martes, 30 de septiembre de 2014

Los pasos en las huellas (Sobre El país del diablo)

La gran película perdida (y encontrada) de Andrés Di Tella


por Oscar Cuervo

Digo "la gran película perdida de Andrés Di Tella" porque creo que es su mejor película y, que yo sepa, no ha tenido estreno oficial. Y además, DI Tella me parece uno de los mejores cineastas argentinos de la actualidad, que cultiva un perfil bastante bajo que hace que no se le haya brindado aún el lugar que como cineasta merece. No me acuerdo dónde vi El país del diablo por primera vez... ¿quizás en un BAFICI? Lo que sí me acuerdo es que la programamos en el ciclo de cine La otra en La Tribu. Y el hecho de no haber tenido un estreno oficial hace que muchos críticos no hayan reparado o que no se hayan publicado más que unos pocos textos sobre ella. Como está entre lo mejor que se ha filmado en estos años, creo que se trata de una omisión grave. Adjunto este texto que escribí para el número 24 de revista La otra (primavera 2010):


Los pasos en las huellas
Sobre El país del diablo, de Andrés Di Tella

La identidad argentina como proyecto fallido. Y superpuesto a eso: la posibilidad de conquistar una identidad a partir de la conciencia de esa falla.

Andrés Di Tella viene destilando este brebaje desde hace más de una década. La primera copa la sirvió con Montoneros, una historia (1994). Este documental sobre Ana, una ex-militante montonera, apareció un poco antes de que pudiera ser comprendido. No muchos repararon en el “una historia” del título, porque todos estaban esperando “la historia”. La mirada microscópica de Di Tella (micropolítica) no proponía simplemente un regodeo en la particularidad, sino un cambio de tono: en lugar de épica o tragedia, Di Tella ensayaba un modo de la comedia dramática, imprevista modulación por tratarse de un film político. La historia de una chica que busca la felicidad en una época inapropiada para eso, que se mete en Montoneros porque ahí están los más churros, que se ve movida por el amor a un hombre y arrastrada por el vendaval de la época, que va a parar a la ESMA, que sobrevive y nos lo cuenta con una sonrisa triste. La historia da para épica o para tragedia, contiene los elementos necesarios: fusiles, huida por terrazas, desaparición forzada de personas, sospechas dolorosas de traición. Y un interrogante final: la protagonista termina hablando de sí misma en tercera persona, para descubrir cómo la ven los otros, o quizá para tomar distancia de semejante ajetreo: “¿quién es Ana?”, se pregunta. Di Tella elige dar por concluido el cuento justo ahí, cuando la dificultad de decidirlo queda pronunciada por una voz, la de Ana misma. Lo de comedia dramática quizá sea una exageración de mi parte, pero lo pongo porque desde la primera vez que vi la película fue ese sutil corrimiento del registro esperado lo que me llamó la atención. Con amabilidad, Di Tella desafiaba las expectativas de ese momento sobre un documental acerca de la lucha armada y la represión militar. Y por el mismo medio ponía en cuestión la idea más usual acerca del cine político.

En una entrevista que le hice en 1999 para la revista Parte de Guerra, él declaraba: “Ana dice en algún momento en chiste que los militantes del PC tenían granos, que eran todos gorditos con anteojos, que los montoneros eran churros, buenos mozos, y que ella se levantó al más lindo´de todos. Lo dice riéndose, pero parece mentira que la gente diga: «¡ah, se metió por eso, es la única razón!», y que la acusen de ser superficial, cuando a mí me parece todo lo contrario. Además es algo con lo que me encontré en absolutamente todas las charlas, el elemento de la seducción: que en los montoneros estaban las mejores minas o los chicos más lindos, ¿entendés? Pero estaba prohibido eso... Es que la experiencia personal va en contra de los mandatos, de lo que debe ser, además de lo que debió haber sido”.

En Montoneros, una historia un fracaso se sobrepone a otro, y a otro: porque los Montoneros no tomarán el poder, el muchacho al que Ana sigue terminará desaparecido, y ella, a la distancia, ni siquiera acierta a decir quién ha sido. Y sin embargo, algo se restituye por medio del film, un sentido que se despoja del léxico de la revolución y también del de las víctimas de la represión, un sentido que deja en suspenso las palabras, pero se hace elocuente en el silencio final. El triunfo del silencio ante la historia, que no es un silencio derrotado ni un silencio fúnebre, sino un silencio pensativo.

Años después, Di Tella se propone contar nada menos que su novela familiar en dos films: en La televisión y yo, abarca a la rama paterna, los Di Tella, la historia de un sueño trunco, el de su abuelo, fundador de las Industrias Di Tella; en Fotografías la rama materna, con el viaje del propio Andrés a la India natal de su madre. En el dítpico familiar el documentalista se propone contar la historia de lo que pudo haber sido y se topa siempre con una imposibilidad: los proyectos se truncan, las empresas quiebran, los viajes se desvían de su destino. Y sin embargo algo se realiza por medio de estos tropiezos. Al cine de Di Tella le van bien los tropiezos: no se trata de caídas, porque un tropezón no es caída. Además, a mí me sirve para pensar a Andrés como un comediógrafo. Todos tenemos nuestros tropiezos y quedamos algo dañados, pero aún así es posible estar bien.

En la misma entrevista del 99 Di Tella me decía: “para mí era importante mostrar que Ana, la protagonista de Montoneros, una historia, que está contando experiencias tremendas, es una persona que hoy está bien. Pero en realidad a la vez es una persona dañada, no puede dejar de serlo. Quizá todos tenemos algo dañado, todo el mundo, aunque no tenga una historia tan dramática”. En estas palabras del 99 se anticipa la dirección posterior de su filmografía: la experiencia del daño y, a pesar de ello, la posibilidad de invertir el signo del fracaso en una modalidad del triunfo. El cine de Di Tella oscila entre estos dos polos.



Va de nuevo:

La dificultad de ponerles nombres a las cosas. Y superpuesto a eso, el contrapunto entre la literatura y el cine.

Di Tella tiene una inclinación literaria que se pone en juego en sus documentales. Sus films están muy bien escritos y cada vez mejor: mejoran en la medida en que él se hace cargo de la voz narradora. Esto no significa exactamente que el valor de sus películas sea literario, porque siempre
filma el fracaso del lenguaje para contar la historia. Pero tampoco se trata de que el cine muestre lo que no puede decirse: lo que muestra es el intento de decir y no poder. Muestra la falta, el plano negro.

“Antiguo país del diablo” dice el mapa trazado por Estanislao Zeballos, escritor, abogado, estanciero, periodista, diputado e ideólogo de la (mal) llamada Conquista del Desierto, el co-protagonista de El país del diablo –el otro protagonista es el propio Di Tella. Zeballos denomina “país del diablo” a los territorios de los que fueron despojados los pobladores aborígenes al cabo de la invasión del ejército argentino. Desde su columna periodística en el diario La Prensa, Zeballos alentó esa invasión y la matanza de los que vivían ahí, acompañó a las tropas y describió ese mundo en extinción: mundo exterminado, en verdad, en pocos meses de la campaña comandada por el general Roca. Zeballos documentó ese mundo a punto de desaparecer, alentó su desaparición y después, en un sueño relatado en un escrito póstumo, también la lamentó.

¿Cuál es el “Antiguo país del diablo” que nomina Zeballos? Es la Argentina. Una vez más: el proyecto fallido de una nación. Podríamos decir: Di Tella filma nuestro Nacimiento de una Nación. Bastante distinto al de Griffith, aunque en algo se le parezca: también señala un camino posible (ya no necesario) para el cine.

Entre los años 1874 y 1877, Adolfo Alsina fue Ministro de Guerra del Presidente Nicolás Avellaneda y desde esa posición dirigió la defensa del país de Dios contra el del diablo. Se dice en el film de Di Tella que durante el período de Alsina “la historia de la frontera fue una historia de escaramuzas, de malones y de contraataques, pero fundamentalmente de negociaciones”. En 1876 Alsina tiene la idea de trazar una zanja, después denominada “Zanja de Alsina”, una trinchera de 2 metros de profundidad y 3 de ancho para “defender” el territorio argentino de los malones. Meses más tarde Alsina contrae una intoxicación en medio del país del diablo y muere. La zanja, que iba a atravesar desde el Atlántico hasta la cordillera de los Andes, queda inconclusa cuando apenas se habían cavado unos pocos kilómetros. Di Tella filma el rastro de ese proyecto trunco como síntoma de una identidad fallida. Roca sucederá a Alsina a la muerte de éste, y dará por terminadas las negociaciones; antes de que termine 1879 los indios habrán sido arrasados.

Zeballos documenta el etnocidio. Di Tella denomina a Zeballos: “un documentalista, como yo”. Esta nominación determina un lugar de enunciación y una perspectiva cinematográfica. Habría muchas maneras de contar la historia del crimen sobre el que se funda nuestra identidad nacional, por ejemplo: asumir una voz neutra y desencarnada. Pero Di Tella prefiere caminar él mismo por las huellas de Zeballos, aproximarse a la mirada de ese hombre, buscar qué quedó del proyecto de aquellos argentinos del siglo XIX. Y lo que encuentra es una llanura extrañamente desolada, fantasmal, poblada de almas en pena. En armarios de museos etnográficos distribuidos por el territorio bonaerense se guardan cráneos numerados de los indios muertos. También hay quien conserva retratos fotográfícos de esos pobladores mirando a cámara con ojos profundos e interpelantes, que Di Tella reserva para el final. El país del diablo termina con esas miradas silenciosas.

Una vez más, como en sus anteriores películas, es a través de la realización del film que Di Tella consigue una restitución de lo dañado. No es obturando la falla como se logra esa restitución, sino señalándola con la cámara: la Zanja inconclusa, el desierto aún desierto, los huesos numerados, las caras que nos miran, el silencio. Se trata de la película más oscura de su filmografía y, seguramente, de la mejor, la que logra condensar la idea de la identidad fallida y su aproximación desde una mirada corporal.

Estanislao Zeballos guardó el archivo del cacique Namuncurá, el único que llegó hasta nosotros. En su última carta el cacique manifiesta su desconcierto porque el gobierno no ha respetado el acuerdo de paz que los indios habían firmado con Alsina. En una lengua que no es la suya, el cacique se expresa con dificultad pero también con poesía: “Por lo que estoy entretenido suponiendo que deberá ser alguna traición por lo que estando en este trabajo me vino a pisar el campo, en cautivar familias y pasar por las armas a mis indios. Mi finado padre Calfucurá era hombre de condición de adivino, que yo no tengo tal condición y no puedo adivinar el futuro, pero mi finado padre me ha dejado el cargo de Gobierno de todas sus tribus y gobierno por Dios que me sostiene que si Dios permite podrá castigar aquellos hombres que me traicionan; y espero que en Dios me ha de ayudar en el triunfo; que si Dios no permite que salga victorioso, entonces podremos morir todos nosotros, que después de muertos no sentiremos nada”.

*****

"Una mañana de noviembre de 1879, apenas unos meses después de concluida la Conquista del Desierto –la guerra del gobierno argentino contra las tribus autóctonas— el escritor Estanislao Zeballos recorría la Pampa con el objetivo de describir el territorio conquistado, hacer el primer mapa científico de la región y, de paso, profanar tumbas indígenas para alimentar su colección de cráneos. Pero esa mañana dio con un descubrimiento insospechado: enterradas en un médano en medio de la Pampa, unas cajas de madera que guardaban el archivo del cacique Namuncurá. Abandonadas por los indios cuando escaparon de las tropas expedicionarias, encerraban el testimonio asombroso de un mundo en vías de extinción. Zeballos había sido uno de los ideólogos de la Conquista del Desierto. Su largo viaje por la Pampa, sin embargo, lo transformó. Fue el primer “huinca” (blanco) en interesarse por la cultura y la historia de los indios. Los mismos indios cuyo exterminio el escritor había propiciado antes de viajar. Tras los pasos de Zeballos, Andrés Di Tella va en busca de los rastros que quedaron de aquel exterminio, hoy olvidado".

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