Nota del editor: esta nota apareció originalmente en el número 18 de revista Metrópolis (Córdoba, junio de 2004) y posteriormente en revista La otra número 7 (verano 2005). Su autor, Daniel Salzano, acaba de morir en Córdoba, la ciudad donde había nacido en 1941.
Fue muchas cosas en su vida el joven Sean Aloysius O’Fearna (u O’Feeney), cuyos ancestros irlandeses llegaron a los Estados Unidos siguiendo el rastro de la tierra prometida. Fabricó y vendió zapatos, redactó informes policiales, arreó ganado y, por fin, terminó como cadete en los grandes estudios cinematográficos de California. Empezó como pistín y terminó, en 1973, con seis Oscars, 131 películas y 55 años de carrera.
Cuando le preguntaban cuáles eran sus realizadores preferidos, Orson Welles respondía: “Los viejos maestros de siempre: John Ford, John Ford y John Ford”.
Claro que no sucedía lo mismo cuando al propio Ford le hacían preguntas similares: “¿Bergman? ¿Quién es Bergman?... Debe ser ese director sueco que dijo que yo era el mejor de todos”.
Así nacen las leyendas.
Aunque, pensándolo bien, lo de mejor director apenas si viene al caso hablando de John Ford, cineasta tratado por la cátedra como a un dios, como un antes y un después en la gran historia del cine norteamericano. Opiniones que, dicho sea de paso, no contaron con su consentimiento porque las opiniones ajenas le interesaban un pito. “A mí me dan un guión y yo lo filmo. Eso es todo.”
LA ANÉCDOTA DEL CUCHILLO
John Ford era esencialmente un hombre cachazudo, al que no le gustaba que le buscaran las cosquillas. Por eso en los estudios, era más temido que verdaderamente respetado.
¿Conocen la anécdota del cuchillo que contaba Sal Mineo?
“Durante el rodaje de El ocaso de los Cheyennes (1964) yo me la pasaba escuchando música de jazz a todo volumen. Una noche, muy tarde, entró el viejo Ford y me pidió que la bajara. Yo le dije que el volumen era un requisito indispensable para el jazz. Fue entonces que Ford sacó su enorme cuchillo de caza y lo depositó sugestivamente sobre la mesa. Después volvió a pedirme que bajara el volumen, mirándome fríamente a los ojos. Yo le contesté que sí, que podía bajarlo. Ford guardó el cuchillo y me dijo: «Es exactamente lo que a mí me parecía». Luego se fue”.
A veces sacaba el cuchillo delante de sus actores (también lo hacía con frecuencia para dividir su cigarro en dos mitades), pero no era más que un tic matrizado para mantener intacta su fama de cacique. La verdad es que a los actores los quería. Por lo menos tanto como se quería a sí mismo.
“Somos ciudadanos de segunda”, decía. Y eso era porque para él, el cine era un territorio tan acotado como el de los indios apaches. No se podía vivir en él sin conocer todos sus códigos.
Cheyenne autumn
LA DE LA ACTRIZ IMPUNTUAL
Quienes no advertían desde el vamos que, con su único ojo vivo, John Ford veía tres veces más que el común de los mortales, estaban liquidados (con un solo ojo descifró más enigmas del comportamiento humano que una legión de antropólogos apiñados detrás de un microscopio).
Y, si no, ahí está para demostrarlo, la triste historia de Margot Grahame, a quien Ford había seleccionado para El delator (1935), después de verla sobre un escenario. En su primer día de filmación, la Grahame, confundiendo el hambre con las ganas de comer, llegó una hora tarde. John Ford la vio llegar y no le dijo ni pío. Cuando la actriz reapareció del camarín vestida, peinada y maquillada, el director la recibió con un cross en la mandíbula: “¡Qué lástima que no estuviera aquí hace una hora! Como no estaba, hicimos otra cosa. Era una gran escena, pero he decidido eliminarla”. Y mientras la Grahame, llorando, se sacaba el miriñaque y la peluca, Ford, implacable, desde atrás de la puerta del camarín, continuaba diciéndole: “¡Cuánto lo siento! ¡Estaba tan bonita con ese vestido! ¡Su peinado era francamente delicioso!”.
LA DEL PRODUCTOR
Para el realizador Peter Bogdanovich, que lo entrevistó a lo largo de un libro altamente recomendable (a esta altura, un clásico de la editorial Fundamentos), John Ford hacía películas con la misma facilidad de quien sólo busca hacer pasar buenos ratos a sus amigos, que eran todos sus contemporáneos. Lo mismo que Chaplin, “encumbró a los humildes e hizo letrados a los analfabetos. Por eso su voz tuvo resonancias genesíacas: mejoró a quienes lo oyeron”. Menos a los productores de Hollywood, a quienes visceralmente despreciaba.
El primer día de filmación de Pasión de los fuertes (1946), convocó a todo el equipo para presentarle oficialmente al productor, Samuel Engel. “Miren bien este rostro”, dijo, mientras hacía girar la cabeza del productor hacia ambos lados. “Mírenlo bien porque hasta que terminemos de trabajar no volverán a verlo...”.
Decidido a desquitarse del oprobio, Engel se cuidó muy bien de volver a pisar el set de rodaje. Pero en cuanto advirtió que el director se iba desfasando de su plan original de rodaje y que terminaría de trabajar más allá del tiempo estipulado, envió para recriminarlo a uno de sus secretarios.
Ford despreciaba a lo productores como a sus secretarios.
Con su único ojo triple y su proverbial humor de perros observó al pistín como a un insecto y, arrancando un puñado de hojas del guión, se las extendió en un gesto de desprecio: “Vaya a decirle a su jefe que ahora estamos a mano”.
LA DE CECIL B. DE MILLE
John Ford, con o sin cuchillo, se las aguantaba. Al despuntar los años ’50, cuando en Hollywood bastaba con llevar bigotes para ser considerado un sicario de José Stalin, Ford asistió a la muy famosa sesión en la que el gremio de directores de cine intentó pasarle factura a Joseph “Joe” Mankiewicz.
Para el ala más reaccionaria del sindicato, liderada por Cecil B. De Mille, Mankiewicz era un comunista larvado, un obús ideológico al que había que neutralizar antes de que contaminara a la gran colmena hollywoodense. El productor De Mille habló durante cuatro horas seguidas en su afán de convencer a los detractores de la perfidia de Mankiewicz. Hablaba el realizador de Los diez mandamientos (1956) cuando por fin, el Gran Padre Blanco (y además Tuerto) levantó la mano. “Me llamo John Ford –dijo- y hago películas del oeste”. A continuación brevemente elogió a De Mille como director: “No creo que haya nadie en esta sala que sepa mejor lo que quiere el público que De Mille”, dijo, para luego buscarle la mirada. “Pero no me gustas, Cecil, y no me gusta lo que has estado diciendo. Propongo que demos a Joe un voto de confianza y luego nos vayamos a casa a dormir un poco porque mañana tenemos que trabajar. Las películas no se hacen solas”.
Era en estas circunstancias cuando se transparentaba el Ford verdaderamente corajudo, el inmigrante agradecido que se mantuvo toda la vida enrolado en las filas del partido republicano (le encantaba ir a la Casa blanca a jugar el rummy con Richard Nixon), pero que no sólo despreciaba a las elites sino que hablaba de los temas más delicados con las palabras más accesibles.
Se lo hizo decir a Henry Fonda en El joven Lincoln (1939): “En la vida sólo hay una opción por la que vale la pena luchar. O la justicia o la barbarie”.
El delator
LA DEL JOVEN PERIODISTA
¿Cómo era John Ford por la parte de afuera? Según el relato de quienes lo vieron –y vivieron para contarlo- Sean Aloysius O’Fearna (así se llamaba antes de encallar en California) era en sus años postreros un viejo fortachón que, con la gorrita de béisbol inclinada sobre la frente, casi siempre intimidaba. Y lo sabía.
Por eso, seguramente, pudiendo usar anteojos negros para combatir el efecto de su ojo inservible, prefería taparlo con un parche de pirata. Ford apestaba a tabaco habano y solía divertirse en los bares empinando el codo con una mezlca matrizada por sus ancestros del Maine: tres partes de cognac y siete de Benedictine. Sin hielo. Cuando, presionado por las circunstancias y/o las recomendaciones (a veces del propio Richard Nixon) concedía una entrevista, John Ford empezaba por el bar (la mezcla de cognac y Benedictine operaba como un mazazo en los vasos comunicantes del reportero novato) y terminaba con una de sus típicas encerronas.
Por ejemplo:
- Usted debe ser uno de esos críticos que cree que yo me desacredito por hacer películas del oeste, ¿no es así?
- Oh, no señor. Yo estoy escribiendo un artículo sobre su obra y quisiera saber cuál es su opinión sobre El delator.
- ¿El delator? ¿Usted está seguro de que esa película es mía?