lunes, 1 de agosto de 2022

El cine de la herencia política: Nicolás Prividera, Albertina Carri

Los rubios

M

por Oscar Cuervo *

Los cuatro odiosos

Los rubios (Carri, 2003), M (Prividera, 2007), Tierra de los padres (Prividera, 2012) y Cuatreros (Carri, 2015) son películas odiosas. En su antipatía radica su valor. Se recortan así de la mayoría de la producción cinematográfica producida en las últimas décadas. El cine argentino del siglo XXI da pocas posibilidades de detectar las tensiones políticas que atraviesan la sociedad. Las películas de Carri y Prividera se refieren a la violencia de las décadas pasadas, a raíz de la desaparición de sus padres (Roberto Carri y Ana María Caruso, padres de Carri; Marta Sierra, madre de Prividera). Las catástrofes del pasado, personales y colectivas, son experimentadas en su persistencia actual. Esa persistencia es el conflicto principal en los cuatro films. Ello se registra en el modo en el que en cada caso construyen sus puntos de vista, en sus desequilibrios y desbordes, en la tonalidad áspera que los impregna. Se trata de films que luchan contra sí mismos, contra sus autores, que no logran o no quieren reposar sobre sus propios marcos y esa inconsistencia es su principal interés. Cuatreros es una respuesta y una recusación de Carri en 2015 contra quien en 2003 hizo Los rubios. Tierra de los padres desplaza la perspectiva desde la que Prividera hizo cinco años antes M. Una superación dialéctica, Prividera preferirá pensar.

Sus películas patentizan además un malestar con el cine: la experiencia de la que dan cuenta desborda el plano específicamente cine­matográfico y demanda ser prolongada hacia el ensayo, la poesía, la crítica, la performance, las instalaciones, las intervenciones públicas. No como producciones paralelas a su filmografía, sino como una continuación de la lucha por otros medios. Formas de un desfasaje que caracteriza sus estilos excesivos y sus temples áridos. Rasgos que los dos autores tienen en común. Pero Carri y Prividera son cineastas muy diferentes y sus películas discrepan incluso entre sí.

M

Señaladores

Los años de realización de cada una de las películas trazan un arco histórico significativo. Carri estrena Los rubios en 2003. La con­cibió en el período anterior a la asunción de Néstor Kirchner, lo que la liga y a la vez la distingue del nuevo cine argentino previo, asociado a la década menemista. En su ampuloso gesto antipolítico –su expresa desconfianza respecto de todo discurso político sobre la derrota generacional de sus padres y la insignificancia de sus hermanos mayores– sobreactúa cierta distancia histórica e im­posta una apertura abstracta hacia las posibilidades futuras de su generación, puesta en escena por la caminata final de su equipo de coetáneos rubios hacia un horizonte indeterminado, rural y celeste, que puntúa una presunta consumación de la post-historia; todo lo cual no deja de constituir una ¿involuntaria? política. Los rubios está pensada desde la aparente estabilidad de una derrota conclusa. Pero bajo su desapego histórico fluye una corriente subterránea de dolor irresuelto. Lo que incuba es más interesante que lo que declama.

M fue terminada en 2007, durante el fin de la presidencia de Néstor Kirchner, después de la derogación de las leyes de la impuni­dad y en medio del impulso de los juicios a los genocidas. El avance de las condenas es lento, la reconstrucción pública de la memoria del genocidio, precaria; y la película refleja y reprocha la falta de información de que dispone el estado democrático y los organismos de derechos humanos, que iría creciendo en los años siguientes. M es la última película pre-kirchnerista: el kirchnerismo como identidad política iba a delinearse con nitidez a partir de 2008, con el extenso conflicto del gobierno contra las patronales agrarias, el enfrentamiento contra el Grupo Clarín y la prematura muerte de Néstor Kirchner. Esta concatenación vertiginosa engendra una intensa militancia kirchnerista y un furioso antikirchnerismo.

Tierra de los padres podría ser la primera película post-kirchnerista: se detectan, como en ninguna otra película de la época, los conflictos históricos latentes en la historia de la nación. La tan mentada grieta no es un invento: puede rastrearse en textos ilustres de la tradición político-literaria nacional. Tierra de los padres no es neutral en su lectura de la historia: remarca el enfrentamiento de los intereses de las clases dominantes contra el pueblo. A pesar de que Prividera es renuente a manifestar una simpatía con el kirchnerismo, su clara distancia de las posiciones oligárquicas le va a valer la sospecha de filokirchnerista por parte de un sector cada vez más poderoso de la crítica cinematográfica macrista, surgida de parte de la redacción de la revista El Amante-Cine, que terminará por manejar la programación del BAFICI y va a excluir Tierra de los padres de la edición 2012 de ese festival. Prividera intenta problematizar la grieta, pero la grieta se lo engulle.

Cuatreros es una película atravesada por los conflictos vividos en los años kirchneristas que en Los rubios ni siquiera podían sos­pecharse y van a dejar una marca fuerte en la posición de Carri. La película fue concebida entre el período final de la presidencia de Cristina Fernández y la inminencia de la restauración conservadora de Macri. A diferencia de las otras tres películas, celebradas o criticadas pero muy discutidas por la crítica argentina, la extemporaneidad de Cuatreros genera un llamativo cono de silen­cio a su alrededor.

Este texto también tiene su propia marca histórica: Macri hoy encabeza un gobierno negacionista. La pregunta ahora es quién y cómo filmará la violenta imposición de un régimen despiadado que avanza. **

Los rubios

Pelucas

Los rubios llega en un momento propicio. El nuevo cine argentino tenía sus obras fundacionales, sus apologetas, su festival, sus libros de ensayo, sus instituciones académicas y críticas con voluntad de adjudicarse la paternidad de la criatura. Carri viene de la FUC (Fundación Universidad del Cine, de Buenos Aires), uno de los focos de irradiación de esta avidez de novedades. Muchos, no todos los jóvenes cineastas ni necesariamente los mejores, vienen de la FUC. Gonzalo Aguilar escribe un libro que se volverá espejo en el que el cine de los 90 gusta mirarse: Otros mundos. Vale la pena leer sus frases iniciales: “¿Qué pasa cuando los mundos se esfuman, se enfrían o sencillamente desaparecen? ¿Cómo reconocer los otros mundos que comienzan a anunciarse, no menos intensos pero sin duda de contornos no tan precisos?” 1.

¿Mundos que se esfuman, que –nada menos– desaparecen? ¿Por un agujero del tiempo? ¿En el fondo del Río de la Plata? En la FUC, como Carri contará después en Cuatreros, la conocen como “la sobrina de Adolfito”. Se inscribe fuera de término y lo logra por su parentesco con Bioy Casares, miembro del comité académico. Pero ella es también hija de Roberto Carri, un notorio sociólogo de los años 70 desaparecido por la dictadura, junto a la madre de Albertina, Ana María Caruso. Los rubios declara que ella es una desobediente, pero ¿a quién obedece? Carri practica rupturas llamativas. La primera persona que enuncia el relato se multiplica: desde el lado documental, ella misma debate el sentido de la película con sus compañeros de la FUC; por otro lado, la actriz Analía Couceyro anuncia que en la película va a hacer el papel de Albertina. La Albertina documental marca, calcula, ironiza; la Albertina de ficción asume restos de intimismo (“No me gustan las vacas muertas, prefiero las arquitecturas bonitas”). Pero en verdad hay una tercera: la que desde afuera organiza el desdoblamiento visible y se nos esconde: en ese escondite espera su versión más interesante.

Los rubios son los padres. En sus años de militancia, los Carri se radicaron en un barrio de Hurlingham, en un proyecto de proletarización usual en esa época: militantes de origen burgués que se acercan al sujeto histórico a emancipar. El film declara el fracaso de la maniobra de asimilación. Los vecinos, años después, cuando Albertina vuelva para averiguar algo del secuestro, toda­vía recuerdan a la familia como “los rubios”, a pesar de que ellos nunca fueron rubios. Eso marca la distancia de clase insalvable, la imposibilidad de establecer lazos no impostados con el pueblo, la clave para que sean fácilmente extirpados del barrio. Albertina y sus amigos de la FUC repiten esa puesta de la ajenidad social cuando vuelven a filmarlos.

Carri se cansa pronto de entrevistar a los compañeros de militancia de sus padres. Cuando recibe un fax del INCAA que objeta que a la investigación le falta profundizar en las motivaciones políticas de aquella generación, ella resuelve el dilema: “esa es la película que tienen que hacer ellos, yo no tengo ganas”.

Para filmar el secuestro de los padres, al acercarse a la zona in­candescente donde la historia le produjo un desgarro irreparable, ella recurre a una animación con los muñequitos de Playmobil en la que los padres son abducidos por un plato volador. Esta apelación al camp interpone una distancia respecto del terror. Mucho crítico celebró que la tragedia solo se pudiera repetir como parodia desafectada. Aguilar equipara la rebeldía de formar parte de un proyecto revolucionario con el gusto por los apliques y el postizo 2. Albertina y sus compañeros se calzan las pelucas rubias para formar una familia sustituta y se alejan caminando hacia un horizonte limpio de salpicaduras de sangre.

M

Autoconciencia generacional

Prividera es el apólogo de la autoconciencia: sostiene con fervor la obligación de que el cineasta conquiste la consciencia de lo que filma. La responsabilidad no se limita a su propia obra. En su libro El país del cine, dice: “Hay que recordar que el NCA nació junto a una nueva crítica que lo alumbró, pero que –como el mismo NCA en la relación con la experiencia previa de los años sesenta– no propuso un intento de lectura general (y generacional); y esa falta (entendida como falla, es decir, como fractura) habla más bien de un cine que refleja las contradicciones de su tiempo sin lograr superarlas” 3. No basta con que el cine refleje las contradicciones de su tiempo: debe superarlas. Dado que cualquier película instituye un fuera de cam­po, puede inferirse que nunca bastará con hacer películas, que será necesario además despejar cualquier resto de opacidad que impida la omnicomprensión. Por eso, Prividera se entrega incansable a disipar las ambivalencias interpretativas a que está expuesto su cine. Filma para señalar lo no visto, pero el fuera de campo hace necesario conti­nuar la tarea discutiendo la recta interpretación de sus películas, detectando contradicciones en los textos fílmicos o críticos de los otros, señalando cada fracaso en la superación de las contradicciones. Un propósito productivo, infinito, enojoso.

M lo tiene como protagonista absorbente, con una contraparte decisiva: él investiga la desaparición durante la dictadura militar de Martha Sierra, su madre. Ella es la ausente hacia la que todo apunta. M, Martha, Madre. El nervio de la película es la opacidad de la conciencia colectiva de esa ausencia. A cada paso, Prividera constata que quienes estuvieron cerca de ella no pueden o no quieren recordar detalles que él necesita saber. Estas lagunas de la memoria lo enojan y él lo resalta con gestos de disgusto, con discursos a cámara. En toda indagación Prividera halla frases truncas, imprecisiones, olvido. La inquietud que lo impulsa es comprensible y compartible. Un exterminio  masivo no habría podido hacerse sin complicidad, omisión, distracción, obnubilación o desinterés de gran parte de la sociedad. Dice Prividera a su hermano, luego de que una mujer le contesta que su médico le recomendó no recordar porque está enferma y le hace mal:

"Busco a los responsables. Quien se hace responsable por lo menos se hace cargo. De algo. ¡En un país donde nadie se hace cargo de nada! Es increíble cómo nadie vio eso o nadie lo quiso ver. ¿Qué? ¿Los vientos de la historia? ¿Ceguera, ingenuidad, estupidez, un poco de todo?"

El cineasta/personaje nos muestra un momento íntimo: su cara en primer plano llena la pantalla. Atrás se ve en un espejo la imagen chiquita del hermano que escucha. La construcción del plano dice tanto como las palabras. ¿Le interesa que presenciemos que ese silencio que impera en la sociedad se hace más espeso en el seno de la familia?, ¿que reparemos en la ausencia notoria del padre, de cuya actitud hacia el secuestro de la madre no dice la película una palabra? ¿Muestra M el entramado familiar que se agujerea ante una desaparición forzada? ¿O es mejor mirar hacia afuera, hacia la red de responsabilidades a las que las palabras de Prividera apuntan?

Una entrevista que los hermanos responden al comienzo es reveladora:

–¿Cómo influye la desaparición de su mamá –le pregunta una periodista extranjera– y cuál es el impacto en su vida cotidiana?

–Es complicada la pregunta –empieza a contestar el menor–. Digamos... […]

–A nosotros –afirma Nicolás– nos ha tocado de un modo personal, pero hay toda una generación desaparecida. Seguramente eso ha cambiado la fisonomía de la Argentina. Y en tanto y en cuanto no sepamos qué pasó con todos y cada uno y quiénes son los responsa­bles en cada caso de su desaparición, va a ser muy difícil decir que vivimos en una democracia real y en una república verdadera.

–¿Estás enojado?

–Por supuesto que estoy enojado. Y creo que todos deberíamos estar enojados, esta es la cuestión, no es un enojo personal por algo que me hicieron.

¿Cómo podría no estar enojado? El enojo por no aceptar la fra­gilidad de la memoria muestra su dificultad para comprender que los mecanismos del recuerdo no son transparentes, que siempre queda un resto opaco, incluso ante un crimen de dimensiones co­losales. El signo más notorio de esta barrera invisible lo constituye la ausencia del padre en la película. Si los compañeros de Martha no recuerdan, no sabían bien, no se dieron cuenta, ¿no es notable que el padre ni siquiera aparezca? Ese fuera de campo es riquísi­mo, porque señala una micropolítica familiar en la que el terror de Estado se ha entreverado. La película hace silencio sobre esto. Prividera me manifestó muchas veces su desacuerdo con la posibi­lidad de abrir esa lectura de la dimensión personal y familiar del terror estatal. Dice que cometió el error de decir “enojado”, que la palabra correcta hubiera sido “indignado”, ya que aportaría una dimensión colectiva. En años de discusiones con él, no logré captar la diferencia semántica entre enojo e indignación, como no sea por una imposición interpretativa. No creo que la apertura hacia la intimidad familiar y el enojo personal diluyan la potencia de M, al contrario, ahí radica su mayor fuerza.

Tierra de los Padres

Los padres

Si M se centra en su madre, con un grado de involucramiento per­sonal que queda condensado en el plano en el que él proyecta una diapositiva de ella a una edad aproximada a la suya, para luego ponerse a su par, abriendo así una seguramente involuntaria di­mensión edípica de la película, el siguiente movimiento de Prividera se dirige hacia la figura simbólica que en M estaba excluida: los Padres. No se refiere allí a su propio padre, sino a los Padres de la Patria, tal como son venerados en la necrópolis que las clases dominantes construyeron en la ciudad de Buenos Aires, en el ce­menterio de Recoleta. Recoleta es la tierra de estos padres muertos por los que la oligarquía argentina ha decidido celebrarse a sí misma. En Tierra de los padres, Prividera se propone superar el terreno personal indeseado que asoma en M. Ahora, él aparece brevemente, entre otros integrantes de su generación, escritores, cineastas, actrices o hijos de desaparecidos. Cada uno de ellos cita, libro en mano y frente a las bóvedas de las familias patricias, un fragmento escrito por los Padres. La película avanza cronológicamente desde los escritores y políticos de la generación del 37 hasta una solicitada de la Sociedad Rural reivindicando la dictadura militar, con algu­nas citas especiales cuyos restos no yacen en Recoleta ni se adecuan a la figura de “Padres de la Patria”: Evita, Rodolfo Walsh o Joaquín Giannuzzi (cuya lectura se reserva el propio Prividera).

Tierra de los padres desvela el tiempo histórico condensado en el espacio del cementerio, la vida muerta y la muerte viva de la Patria. Con todo, no se trata de una película meramente histórica, sino del presente. Pero este presente no parece un terreno familiar, sino quizá lo más extraño: los que leen los textos de los muertos (las Cartas Quillotanas, Amalia, Una excursión a los indios ranqueles, Mi testamento, la Carta abierta de un escritor a la Junta Militar) se desvanecen como fantasmas tan pronto terminan de leer su parte. ¿Los convidados de piedra (¿de aire?) somos los presentes?

Las palabras leídas no son ensayos teóricos sino auténticas epístolas, o mejor todavía: partes de guerra, escritos en el fragor de la lucha. Un escalofrío empieza a sentirse a medida que las citas, plagadas de violencia, deseosas de exterminio, se acercan al tiempo actual, hasta llegar a la Carta abierta... de Walsh, el alegato de Massera en el juicio a las Juntas o la reivindicación de la dictadura por parte de la Rural.

El criterio con el que Prividera selecciona las citas no es binario como sus críticos sospecharon; por el contrario, es capaz de marcar las discusiones políticas entre diversos autores y actores históricos difíciles de situar de un lado de “la grieta” (en declaraciones periodísticas, Prividera ha dicho que su película es, en todo caso, alberdiana, lo que lo colocaría en una posición superadora de las dicotomías). Pero la aparición sucesiva de textos de Evita y Silvina Ocampo, o de Walsh y Massera puede facilitar lecturas más beligerantes.

A veces, las intenciones dialécticas no funcionan y, dado que la película resalta especialmente el rol violento de la Sociedad Rural en la historia, la crítica macrista, ya muy volcada a la derecha, va a ubicar a Tierra de los padres en el campo enemigo, más allá de las intenciones superadoras de Prividera. El autor logra desplazar su planteo histórico político del terreno personal, y se presenta como parte de una generación. Pero la omnicomprensión que Prividera intenta propiciar en su sucesión de citas encuentra otra vez un límite en una recepción que no interpreta lo que él espera.

Cuatreros

El cuerpo de la política

Las películas de Prividera y Carri se debaten entre las diversas po­sibilidades de poner el cuerpo ante el vendaval de la historia, de duplicarlo, triplicarlo, esconderlo, sustituirlo, ponerlo junto a otros coetáneos. Paralelamente con este nudo aparece la dimensión fami­liar, como ámbito en el que lo público y lo personal se articulan de modo complejo. En esta disputa, no están excluidas las pasiones: el enojo, la culpa, la indignación, la distancia impostada, el dolor.En Cuatreros, la voz singular y dolida de Carri habla la historia, de un modo que ella no se permitió hacerlo en Los rubios, el antecedente directo con el que Cuatreros va a medirse. Carri hace un ajuste de cuentas consigo misma. No hubo una superación del duelo que, por lo visto y oído, no termina de hacerse. La familia postiza no prosperó y, en el marco de la militancia queer que durante el kirchnerismo logró la legalización del matrimonio igualitario, Albertina funda su propia familia junto a la escritora Marta Dillon. Tienen un hijo con triple filiación, junto con su amigo común, el diseñador Alejandro Ross. Cuatreros se filma en medio de la crisis matrimonial de Carri y Dillon, tal como la cineasta se encarga de decir en la película.

La filiación de Cuatreros también es múltiple: en 2013, Lola Arias le encarga a Carri una lectura performática para el ciclo “Mis documentos”, un texto autobiográfico que la autora vuelve a citar en la película. En 2015, Carri hace una instalación en el Parque de la Memoria sobre la base de un trabajo archivístico, Operación fracaso y el sonido recobrado. La instalación incluye una sala cerrada con el título Investigación del cuatrerismo, con cinco pantallas de video en las que se ven simultáneamente materiales de archivo que finalmente Cuatreros va a agrupar en un solo plano. El archivo a la vez recoge parte del material que Carri acopió en su investigación para escribir varias versiones de un guión para una película sobre Isidro Velázquez, un cuatrero de los años 60 que su padre Roberto Carri había tomado como paradigma para el libro Isidro Velázquez. Formas prerrevolucionarias de la violencia popular. Los sucesivos intentos por hacer este guión fracasan y Cuatreros es el resultado paradójico de estos fracasos: irónicamente, los intentos de hacer una película que no podrá hacerse terminan tejiendo la trama de Cuatreros. Ya en el comienzo de Los rubios Carri le hacía leer a su doble de cuerpo Analía Couceyro un fragmento de Isidro Velázquez..., con una intención visiblemente distinta de la que va a otorgarle en Cuatreros.

La película liga fracasos: ya se hizo una película sobre Isidro Velázquez, pero nadie la vio. Fue filmada por Pablo Szir entre 1970 y 1972 y está tan desaparecida como su director. Se titulaba Los Velázquez. La propia vida del bandido rural Isidro Velázquez termina en fracaso: muere en una emboscada que le prepara una maestra a la que él se liga sentimentalmente y que lo entrega a la policía apenas pocos años antes de que Roberto Carri escriba su libro. La caída del cuatrero prefigura la del propio Carri. Cuatreros condensa todos los fracasos para reconvertirlos en una especie de triunfo.

Albertina Carri se vale de esta red de planes fallidos para recupe­rar el vínculo con su padre, de cuyo proyecto en Los rubios intenta­ba desligarse. En 2003, ella se mostraba desobediente del mandato de hacer la película sobre los padres desaparecidos que le marcaba el comité del INCAA. "No quiero ser la hija de Carri, quiero ser yo, voy a fundar mi propia familia con mis compañeros de la FUC". Su presunta desobediencia incluía una invisible obediencia a su clase. Carri le calzaba la peluca rubia a su dolor. Cuatreros es la respuesta de Carri a sí misma trece años después, cuando ya no tiene que presentarse como la sobrina de Adolfito.

La película exhibe la imposibilidad de esquivar una filiación pa­terna que contradice los motivos por los que antes la crítica había aclamado Los rubios como la película del nuevo cine argentino que, por fin, terminaba con la historia. Trece años después, el fin de la historia terminó y Carri parece dispuesta a asumir el legado de su padre (no precisamente en el modo de la obediencia): dice sin pudor que, si ella hubiera estado en el lugar de sus padres, habría asumido la militancia política tal como ellos lo hicieron. La desobediente Albertina se atreve a mostrar la fragilidad de toda desobediencia. No necesita una familia sustituta porque tiene padres que busca infructuosamente en archivos fílmicos, sin encontrarlos. Pero comprende finalmente la misión de su existencia y el vínculo que la une a ellos, aun cuando se pregunte si ellos no le reprocharán sus actitudes tilingas, en el cielo, el infierno o el lugar donde se encuentren.

Carri incluye una mirada problemática de su militancia queer. Ironiza sobre la hombría de Isidro Velázquez, juega con la blasfemia de ponerse de un lado y de otro de la empatía popular; imagina una versión gay de la historia de Velázquez que podría agregarle algo de gracia a una historia desoladora. En plena crisis matrimonial, declara el fracaso de su ilusión burguesa de fundar una familia a partir del matrimonio igualitario. Pero descubre la posibilidad de ligar la historia de su padre con la de su hijo: “¿Será mi hijo varón el que me lleva a Roberto, mi padre muerto? Si siempre dije que Isidro era una película de hombres, ¡que a mí no me vengan con películas de homosexuales encubiertos, dispuestos a dar la vida por el mejor amigo, por favor!”. El único plano actual que la película incluye fuera del material de archivo la muestra jugando feliz con su pequeño hijo.

Carri disloca el dispositivo cinematográfico. Su voz over, de una pulsión novelesca arrolladora, puede ser disfrutada como un texto literario autónomo, cerrando los ojos, en un gesto que para la cinefilia pura puede sonar a herejía. La simultaneidad de pantallas, que en el plano ironizan, pervierten, multiplican los sentidos del texto y desafían al espectador a generar sus propios recorridos perceptivos no dictados por un montaje lineal, señala una dirección más allá del cine, en parentesco con la instalación. Análogamente a los vínculos dispares con los que la autora ensambla diversidades familiares problemáticas, Cuatreros forma parte de una familia problemática de obras ensambladas.

Cuatreros estruja el cuerpo del cine, empuja las palabras, politiza las pasiones, historiza su identidad autoral, choca con el clima imperante de la pos-verdad y vence en cada fracaso.


NOTAS

1 Gonzalo Aguilar, Otros mundos, Santiago Arcos, Buenos Aires, 2006, p. 7.

2 Ibid., p. 180.  

3 Nicolás Prividera, El país del cine. Para una historia política del nuevo cine argentino, Villa Allende, Los Ríos, 2014, pp. 17-18. 


* Este texto fue publicado originalmente en el libro Después del nuevo cine. Diez miradas en torno al cine argentino contemporáneo (AAVV, editado por Emilio Bernini EUFyL, 2018). Decidí publicarlo ahora en la red, después de leer una nota de Horacio Verbitsky aparecida ayer domingo 31 de julio en El Cohete a la Luna, "Las vueltas de la memoria". En dicha nota, a partir de la canción "Que reste-t-il de nos amours?" (1942) de Charles Trenet, que recuerda después de haberla escuchado en la reciente película de Prividera, Adiós a la memoria (2022), ahora exhibida en la plataforma CineAr, Verbitsky se refiere también a M de Prividera y relaciona ambas películas con las de Albertina Carri, Los rubios y Cuatreros. 

Verbitsky señala algunas coincidencias entre las obras de Carri y Prividera: "no sé si ambos directores se conocen, pero la opera prima de Carri, de 2003, tiene varios puntos de contacto con la de Prividera, entre otros el rechazo inocultable por quienes fuimos compañeros de militancia de los progenitores ausentes"; y más adelante "me quedó la impresión de que no es, como la de Albertina, una búsqueda de las claves de su historia familiar, sino una reflexión más abstracta sobre la memoria. Y sobre las diversas formas del olvido, voluntario, personal, colectivo o forzoso". (Completo acá).

Verbitsky empezó hace muchos años su carrera periodística como crítico cinematográfico y no es la primera vez que muestra su ojo avezado para el cine. Escribió entre otros varios textos sobre Leonardo Favio, Lucrecia Martel y la citada Albertina Carri, con quien mantiene una relación de amistad (la llama "Albert"). Sin embargo, esta nota, si bien destaca un vínculo real entre el cine de Prividera y el de Carri, comete desde mi punto de vista algunas imprecisiones. De hecho Verbitsky aclara:

"Debería verla de nuevo y completa, porque la agarré empezada y me atrapó, pero me quedó la impresión de que no es, como la de Albertina, una búsqueda de las claves de su historia familiar, sino una reflexión más abstracta sobre la memoria. Y sobre las diversas formas del olvido, voluntario, personal, colectivo o forzoso".

Entiendo que esta visión parcial le resta rigor a los apuntes de Verbitsky. Entonces me pareció oportuno publicar mi texto -escrito años antes del estreno de Adiós a la memoria- en el que me dediqué a analizar con detenimiento los vínculos que unen y los que separan el cine de Prividera del de Carri. Hay un diálogo evidente entre ambas obras, pero no se los puede asimilar sin más: en muchos aspectos sus perspectivas son incompatibles. 

** Este párrafo hace referencia al año de publicación del libro, cuando mauricio macri presidía la Nación.

Adiós a la memoria