lunes, 6 de abril de 2020

Hombres de la Avenida Madison

Mad Men *


por Ezra Cohen * *

Una serie en principio lenta, de desarrollo pausado, sin finales inciertos de episodio. Atrapa no tanto por excitación o curiosidad como por deleite. No provoca ansiedad, no es narcótica.

Comienza recibiendo impresiones del mundo exterior como exterior, como algo que les sucede y no pueden ni quieren controlar, arrastrando la omnipresente sensación de triunfo de los años 50; pero afinando la sintonía a medida que los protagonistas son permeados, sensibilizados o falseados por valores o acontecimientos de los años 60, mayormente fuera de campo.

Madison Avenue es sinónimo de publicidad, allí tuvieron su sede las mayores agencias de publicidad del mundo. Negocios millonarios se podían conseguir con una buena cena y se podían perder por un desliz. La presencia que tienen las marcas en nuestros días se originó en el trabajo que se realizó desde las primeras décadas del siglo XX en los edificios de la avenida. Allí se inventaron las concepciones de marca tradicional, innovadora, familiar, juvenil, femenina, masculina, distinguida, rebelde, excéntrica. Allí las confusas categorías de los dueños de empresas, en relación con la imaginación de los publicistas, se sintetizaron como imagen y se recordaron por años, por una secuencia o un novedoso pack, como identidades conceptuales. Las individualidades de los consumidores, identificados automáticamente con el consumo de tal producto, experimentaron -en forma consciente o inconsciente, torpe o prolija- la representación ideal de sí mismos más o menos impuesta por afiches y spots.

Por individualismos seriales, cortados con la tijera de las corporaciones, un devenir mannequin dispuso las identidades -la misma realización de las existencias- condicionadas al consumo. Las cosas se impusieron reduciendo emociones e ideales, y amenazando con la exclusión, de no dejarse moldear por la forma social y humana indicada por los productos. El reverso de las grandes estrategias publicitarias fue la soledad y la ruina íntima de los triunfadores, alienados por imágenes industriales.


Son los mismos años en que las demandas de la juventud y de sectores radicalizados no tardan en ser neutralizadas por imágenes corporativas. Sucedáneos de ideales configuran el nuevo entendimiento de aspiraciones individuales y sociales, diluidas e integradas por ideales corporativos. La concepción de rebeldía se sustituye por la imagen rebelde, se pone a vender ropa y cigarrillos.

La suplantación de identidades con historia y significado por identidades sensoriales con slogan, creó un sutil poder corporativo sobre los cuerpos de las nuevas generaciones. La eficiencia mercantil expuso su cara desintegradora, homologando las distintas individualidades por estereotipos manejables, facilitando que las marcas adquirieran más identidad que las personas.

Nada de esto podría haber ocurrido, si los ejecutivos de las empresas -a veces herederos caprichosos, a veces recalcitrantes discursos, a veces miserables, afortunados o respetuosos y esforzados representantes de alguna dinastía- no fueran el mal necesario de los publicistas, y los publicistas el mal necesario de las empresas. Se miraban de reojo, se necesitaban, negociaban.

Los dichosos y distantes suburbios de la clase media norteamericana, son el espacio donde una familia se realiza como imagen y se quiebra como realidad: son el sitio de la desesperación sorda que anida el optimismo obligado de esos años. Entre la agencia de publicidad y el suburbio, el espíritu del redactor publicitario, que parece sentirse cada vez más fuera de su trabajo y fuera de su casa, en la ruta, en casa de un amante o en muy diversos encuentros con otras generaciones.

Por momentos se solapa con aquella juventud a la que nunca duda en ayudar, en situaciones lo más alejadas posibles de la filantropía, en medio de sensibles cambios de ánimo; pues uno de los grandes logros de la serie es imaginar con sutileza la profunda y tranquila atracción que debieron ejercer los jóvenes de esos años sobre sociedades tradicionalmente adultas, acostumbradas a relaciones dominantes con la juventud. Para nuestras sociedades, donde la juventud se mantiene como un ideal a lo largo de toda la vida, es difícil entender los años en que no era común que un adulto anhelara ser joven.

Por un lado los Teddy Boys británicos y una novedosa preocupación por la estética en sectores históricamente marginados, que resignificaron los símbolos asociados a las clases altas, secuestrando y creando modas al rechazar toda vestimenta utilitaria promoviendo, por el contrario, los valores aristocráticos del ocio, la violencia y la performance. Y por otro lado la consolidación de la literatura y la cultura beatnik y derivas incondicionadas, configuraron los cimientos de una nueva experiencia de vida, que dispuso la identidad de la juventud, tan apartada de los valores de comodidad, eficiencia y seguridad de la burguesía, como de los valores de trabajo, esfuerzo y solidaridad de la working class. 

Un nuevo sujeto experimental regulado por la búsqueda de exploraciones físicas y psíquicas, rebeldía y sentimiento no controlado, fuera de los traumas del clásico alcoholismo, fue transfigurado a mediados de los 60, cuando la juventud conoció su mayor poder y apogeo, entre los hijos del baby boom y la emergencia de una contracultura más afirmativa desde la música y la política; para luego extraviarse -a fines de los 60 y principios de los 70- en apologías o tragedias de la imaginación, por medio de distintas violencias, psicosis o autodestrucciones, deudoras de aquellas subjetividades arriesgadas de posguerra-precursoras de la familia Manson en su versión tenebrosa, de los estudiantes del Mayo Francés en su versión idealista- hasta la reacción conservadora que las disuelve y las integra en la pose y el narcisismo de los 80, como parodia y producto prefabricado, por apropiación de los patrones de conducta en estrategias comerciales, que actualizan los valores de la subjetividad burguesa, a medida que promueven y fetichizan el culto de la rebeldía, como mímesis condicionada, segura y dependiente, disponiendo juventudes pragmáticas e inseguras.
    

La serie ocurre antes de la reacción conservadora, en el momento en que los valores parecían subir de la contracultura a los edificios de oficinas en New York, sin generar rechazo ni fascinación, tranquilamente apropiados. Justo antes -y también después- de que Easy Ryder cambiara los enfoques de los ejecutivos de Hollywood, y el cine mostrara aquello que la televisión y la política todavía discutía como degeneración, pero que ya comenzaba a ser considerado estético u original por una masa crítica, consignada en las planillas de contenido de la industria cultural como mercado potencial. Que la publicidad comienza a descubrir, moldeando a los adultos en culturas juveniles, a las que accedían principalmente por el dinero. La plata para una sesión controlada de LSD con Timothy Leary o para propiciar orgías de hippies en entornos lujosos, ya muestra estas actividades apartadas de dilemas personales y de ideales sociales, reapropiadas como consumo suntuario.
  
A medio camino entre las hipocresías alcohólicas y misóginas de los suburbios de la clase media ascendente de posguerra, con sus jardines y sueños rotos y familias de poster colorido, y la llegada del verano del amor, el rock, las adicciones y las comunas; en medio de la crudeza de Vietnam y los reiterados asesinatos de líderes políticos, por no hacer hincapié en ninguna de estas cosas, la serie permite experimentarlas con inocencia. La mirada ingenua sobre los fenómenos sociales facilita entender su recepción y su apropiación, por parte de los que no eran protagonistas, dándole una autenticidad superlativa al marco histórico.


Donald Draper es el gran individuo americano, pero su identidad es falsa y sólo una o dos personas en el mundo conocen su verdadero nombre y lo aprecian. El resto aprecia, adula o utiliza al seductor talentoso, por instantes autoritario y siempre alcohólico, exitoso ejecutivo y héroe veterano de la guerra de Corea con mujer exmodelo publicitario que recuerda a Grace Kelly, menos intensa, más angustiada y reemplazada -a medida que los 50 se adentran en los 60- por una aspirante a actriz francocanadiense, que se viste y se mueve como las mujeres de la Nouvelle Vague, como hija de un intelectual marxista insatisfecho.

La familia Draper tiene unos hijos que parecen ir creciendo sin mucha influencia de su padre, criados por la madre modelo y la televisión.

Alrededor de los Draper se contará la historia coral de los Mad Men, donde todos los personajes participan por igual del optimismo, el cinismo, el machismo, la arrogancia de los años gloriosos de posguerra. Con media sonrisa estudiada, con trago de reposición continua, siempre prendiendo un cigarrillo, la serie presenta los trabajadores masculinos de aquel ambiente, disponiendo de mujeres de las que se puede abusar tan fácilmente como de los sueños de la publicidad. Otras se disponen a hacer fortuna por sus propios medios, pero no se apartan de la regla donde variedad de abusos menores o mayores -ciertamente aceptados como inversiones conscientes y deseadas, tanto por hombres como por mujeres- prometen fortuna y éxito a todos los afectados.

La identificación con los personajes queda dificultada, no nos indican su rumbo en ningún momento, descuidan la ilusión del destino individual. Lejos de convenciones de series habituales que hacen depender la psicología del personaje de objetivos concretos, habitualmente redentores. No se relativiza la moral. No hay identificación o condena inmediata.No hay sentido de vida definido ni una intriga para el espectador.

En las fábricas de sueños de la avenida Madison, los hombres tienen un comportamiento genéricamente masculino y su individualidad es definida por accidentes, incluyendo la extracción social, más que por un reto de conquista. Por este enfoque, la ambición de triunfar no es tanto una ambición como un mandato social, del que no consiguen sustraerse. No se presenta entonces una alegría estable.

Aquel halo seudoespiritual, la búsqueda tranquila o desesperada de la gracia, la sanción moral o metafísica, con la que embellecen siempre al habitual protagonista de la industria, prácticamente no existe. La economía moral de los hombres y mujeres de Mad Men se reduce a que todo debe funcionar cada vez mejor, objetiva y fríamente mejor, fuera de cualquier bondad o maldad, sin sanción ideológica. No hay apologías ni críticas a la tierra de la libertad. Por esa moral del estatus obligado -más que una concepción de libertad y logro- no se da la obligada comunión con los mitos liberales del cine americano. La serie es tajante y sincera. Por momentos no trata tanto de individuos, dueños de su propio tiempo y decisiones, como de producciones accidentales de subjetividad.


Peggy Olson, llegando de una escuela de secretarias, pasa de los valores y las vestimentas tradicionales, a una modernización regulada por los consejos pragmáticos del entorno femenino, que le indican necesidad de disponibilidad sexual y promoción de cuerpo, hasta que un amigo gay la produce, le corta el pelo, la individualiza, mientras se convierte en redactora, afirmándose y distinguiéndose en sus simpatías por la contracultura, donde establece sus relaciones, distanciándose a la vez de cualquier ambiente radical o artístico, a los que conoce y respeta sin poder identificarse, consciente de las limitaciones que implica su trabajo. Por estas circunstancias -por su contacto y distancia consciente con la realidad social, por su objetividad utilitaria- será la antena de lo nuevo en la agencia, ganando poder, autoridad y dureza. Buscará orden e ironía para distanciarse de las nuevas generaciones sin rechazarlas, agenciándolas por relaciones entusiastas pero distantes.


En contraste Joan Holloway, secretaria o gerente de oficina con la fidelidad de un ama de llaves, hasta convertirse en potente socia y ejecutiva, con poder de veto y extorsión, derivando en posiciones de poder e independencia cada vez mayores. Con cierta humillación, no dejará de presentar un perfil encantador y confiable a lo largo de toda la serie. Resaltará la gracia de su cuerpo y sus miradas, pero el reconocimiento de los demás será implícito e inequívoco en lo que respecta a su proverbial eficiencia. Distintos momentos de la ambición femenina en sociedades masculinas, el talento será en Joan fidelidad, discreción y eficiencia, y en Peggy creatividad, conocimiento y esfuerzo.          
Con la resolución absoluta de no ser madres del todo, delegando hijos y cuidados. Su sensibilidad y su inteligencia, pueden llegar a ser tan relevantes, como su apatía burguesa: el estricto control que mantienen sobre su entusiasmo.

El resto de mujeres serán esencialmente amantes, esposas, madres e hijas, y los intentos de separarse de esas funciones -los sueños de actriz de Megan Draper, por ejemplo, quien no posee un control tan estricto sobre su entusiasmo- se construirán en forma más dependiente, incontrolada y compleja.

La historia es el otro gran protagonista de la serie. La disociación entre la importancia histórica de lo que está ocurriendo en el mundo y la displicencia fría con que se recibe, a veces se rompe. Con el asesinato de Kennedy o la crisis de los misiles, se asustan o emocionan. La muerte de Martin Luther King los confunde.

Y sin embargo no es América, no hay problemas que resolver entre todos. Las mujeres de los suburbios dividen su existencia entre el chismerío con los vecinos de igual posición económica, la más o menos prudente crianza de sus hijos y una recurrente catarsis privada.

En cuanto a la enorme ebullición cultural de esos años, las referencias a la música popular o al cine y la pintura no tienen nada que se parezca a la valoración de una obra. Un poema de Frank O´ Hara parece provocar una distensión similar a la de un vaso de whisky. Una pintura de Rothko no se distingue de un mueble, aunque se la mencione como buena inversión. El recital de Bob Dylan no provoca más comentarios que los que provocaría un comediante. Los Beatles son el aullido de una adolescente y los Stones la inquietud sexual puber con un hombre mayor. Bastante literatura por las manos de sus protagonistas, pero esta pertenece a una vida privada tan inexpugnable como la experiencia alcohólica. La cámara apenas enfoca nombres, no se distinguen etiquetas ni portadas. No se habla de literatura como no se habla de alcoholismo. La vida privada es realmente privada. La vida de hogar todavía tiene algo de vida pública, de actuación en el gran teatro del mundo.

Como buen escritor norteamericano y como guionista, Matthew Weiner nos presenta la vida de sus personajes como vidas de las que no podemos saber nada, aunque conozcamos toda su historia. No se sabe qué quieren ni cómo piensan, pero se van intensificando y es todo lo que habría que entender. Las pasiones que ellos mismos desconocen hasta el momento de aparecer son móviles de acciones estúpidas, inocentes, crueles, fundamentales o sin importancia.

No los enfoca queriendo ganar a toda costa. No sólo se distraen y se pierden en el propio juego de la competencia, sino que también tienen una enorme capacidad para perder: clientes, millones, familias, reputaciones, mujeres, hijos.

La concentración en el objetivo no se ve clara. La ininteligibilidad de los móviles de las acciones es un punto fuerte. No se sabe por qué actúan como actúan. Ni por qué ganan ni por qué pierden.
   
El intento de aunar el espíritu de observación de los narradores de la clase media ascendente con la descripción de un entorno más amplio, sofisticado, comercial y estético que los ricos y conservadores suburbios de las novelas de Cheever, permite sospechar diferencias sustanciales entre la historia de la publicidad y los Mad Men. Los enormes espacios de tiempo para el ocio creativo y la relativa aceptación del oficio publicitario en el entorno, dejan la sospecha de facilitar más la concentración de la mirada del espectador sobre los personajes, que la fidelidad histórica a la actividad frenética de esos años.

Don Draper construido como antihéroe, con una historia muy distinta a la de los publicistas históricos; pero también Peggy y Joan con entornos distintos a los de las mujeres publicistas.


A pesar de la voluntad de veracidad de Weiner, el ascenso social de Peggy como trabajadora proveniente de una humilde familia de Brooklyn, es una licencia poética e ideológica. La diferencia es que las grandes publicistas de los años 60 no necesitaron trabajar por motivos estrictamente económicos. No eran accidentales, ni se basaban en un notable esfuerzo de sacrificio y progreso personal. Provenían de una buena situación. Aquí se recae en la falsedad del discurso meritocrático, por otra parte ajeno al espíritu de la serie.

Podemos decir que para el gran publicista, la vida privada familiar es tan pública como su actividad profesional. Entonces el mundo personal se encuentra entre un quiebre sin testigos ni redención, y una variedad de escenarios donde todo es imagen, promoción, venta. Queda a medio camino la opción de perderse en tragos, cuerpos u oficinas nocturnas. Su atracción no reside tanto en su forma de exceso, como en su capacidad de mediación de dos formas excesivas. Aquí el autor es puro cine. La duda de si alcoholizarse y seducir indiscriminadamente es menos extremo que vivir para la imagen o la imposible redención, puso a la cinematografía norteamericana en stand by, propiciando la actualización del Nuevo Hollywood. Fue aquel momento donde la redención personal y el modelo exitoso de vida dejó de ser lo habitual y sensato en las pantallas, porque lo sospechoso, extremo e insalubre, pareció más vital, equilibrado y verosímil.

Fue también el momento donde la respuesta que dio la alquimia publicitaria evitó que se torne explícita cualquier angustia social, cualquier fundamento contrario a esta sociedad. Mad Men también es el relato de esa operación delicada.
   
Spoiler y terminamos: cuando una meditación en un retiro espiritual de California (un Om) se funde a una publicidad legendaria de Coca Cola del año 1971, se cierra un círculo trazado por el recorrido que realiza la contracultura, hasta ser apropiada por ámbitos que antes se burlaban de la misma. Se configura el conformismo de los próximos años, cuando los discursos de la armonía y el amor de mediados de los 60 -sucesores de los discursos del estatus y la familia de los 50, predecesores de los discursos de la falsa desobediencia en los 80- derivan en aquel optimismo insustancial que los creativos de McCann Erickson imprimieron al famoso anuncio “I´d like to buy the world a Coke”.   
  

Lo que el mundo necesitaba, la cosa real, lo que los podía unir. Un líquido gaseoso como catalizador social, escondía y solapaba esa mayoría silenciosa que se tranquilizaba y votaba por Nixon. El primer coro globalizado con gente de todas las razas, no sólo es contemporáneo a los comienzos de la reacción conservadora, sino que se encuentra en contraste -o forzada continuidad- a su hipotético creador, luego de ser absorbido por McCann en la ficción:  el Donald Draper nostálgico de Kerouac de los últimos capítulos -a diferencia de la alegría optimista, casi naif del jingle- acusado, trompeado, regalando su auto, robado, abandonado, paralizado, sucio.  

* Mad Men es una serie estadounidense emitida durante siete temporadas, entre julio de 2007 y mayo de 2015, en el canal AMC.

* Publicado originalmente en revista Autodidactas- Mover con Cuidado, n° 1, Abril 2019, Merlo, San Luis