción " – decía Freire Costa en un reportaje en 2004.

El Estado asesino

Sobre dicha combinación de elementos, el Estado promueve el baño de sangre.

Uniformadas y en su horario laboral, las policías brasileñas matan más que los delincuentes. En 2016 Brasil tuvo 2.703 denuncias de robos seguidos de muerte y 4.224 denuncias de "muertes por intervención policial". Estos números no incluyen el "trabajo" de las milicias paraestatales que se multiplican en Rio, ni de los grupos de la Policía Militar de São Paulo, que cometen sus asesinatos enmascarados ("los delincuentes por lo menos muestran la cara", se escucha comúmente en la periferia paulistana).

Además de matar con mano propia, el Estado organiza grupos para el exterminio (incluso recíproco) de pobres – ya sea por la asociación lucrativa de políticos y empleados estatales con mafias que se confunden con la estructura policíaca, tal como lo denuncia hace tiempo el profesor José Claudio Alves de Sousa; o encerrando a narcos y ladrones de bajo vuelo en cárceles cuya administración terceriza (no gratuitamente) a carteles que los reclutan por la fuerza y convierten a muchos de ellos en criminales violentos, como señala Rolim. La concentración del encarcelamiento en esas personas es también una manera de dejar sueltos a los que de verdad matan, cuya posición en los carteles és más alta.

Si acaso hay alguna duda sobre a quién sirven estas acciones, o sobre la interpenetración entre las altas esferas del mercado ilegal de drogas y las del Estado, alcanza con recordar que Brasil vive hoy bajo un gobierno que tiene dos ministros (Blairo Maggi y Aloysio Nunes) y un secretario (Gustavo Perrella) involucrados en el transporte y acopio mayorista de cocaína.

"De ir a la guerra se trata"

La más sombría concepción sobre el Estado (la de Hobbes) predicaba la necesidad de someterse a él como el precio que hay que pagar para garantizar la vida y la integridad física de sus súbditos. Cuando el Estado no se muestra capaz de proveerles esta garantía, hay una crisis que no se resolverá dentro de sus marcos.
 
El drama brasileño es que la corrosión terminal de las estructuras del Estado precedió en años (¿o décadas?) a la maduración de la única posibilidad histórica de superarla: una revolución. Construirla en esta sociedad degradada es un trabajo ímprobo y sumamente riesgoso pero urgente. 


Las dudas que pueden existir sobre su conveniencia y su relación entre costo y beneficio cuando ella implica romper la paz de los cementerios no tienen lugar cuando dicha revolución es el único medio para frenar la perversidad y la violencia fomentadas por el Estado. Si la mortandad intrínseca al funcionamiento "normal" de esta sociedad es ya la de una guerra, "de ir a la guerra se trata", como dijo, en un verso compuesto con límpida conciencia en otro contexto, Idea Vilariño.

NOTAS

[1]  Texto publicado originalmente en A Nova Democracia n° 211 - 2ª Quincena de Junio 2018 

[2] Estos autores dicen: “Existe um consenso na literatura sobre o fato de que a criminalidade violenta esteja fortemente relacionada ao sexo masculino, num ciclo que se inicia na pré-adolescência e atinge seu auge entre 18 e 24 anos. Assim, este artigo estimou o efeito da proporção de homens jovens (15 a 29 anos) sobre a taxa de homicídios nos municípios brasileiros. Utilizando um modelo de análise de dados em painel com efeito fixo, a partir dos Censos de 1991 a 2010, concluímos que 1% de aumento na proporção de homens jovens gera um aumento de 2,2% na taxa de homicídios.” (https://portalibre.fgv.br/data/files/DE/05/1D/38/61A9F410CDFAD7F45C28C7A8/TD84.pdf

[3] El texto de junio de 2018 se refiere al gobierno de Temer.