En todos estos días que estamos pasando, se pone de relieve un desocultamiento de situaciones que tenían una fuerte incorporación en nuestra aceptación natural, amablemente irreflexiva, pues nuestras capacidades críticas iban por otro lado. Digo desocultamiento coqueteando con una palabra fundamental de un conocido filósofo, y señalo que las críticas estaban dirigidas hacia otros focos de atención, acudiéndose a la alternativa de pagar o no la deuda externa, el probable default, y también al importantísimo y deficientemente tratado tema de la “falsa opción” entre economía y vida. Partimos, con estas reflexiones apiladas rápidamente, de lo ocurrido en una Conferencia de Prensa sobre la prosecución de la cuarentena, dada por las máximas autoridades del país al promediar el mes de mayo. Para el caso no importa mencionarla específicamente, pero sí advertir sobre los modos en que se desarrollan las llamadas conferencias de prensa, como desafíos a los funcionarios desde órganos de prensa especializados, tratando de ponerlos ante un límite, ridiculizarlos y ofrecerlos como piezas ya capturadas por diestros mastines que disfrazan de pregunta ingenua su capacidad de desgarrar vestiduras.
Ante una afirmación del gobernador de la Provincia de Buenos Aires, respecto a que ya con las gripes clásicas el sistema hospitalario estaba colapsado ―y se refería a la situación durante el gobierno anterior―, la pregunta fue qué le hacía suponer que ahora, con las obras nuevas que estaba promoviendo, iban a alcanzar las camas para los afectados. Al virus del cual se hablaba, lo veían escalando la tabla de las estadísticas de un modo peligroso, como la curva de un objeto de vuelo lineal que repentinamente se encumbra. Una parte de la respuesta indicó que habría más camas, además de las que se estaba previendo, porque ante el virus nuevo disminuían las gripes clásicas, y porque el enclaustramiento colectivo reducía las muertes por accidentes de tránsito. Evidentemente son razonamientos estadísticos, pero indican hechos de cierta extrañeza, pues nos llevan a pensar, mucho más allá de las estadísticas, los costos generales de la existencia en la civilización urbano-técnica y tecno-circulatoria. ¿Un virus mayor absorbe los ya conocidos? ¿No está bien, aunque se considere un efecto secundario, que disminuyan las muertes por causa de la densidad del tráfico urbano?
Entenderíamos que los muertos por accidentes de tránsito, desde los más simples a las caídas de los aviones ―que de un modo tajante no acatan el relativismo de todo evento trágico callejero, y súbitamente encierra en una única masacre a todos los pasajeros―, son los cálculos que deberíamos aceptar por vivir en un cultura constituida por mecanismos que suplen la traslación humana por locomoción “a sangre”, por poderosos artefactos que consumen tiempo de una manera favorable para darle racionalidad al misterio de las distancias. El monto de muertes que tiene esa superación de las caravanas y las carretas, está ya computados y absorbidos por la “progresión civilizatoria”. ¿Acaso no podían hundirse los trirremes griegos en el mar Egeo, las carabelas españolas en el voraz océano antes incluso de llegar a las islas Canarias? Todo horizonte cuya línea es traspasada por el diseño de un nuevo artefacto que lo desbarata como límite, interioriza la ecuación trágica, accidentaria. La exploración con cohetes espaciales tiene el precio de la muerte de varios astronautas por malos cálculos matemáticos, esto está previsto, incluso como retraso de un plan espacial por varios años. Las muertes sorpresivas, no por la caída del jinete de un caballo, sino de los turistas del Titanic, están insertas como fúnebre combustible humano en la hipótesis inicial que diseña cualquier dispositivo que afecta la cotidianeidad naturalista del tiempo.
No obstante, cuando la retracción del tránsito impone la noticia de que hay menos muertes que ocupan las salas de terapia intensiva de hospitales, que así pueden derivarse a otros usos ―el más urgente es el del virus, que es un accidente, pero de otro tipo, no fácilmente definible―, entonces nos preguntamos, a diferencia de los periodistas de la conferencia de prensa, como si se tratase de una pregunta sobre el ser y la nada, si esto no demostraría que el cese provisorio de la productividad en sus diversas formas, fabril o locomocional, no constituye un hecho benéfico para la vida humana. Si lo es, deberían pensarse nuevas formas productivas, lo que es muy difícil, y si no lo es, hay que admitir que la racionalidad instrumental que rige la construcción de las grandes metrópolis, con sus puentes, vigas de acero, rutas aéreas y trenes subterráneos, es una dialéctica entre el habitar y la cuota de muertos necesaria, entre el construir y la cuota de muertos necesarios, entre el transportar, y la cuota de muertos necesarios. Etcétera.
Necesariamente, esta situación en torno a la cuota de sacrificados estadísticos, los sin nombre, los que no saben que entran en la cuota accidentaria pues la cuota tampoco lo sabe, traduce el juego de las estadísticas en una figura de la conciencia, la angustia, término que también apareció entre las preguntas de los periodistas a las autoridades. Llamativo momento donde un concepto lo suficientemente inscripto en la lengua cotidiana y lo nutridamente expuesto en obras filosóficas ―la más notoria la de Kierkegaard, que dejó una honda huella en el Siglo XX―, permitió que la figura presidencial se mostrara razonablemente enojada por una inquisitorial advertencia respecto a la angustia de los encerrados por la cuarentena. Hay un nudo central en esta cuestión, más allá de los alcances filosóficos del concepto de angustia, que se redondea dificultosamente alrededor del punto en el cual, los seres mortales no consiguen ubicar en su finitud, la hipótesis onto-teológica de la eternidad imaginada. Lo imaginado se presenta con una solidez provocada, por que la certeza de muerte solo es comprobable en los otros, no en un sí mismo que apuesta temblorosamente por su propia perennidad. Evidentemente hay una trama angustiosa en el existir lanzado al mundo por sus propios medios. Un Estado, razonablemente, no trata las cuestiones de angustia más que cuando se presentan bajo categorías como las de “políticas de Estado”.
Suprimir, acentuar, o elaborar cuestiones en torno a la angustia, solo sería competencia de departamentos de asistencia social del Estado, y, aun así, se podría considerar las lógicas estatales, vistas del ángulo que fueren, como entes inadecuados para tratar las manifestaciones de la conciencia angustiada. La Filosofía del Derecho de Hegel o el anarquismo nómade que ve al Estado como un panóptico disciplinario, no admitiría ese compromiso entre instituciones psiquiátricas del Estado y atención de la “conciencia desdichada”. La estatalidad tendría una consistencia impropia para considerar el tema del “nido oscuro” de la subjetividad humana, excepto fuera bajo las consignas de una oficina neuropática funcionando con consignas positivistas y una estricta línea divisoria entre patológico y normal.
No obstante, la palabra angustia fue pronunciada en una pregunta que la máxima autoridad del Estado respondió tomando en cuenta la oscura intencionalidad con que se la formulaba. Se quería acentuar las dificultades de la cuarentena, que es notoriamente un momento de pausa existencial, de reclusión domiciliaria que nada tendría de anómalo en la visión romántico burguesa del hogar donde impera una división de trabajo amorosa. Pero las medidas de reclusión actual en tanto “políticas de cuidado”, se sostienen en una ética de expropiación de la ciudad, con sus nervios vitales como corredores vitales y su contrarréplica como lugar de emplazamiento de hechos políticos, artísticos y los dramas del “logos accidentario”, que ahora nos son provisoriamente ahorrados.
En la pregunta sobre la angustia, fue respondida por el presidente señalando que no es posible plantear una angustia en torno a la retención de la vida en el hogar, si está de por medio la completa angustia por la existencia. O el hecho de un desconocimiento de los “protocolos” que conducen a la muerte. De ese hecho único brota la angustia, en este caso, las “angustia del Estado”. La respuesta es propicia, pues tenía varios planos, uno de los cuales apuntaba a responder a quienes quieren desmoronar el esquema de la cuarentena, con el cual se está empujando al gobierno a que acepte, domeñado, el retorno al esquema económico productivo, reactivando el mercado “normalizado”, previniendo, como insólitamente hizo un notorio dirigente político de los años 70, de que podría haber una “rebelión social” ante la desmesura de un cierre de los flujos de la producción. Si en cambio estos se abrieran, resolverían el hambre y la angustia, con un precio en cantidad de vidas seguramente mayor que aquel que habría con el cierre social. Pero con la apertura hacia la correntada del capitalismo real, en su nerviosa espera, las muertes mayores si continúa la peste igual son tan probabilísticas como las específicas de la enfermedad. La opción sería entonces entre estadísticas más suaves y estadísticas más graves, pero con estas últimas se volvería al trabajo y también a las muertes “aceptables”, por accidentes de trabajo o de tránsito.
La pregunta periodística actuaba en nombre de una dudosa dedicación por conjurar la angustia de la inactividad social ―cuidadora de las muertes por contagio de “origen indeterminado”, pero centradas ahora en los puntos de aglomeración y hacinamiento―, desdeñando las muertes que estadísticamente se producen en toda sociedad por enfermedades varias, accidentes de trabajo, la llamada “tasa de criminalidad” y descuidos previsibles o imprevisibles. Lo mismo da. ¿Por qué no sacar consecuencias del asombro de la ecología o del ciudadano común que no se siente agresivo con la naturaleza al oír los pasos ganados por el mundo animal sobre las ciudades? Los lobos marinos en Mar del Plata en las calles del puerto, exigiendo ciudadanía portuaria, los ciervos en el Delta del Paraná que se dejan ver y quieren ver, las especies que huyen de las ciudades y las visitan ahora como orondos plantígrados que recorren calles periféricas sin temor a tener que mostrar cédula de identidad. ¿Ese espectáculo de las liebres y osos asustados que se asoman a un terreno que creen provisoriamente ganado, “la selva urbana”, no puede decirnos algo? La actividad humana mediada por tecnologías necesariamente amenazadoras, pues no hay mundo técnico sin una instrumentalidad agresiva, no es necesario aclarar que no está dispuesta a tomar como una señal más elocuente que la que dan los supuestos ovnis “extraterrestres” avistados por los aviones de la CIA, a esta invitación del mundo animal que es llamado a las primeras estribaciones del mundo humano para compartir visibilidades. Llamado, ciertamente, por un instinto de convivencia inexplicable, o por lo menos, no fácil de explicar.
Pero es posible decir que hay una angustia en tanto sentimiento de estar en las inmediaciones de los abismos. Y para quienes los miran con la obsesión de resguardar su ser o entregarse al vacío de la nada, es una angustia que se hace presente en las circunstancias en que hay una decisión del Estado sobre la sociedad para desactivarla. Inmovilizarla por razones superiores que crearán un tipo de angustia de paralización circulatoria o laboral, y si vamos más lejos, de ser un dato computable para todos los aparatos de vigilancia y localización de itinerarios que se hallan vigentes en nombre del mesianismo digital que le dará otra terminalidad a los domicilios y proveerá a los estados y a las empresas de las estadísticas reales sobre el complejo poblacional, su estado sanitario, psicológico y sus supuestas capacidades para la disciplina o la “desprotocolización” (un protocolo para cada actividad, si perdurase luego del cese del estado excepcional, sería un inaceptable indicio de congelamiento arbitrario y burocratización digitalizada del fluir real de la vida).
Así, para preservar de la angustia mayor ―la suprema y única de la que nada puede decirse―, un Estado justamente indignado por los factores que quieren debilitar su cuarentena, podría afirmar la angustia primordial de la muerte en nombre de las psicopatologías de la vida cotidiana, bien estudiadas, y motivos frecuentes de políticas de estado a través de las instituciones oficiales de psicología colectiva y gabinetes hospitalarios de consulta psiquiátrica o psicológica. Formidable discusión, que aparece en los sordos debates entre periodistas y funcionarios, y como es de índole política, no trasciende al plano específicamente filosófico.
El enojo presidencial cabe, porque las preguntas del cuerpo periodístico que responde a las necesidades fundadoras del orden productivo-corporativo ―que solo sabe calcular en términos financieros―, están graduadas voluntaria o involuntariamente para afectar al Estado. Las inquisiciones del Estado Comunicacional parten de una institucionalidad volátil engarzada en lugares comunes, ya fortificados, de la lengua usual. Es más etéreo, simbólico, evanescente y reticular que las instituciones públicas conocidas. Por eso hay una pregunta sobre la porción de muertes necesarias para volver a la producción “normal”. Es una tasa de mortandad que también se origina en una suerte de ontología financiera. Son los circuitos abstractos en que se produce dinero con tiempo y tiempo con cuerpos vivos sumergidos en su propio desastre. Es así que lo que ocurría en esa Conferencia de Prensa lo debemos ver en una franja de tensión política que a su vez está recorrida por muchas otras estrías.
Era una discusión profunda sobre las valoraciones de la vida en su sentido más desencarnado y a la vez como categoría fundadora de toda posibilidad de pensar en destinos comunes. Vidas sin vestimentas en particular, seres empíricos, despojados de singularidades, pues no hay ámbitos compartidos porque hay itinerarios desnutridos, atados al monolito cero del vivir societal e histórico, donde toda vida se anonada y queda apta para la aplicación de protocolos, haya o no infecciones. Pero ese cero choca con el infinito histórico, que reparte las vidas en suertes inagotablemente plurales, según el ritmo de los casilleros que determinan la disparidad de las propiedades y las desiguales herencias recibidas. Los trabajos, las competencias, las violencias, las simbologías, los distingos raciales, sexuales y simbólicos actúan para quebrar el grado de ingenua nulidad inicial de las vidas, que las iguala en breves instantes y las separa enseguida con toda clase de segmentaciones estamentales. La contracara de esta violentación del trabajo del ser, y del ser del trabajo, tiene su complementación en la vituperación del mundo natural, que, por mirar al mundo histórico, se historiza él mismo, trasladando las dificultades de su supuesta inmovilidad, que la naturaleza en verdad nunca tiene, al mundo social y produce el efecto de “naturalizarlo”.
Los virus son intermediarios letales bajo ciertas circunstancias y personajes centrales de una dialéctica oscura y nociva entre naturaleza e historia; bajo otras circunstancias, que no atinaríamos a definir cabalmente, suelen ser la tensión que puede componer esa relación bajo un permanente equilibrio inestable. Pero lo más seguro es que este equilibrio se rompa por la incapacidad de evaluación sensitiva del monto socialmente necesario de la producción humana, agregada de la reproducción incesante de lo producido, que desequilibra las condiciones de existencia colectiva, soltando las piezas intermediarias que “ni vivas ni muertas”, comienzan a recorrer y ser recorridas, con los funcionarios y los medios de comunicación viéndolas como humanoides dibujados por los diseñadores de los medios masivos como un muñequito redondo semejante a un emoticón con pinchos de peluquería.
En verdad estas micro formaciones relacionadas con el origen de la vida y los desplazamientos de las enfermedades de muerte, representan constantes mediaciones socio-naturales, cuya tensión sostenida casi que con cables de acero, se va acentuando hacia la consideración de la naturaleza viva como un simple depósito de materiales, un cantero inerte de recursos que hay que pasar ya mismo a la cinta de producción, que es como retirarlos de su forma de vida, esa materialidad que no es inerte sino que se brinda a lo humano dispuesta a humanizarse ella misma y se ve atrapada por un cerco que la condensa cada vez más en una especie única, destinada a la servidumbre del “homo economicus financierus”. Si siempre largó virus, bacilos, fiebres, cóleras, ahora interviene con un dato desnudo de advertencia. No se trata de un antropoide, ni de una zoomorfia que tiene nombre científico y entra en batalla para culpabilizarnos, invocar plegarias o rezar por la ciencia. Como los viejos dioses trágicos y cómicos, un rostro del bacilo añora la cadena natural que lo ha desprendido y busca alojamientos en huéspedes involuntarios a los que les hace correr peligro de muerte. El otro rostro es su grasa quieta, sus proteínas dormidas que quizás no hubieran querido despertar.
No hay mundo productivo, sensitivo, existencial y de compromisos políticos, sin que intervengan organismos que parecen exógenos pero que vuelven hacia la historia crítica de lo humano, que es la que ―finalmente― los ha creado. Por eso nos obliga a pensar en la economía de la muerte, cuestión para la cual no hay “políticas públicas” que valgan. Con “economía de la muerte” queremos decir que toda la estructura última del capitalismo se recorta sobre el fondo de unas estadísticas de la fatalidad. De alguna manera, las estadísticas siempre tienen un sello predictivo y destinal. Son famosas las estadísticas de suicidas que hizo Durkheim a finales del Siglo XIX. No las atribuía a la economía sino al modo en que la sociedad se “interiorizaba” en la constitución misma de las expectativas del sujeto capaz de decidir sobre sus propios itinerarios. Pero las estadísticas como acontecimiento ontológico ―así son para Durkheim―, reclaman cada año su cuota ya establecida de muertes. Son de algún modo una “política pública”, no un recuento burocrático de casos, sino que imponen a los casos mismos su destinación. Evidentemente, esta es una ilusión que crean los Estados con sus estadísticas, necesarias sin duda, pero ignorantes del modo en que ellas van condicionando los hechos futuros y del modo en que traducen un razonamiento fundamental de la economía: ¿cuántos muertos se precisan para tal o cual inversión, plan de desarrollo o la selección de tal o cual tecnología de extracción de tesoros “naturales”?
De la Conferencia de Prensa se desprenden entonces muchos planos, como franjas de una masa de hojaldre. No solo el choque sutil e implícito entre el cuerpo periodístico que expresa el cuestionamiento de las corporaciones a las restricciones que impone el sanitarismo al despliegue libre del circuito del mercado del dinero que se multiplica en la magia caricaturesca de las finanzas, sino también la filosofía subterránea que hay en una conferencia donde el Estado ―que con sus figuras representativas hace anuncios fundamentales―, se expone a la democracia de las inquisiciones toleradas, que fingen provenir de una necesidad de información, pero buscan que queden al desnudo las contradicciones de los expositores. Estos son los momentos en que el Estado se hace voz pública e imagen rígida, donde empiezan a contar los gestos imprevisibles de los funcionarios o sus “gaffes”, carnívoramente computadas. Es lo más fácil de mundo percibir sus contradicciones, sobre todo cuando se produjo un gesto inesperado, pues en vez de anunciar solamente “políticas sanitarias de aislamiento”, se las envolvió en una teleología humanista, la “preferencia por la vida”, que de ser observada como nueva doctrina estratégica, obliga al poder económico a combatirla con salvajismo mandando primero sus peones, luego los alfiles, y así pensando nuevas jugadas hasta obligar a invertir la ecuación vida-economía.
Todo el esfuerzo de la corporación económico-financiera (cuyo resumen en términos de lenguaje puede llamarse “periodismo de investigación de las fisuras que se abren cuando el Estado habla de sus opciones sensibles”), es desmembrar las políticas públicas de las que se desprenden fragmentos vitales extraídos de una hipótesis de humanización de las decisiones técnicas. ¿Hay tiempo y lugar para mantenerlas? ¿O serán derrotadas porque quienes las plantean no saben muy bien cómo defenderlas? Los ciervos volverán a esconderse, los accidentes volverán a las rutas y los pájaros volarán más alto para evitar el hollín de las chimeneas. Esta democracia bucólica sin productividad no es posible. O si lo fuera, vendría a suplir la economía de la información. Los domicilios convertidos en terminales de trabajo, como lo son del gas, la luz y la telefonía fija. Ahora, como Terminales Totales, son anexos “amorosos” de las empresas digitales, con su logo-centrismo basado en la sustitución de la ”vita activa” por la actividad del “macro-dato”, con lo que los accidentes serán de otra forma ―algunas conocidas―, como “la caída del sistema”. Y si el centro de todas las redes donde concurran los flujos reactivos quedan a cargo de una “Inteligencia General” que procede como el virus pero contagia sin enfermar los cuerpos, sino adosándolos invisiblemente al autómata central, entonces una conferencia de prensa de la índole que estamos comentando, nunca deja de ser un hecho filosófico, un conjunto de temas que inesperadamente se abren a una reflexión mayor.
Que esa Conferencia, en sí misma, no puede consumar pero sí puede mostrar, como invitación a la reflexión y angustia de los seres vivientes, que ven que partes de lo viviente alcanzado menos por lo orgánico y más por los estilos de elección grupales y sociales, son porciones de libertad que van quedando canceladas. Una oclusión ética del pensar como apertura temática en lugares abiertos, puede quedar relativizado si fracasa la preferencia por la vida. Esta no rehúye ni rechaza el mundo de la economía. Se invita a pensar en otro que le sea alternativo. Y sirva a la vida, en vez de ésta servir a la economía. La ecuación vida-economía podría ser entonces economía-vida-economía. Donde en la segunda vez que aparece luego de haber pasado por la vida, la economía ya es otra.
* Nota del Editor de Un Largo: Este texto de Horacio González fue publicado originalmente en junio del 2020 en el libro Posnormales. Pensamiento Contemporáneo en Tiempos de Pandemia, una recopilación de ensayos de varios autores realizada por editorial ASPO, cuya totalidad puede descargarse gratuitamente clickeando acá. Pablo Amadeo fue quien tuvo la iniciativa de convocar a un conjunto de pensadores e investigadores de diversas disciplinas "a partir de una consigna que propone ensayar formas de sobreponerse y adaptarse activamente a los escenarios traumáticos ―muerte y aislamiento― a los que nos arroja el estado de pandemia y las lógicas de inmunización neoliberales / neoindividuales". La edición de este libro recopilatorio fue la tercera de una serie, precedida por Sopa de Wuhan y La Fiebre.
La meditación que hace aproximadamente un año emprendía Horacio González tiene su sello inconfundible: cruza las dimensiones existenciales, políticas, económicas, tecnológicas y culturales del acontecimiento que desde hace más de un año y medio trastornó la vida planetaria: la pandemia del COVID. La tensión de esta época atraviesa su escritura y desencadena preguntas que encaran la catástrofe como una oportunidad del pensar, en un contexto histórico habitualmente adverso para la reflexión. Ningún acontecimiento ha sido adverso para que Horacio González reflexionara. La angustia ante la muerte propia, el cálculo económico de las "muertes aceptables" para que el sistema de producción continúe expandiéndose, la desigualdad social, las tensiones entre el poder democrático y los poderes fácticos que enervan la historia argentina de las últimas décadas, la ficción espuria del periodismo, la responsabilidad sanitaria del estado, la reducción capitalista de la naturaleza viva a un reservorio de recursos disponibles para su saqueo son magistralmente enhebrados por la inquietud punzante de Horacio González.
La conferencia de prensa a la que Horacio hace alusión en el texto fue ofrecida conjuntamente por el Presidente de la Nación, el Gobernador de la Provincia de Buenos Aires y el Jefe de Gobierno de CABA el sábado 23 de mayo de 2020. La periodista Silvia Mercado, en representación del diario digital Infobae, habitual vocero de la derecha vinculada a la Embajada de USA, cuestionó la extensión del período de cuarentena adjudicándole a esta medida sanitaria de prevención la causa de una "angustia" de la población al verse impelida a los protocolos de aislamiento social. La derecha desetabilizadora empezaba a intentar resquebrajar el clima social que durante las primeras semanas había sido aceptado por el conjunto de la sociedad como un esfuerzo necesario para preservar la salud colectiva. Estaba empezando el movimiento negacionista que pretendía deteriorar los índices sanitarios para desestabilizar la situación política.
Ninguna de las dimensiones del conflicto se le escapan a González: desde el peculiar modo de existencia del virus, la compleja intersección entre la naturaleza y la sociedad que la pandemia vino a desvelar y el uso avieso del periodismo para corroer a los gobiernos democráticos, tanto como la angustia ante la muerte y la indiferencia económica del sistema frente a las muertes "aceptables".
En esa inquietud, el pensamiento de Horacio González permanece vivo.