martes, 9 de marzo de 2021

Científicxs desobedientes

por Andrés Esteban Zapata

Jocelyn Bell Burnell es una astrofísica irlandesa conocida mundialmente por ser la descubridora, en el año 1967, de la primera señal de un pulsar: el cadáver de una estrella giratoria que emite pulsos de ondas de radio a través del cosmos y que puede poner a prueba algunas de las teorías fundamentales de la física, como detectar ondas gravitacionales, navegar por el océano cósmico y quizás hasta comunicarse con seres de otros planetas. Pero Jocelyn también es conocida como una de las protagonistas de, lo que para muchxs, fue un injusto episodio en la historia de los premios Nobel: Anthony Hewish y su colaborador, Sir Martin Ryle, recibieron en 1974 el premio Nobel de Física por aquel descubrimiento pese a que el paper publicado sobre tal hallazgo llevara las firmas de Hewish y Bell Burnell.

En la historia de la ciencia moderna uno puede encontrar infinidades de casos en los que, en menor o mayor medida, el pensamiento patriarcal ha sido la base sustentable de que la mayoría de los reconocimientos y logros son del género masculino. Y Argentina no es la excepción.

Aunque Silvia Kochen ahora es una reconocida y premiada neuróloga, ella es consciente de que para hacer su recorrido en la ciencia tuvo que ir esquivando infinidades de obstáculos. En la actualidad es la única profesora adjunta en la cátedra de Neurología de la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires (UBA). Y hace quince años, cuando se presentó a concursar por ese cargo, la primera pregunta de los miembros del jurado evaluador fue si estaba casada. En la segunda pregunta la curiosidad se trasladó a cómo pensaba compatibilizar la docencia con su vida privada. También le preguntaron si tenía hijos, pero no como una muestra de afecto, sino como un factor importante a tener en cuenta para el concurso. “Ya me sentí molesta con lo primero pero estaba sola con los tres jurados y no quería perder la oportunidad de acceder al cargo”, confesó la especialista a la periodista Nora Bär que la entrevistó para que formara parte de uno de los 10 testimonios de su libro Rebelión en el laboratorio: Vidas de mujeres científicas. Al salir del encuentro les consultó a todos sus compañeros varones si también les habían hecho consultas sobre sus vidas privadas y todos contestaron que no.

Silvia Kochen, como la mayoría de las mujeres y personas de otros géneros, son víctimas de estereotipos culturales donde, a través de una separación dicotómica, se cree que las mujeres tienen propensión a un pensamiento subjetivo, emocional, concreto y metafórico, mientras que los hombres son objetivos, racionales, abstractos y literales. Este par de conceptos (que se basan en la dicotomía femenino-masculino) está sexualizado y es un problema para las mujeres ya que, si se requiere para algo ser racional, entonces inmediatamente se piensa en un varón, porque las mujeres están estereotipadas como emocionales.

Diana Maffia en su texto Contra las dicotomías: feminismo y epistemología crítica sostiene que el sujetx políticx, el ciudadanx y el sujetx de conocimiento científico de la ciencia moderna surgen al mismo tiempo en el siglo XVII con este mismo sesgo de las atribuciones dicotómicas, produciendo así un modelo de conocimiento patriarcal.

Este modelo es la causa principal del sexismo que refleja un sistema de creencias y prácticas que crea y perpetúa desigualdades, relaciones de poder y disciplinamiento entre las personas sobre la base de su sexo, tal como lo plantea Marcela Lagarde y de los Ríos en su trabajo La construcción de las humanas: Identidad de género y derechos humanos. En una sociedad patriarcal, el sexismo es un fenómeno que se deriva, a su vez, del androcentrismo, que es una forma de ver y organizar el mundo y las relaciones sociales centrada en el punto de vista masculino. Para Monique Wittig, la consecuencia de esta tendencia a universalizar todo desde una mirada patriarcal es consecuencia de una “mente hétero” que no puede concebir una cultura, una sociedad donde la heterosexualidad no ordene, no sólo todas las relaciones humanas, sino también la misma producción de conceptos.

Entre los nueve científicos distinguidos en 2019 con el Premio Houssay, el más importante entregado por el sistema científico argentino, una sola fue mujer*. Una carta abierta firmada por miles de científicxs en forma de protesta detalla que solo en el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas de Argentina (CONICET), durante el año previo, se desempeñaron en tareas de investigación 5687 mujeres; 700 más que los varones.

Estos números sólo reflejan la disparidad binaria heteronormativa hombre-mujer. Si se buscan datos sobre otras identidades de género, los resultados son casi nulos.

Fran Bubani es Ingeniera Mecánica y actualmente Investigadora Asistente del CONICET en el Centro Atómico de Bariloche y la primera mujer “visiblemente trans” en el Instituto Balseiro de esa ciudad. “Decir que soy la primera trans visible significa que seguro hay más personas que no se identifican con el género asignado al nacer, pero que deciden no hacerlo público porque no se sienten protegidas”, expresó Fran en una entrevista realizada por Alejandra Zani para la Agencia Presentes, sitio web que trata temas sobre la diversidad de género en la región. Asegura que la sanción de la Ley de Identidad de Género brindó el marco legal indispensable para que ella pudiera realizar su transición. “Para las personas que estamos en lugares tradicionalmente cerrados y patriarcales, es fundamental la protección legal que brinda la ley”, sostiene la investigadora.

Pero Bubani es la excepción dentro de la excepción ya que, gracias a la aprobación de la Ley de Identidad de Género de Argentina en 2012, su género asumido “sufre” de cierto “privilegio” que otros géneros no tienen. Hay otras identidades de género que son mucho más discriminadas.

Y es que “esta ley sólo resguarda a transexuales y en ese sentido es clasista”, sostiene la psicóloga social Marlene Wayar en su texto ¿Qué pasó con la T? del diario Página 12. Allí afirma que quienes sostienen la identidad trans femenina en Argentina son un número reducido de personas con trabajo formal en diferentes institutos del Estado o un menor número de personas de clase media urbana que cuentan con el apoyo económico familiar. Y, en el campo de las masculinidades trans, en su mayoría son universitarios (en carrera o egresados) con una evidente distancia económica de las travestis en situación de prostitución.

En su obra Cuerpos desobedientes, Josefina Fernández cuenta que el concepto de género, como identidad psicosocial, aparece por primera vez en el campo de las ciencias médicas a mediados del siglo XX. Este concepto se utiliza para intentar explicar y echar luz sobre un conjunto de prácticas consideradas anómalas y que fueron reunidas bajo el nombre de “aberraciones sexuales” dentro de las cuales estaba el travestismo. Y aunque el término “transexual” fue introducido en la literatura sexológica en los años cuarenta por David Cauldwell con su trabajo Psychopathia Transexualis, recién toma relevancia en los cincuenta cuando el transexualismo, como síndrome médico, fue clínicamente diferenciado de travestismo. Pero los primeros registros existentes acerca de las llamadas “desviaciones sexuales” pertenecen al campo del derecho penal y de la criminología. En Argentina fue el sistema de salud quien criminalizó las desviaciones sexuales mientras que en Inglaterra y Alemania, los profesionales de la misma área trabajaron en un sentido contrario, luchando desde temprano por la descriminalización de los “desvíos”.

En La Revolución de las Mariposas, un trabajo de investigación publicado en 2017 que tuvo como brazo encuestador al alumnado del bachillerato popular trans Mocha Celis y, como soporte institucional, al Programa de Género y Diversidad Sexual del Ministerio Público de la Defensa de CABA, se pueden ver reflejados las cifras que reflejan la criminalización de los géneros que se encuentran por fuera de la heteronormatividad.

En el caso de las mujeres trans y travestis solo el 9% de las que fueron encuestadas para esta investigación dijo estar inserta en el mercado formal de trabajo, al tiempo que el 15% manifestó tareas informales de carácter precario y un 3,6%, vivir de beneficios provenientes de diversas políticas públicas. Para el resto, más del 70%, la prostitución sigue siendo la principal fuente de ingresos. Estas cifras son totalmente opuestas en los casos de los hombres trans en donde el 85% de quienes fueron encuestados dijo contar con un trabajo: el 48,5%, de carácter informal; el 36,4%, formal, y el 15% restante vivía de la ayuda familiar.

“La asociación entre travestismo y prostitución constituye una de las representaciones del sentido común más difundidas en las sociedades latinoamericanas y en la sociedad argentina en particular”, es la fuerte descripción que realiza Lohana Berkins en su trabajo Travestis: una identidad política. “Uno de los elementos necesarios para comprender el recurso a la prostitución como salida casi exclusiva para asegurarse el sustento es la expulsión de las travestis del sistema educativo”, agrega.

Esta afirmación se confirma ya que el trabajo de investigación refleja que el 76% de quienes no han alcanzado el nivel secundario vive de la prostitución; porcentaje que disminuye cuando se observa a quienes alcanzaron un nivel igual o superior a la secundaria.

Otro dato que refleja el trabajo es que, del total de las mujeres trans y travestis que dijeron estar estudiando en 2016, el 50% se encuentra cursando el nivel secundario. Un hecho novedoso es que casi un 16% dijo estar estudiando en la universidad. En su gran mayoría (87,9%), estudian en una institución pública.

Diana Maffia afirma que, en su carácter descriptivo, el feminismo puede probar estadísticamente que en todas las sociedades las mujeres están peor que los varones. Y que centrándose en la pobreza, se puede saber que entre los pobres, las mujeres están peor. Lo mismo si se analiza el trabajo con relación laboral, allí también las mujeres están peor y así sucesivamente. Pero Judith Butler va un poco más allá de ese análisis y afirma que “la hipótesis de un sistema binario de géneros sostiene de manera implícita la idea de una relación mimética entre género y sexo, en la cual el género refleja al sexo o, de lo contrario, está limitado por él”.

Tal como afirma Monique Wittig, los discursos que particularmente oprimen a todos los géneros, especialmente a los que se encuentran fuera de la heteronormatividad, son aquellos que dan por sentado que lo que funda una sociedad, cualquier sociedad, es la heterosexualidad. Y que esos discursos nos oprimen en el sentido de que nos impiden hablar a menos que hablemos en sus términos.

Después de haber permanecido en silencio durante muchos años, un día Jocelyn Bell Burnell rompió aquellos discursos heteronormativos y habló. Aquella astrofísica irlandesa, ignorada en su descubrimiento, en 2018 recibió el Premio Especial de Avance en Física Fundamental; y, tras el anuncio del premio de 3 millones de dólares, decidió donar todo ese dinero para ayudar a las mujeres, las minorías y lxs estudiantes refugiadxs que buscan convertirse en investigadorxs de física.

 

Oración escrita en género masculino adrede.

sábado, 6 de marzo de 2021

Un Perrone largo: trabajo y fe

por Oscar A. Cuervo

La clave de la obra cinematográfica de Raúl Perrone reside en su poética. Esta palabra no debe entenderse aquí como un conjunto de rasgos estilísticos insistentes (en su  extensa filmografía los hay, pero no son tantos ni tan distintivos como quisieran creer los críticos que suponen que el cine de Perrone mostró todo su juego a mediados de los ’90); tampoco me refiero a una analogía con la típica oposición literaria entre prosa y poesía (esa tensión ciertamente existe en su cine, aunque aflora con más nitidez en su producción reciente); menos aún uso el término “poética” en la vaga referencia a un fulgor, un excedente estético que acompañaría la presentación de las cosas, destinado a provocar el goce de la subjetividad del espectador, lo que suele llamarse “belleza” (también el fulgor y el goce aparecen en su cine pero no es ese el principio rector de su obra). Cuando señalo la importancia de la poética perroneana aludo al sentido clásico de la poiesis griega; esto es: la producción como un modo de abrir el mundo. Perrone se halla embargado en la mirada, en la tarea cotidiana de configurar una forma a partir de su contacto artesanal con la materia. Su poética no surge principalmente de un programa metodológico: su famoso Decálogo 1998 bordea la parodia del Dogma 95 de Von Trier y Vinterberg, destinado a despistar a los buscadores de recetas simples que pierden de vista su singularidad, dado que cualquiera puede seguir los pasos prescritos en este tipo de listados, pero con eso solo no se logra producir una mirada. La poética perroneana se funda en su praxis de producción, siempre que no reduzcamos la idea de producción al problema de la  financiación de sus proyectos. Es innegable que Perrone cuando se dispone a hablar de la clave de su cine alude una y otra vez al obstáculo del financiamiento y  también a su falta. Se obstina en evitar la caída en el círculo habitual del financiamiento cinematográfico y esta tenacidad funciona como un auténtico obstáculo epistemológico que lo inhibe de ciertos recursos a la vez que posibilita hallazgos que otros cineastas ni sospechan. Pero ese obstinamiento también motoriza una ascesis. Perrone es un asceta del cine y paradójicamente de esa posición a la vez existencial y económica nace la desmesura de su obra. 

Muchas veces se lo presenta como el padre o padrino del cine independiente argentino; pero  mejor podríamos pensarlo como un asceta. Hay una creciente tonalidad religiosa que impregna su cine. Esto es detectable en su Tríptico de la primera década de este siglo: Luján (2009), Los actos cotidianos (2009) y Al final la vida sigue, igual (2010), títulos que se podrían agregar a su cortometraje SEM (2011) y el largo Las pibas (2012), que forman un bloque fácilmente reconocible. Esa religiosidad no solo se reduce a los íconos que pueblan los lugares en que habitan sus personajes o en las invocaciones religiosas que pronuncian ya desde la escena inicial de Labios de churrasco (1994, en boca de Fabián Vena). No se trata de que sus personajes estén buscando el amparo de Dios sino más bien de cierta intuición que parece guiar la vigilia productiva de Perrone, por la que este amparo se lleva a cabo por medio de su mirada cinematográfica, que los devuelve transfigurados. 

La insistencia con que desde sus primeras películas compone el espacio de barrios de casas bajas con un alto cielo arriba traza un eje vertical en el que cielo y tierra se desalejan por obra del encuadre. El poner juntos cielo y tierra y entre ellos sus criaturas parece obrar como la justificación de su desmesura productiva, como si el cineasta los necesitara porque ellos, sus personajes, lo necesitan. Su mirada es a la vez la producción del artesano en el tallercito de su casa –de esos que todavía quedan en barrios como Ituzaingó, en los que Perrone vive y sueña- tanto como un acto sacrificial –en el sentido hacer sagrado un vínculo que ya existía en el plano mundano. La peculiar conjunción de hombre de oficio que manufactura en su taller hogareño y poeta que vela por sus criaturas reclamando nuestra mirada hacia ellas da como resultado una energía de trabajo desbocada, que desconoce la mesura de los horarios productivos y el reposo, sin días laborables ni feriados,  una misión salvadora que sostiene el mundo. El mundo de Perrone es Ituzaingó pero a la vez Ituzaingó es tal cuando él lo filma -esa tenacidad sostiene su tarea incansable, que de otra manera correría el riesgo de extinguirse. 

Sus personajes tienen una relación precaria con el mundo del trabajo. Se trata de una marca histórica: Perrone empieza a filmar en los '90, cuando el neoliberalismo corroe el mundo del trabajo. Su mirada nunca  abandonó ese terreno lindante entre la clase trabajadora y el lumpen-proletariado, el resto de lo popular asechado por la licuación postindustrial. La distancia precisa que él guarda respecto del mundo que filma no es la del burgués que incursiona por los arrabales para acercar un espectáculo al público del centro; tampoco es la distancia del militante esclarecido que quiere darle conciencia al pueblo. Perrone pertenece al pueblo retratado de un modo ambivalente: por motivos de edad él todavía recuerda el valor del trabajo en una época que está a punto de olvidarlo. Si el riesgo que sus personajes corren es el de la disolución de sus lazos comunitarios porque están a punto de dejar de producir o porque nunca conocieron esa posibilidad, él parece querer conjurar ese peligro mediante su consagración amorosa de sus materiales. La materialidad de la imagen cinematográfica es el elemento en el que la mirada curadora va a tomar forma. 

Esta interpretación puede hacerse retrospectivamente, si se revén sus películas desde la última hasta la primera: en esta cronología invertida  puede reconocerse el principio de proliferación de su obra. Si el Perrone inicial parecía ubicarse en el género de una picaresca suburbana, de buscavidas que muchas veces terminaban aniquilados por la irrupción de una violencia que desbarataba la posibilidad del costumbrismo, en el último tramo de su filmografía el suburbio persiste, pero ya no su picaresca. Los restos del costumbrismo asociado a su Trilogía de Ituzaingó -Labios de churrasco (1994), Graciadió (1997) y 5 pal’ peso (1998)- se fueron enrareciendo hasta extinguirse en el Tríptico 2009/2012, mediante un procedimiento de sustracción de todo histrionismo, que a veces les restaba espesor a sus pícaros de los ‘90, y también una depuración expresiva que hace resaltar la crudeza del claroscuro, la fiereza del color y la aspereza de la imagen digital. En la materialidad digital cuya rusticidad visual, alejada de la tersura del fílmico, parecen palparse en las paredes rajadas y descascaradas de Luján o Los actos cotidianos se abre paso una expresividad que asume la fricción de la cámara con la luz y da  lugar a una sombra espesa. Las texturas pasan a ser tan importantes como las vidas de los personajes retratados. Más bien podría decir: se reclaman unas a otras. La aspereza se encuentra también en la captura sonora directa que le suma a los diálogos el valor del registro documental del habla popular de un espacio históricamente situado: el conurbano bonaerense de fines del siglo xx y principios del xxi. La prosa en la que su cine se desenvolvió llega al límite en el que la poesía (aquí sí como oposición a la prosa) está a punto de empezar. El expresionismo que su cine asume a partir del momento posterior al Tríptico, a comienzos de los '10. aparece como el destino de un largo recorrido, o como la consumación de un oficio. Logra articular así el rito poético que le permite cuidar el mundo. Cuidarlo, no  hermosearlo ni idealizarlo: salvarlo para una mirada. 

Esta etapa empieza con P3ND3JO5 (2013), que marca un punto de inflexión en su obra, de la que Ragazzi (2014) puede considerarse una consecución. A partir de P3ND3JO5, la  continuidad de rasgos estilísticos que las lecturas críticas le adjudicaron se problematiza. No es solamente que empiece a cultivar un estilo nuevo, sino que los motivos que lo hacían reconocible vuelven transfigurados, lo que obliga a revisar la noción establecida de su identidad autoral. Sucede una mutación desde el realismo áspero hacia un expresionismo digital. Hay una película que presiente esa mutación: Al final la vida sigue, igual: en sus últimas secuencias las casitas de paredes rajadas y pintura descascarada se vacían de cuerpos y se pueblan de sombras y de fantasmas: la película termina literalmente con la visita de un fantasma. La banda sonora se enrarece acompañando esa mutación, desligándose del sincro y entregándose al efecto misterioso de los loops: música, ambientes, el rumor de los grillos o el ladrido de perros, palabras, susurros o gritos. Ahí parece haber tocado un límite a traspasar. No es seguro que Perrone supiera hacia dónde. 

En P3ND3JO5 el giro ya es irreversible. Lo que a partir de entonces toma por asalto el comando es otro elemento del cine. Porque si por un lado el cine se asienta en la huella que imprime lo real sobre un soporte sensible, por el otro, ya desde sus comienzos históricos el cine había mostrado su capacidad para desencadenar la alucinación. Algunos críticos hablaron erróneamente de un “giro primitivista”. Pero se trata de la recuperación de una experiencia (palabra más precisa que  “experimental” para desechar sus connotaciones cientificistas) que descolló en la etapa final del cine mudo: el expresionismo alucinado y sombrío de Friedrich Murnau o Jean Epstein, por citar dos modelos que no eran previsibles a la altura de Labios de churrasco ni de Luján. No hay primitivismo porque la estilización de esta gramática queda muy lejos de lo primitivo. 

Si desde el principio hubo en el cine de Perrone un gusto por las superposiciones, los cambios de cadencia, los lentes deformantes o los bordes de iris, estos recursos pasan a comandar la estructura misma del plano. La pantalla se vuelve un lienzo en el que conviven un número indiscernible de capas. La imagen digital que en su período anterior había manifestado su aspereza recupera ahora la antigua función de la truca ilusionista que resalta el carácter fastasmal que todo el cine guarda como posibilidad. El color que había saturado las imágenes del Tríptico muchas veces desaparece para resaltar la oposición entre luz y tinieblas. Lo tangible se vuelve vaporoso y los cuerpos se descomponen en un prisma de múltiples reflejos informes. En ese paroxismo, el espacio parece des-solidificarse en un estado gaseoso o líquido. Sin embargo, hay algo que prevalece en esta liquidación del realismo: las caras de los personajes, ahora más propiamente “modelos”, ya emancipados de una función narrativa de la que solo quedan restos. Notablemente, la misma Ituzaingó, organizadora de las relaciones dramáticas de su cine previo, se vuelve líquida, gaseosa, un fondo del que emergen los rostros, filmados ahora en escorzos oblicuos, anti-realistas, a menudo en contrapicados que los recortan directamente del cielo.

No es una operación retro: Perrone cree que en los procedimientos del expresionismo de fines del período silente hay un camino abandonado en favor de la discursividad del sonoro. La operación se completa mediante la eliminación casi total del sonido directo (del que apenas quedan algunos ambientes, siempre intervenidos), sustituido por un magma auditivo que mixtura sonidos electrónicos, tecno-cumbia, voces en reverse, fricción de una banda sonora raspada que desplaza la sincronía que podría funcionar como último residuo del realismo. La manipulación desaforada del sonido y la tensión violenta que establece con las imágenes parecen declarar la necesidad de refundar las convenciones cinematográficas para  volver a preguntarnos por los usos ya naturalizados de la imagen y el sonido. 

El otro elemento que no cabe en una operación de “rescate” del pasado cinematográfico son las caras de lxs pibxs de estas nuevas películas, desde P3ND3JO5 hasta Ragazzi, pasando por FAVULA y unas cuantas posteriores inéditas hasta hoy. Las caras de lxs chicxs son inequívocamente contemporáneas y reconociblemente bonaerenses. Los cortes de pelo, los piercings, los rasgos mestizos y su frescura adolescente marcarían el elemento realista que Perrone no se permite manipular. Si la Ituzaingó del siglo xxi parece borroneada en el espacio (incluso totalmente suprimida en la escenografía de FAVULA), donde es imposible confundir su cine con el expresionismo de los años 20 es en las caras de esxs pibxs.

Todos estos recursos aparecen en P3ND3JO5, cuya coda tiene un tono místico apoyado en un poema de Pasolini, La crucifixión:

¿Por qué Cristo fue EXPUESTO en la Cruz?

Oh sacudida del corazón al desnudo

cuerpo del jovencito... atroz

ofensa a su pudor crudo...

¡El sol y las miradas! La voz

extrema pidió perdón a Dios

con un sollozo de vergüenza

roja en el cielo sin sonido,

entre pupilas frescas y hastiadas

de Él: muerte, sexo y picota.



En Ragazzi, un año después de P3ND3JO5, Perrone explicita su posición de enunciación. Se vale de Pasolini para marcar la distancia que a la vez lo separa y lo une con esta generación de pibes. Su modo de ingresar al mundo de estos chicos es mediante voces exógenas que ponen palabras que no pueden provenir sino de otra dimensión. Una de esas voces exógenas es la del propio Pasolini, en la que parece enmascararse el propio Perrone:

Querido muchacho, sí, claro, encontrémonos,

pero no esperes nada de este encuentro.

Si acaso, una nueva desilusión, un nuevo

vacío: de aquellos que hacen bien

a la dignidad narcisista, como un dolor.

A los cuarenta años yo estoy como a los diecisiete.

Frustrados, el de cuarenta y el de diecisiete

pueden, claro, encontrarse, balbuceando

ideas convergentes, sobre problemas

entre los que se abren dos décadas, toda una vida,

y que, sin embargo, aparentemente son los mismos.

Hasta que una palabra, salida de las gargantas inseguras,

aridecida de llanto y deseo de estar solos,

revela su irremediable diferencia.

(Pier Paolo Pasolini, Fragmento epistolar, al muchacho Codignola)

***

Perrone, cineasta bonaerense del siglo xxi, toma a Pasolini como pretexto, como texto del que apropiarse, también como ícono, para hacerlo colisionar con otros ángeles, otras estrellas, oscuras o radiantes, de su cielo de cine. La inquietud febril, su “fiebre de maníaco ante la idea de llegar tarde”, como al comienzo le hace decir a un personaje adulto que le habla a los ragazzi reunidos en la escalinata de la iglesia de Ituzaingó, lo empuja a convocar a todos los espíritus. Los tiempos diversos, las lenguas y dialectos, Melies, Pasolini, Dreyer, Leonardo Favio, las sombras chinescas, Zeppelin, Handel, los rostros desfigurados por la estela del movimiento, como en una pintura de Francis Bacon; la fricción caótica de todos estos recursos se  integran en una mirada. El primer movimiento de Ragazzi está signado por Pasolini, más precisamente por el episodio de su asesinato. La narración es apenas esbozada y funciona como una cadena laxa de imágenes que dejan salir a pasear a los fantasmas. Es un movimiento sombrío: parece que Pasolini estuviera mirando a su último muchacho atrás de sus gafas oscuras. La imagen conque termina el primer Movimiento es la del espectro de Pasolini que anda ingrávido por el horizonte del baldío, una vez que su cuerpo fue asesinado, como si la muerte no hubiera podido con él.

El segundo movimiento contrasta con el primero por dos motivos notorios: por su luminosidad jubilosa y por algo que hasta ahora Perrone no se había permitido: salir de Ituzaingó. Filma a unos pibes carreros en Córdoba capital, debajo de un puente por el que pasa un arroyo, mientras por arriba zumban los autos de la clase media cordobesa a toda velocidad. Esos chicos son despreciados o temidos por los que manejan los autos (a quienes Perrone solo evoca por el audio televisivo de un suceso policial). Parecería que nadie puede verlos, excepto el autor de Ragazzi, que los va a buscar en su lugar. Los encuentra no en su trabajo infantil sino en pleno estallido vital, jubilosos y no mellados por la historia. No se trata de una negación maníaca de la muerte ni de una idealización de la pobreza. La cámara capta un erotismo de los cuerpos que no es ficción. Seguramente es el momento más alegre y erótico de toda su obra. Algo que el cine ya no muestra: en estos cuerpos vulnerables hay una potente capacidad de goce y ese goce no desconoce su vulnerabilidad. Es un movimiento de innegable filiación pasoliniana, como un camino todavía abierto. Esos cuerpos gozosos filmados bajo una luz que los baña de una cualidad mitológica hacen posible una recuperación fastuosa de la vida. Los chicos de ese arroyo  permiten intersectar a Pasolini con Favio.

También sobrevuela la tragedia: los jóvenes en peligro, la adolescencia como el umbral de una muerte posible es constante en esta etapa perroneana. Pero el paso de la poesía fúnebre al estallido erótico de los cuerpos acariciados por el sol y la libertad de la tarde estival se sobrepone incluso al destino trágico. La cámara alcanza el éxtasis cuando captura los perfiles angulosos de los chicos recortados contra un cielo que parece adorarlos, sus miradas en trance, la irresponsable vitalidad de caballos y perros, la súbita irrupción de la belleza femenina. Con un final brillante y glorioso, los pibes desafían la ley de gravedad, las leyes de la termodinámica, la fatalidad de la muerte y vuelven a nacer de las aguas, una auténtica resurrección. La cámara de Perrone sacraliza esos rostros de luminosa inocencia.

* Este texto fue escrito en 2015 para la revista Kilómetro 111, publicado con el título "Filmar la Gracia: el último Perrone"; se publica ahora levemente modificado. Se trata de mi intento más exhaustivo para abarcar su obra. Desde entonces, por supuesto, Perrone siguió filmando profusamente. Incluso incursionó por otras vías (Hierba, Cínicos, Expiación, Cosimi). Pero una zona de su filmografía, como las recientes Corsario, Algnxs Pibxs, 4TRO V3INT3 y la aún inédita Sean Eternxs se integran con naturalidad a las líneas aquí propuestas. También pueden integrar este grupo dos cortometrajes que Perrone hizo con el sonido diseñado por el autor de este ensayo.