Sobre El Lobo de Wall
Street (Martin Scorsese, 2013) *
Con su film más reciente, El lobo de Wall Street, Martin Scorsese vuelve a enfrentar al público a la discordia entre lo que se relata y lo que se ve, para poner en imágenes las implicaciones del "sueño americano".
por
Oscar Alberto Cuervo
Con El lobo de Wall Street Scorsese regresa al núcleo de su propia tradición autoral, en una línea que se remonta a películas
como Taxi Driver, El rey de la comedia, Toro Salvaje, Buenos Muchachos y Casino, desdibujada en sus películas de las
últimas décadas. Se erige así como el gran cineasta político de la Norteamérica
contemporánea. Es político a la manera en que puede serlo un cineasta: no por
los temas que trata, sino porque cuestiona una política del
punto de vista.
El cine es el arte del punto de vista, indagado en su
elemento propio, la mirada. La literatura narra: su elemento es siempre la
palabra, que también supone un punto de vista pero no hace ver la mirada. En el cine, en cambio, la palabra está ligada a
una mirada que no necesariamente señala en la misma dirección. Scorsese plantea
una tensión entre la mirada, organizadora de lo que se nos muestra, y la
palabra, con frecuencia por medio de las voces off de sus protagonistas que
relatan sus trayectos vitales. Punto de vista y palabra se desfasan en momentos
clave, un indicio de que el modelo
narrativo clásico y el mundo experimentado no conforman una unidad sin
conflictos.
Desde los 70 (especialmente en Taxi Driver y su reversión farsesca, El rey de la comedia) Scorsese ha análizado los
procedimientos utilizados por el cine clásico para lograr, con fines aleccionadores, la identificación del héroe con el espectador. La eficacia
política del clasicismo americano reside en el modo en que ancla el relato a un
sujeto que dota al film de continuidad espaciotemporal y psicológica, en vistas
a una conclusión que organiza el mundo moralmente. El cine clásico concluye en
un acorde edificante y estabilizador.
De Taxi Driver a El Lobo de Wall Street Scorsese
ensaya variaciones en la forma en que la voz que relata interpela al espectador, siempre
en un grado de discordia con lo que nos muestra. La conclusión es un sentido
inestable. No es que la posición moral del autor sea vacilante o confusa, sino
que queda situada más allá del final, en un fuera de campo cuya decisión atañe
al espectador. De ahí que alguna crítica, equivocadamente, crea encontrar en
sus films apologías de la venganza o de la traición. Los
psicópatas, estafadores y delatores de sus películas son versiones distorsionadas
del héroe americano, ensayos enrarecidos del selfmade man que asume la lógica del sistema al que se propone
integrarse. Corporizan fallidamente el sueño de prosperidad y reconocimiento
que anima la existencia en el capitalismo en las arquetípicas figuras del winner y el loser (“es preferible ser rey por una noche que un tonto toda la
vida”, nos dice Rupert Pumpkin en El rey
de la comedia). El éxito y el fracaso son parte de una estructura
reversible y esta ambivalencia no indica una indecisión moral de Scorsese sino
su mirada cinematográfica sobre el capitalismo.
Este principio constructivo puede reconocerse, si se mira con atención, en Taxi Driver. Después del
baño de sangre con el que Travis Biclke (Robert De Niro) ajusta cuentas con
la resaca de la sociedad, el
final parece situarlo en el lugar del ganador desapegado del género noir, que logra la hazaña de poner las
cosas en su lugar y gana el
reconocimiento de la sociedad que hasta ese momento lo había despreciado. La
dama rubia que antes lo veía como un freak
parece ahora seducida por su valentía:
su mirada arrobada condensa el encanto con que siempre nos cautivan los héroes
cinematográficos. Pero esa resolución es chirriante: de pronto una súbita
inquietud en la mirada del Travis sacude la escena, como si desde el fondo de su
suficiencia un relámpago de locura pugnara por hacerse ver: ¿podemos confiar
en ese happy ending? ¿no enmascara la violencia reprimida en los deseos imaginarios del espectador necesitado
de finales felices? Esta interrogación es
lo específico scorseseano, lo que una y otra vez se malentiende como su
ambivalencia moral. Como si un director debiera condenar las acciones
reprobables de su personaje para asegurarnos que al final todo quede en orden.
Esa misma perturbación vuelve a encontrarse en El lobo de Wall Street, otra variación
del tema del winner / loser. Jordan
Belfort (Leonardo Di Caprio) es un corredor de bolsa que se enriquece a costa
de vender acciones basura a sus clientes incautos. Todo lo que hace Jordan
Belfort es reprobable, pero no es una reprobación obvia lo que organiza el
relato. Belfort lo cuenta (se trata de la autobiografía de un
personaje real) y significativamente su historia se inscribe en el cuerpo de
uno de los actores más carismáticos de Hollywood. La violencia de los fraudes y las víctimas que deparan casi no aparecen
en pantalla (en la superficie, El lobo… es
una de las películas menos violentas de Scorsese).
Un ejemplo del desacople entre la voz narradora
y la mirada está estratégicamente colocado al comienzo de la película, en medio
de una fiesta bizarra en la que están practicando tiro al blanco con un enano,
cuando desde el off el protagonista se presenta: “Mi nombre es Jordan Belfort”,
sobre la imagen congelada del enano arrojado. Inmediatamente la voz aclara: “No
él, yo”, y por corte se pasa a otra imagen congelada del propio Belfort con
gesto feroz, mientras sigue diciendo “ahora sí: soy un ex miembro de la clase
media criado por dos contadores...”. Seguidamente, Belfort aparece manejando
una Ferrari roja a toda velocidad, pero la voz objeta “no, no, no; mi Ferrari
era blanca, como la de Don Johnson en Miami
Vice” y, sin cambiar de plano, el auto muta de rojo a blanco. En el tercio
final del film, durante el desopilante episodio de la ingesta de Quaalude, el mismo auto aparecerá llegando dos veces a
la mansión de Belfort, en la primera ocasión en perfectas condiciones y en la
segunda destruido a causa de la desastrosa conducción del protagonista bajo los
efectos de la droga. La segunda escena corrige a la primera por un cambio de
perspectiva.
El entusiasmo con que Belfort se entrega al consumo desenfrenado
de dinero, drogas y sexo impregna a la película de un tono maníaco. Todo
parece un desbordado show televisivo (un mood
que Scorsese exploró en El rey de la
comedia y aquí retoma de modo más frenético). Sexo, drogas y dinero son
objetos intercambiables de un mismo deseo. Belfort es un consumidor consumado:
ni él sabe si consume drogas para ganar dinero, si gana dinero para drogarse o si hace ambas cosas para saciar su apetito sexual. La manía que evoca los shows de
TV y por momentos la retórica de los predicadores evangélicos produce una
imagen estridente y un tempo
acelerado (que recuerda a la aceleración provocada por las drogas en los protagonistas
de Buenos Muchachos). El epílogo que
sucede a la cárcel del protagonista, desemboca en un show televisivo (como en El rey de la comedia) en Nueva
Zelanda, alejado del centro del capitalismo, en el que Belfort enseña a un
público absorto cómo vender una lapicera. Una vez más, Scorsese nos propone desconfiar
de los finales felices.