viernes, 26 de diciembre de 2014

"CITIZEN FORD" por Daniel Salzano



Nota del editor: esta nota apareció originalmente en el número 18 de revista Metrópolis (Córdoba, junio de 2004) y posteriormente en revista La otra número 7 (verano 2005). Su autor, Daniel Salzano, acaba de morir en Córdoba, la ciudad donde había nacido en 1941.

Fue muchas cosas en su vida el joven Sean Aloysius O’Fearna (u O’Feeney), cuyos ancestros irlandeses llegaron a los Estados Unidos siguiendo el rastro de la tierra prometida. Fabricó y vendió zapatos, redactó informes policiales, arreó ganado y, por fin, terminó como cadete en los grandes estudios cinematográficos de California. Empezó como pistín y terminó, en 1973, con seis Oscars, 131 películas y 55 años de carrera.

Cuando le preguntaban cuáles eran sus realizadores preferidos, Orson Welles respondía: “Los viejos maestros de siempre: John Ford, John Ford y John Ford”.

Claro que no sucedía lo mismo cuando al propio Ford le hacían preguntas similares: “¿Bergman? ¿Quién es Bergman?... Debe ser ese director sueco que dijo que yo era el mejor de todos”.

Así nacen las leyendas.

Aunque, pensándolo bien, lo de mejor director apenas si viene al caso hablando de John Ford, cineasta tratado por la cátedra como a un dios, como un antes y un después en la gran historia del cine norteamericano. Opiniones que, dicho sea de paso, no contaron con su consentimiento porque las opiniones ajenas le interesaban un pito. “A mí me dan un guión y yo lo filmo. Eso es todo.”

LA ANÉCDOTA DEL CUCHILLO

John Ford era esencialmente un hombre cachazudo, al que no le gustaba que le buscaran las cosquillas. Por eso en los estudios, era más temido que verdaderamente respetado.

¿Conocen la anécdota del cuchillo que contaba Sal Mineo?

“Durante el rodaje de El ocaso de los Cheyennes (1964) yo me la pasaba escuchando música de jazz a todo volumen. Una noche, muy tarde, entró el viejo Ford y me pidió que la bajara. Yo le dije que el volumen era un requisito indispensable para el jazz. Fue entonces que Ford sacó su enorme cuchillo de caza y lo depositó sugestivamente sobre la mesa. Después volvió a pedirme que bajara el volumen, mirándome fríamente a los ojos. Yo le contesté que sí, que podía bajarlo. Ford guardó el cuchillo y me dijo: «Es exactamente lo que a mí me parecía». Luego se fue”.

A veces sacaba el cuchillo delante de sus actores (también lo hacía con frecuencia para dividir su cigarro en dos mitades), pero no era más que un tic matrizado para mantener intacta su fama de cacique. La verdad es que a los actores los quería. Por lo menos tanto como se quería a sí mismo.

“Somos ciudadanos de segunda”, decía. Y eso era porque para él, el cine era un territorio tan acotado como el de los indios apaches. No se podía vivir en él sin conocer todos sus códigos.

Cheyenne autumn

LA DE LA ACTRIZ IMPUNTUAL

Quienes no advertían desde el vamos que, con su único ojo vivo, John Ford veía tres veces más que el común de los mortales, estaban liquidados (con un solo ojo descifró más enigmas del comportamiento humano que una legión de antropólogos apiñados detrás de un microscopio).

Y, si no, ahí está para demostrarlo, la triste historia de Margot Grahame, a quien Ford había seleccionado para El delator (1935), después de verla sobre un escenario. En su primer día de filmación, la Grahame, confundiendo el hambre con las ganas de comer, llegó una hora tarde. John Ford la vio llegar y no le dijo ni pío. Cuando la actriz reapareció del camarín vestida, peinada y maquillada, el director la recibió con un cross en la mandíbula: “¡Qué lástima que no estuviera aquí hace una hora! Como no estaba, hicimos otra cosa. Era una gran escena, pero he decidido eliminarla”. Y mientras la Grahame, llorando, se sacaba el miriñaque y la peluca, Ford, implacable, desde atrás de la puerta del camarín, continuaba diciéndole: “¡Cuánto lo siento! ¡Estaba tan bonita con ese vestido! ¡Su peinado era francamente delicioso!”.

LA DEL PRODUCTOR

Para el realizador Peter Bogdanovich, que lo entrevistó a lo largo de un libro altamente recomendable (a esta altura, un clásico de la editorial Fundamentos), John Ford hacía películas con la misma facilidad de quien sólo busca hacer pasar buenos ratos a sus amigos, que eran todos sus contemporáneos. Lo mismo que Chaplin, “encumbró a los humildes e hizo letrados a los analfabetos. Por eso su voz tuvo resonancias genesíacas: mejoró a quienes lo oyeron”. Menos a los productores de Hollywood, a quienes visceralmente despreciaba.

El primer día de filmación de Pasión de los fuertes (1946), convocó a todo el equipo para presentarle oficialmente al productor, Samuel Engel. “Miren bien este rostro”, dijo, mientras hacía girar la cabeza del productor hacia ambos lados. “Mírenlo bien porque hasta que terminemos de trabajar no volverán a verlo...”.

Decidido a desquitarse del oprobio, Engel se cuidó muy bien de volver a pisar el set de rodaje. Pero en cuanto advirtió que el director se iba desfasando de su plan original de rodaje y que terminaría de trabajar más allá del tiempo estipulado, envió para recriminarlo a uno de sus secretarios.

Ford despreciaba a lo productores como a sus secretarios.

Con su único ojo triple y su proverbial humor de perros observó al pistín como a un insecto y, arrancando un puñado de hojas del guión, se las extendió en un gesto de desprecio: “Vaya a decirle a su jefe que ahora estamos a mano”.

LA DE CECIL B. DE MILLE

John Ford, con o sin cuchillo, se las aguantaba. Al despuntar los años ’50, cuando en Hollywood bastaba con llevar bigotes para ser considerado un sicario de José Stalin, Ford asistió a la muy famosa sesión en la que el gremio de directores de cine intentó pasarle factura a Joseph “Joe” Mankiewicz.

Para el ala más reaccionaria del sindicato, liderada por Cecil B. De Mille, Mankiewicz era un comunista larvado, un obús ideológico al que había que neutralizar antes de que contaminara a la gran colmena hollywoodense. El productor De Mille habló durante cuatro horas seguidas en su afán de convencer a los detractores de la perfidia de Mankiewicz. Hablaba el realizador de Los diez mandamientos (1956) cuando por fin, el Gran Padre Blanco (y además Tuerto) levantó la mano. “Me llamo John Ford –dijo- y hago películas del oeste”. A continuación brevemente elogió a De Mille como director: “No creo que haya nadie en esta sala que sepa mejor lo que quiere el público que De Mille”, dijo, para luego buscarle la mirada. “Pero no me gustas, Cecil, y no me gusta lo que has estado diciendo. Propongo que demos a Joe un voto de confianza y luego nos vayamos a casa a dormir un poco porque mañana tenemos que trabajar. Las películas no se hacen solas”.

Era en estas circunstancias cuando se transparentaba el Ford verdaderamente corajudo, el inmigrante agradecido que se mantuvo toda la vida enrolado en las filas del partido republicano (le encantaba ir a la Casa blanca a jugar el rummy con Richard Nixon), pero que no sólo despreciaba a las elites sino que hablaba de los temas más delicados con las palabras más accesibles.

Se lo hizo decir a Henry Fonda en El joven Lincoln (1939): “En la vida sólo hay una opción por la que vale la pena luchar. O la justicia o la barbarie”.

El delator

LA DEL JOVEN PERIODISTA

¿Cómo era John Ford por la parte de afuera? Según el relato de quienes lo vieron –y vivieron para contarlo- Sean Aloysius O’Fearna (así se llamaba antes de encallar en California) era en sus años postreros un viejo fortachón que, con la gorrita de béisbol inclinada sobre la frente, casi siempre intimidaba. Y lo sabía.

Por eso, seguramente, pudiendo usar anteojos negros para combatir el efecto de su ojo inservible, prefería taparlo con un parche de pirata. Ford apestaba a tabaco habano y solía divertirse en los bares empinando el codo con una mezlca matrizada por sus ancestros del Maine: tres partes de cognac y siete de Benedictine. Sin hielo. Cuando, presionado por las circunstancias y/o las recomendaciones (a veces del propio Richard Nixon) concedía una entrevista, John Ford empezaba por el bar (la mezcla de cognac y Benedictine operaba como un mazazo en los vasos comunicantes del reportero novato) y terminaba con una de sus típicas encerronas.

Por ejemplo:

- Usted debe ser uno de esos críticos que cree que yo me desacredito por hacer películas del oeste, ¿no es así?

- Oh, no señor. Yo estoy escribiendo un artículo sobre su obra y quisiera saber cuál es su opinión sobre El delator.

- ¿El delator? ¿Usted está seguro de que esa película es mía?

miércoles, 17 de diciembre de 2014

Lo que no ha de ser

por Paulo Manterola

La aceptación de lo inevitable. La impotencia ante la imposibilidad de esta premisa, la negación de lo evidente. Este tipo de cuestiones suelen conducir a ninguna otra cosa más que a la locura, la obsesión, la negligencia. La fe, de alguna forma, tiene algo que ver con eso. Schopenhauer lo sabía, sí. Y Joaquín Murat, conde, rey, hermano ante la ley y protegido de Napoleón, pudo intuirlo, adivinarlo, aunque no comprenderlo. Testimonio en carne y hueso de esta imprudencia del alma humana que determinó su existencia. Y así fue que, siendo un virtuoso estratega militar, se dedicó en cuerpo y espíritu a un fin tan ruin y bajo, de forma tan magnánima y temeraria, que resultó en definitiva tan ineficaz como insignificante.

Murat sentía una honda pasión por la música, aunque nada de talento poseía. Sentía también cierta inclinación hacia la teología, la cual fue, por algún tiempo, su objeto de estudio (una vez descartadas sus aspiraciones musicales), pero que finalmente abandonó. Nacido en la segunda mitad del siglo XVIII, en un pueblo pequeño y de pocas ambiciones cerca de los pirineos franceses, pasó su infancia entre los muros de la posada de su padre. Allí conoció a todo tipo de hombres, mujeres y culturas. Sus días trascurrían entre las tareas religiosas que su padre lo obligaba a cumplir y su ávida curiosidad por las misas y liturgias de la música sacra. En vano intentaba sacar algún sonido de un viejo violín que un viajero le había obsequiado; sus dedos no estaban hechos para esos afanes. Su voz tampoco era buena, apenas podía comprender una partitura y carecía de la creatividad o la fuerza de voluntad necesarias.

Los aires de la época estaban cambiando. Podía sentirse la revolución golpeando las puertas del nuevo siglo, para derribar el antiguo régimen. Murat, sin embargo, era tradicionalista, tanto en sus aficiones como en su ideología. Detestaba con ímpetu a sus contemporáneos (ellos, los músicos; filósofos y pensadores), profanadores de la belleza estética a la que aspiraba. Detestaba, por sobre todo, a Joseph Haydn, a quien tuvo la oportunidad de conocer en su adolescencia. Haydn, por el contrario, nunca lo conoció a él, ni siquiera el día en que Murat lo asesinó.

Franz Joseph Haydn sería el referente de todas las innovaciones en las formas musicales del siglo que estaba a punto de comenzar. A la vuelta de uno de sus viajes a Londres, se vio forzado a detener su camino por unos días en este remoto pueblo francés, en la posada del padre de Murat, junto a María Anna Keller, su esposa. Murat se sintió profundamente cautivado por la mujer desde el primer momento en que la vio. Ella, por su parte, se enamoró de la forma en que la cortejaba el joven. Desde ese momento, ambos mantuvieron, hasta la muerte de ella, una relación de amor y amistad que nunca llegó a concretarse físicamente.

Aquel encuentro fue un punto de inflexión en la vida de Joaquín. Este decidió dejar de lado la teología, así como cualquier esperanza con respecto a la música. Lo único que le importaba era otra cosa: encontrar la forma de unirse a su amada. Entonces, lejos de María Anna, tras estallar la revolución, se enlistó en el ejército. Allí descubrió un inesperado y sorprendente talento para la planificación y la estrategia militar; al punto que, unos años después, Napoleón solicitó sus servicios, ascendiéndolo a general. También descubrió, con más satisfacción aun, que en aquel lugar disponía de los medios necesarios para lograr su objetivo. Napoleón mantenía estrechas relaciones con la familia real húngara de los Estheràzy, los principales benefactores de Haydn.

Comenzaba a tomar forma su plan. Murat logró convencer a Anton Estheràzy de recluir a Haydn en el palacio que la familia real había comenzado a construir desde hacía treinta años, manteniéndolo como director de orquesta. La excentricidad de los encargos y pedidos de Anton, igualables a los de su padre, y el aislamiento en el que se encontraba ubicada la finca, generaron el desgaste y el deterioro tanto del músico como el de sus relaciones. Murat también convenció a Anton de hacer desaparecer todas las partituras que circularan de Haydn. Sus obras podrían ser escuchadas nada más que asistiendo a los teatros del palacio Esztheráza. La fama y la popularidad de la familia se engrandecerían aún más. Eso le decía Joaquín, para manipularlo.

Murat había perdido a su dios hacía tiempo. A menudo se preguntaba cuál sería la mayor desgracia. En algún lado había escuchado que consistía en haber sido arrojado al mundo. Un siglo más tarde esta sentencia tomaría mucha fuerza. Por el contrario, él creía que la mayor de las desgracias sin dudas era nunca haber nacido. Y algo de eso había en su estrategia. Él no pretendía simplemente asesinar a Haydn. Murat quería hacerlo desaparecer de la historia, eliminarlo de la memoria de los hombres. No era suficiente destrozarlo, humillarlo. Esto significaría reconocer su existencia. Quería que el mundo olvidara que un hombre llamado Franz Joseph Haydn alguna vez había sido.
Lamentablemente, con el comienzo del nuevo siglo, le llegó a Joaquín la noticia de la muerte de María Anna. Esto le provocó una herida que nunca se cerraría. Se puso descuidado, torpe en su accionar; sus pensamientos eran desesperados. Su desprecio hacia Haydn se acrecentó, aunque ya no importaba tanto el plan. Este carecía de sentido ya. Su ambición, sin embargo, no lo había abandonado. Se enfocó entonces en su carrera militar. Se casó con Carolina, la hermana de Napoleón. La expansión del imperio francés le daría la posibilidad de completar su obra y, finalmente, tras nueve largos años de espera, el recientemente nombrado Rey de Nápoles fue encomendado a liderar uno de los batallones en la toma de la ciudad de Viena, donde se refugiaba un Haydn ya débil y enfermo.

La invasión fue exitosa. No podía ser de otra manera. Murat no vaciló. Entró en la casa donde descansaba el músico y lo asesinó mientras dormía. Con su fusil de percusión, apuntó al rostro y disparó. Lo desfiguró por completo. Luego se encargó de esconder el cuerpo. Nadie se enteraría de que había muerto. La única persona que él conocía que podía reclamarlo ya estaba muerta también: María Anna. Su fecha de nacimiento era incierta y todo registro de su obra había desaparecido, así como su relación con la familia real de los Estheràzy.

Desafortunadamente, Murat vivió lo suficiente como para enterarse de que, durante el tiempo en que él estuvo abocado a su plan, Haydn se había hecho famoso en Londres, en donde realizó algunas de sus más grandes obras. Luego de su desaparición y la posterior confirmación de su muerte, este fue mejor conocido por el mundo entero como el padre de la sinfonía y de los cuartetos de cuerda. Murat no supo contemplar estos detalles, no tuvo la serenidad o la capacidad para recalcular sus pasos, o para sospechar que, un siglo más tarde, la medicina forense podría contarnos la historia de aquella gente que ya no puede hacerlo. Desolado ante su fracaso, traicionó a Napoleón y, desde su reino, negoció con los austríacos para declararle la guerra. Al ser vencido, volvió a suplicar el perdón de Napoleón. Finalmente, fue derrotado en la batalla de Tolentino y hecho prisionero. Ante el pelotón de fusilamiento que él mismo alguna vez había comandado, Joaquín arengó a los soldados a que abrieran fuego.

Murat no temía a la muerte. Temía el ser insignificante. No supo darse cuenta de que, habiendo dedicado tanto su vida a condenar al olvido, a la nada misma, la existencia de su antagonista, acabó siendo él intrascendente. Un personaje pueril y poco ilustre en la historia de la humanidad 1 .




1 Si bien los datos de esta crónica son, en su mayoría, comprobables en cualquier biografía escrita con anterioridad, no existen registros de que Joaquín Murat haya asesinado al compositor o de que haya tenido relación alguna con su esposa. La causa, la fecha y las circunstancias de la muerte de Franz Joseph Haydn siguen hasta hoy siendo inciertas.

miércoles, 3 de diciembre de 2014

Herzog: un maestro de Alemania

A propósito de Grizzly man, la película que se va a proyectar este sábado cerrando el ciclo de Werner Herzog *

 
por Mónica Giardina **

[Aviso al lector: en este texto se revelan aspectos decisivos de la narración de Grizzly Man]  Grizzly Man –un film ciertamente inagotable- me despertó una profunda inquietud, emocional e intelectual, que quisiera compartir aquí través de los siguientes cuatro señalamientos; a saber: la herencia romántica en la filmografía de Herzog; la mirada de Herzog en Grizzly Man; el fenómeno del sacrificio y la frontera entre lo mismo y lo otro; y finalmente, matices de la unión entre amor, salvación y conservación.

La herencia romántica en la filmografía de Herzog

E. H. Gombrich, en su ya clásica Historia del arte, refiere que lo característico de la estética del movimiento romántico es su “modalidad fantasmagórica”. Basta con evocar las tempestades marinas de W. Turner o los paisajes desolados y grandiosos de Gaspar David Friedrich para apreciar la justeza de aquella expresión. La filmografía de Herzog porta sin duda muchos elementos del romanticismo: una concepción sublime de la naturaleza, cuya potencia ingobernable expresa siempre emociones humanas; el sentimiento del infinito natural frente al cual el hombre se vuelve pequeño e impotente, como la parte frente al todo (el infinito que conciben los románticos –y el cine de Herzog así parece testimoniarlo- nunca está más allá de lo finito, sino en medio de él, en su cercanía, aunque sin perder la distancia); y una síntesis magnífica entre la naturaleza y el arte. El artista es considerado un instrumento al servicio de hacer aparecer lo infinito en lo finito. Así se observa entre los pintores, que exaltan los paisajes, pero de un modo que no tiene nada que ver con la representación de una naturaleza que, como en el renacimiento, sirve de fondo sobre el que se sitúan las figuras humanas. El artista romántico rechaza ser más importante que la naturaleza y ocupar el primer plano de la escena; se trata, más bien, de alguien que se sabe partícipe de una experiencia poético-religiosa que lo liga indisolublemente al mundo natural.

La poesía romántica, por su parte, se caracteriza por transmitir un tipo de sentimiento vital “cósmico”, por el que la naturaleza toda se convierte en un santuario; un sentimiento que las más de las veces resiste una determinación conceptual. No se trata, sin embargo, de reducir todo a una tendencia emocional. La poesía romántica guarda una relación muy estrecha con la filosofía, como lo testimonian, entre otras y cada una a su modo, las filosofías de Nietzsche y de Heidegger, ambas protectoras del eterno enigma del mundo. El romanticismo otorga un sentido diferente a la vida, a partir del cual ella aparecerá cargada de misterio y de una admiración comparable a la que embarga al monje que mira el mar en la obra de Friedrich. Para decirlo en una fórmula, lo romántico podría ser visto como la piedad de lo no humano. En la obra de Herzog, la naturaleza actúa tanto o más que los personajes: Aguirre, la ira de Dios; Fitzcarraldo; Wings of Hope; Nosferatu (en ésta, la travesía de Bruno Ganz a través de los Cárpatos constituye un compendio de imágenes imborrables, que transportan al espectador a una atmósfera inquietante, surcada por desfiladeros vertiginosos y caminos inhóspitos).

Es difícil no asociar a Herzog con su compatriota Alexander von Humboldt (1769/1859), ese explorador genial que recorrió a pie miles de kilómetros por las selvas latinoamericanas, documentando paso a paso sus hallazgos, que llegarían a conformar una obra monumental para las ciencias naturales. En Grizzly Man, como antes lo había hecho en Wings of Hope -el documental donde recrea el milagro de Juliane Koepcke, la única sobreviviente de los casi cien pasajeros de un avión que se estrelló contra la jungla, entre Lima y Cuzco-, Herzog une a su fascinación por la naturaleza, su inclinación por las existencias marcadas de un modo determinante por ella. Existencias que entablan una relación con lo salvaje de una intensidad inusitada, que trasciende hacia una dimensión donde el lenguaje debe rendirse a la inmensidad de lo que carece de palabra.

La mirada de Herzog en Grizzly Man

Grizzly Man testimonia la vida y la pasión de Timothy Treadwell, pero es, ante todo, un sentido homenaje al arte del documentalista que durante trece años compartió extensos períodos de tiempo con los osos grizzly, en la península de Alaska. Con una exquisita selección de las más de cien horas de filmación que había realizado Timothy desde 1999 hasta 2003, año de su muerte, retratando a los osos y retratándose a sí mismo junto a ellos, Herzog confecciona un “documental del documental” en cuya narrativa participan él mismo y personas del entorno de Timothy. De las teorías y la vocación del protagonista, el cineasta comparte poco, y así lo refiere, sin complacencias pero con profundo respeto, basado en el cual tomó la decisión de no introducir en el film el audio que reproduce los gritos de Treadwell y los de Amie Hughenard (su novia y coprotagonista de la tragedia) cuando ambos son despedazados y comidos por uno de los osos. Apenas si el mismo Herzog puede escuchar esa cinta escalofriante. Lo intentará durante los pocos segundos en los que aparece en escena, lateralmente, junto a la amiga del alma de Timothy, Juwel Palovak, a quien el mismo Herzog le sugeiere eliminar la grabación del horror, sin intentar escucharlo, nunca. 
Escéptico respecto de las creencias fundamentales de Timothy, a Herzog no lo convence la idea de que exista algo así como el mundo secreto de los osos, creencia que Timothy sostiene hasta sus últimas consecuencias (o, tal vez, habría que decir, la creencia fundamental que sostiene a Timothy). Al inicio, Timothy puede parecer alguien meramente extravagante, bastante desquiciado y exasperadamente histriónico. Pero conforme van transcurriendo las escenas sus soliloquios a cámara y los testimonios de quienes lo conocieron, es decir, conforme el mágico montaje comienza a desplegar sus alas y la mirada del talentoso director va mutando lo invisible en visible, la figura de Treadwell empieza a cobrar grandeza y el documental del documental se transforma en una soberbia obra de arte.

La frontera entre lo mismo y lo otro

Decir que Grizzly Man es una película conmovedora sin caer inmediatamente en las fauces de la jerga cinéfila kitsch no es nada fácil. Pero el caso es que a Grizzly Man le corresponde ese adjetivo. “Conmover” significa estremecer, sacudir, hacer temblar una cosa apoyada pesadamente en su sitio (María Moliner); y Grizzly Man lo logra, porque sacude y trastorna una región en la que asoma un problema filosófico fundamental: el de la identidad y la alteridad. La historia de Timothy es la de un juego extremo entre su sí mismo y lo otro, que pone en cuestión si el haber sido devorado por el oso no terminó consumando su deseo más profundo: ser parte de los grizzly, ser un Grizzly Man. Estamos ante un texto formidable para pensar la posibilidad, inquietante y hasta aterradora, de devenir lo totalmente otro. Porque aquí no se trata del otro humano; aquí el otro es lo totalmente otro. Timothy está enemistado con el mundo de los humanos. Su viaje final a la península, de acuerdo a lo que registra en su diario, está ocasionado en gran medida por el altercado que tuvo con el personal de la aerolínea que lo transportaría nuevamente junto a los hombres.

El tema de la alteridad ha ocupado a los filósofos desde siempre, pero es curioso que, pocas veces y sólo colateralmente, la filosofía se haya ocupado de pensar la alteridad desde la animalidad. El del animal es un problema tratado sólo tangencialmente, más proclive a definirse en términos de derechos y deberes, y en última instancia, en apreciaciones metafísicas y esencialistas, y no tanto en términos de una hermenéutica de la relación hombre–animal que empiece por cuestionarse el estatuto de las definiciones heredadas, como la que tiene al hombre por “animal racional”. ¿Podemos devenir osos? ¿En qué sentido? ¿Más allá o más acá de qué fronteras? La elección de Timothy nos deja pensando, más que sobre su personalidad, sobre la condición humana, sobre si hay finalmente ruptura o continuidad entre el hombre y la bestia. ¿Cómo pensar esta polaridad sin instaurar un dilema? La literatura, en cambio, ha sabido dar cuenta de esa frontera donde lo humano y lo animal se entrecruzan y confunden, luchan y se atraen, en el juego eterno y cambiante de la vida. Autores como Melville, Conrad, London, Kafka, han inscripto este juego en una dimensión poético-religiosa.

No es casual que la literatura se sitúe, de hecho, a continuación de las religiones, a las que hereda. Por eso, se puede afirmar que cuando en Moby Dick, el capitán Ahab busca dar muerte a la ballena blanca, lo que allí está por ocurrir tiene el carácter del sacrificio y no del asesinato. La ballena simboliza la fuerza abrumadora de la naturaleza y, como afirma Georges Bataille, “una violencia tan divinamente violenta eleva a la víctima por encima de un mundo plano, en el que los hombres llevan su vida calculada”. Ahab está más allá del utilitarismo, no es ningún afán de lucro lo que lo obsesiona. Entre la ballena y él habrá un rito sangriento, un sacrificio. El sacrificio, asevera Bataille, es una novela, un cuento ilustrado de manera sangrienta, una representación teatral, un drama reducido al episodio final en el que la víctima se arriesga sola y se arriesga hasta la muerte. Grizzly Man es la historia del sacrificio de Timothy, y esto debe ser entendido en el doble sentido, subjetivo y objetivo, del genitivo: subjetivo porque Timothy es víctima sacrificial de sí mismo (en tanto está dispuesto a entregarse a las garras del animal sin oponer resistencia, “nunca mataría a un oso en mi propia defensa”, sostiene sin ninguna vacilación frente a cámara); y por otro lado, objetivo, porque Timothy es la víctima sacrificial del oso que lo devora. El sacrificio es el acto religioso por excelencia y se ha identificado históricamente con la acción de brindar ofrendas a los dioses. La inmolación de Timothy invierte la dialéctica tradicional del sacrificio, que las más de las veces ha tenido por víctimas a animales y no a hombres. Dicen los estudiosos del tema que es probable que el asesinato del animal inspirara en los hombres un fuerte sentimiento de sacrilegio, y que el sacrificio, entonces, permitiera consagrar la violencia contra ellos. Del mismo modo, las veces en las que el sacrificado y comido es el hombre, la víctima nunca es considerada mera carne. El deseo de matar distingue a la humanidad, no así el de deseo de comer al prójimo, que repugna a la mayoría de los humanos. De allí que el que consume carne humana, explica Bataille, no ignora jamás que sobre ese consumo pesa una prohibición. Por ello, la carne humana comida en rituales religiosos es tenida por sagrada, y en este sentido, toda ceremonia de canibalismo está muy lejos de la ignorancia animal a las prohibiciones. “El deseo ya no afecta el objeto que hubiese codiciado el animal indiferente, el “objeto” es interdicto, es sagrado, y es la interdicción que pesa sobre él lo que lo que lo señaló al deseo”. El canibalismo sagrado ejemplifica la prohibición creadora de deseo, y es esa prohibición la razón por la que el “piadoso” caníbal come la carne ritual. Pero, a diferencia del hombre, cuya existencia se estructura en el doble juego de la prohibición y la trasgresión, el animal no conoce esta dialéctica. El animal pertenece sin reservas al juego excesivo de la muerte y la reproducción. No existe en el reino animal prohibición alguna del asesinato de sus semejantes. Por no observar interdicto alguno, los animales tuvieron en la antigüedad un carácter sagrado, más divino que los hombres, y por eso, muchos de los antiguos dioses eran animales.

Matices de la relación entre amor, salvación y conservacionismo

Treadwell dice amar a los osos y querer salvarlos de los hombres. En verdad, él siente que mucho antes de concretar sus expediciones, los osos lo habían salvado a él, mostrándole otra vida y rescatándolo de la inercia del mundo desarrollado. Por ello, Timothy vive lo que hace con los grizzlies con un gesto de agradecimiento, que proclama que él está ahí gracias a ellos, que está “salvo” en virtud de ellos y que les devolverá algo del bien recibido comprometiéndose enteramente a su cuidado. Es interesante preguntarse por lo que aquí puede significar “salvar”. Timothy intenta salvar a los grizzlies impidiendo el ataque externo al que están potencialmente amenazados. En verdad, esta amenaza es bastante remota, ya que los osos están en un lugar que es un gran parque natural, con su historia y sus reglas, las cuales Timothy se empeñó en desconocer una y otra vez. El museólogo naturalista, uno de los entrevistados de Herzog, se refiere a la desobediencia del expedicionista, a la soberbia de haber desoído la sabiduría nativa de más de cinco mil años. Sabiduría de acuerdo a la cual Timothy no sólo debía salvar a los osos de los cazadores furtivos, sino que también de él mismo, de su conducta amigable y de su temeraria cercanía. En todo caso, él no hacía más que mostrarles que podían confiar en él y, por ende, en todos los hombres, y esto nunca se ha tenido por bueno para los osos. Del sentido del verbo “salvar”, Heidegger nos dice que no debe ser entendido sólo negativamente, es decir, como impedir un mal, sino positivamente, identificando lo que salva con “la acción de franquearle a algo la entrada en su propia esencia”. En esta línea de interpretación, salvar, entonces, debe ser ante todo un “dejar ir”, un permitir a cada cosa morar en su elemento, dejarla reposar allí donde está; por eso, la salvación no puede eliminar jamás el fluctuante y frágil equilibrio entre la cercanía y la lejanía, porque si esta última es anulada, entonces también la salvación se negará a sí misma. Timothy quiso vencer toda distancia, sin saber, o sabiéndolo, pero sin que le importara, que esa victoria coincidiría inevitablemente con su muerte. Timothy no podía soportar la crueldad de los hombres que, a diferencia de la violencia de los animales, siempre es premeditada y nunca inocente. Pero sí estuvo preparado para padecer serenamente la violencia ciega del animal. Treadwell amó hasta el sacrificio, hasta el desprendimiento de sí. Amor y salvación parecen ser los dos motores de su existencia, sus dadores de vida y de muerte.

En cierto sentido, la actitud de Timothy ilustra las paradojas de un conservacionismo cuasi fundamentalista, conservacionismo que implica necesariamente la desintegración de toda alteridad. Porque acaso “conservar”, como “salvar”, también tenga más que ver con “dejar estar” que con intervenir para evitar un peligro. Pareciera que la conservación, como el amor, sólo puede salvar cuando se identifican con la libertad, con el “dejar ser”. Grizzly Man es una excelente ocasión para pensar en los lazos que deben mediar entre amor, salvación y conservacionismo y para prevenirnos de posiciones dogmáticas que, inadvertidamente y con las mejores intenciones, pueden disolvernos en la nada.

La película se proyectará completa y con subtítulos en castellano. En Uriburu 1345, 1° piso. Informes: 4822-4690 o 4823-4941. Más información sobre el ciclo acá.

  ** Esta nota fue publicada originalmente en revista La otra nº 15, otoño de 2007.

lunes, 1 de diciembre de 2014

Miguel Abuelo: la eterna postal de la libertad



por Luciano Deraco

Algo así como esas fotos viejas que retienen momentos entrañables, resistiendo amarillentas los embates del tiempo y el polvo del olvido.

Cualquier imagen elegida al azar de esos seis tipos pícaros y guarros que respiraban irreverencia parece ya anacrónica, desfasada y ajena. Así y todo, cualquiera de estos retratos furtivos de una ya época añeja y casi irreconocible nos instala, al menos por un instante, ante un cóctel de libertad, baile y desparpajo. No obstante, el exótico menú no acababa en una colorida y animada entrada de jolgorio. Tampoco en el sonido potente de esa banda ideal de los primeros 80, minada de talentos como Gustavo Bazterrica, Cachorro López, Daniel Melingo o Andrés Calamaro, en su época más popular. Era la pluma sagaz e iluminada de Miguel Abuelo la que dejaba satisfecho hasta al apetito más voraz, tambaleando de yapa, a cuanto cerebro gris se le topara en el camino hacia la mesa de la deidad.

La aventura de Los Abuelos de la Nada había sido inaugurada con notable lisergia en el ocaso de los años sesenta: su primera formación data de 1968, integrada por "Mayoneso" Fanacoa (teclados), Miky Lara (guitarra rítmica), Alberto "Abuelo" Lara (bajo) y "Pomo" Lorenzo (batería); Claudio Gabis, fue primera guitarra en la grabación del simple "Diana Divaga". Pero en la cara B ("Tema en flu sobre el planeta") aparece nada menos que Norberto Pappo Napolitano como guitarra líder.


Después vino un voluntario exilio europeo de Miguel (del que también queda un disco: Miguel Abuelo & Nada , 1975). A su regreso (1981), los Abuelos tuvieron su reencarnación más hedonista y festiva al compás de la tan ansiada recuperación democrática. Al horizonte, sus melodías funcionaban como un reflector que a cada nota derramaba luz sobre las anquilosadas sombras de tantos años de miedo y desesperanza.

En una de las canciones del primer disco de esta etapa, titulado simplemente Los Abuelos de La Nada (1982), lookeado como el anfitrión perfecto de un momento de cambio y movimiento, Miguel invita a salir del letargo con entusiasmo y convicción: “si Buenos Aires despierta/ yo digo se despereza/ siente libertad/ busca la alegría de ir a más”.

Entre risas pícaras y atorrante, en una clara declaración de principios, Abuelo nos definía su libertad, como si hiciera falta, como si cada gesto, movimiento, palabra o verso de su ser no la hubiesen terminado de expresar: “Libertad/ socia de los peregrinos/ libertad/ luz, coraje, amor divino/ yo soy tu bandera, libertad.”

Abuelo no era un tipo fácil de diezmar. Criado en el preventorio Rocca y con mucha calle encima, no era de esos inseguros que tragan saliva ante un puñado de reaccionarios siempre dispuestos al insulto o la agresión. El escenario era como el patio de su casa. Su autoridad incuestionable le permitía plantarse firme y provocador, tan seguro como imparable. “No se desesperen, locos/ todo va a estar bien/ ninguna bala parará éste tren”, cantaba hiperquinético en una de las canciones del segundo disco (Vasos y besos, 1983).

Pito en mano, sobre las tablas siempre estaba dispuesto para el trance del sentir, en su ambigua forma de bailar, dejando en claro que tanta intensidad contenida en versos, puede y debe coexistir sin miedo con el cuerpo.

Atrás ese conjunto soñado, un verdadero seleccionado de virtuosos que le imprimió a la imperante corriente new wave ese particular y vistoso quiebre latino, sumando la picardía más visceralmente criolla.

Quizás en las líneas más inspiradas de su carrera, Abuelo advierte que la fiesta debe continuar, incluso en ausencia del anfitrión: “Que no se rasgue como seda el clima de tu corazón” pide en “Himno de mi Corazón”, una de sus canciones más agudas y emotivas aparecida en el disco homónimo (1984).



En 1986, sin el brillo de los discos anteriores, pero con el filo pendenciero de su pluma eterna, se lanzó a una errática y conclusiva aventura: Cosas Mías, el último trabajo, no contó con los mismos músicos (esta formación fue integrada por Kubero Díaz, Marcelo "Chocolate" Fogo, Juan del Barrio y el baterista Polo Corbella, el único que quedó de la formación anterior), ni con el apoyo del público, la prensa y las discográficas. Aún así, alcanza para malherir a los distraídos: “Ahora, si esto continúa hundiéndose/ ¡yo! el Capitán, el calavera/ me sumergiré con toda mi realidad...” proclama en “Capitán Calavera”.

Como otro notable alumno de una promoción signada por el descontrol y los excesos, encontró la muerte en otoño del 88 a manos del SIDA y casi a la par de los otros dos grandes hacedores del cambio de los años 80: Luca Prodan y Federico Moura.

Algo así como mirar alguna de esas fotos viejas que retienen momentos entrañables, resistiendo amarillentas los embates del tiempo y el polvo del olvido: la música de Miguel y sus Abuelos esboza siempre una sonrisa cómplice y pasional, entre pupilas melancólicas.