(viene del post anterior) Es cierto que la industria hace lo suyo extendiendo la lógica de la producción a la pantalla y al tiempo de ocio y que la escuela funciona como el aparato por excelencia en la sociedad burguesa para reproducir la ideología de la clase dominante, pero el saber no necesariamente necesita cristalizarse en la esfera laboral o en las instituciones. El micropoder opera desde antes, interiorizándose directamente sobre el cuerpo, disciplinándolo, haciéndolo dócil y eficaz a la vez, refinando sus aptitudes, normalizando aquellos comportamientos que no se ajusten a sus necesidades y poniendo a prueba su utilidad.
En Masterchef también encontramos reflejadas algunas de las nociones que Foucault desplegó al ocuparse de la anatomopolítica: en la instancia de eliminación, todos los cocineros cuentan con los mismos insumos y con la misma cantidad de espacio (disciplina celular) y tiempo, lo necesario para demostrar cómo capitalizan precisamente estas categorías, despliegan sus habilidades y hacen gala de una eficiente adaptación a la producción en serie. Por supuesto que el cuerpo-máquina conlleva otras consecuencias: mientras más se oprime su subjetividad, menos peligroso resulta y más se transparenta la imbricación entre saber y poder. Los cocineros uniformados se presentan igual, utilizan los mismos utensilios y disponen de los mismos artefactos, nada los diferencia.
El jurado del programa disciplina, blanquea las normas y amplía el alcance de las mismas, ningún detalle puede salirse de control: “no me gusta ese mechón de pelo”, le dice Krywonis a una de las participantes al pasar por su mesa y el comentario se transforma en una orden. No hace falta la violencia, pero si la regulación o, como en este caso, la prohibición; de cualquier modo, el mandato se internaliza en el cuerpo a través del miedo, como si se tratara de una sentencia. Las pasiones de los participantes se dosifican, cualquier desatino puede significar la eliminación. Aun así, siempre hay un caso que rompe a la regla. La disciplina traspasa el límite de la palabra, llegando a la violencia: “¿vos pensás que sos un tipo atrevido?”, increpa Krywonis a uno de los participantes que brega por un lugar en el gran concurso. Acto seguido, lo toma del delantal arrojándolo hacia sí para preguntarle “¿vos tenés huevos?”, a lo que Simone, el joven en cuestión, un lánguido veinteañero que deja entrever cierta ambigüedad sexual, amenazante quizás para el estándar que pretende el programa (no olvidemos que el ganador es sólo uno y que la emisión sale en horario central en un canal de aire cuya programación se orienta a la familia burguesa promedio), responde con una sonrisa nerviosa que, ante la indulgencia del juez, transforma en el acto en una mirada seria, normalizada.
El resto de los concursantes puede solidarizarse con Simone, apesadumbrarse por la nominación de Francisco o hasta llorar por la eliminación de Milton, pero también pueden alegrarse y respirar silenciosamente, puesto que en definitiva están allí para ganar y sólo hay lugar para uno. Como señala Deleuze en Sociedades de Control: “La empresa instituye entre los individuos una rivalidad interminable a modo de sana competición”.
Krywonis puede excederse y hasta espantar a la audiencia más pacata, pero si el rating responde, no sólo él sino cualquiera de sus actos, toda conducta, por amoral que sea, se legitima y se amplifica. El verdadero soberano es el número. “Los individuos 'dividuales' y las masas se han convertido en indicadores, datos, mercados o 'bancos'”, afirma Deleuze.
El cuerpo domesticado y adiestrado, sujeto sin embargo a la naturaleza del número cuya lógica no responde a ningún patrón específico, solo a aquello que permite engrosarlo, paradoja que entrecruza las sociedades disciplinarias con las de control y que sin dudas complejiza la tarea de aproximarme a descifrar al sujeto de hoy, el que legitima tanto los procesos como los actores sociales que lo transforman en una masa indiferenciada y en un instrumento donde el poder se recuesta.
A modo de cierre
Que las nuevas generaciones de asalariados (empleados) legitimen cultural y políticamente los mecanismos que se encargan de someterlos, reproduciendo a la par la ideología que opera para ello no tiene una causa exclusiva ni determinante; se trata en cambio de un complejo entramado que se manifiesta en el trabajo y se extiende al tiempo de ocio, cristalizándose previamente a través del aparato educativo, optimizando y disciplinando al cuerpo para transformarlo en una herramienta más útil, productiva.
El problema en la actualidad se profundiza no porque los explotados más jóvenes ignoren esta situación, sino porque además, para ellos, el bombardeo de los medios masivos de comunicación y la rigurosidad del régimen laboral, con el correlativo miedo a perder el empleo, forma parte de sus vidas desde que nacieron, no conocen otra visión del mundo.
El neoliberalismo triunfó extendiendo hasta los rincones más alejados del planeta su propaganda de aptitud y eficiencia, sembrando a la par la ignorancia y el escapismo necesarios para que las masas no sepan defenderse y organizarse. Para peor, el consumo de productos culturales que fusionan empresas de la diversión y herramientas comunicacionales sin dejar recoveco, desde las grandes marquesinas callejeras y las aplicaciones de dispositivos móviles para incrustarse en la pantalla del plasma, garantizan una alienación total. Si a esto sumamos una educación empobrecida y progresivamente pensada con fines empresariales, de refinamiento de la mano de obra, el panorama es francamente desalentador.
Que en la Argentina de 2015 el sufragio electoral arroje resultados tan siniestros, que los explotadores de ayer sean legitimados y coreados al compás de consignas vacías (“cambiemos”, “todos juntos”, “queremos progresar”, “meremos vivir mejor”) no es producto del azar. El gran triunfo de la publicidad comercial fue extender su lógica desde los productos culturales de alcance masivo hasta el proselitismo político, generando un todo monstruoso. Los reality y los programas de concurso son la síntesis de esta victoria y en el caso puntual de Masterchef el ensamble soñado entre distracción, reproducción del sometimiento y perfeccionamiento de la mano de obra.
Queda sólo levantar la cabeza y pensar de qué modo estos chicos que hoy festejan con globos amarillos y devoran horas de cooltura chatarra fabricarán las armas para resistir los ataques inminentes.