NOTA DEL EDITOR: El texto que sigue a continuación fue escrito por Gustavo Castaña cuando acababa de morir Leonardo Favio y publicado el martes 6 de noviembre de 2012 en el diario Tiempo Argentino. La nota, como las frases textuales de Favio que van al final, ya no se encuentran disponibles en la red:
Leonardo Favio
por Gustavo Castaña
Venía peleando desde hace años contra varias enfermedades que fueron minando su salud. Como lo hacía Gatica en el ring del Luna Park, cayéndose por varias trompadas pero recomponiéndose una y otra vez para luego vencer al rival y tirarlo al piso. Hasta que el cuerpo no resistió más. Pero queda su obra cinematográfica, sus canciones, su militancia política, su incondicional admiración a Perón y Evita. Desde el chico que naciera en Luján de Cuyo, provincia de Mendoza, en 1938, hasta su última aparición pública, cuando recibiera la condecoración Néstor Kirchner por su aporte a la cultura, la vida de Favio estuvo signada por las idas y vueltas de una personalidad única dentro de la cultura argentina, auténtica, genuina, creíble, invadida por un talento intuitivo aluvional que lo llevaría a erigirse en el gran poeta, el artista inconfundible de la historia del cine argentino.
Fuad Jorge Jury nació en una familia de artistas (su mamá, su tía), recorrió los amaneceres y atardeceres mendocinos, fue trasladado a varios correccionales e institutos de menores y vivió las mil y una aventuras en aquellos días de Luján de Cuyo. El adolescente Favio llega a Buenos a mediados de los años 50, acaso recordando para siempre aquella primera pelota de goma que había recibido de la Fundación Eva Perón y preguntándose las razones por las que había sido derrocado el General en 1955. Favio ingresa a la cultura argentina de esos años gracias a la irrepetible amistad que establece con Leopoldo Torre Nilsson, su guía espiritual, y con la musa inspiradora y pareja del cineasta, la escritora Beatriz Guido, quienes adoptan al joven de escasa o nula cultura. Una amistad curiosa pero conformada a base de una sutil complicidad, donde contrastaba el aspecto intelectual de Torre Nilsson, “el director” por aquellos años, con la innata intuición y las inquietudes propias del futuro actor, realizador y cantante, construida desde la calle, el orfanato, el día a día, el fuera de la ley. Y sería con “Babsy” (apodo de Nilsson) donde Favio dejaría algunas de sus mejores trabajos como actor, aferrándose a su rostro fresco y juvenil y a la autenticidad interpretativa sin estudios previos: La mano en la trampa, Fin de fiesta, El secuestrador (donde conocería a su primera esposa, María Vaner), La terraza. Otros trabajos con directores de la Generación del 60 (Dar la cara de José Martínez Suárez; Paula cautiva de Fernando Ayala) irían conformando a un actor que no necesitaba provenir de un conservatorio para mostrar sus virtudes delante de cámara.
Pero Favio quería dirigir y de manera muy independiente pero con la ayuda de Torre Nilsson, haría su gran opera prima, Crónica de un niño solo (1965), feroz retrato sobre la infancia con el pequeño Polín (Diego Puente) de protagonista. “Yo entré a la cultura por la ventana y como soy casi un semianalfabeto me puse a dirigir para disimular mis faltas de ortografía”, comentó alguna vez en un programa de televisión. La cruel mirada sobre la infancia a través del legendario Polín, sustentada en recuerdos de sus días en Mendoza o en relatos de otros chicos, continuaría en las dos películas siguientes conformando un tríptico imbatible por aquellos años: El romance del Aniceto y la Francisca (1967) y El dependiente (1969). Favio construye una trilogía sobre seres ordinarios convertidos en personajes extraordinarios: el Aniceto, la Francisca, la Lucía, el señor Fernández, Don Vila, la señorita Plasini son criaturas que solo pueden entenderse desde la poética del director, seres falibles, queribles, meditabundos, sobrevivientes de un contexto y un entorno de tardes cansinas y rutinas interminables. El lenguaje cinematográfico estalla desde su conocimiento intuitivo y sabiduría sin red para construir tiempos muertos y planos secuencia que disimulan el bajo presupuesto de los tres films. Favio se convierte en el gran cineasta de la época, en el director que supo ver con atención, aconsejado por Nilsson, películas referenciales y cineastas de renombre (Buñuel, Pasolini, Bresson, Truffaut) reinterpretando esas influencias de prestigio en tres títulos auténticamente argentinos, intransferibles, rabiosamente personales.
“Mucho premio, mucho premio, pero yo no tenía plata. El alquiler de mi casa lo pagaba mi mamá o mi tía” Es verdad, los premios recibidos por la trilogía inicial no redundaron demasiado en boleterías y por ese motivo Favio se puso a cantar. Y vaya si le fue bien, recorriendo escenarios del país y Latinoamérica con esa voz pequeña, susurrante, íntima. Llegarían los hits: "Fuiste mía en verano", "Hoy corté una flor", "Ella ya me olvidó", "Simplemente una rosa", "Ding dong, ding dong, son las cosas del amor" y tantos más. Y sus trabajos como actor cantante en dos títulos de comienzos de los 70: Simplemente una rosa y Fuiste mía en verano, en esa esplendorosa época de películas con cantantes como protagonistas principales.
Pero en otro paisaje diferente, Favio vuelve a ubicarse detrás de cámara a fines de 1972 cuando se filman las primeras tomas de Juan Moreira, que se estrenaría el 24 de mayo de 1973, un día antes de la asunción a presidente de Héctor J. Cámpora, quien concurre a la avant premiére en la sala Atlas de la calle Lavalle. La vida del gaucho Moreira (el gran trabajo en cine de Rodolfo Bebán), un personaje tensionado por dos bandos políticos, revienta la taquilla de ese entonces con más de 2 millones y medio de espectadores. Favio ya está metido en un cine de gran espectáculo conformando personajes-mitos (Moreira termina de pie, peleando con su cuchillo), valiéndose de esos finales que emocionan al espectador y que se trasladan a las ventas en discos de las bandas de sonido de las películas.
Un año y medio más tarde estrena su quinto opus, Nazareno Cruz y el lobo (1975), basada en el radioteatro de Juan Carlos Chiappe que Favio escuchaba en las tardes de Luján de Cuyo. El mal que padece el séptimo hijo varón convertido en Lobizón, las palabras premonitorias de La Lechiguana, el infierno que dirige el Poderoso o El Mal (impresionante trabajo de Alfredo Alcón), los rostros bellos de Nazareno y Griselda, el romántico final donde la pareja retoza en el paraíso, en ese edén al que el Diablo jamás accederá pese a su ruego, constituyen otros de los recuerdos imborrables del poeta mendocino. Nazareno Cruz y el lobo es vista por más de de tres millones y medio de espectadores, en aquella primavera política donde el cine argentino pisa fuerte en boleterías.
“Yo quería hacer Gatica en esa época -1975- pero el paisaje no era favorable. Por eso me puse a hacer algo más chiquito” Esa cosa chiquita sería Soñar soñar (1976), la película maldita de Favio, la fustigada por la crítica, la rechazada por el espectador. Y otra de sus obras maestras. Charly y Mario, dos perdedores encarnados por Carlos Monzón y Gian Franco Pagliaro (Favio podía convertir dos piedras en excelentes actores de cine) recorren el paraíso perdido, el país que ya no existe, la utopía que se fue por la ventana. Amigos que se traicionan, mienten y lloran (como hacen sus personajes, salvo el niño Polín), ambos terminarán en la cárcel-loquero acertando por única vez su elemental número de inventiva. Nadie quiso ver ese final que habla de un paraíso perdido y pocos descubrieron esa escena casi surrealista del dúo protagónico junto al enano Polvorita (con el nombre de ¡Carmen!) en el Café Tortoni.
Llegaría el largo exilio donde Favio vuelve a los escenarios de Latinoamérica con su voz, llenando estadios en Colombia, Ecuador, Panamá, Puerto Rico, Venezuela. El director parece casi olvidado y el cantante trasluce como triunfador por las idas y vueltas que fueron marcando su vida.
Su demorado retorno al país se produce luego de Malvinas. Resurgen y aparecen nuevos proyectos que serán descartados por sus subas y bajas, sus propias inestabilidades, sus temores de volver a colocarse detrás de las cámaras después de mucho tiempo. Biografías sobre San Martín, el Che, Cristo, Severino Di Giovanni quedan adentro de un cajón, acaso con un par de líneas escritas o tal vez como producto de una idea que apareció en un instante y luego quedó suspendida en el olvido.
Hasta que, luego de 17 años sin filmar, estrena Gatica, el Mono (1993), la vida del boxeador (extraordinario Egdardo Nieva) en paralelo con el auge y la caída del primer peronismo. Más de medio millón de espectadores concurren a ver la vuelta del poeta en una película eufórica, placentera y triste al mismo tiempo, repleta de puteadas, frases-latiguillos del personaje (“para hablar con Gatica hay que pedir audencia”; “sacá los pies, oligarcón”; “monito las pelotas, señor Gatica”), llantos, miserias, sangre, elefantitos rotos, imágenes en color y blanco y negro y travellings circulares alrededor del ring. La técnica cinematográfica había dado pasos gigantescos desde Soñar soñar y Favio descubre la steadycam con tanta sorpresa que sufre un accidente durante el rodaje, cayéndose de la grúa y rompiéndose varias costillas. “No disfruté de la filmación, lo sufrí mucho”, comentó en su momento. En efecto, Favio no la pasó bien durante el rodaje, como también es triste y solitario el final de la vida de Gatica, arrastrándose por la calle para apoyar su cabeza en el cordón de la vereda luego de que la rueda del colectivo 295 le pasara por arriba a su pierna coja. Pero Gatica no muere sino que termina tirando besitos a la multitud, manchado de sangre y rodeado de banderas argentinas hasta que se congela su imagen. Como no moría Moreira, ni tampoco Nazareno y Griselda: Favio los convierte en mitologías, los transfiere a la gente, al pueblo, a la memoria popular.
Y llegaría el gran mito a través de su incondicional compromiso al movimiento peronista (“el peronismo no es un partido político, es un movimiento de masas”) dijo más de una vez. Surge Perón, sinfonía del sentimiento (1999), monumental miniserie de seis horas donde se entremezclan material de archivo e imágenes en computación para hablar del personaje y de la historia del continente latinoamericano durante el siglo XX. Fanatismo, pleitesía, adoración, mitología, Favio construye el mito Perón elevándolo a la categoría de Mesías de un pueblo rendido a sus decisiones. En las imágenes finales El General ingresa a una Casa Rosada de computación mientras se escuchan salmos y cánticos religiosos que señalarían el desenlace. Pero sobreviene la aclaración pertinente desde la voz en off: “el 1ª de julio de 1974 el General Perón ingresó en la inmortalidad”. Concebida para televisión, la miniserie nunca tendría su estreno oficial en el por entonces ATC, por desavenencias con los funcionarios políticos de entonces.
Su último largo sería una nueva versión de El romance… convertida en Aniceto (2006) y en un film-ballet, bello y poético, donde Hernán Piquín sustituye al personaje que había encarnado Federico Luppi. Desde el punto de vista estético, Aniceto corrobora el interés de Favio por el artificio en el cine, el culto al rodaje en estudio, el camp fusionado al universo näif, simbiosis imposible de encontrar en película alguna de cualquier época. Favio construye un set para su nuevo Aniceto, con soles, lunas, estrellas y nubes de cartón, tal como eran las precarias obras de teatro que había visto en el lejano Luján de Cuyo. Gente querible, cortometraje que integra los trabajos sobre el Bicentenario, sería el opus final del maestro.
Su ausencia es imposible de reemplazar. Tal vez, algún día, alguien se anime a filmar una película o una miniserie sobre Leonardo Favio, contada desde muchas voces y múltiples puntos de vista. Desde su infinidad de facetas (actor, director, cantante, militante del peronismo), junto a sus certezas y contradicciones, su vida artística y privada, su presencia en el palco a propósito de la vuelta de Perón y su exilio político, su sabia dirección de actores o no-actores. Acaso alguien lo haga, pero tal vez hasta eso resulte insuficiente para suplir a un artista irrepetible, intransferible y único de la cultura argentina.
Textuales de Favio
"El pueblo es la gente que yo conozco. Los intelectuales que caminan por la misma vereda de la gente. Los obreros, los trabajadores, los panaderos. La gente. Y después está lo otro, que es el mundo que yo no conozco y que nunca me animaré a contar. Porque no sabría cómo hacerles colocar los cubiertos sobre la mesa. Las familias muy poderosas. Lo popular, en cambio, es la gente, la que transita".
"A veces me parece que Dios está volando por ahí, demasiado alto. Me preocupa, nada sale de la nada. Algún barbudo con sotana, vestido de blanco debe haber inventado todo esto".
"Cuando uno dice ‘corten´ es una sensación que parece que uno dijera: ya está el asado".
"Una vez, yo iba a filmar El romance del Aniceto y la Francisca y no tenía un peso y empecé a elaborar mi sueño: mi delirio era robar un banco y después resulta que realmente lo robaron. Lo planeábamos con Norma Aleandro, soñábamos cómo lo íbamos a hacer y lo robaron exactamente como nosotros pensábamos".
"Si Palito es gobernador de Tucumán , yo puedo ser rey de Londres".
"A Soñar soñar la están descubriendo ahora, en su momento no la quisieron ver".
"Qué sé yo porqué iba en cana. Sospechas de hurtos… denuncias de vecinos… pedidos de captura de algún juez de menores… zonceras… tonterías… Nada digno del bronce".
"Esto de ser monógamo es vivir hipotecado con la hipocresía, como hacerte el boludo. No hay nada más lindo que la fruta prohibida. ¿Quién no se quiso voltear a la cuñada? ¿Vos crees que hay algo más que te excite que una cuñada hermosa? Esto que en el hombre se da con la cuñada, en las mujeres se da con los primos".
"Siempre me gustó la marginalidad, porque intuía que era un mundo diferente, más divertido. Los marginales no están agazapados. Nunca me gustó la gente agazapada, esa que compra los muebles antes de casarse. Yo te amo y listo, vení, vamos debajo de un puente. Después, Dios proveerá".
"Gatica tenía la picardía de Buenos Aires y la inocencia del hombre porteño, a pesar de ser un hombre del interior. Gatica era jugado. Monzón era más frío. Gatica tenía pasión, locura, suicidio. Gatica es un suicida. Monzón no. Monzón debajo del ring era como un niño malo. Monzón era niño, niño, niño. Gatica te putea pero no te hiere".
"Compuse 'Fuiste mía un verano' como pretexto para cantar. Muchos lo relacionan con cosas. Si me sucediera todo lo que en las canciones, me muero de un infarto. Yo componía una canción por segundo".
"Mis amigos de Mendoza se quedaron allá. Voy siempre a verlos, salvo al Negro Cacerola que murió. Pero ya nos comprometimos a estar juntos cuando nos vayamos. Yo me puse en contacto con la familia del Negro Cacerola. Sé dónde está enterrado y hablé con la Municipalidad porque, porque cuando llegue el momento de partir, estaremos enterrados todos juntos, como los emperadores chinos".
"Cuando me dirigía por primera vez hacia Perón no podía ni caminar. A medida que me acercaba al porsche de la casa sentía que se me enredaban las piernas. Tomamos té con leche y matecito. Habremos estado como cuatro horas. A él le gustaba estar con argentinos durante el exilio. Era muy cálido, paciente. Tenía la paciencia de los sabios. Más que charlar yo me dediqué a escuchar".