por Luciano Deraco
Industria Cultural
(viene del post anterior) “Las distinciones enfáticas, como aquellas entre films del tipo a y b, o entre historias de seminarios, sirven más bien para clasificar a los consumidores, para adueñarse de ellos sin desperdicio… Cada uno debe comportarse, por así decirlo, espontáneamente, de acuerdo con su level determinado, en forma anticipada por índices estadísticos, y dirigirse a la categoría de productos que ha sido preparada para su tipo… Para el consumidor no hay nada por clasificar que no haya sido ya anticipado en el esquematismo de producción”.
Éste rejunte de frases de Adorno y Horkheimer hace las veces de guía para comenzar a explorar el camino propuesto.
No importa la formación profesional y especialización respectiva de Germán Martitegui, Donato de Santis o Christhophe Krywonis (los chefs que ofician de jurado), tampoco las preferencias de los participantes (repostería, parrilla o pastas), sino que el gran público televidente (consumidor) se identifique con alguno de ellos, que cada personaje se ajuste con el perfil específicamente diseñado de antemano, a la identidad cultural determinada sistemáticamente por la industria y de la cual, en la mayoría de los casos no se tiene conciencia.
“La industria cultural trata de la misma forma al todo y a las partes… Lo universal puede sustituir a lo particular y viceversa. El concepto de estilo auténtico queda desenmascarado en la industria como equivalente estético del dominio”.
Los alemanes vuelven a arrojar más luz en el asunto: la ficción de “especializarse” en un estilo culinario esconde la profunda vocación de dominio de una industria que la alienta para facilitar el ingreso de una mano de obra calificada. Queda evidenciado el enorme poder de los medios masivos de comunicación como herramienta para ello: “Cada uno está desde el principio encerrado en un sistema de relaciones e instituciones que forman un instrumento hipersensible de control social”.
En la emoción y la pasión de los participantes o en la supuesta indulgencia que de vez en cuando revela el jurado se esconde un riguroso trabajo administrativo. Las lágrimas resignadas de los eliminados, el sudor del sentenciado, la mirada severa que Martitegui le arroja a los cocineros, la música incidental, los planos de cámara y zoom, las pausas comerciales… nada hay de azar aquí. Todo está minuciosamente estudiado y cuantificado.
Si la industria cultural se propone hacernos creer que el mundo exterior es la simple prolongación de lo que se presenta en pantalla, lo logra a expensas de una profunda y desalentadora transformación de los consumos culturales y sociales de la población, como consecuencia del sometimiento solapado a los mecanismos de producción imperantes, dirigidos y alentados (a veces con poca sutileza) a través de las promesas de felicidad y bienestar de la publicidad, en un complejo entramado de recursos que abarca casi a la totalidad de la esfera audiovisual, adaptándose a todos los circuitos que esta propone y a como dé lugar (versiones para diferentes países, certámenes con niños, aplicaciones para celulares, redes sociales, publicidades urbanas). Todo es aprovechable en pos de expandirse, ganar nuevos mercados y obtener más consumidores.
“Los consumidores son los obreros y empleados, farmers y pequeños burgueses. La totalidad de las instituciones existentes los aprisiona de tal forma en cuerpo y alma que se someten sin resistencia a todo lo que se les ofrece… Cuanto más sólidas se tornan las posiciones de la industria cultural, tanto más brutalmente puede obrar con las necesidades del consumidor, producirlas, guiarlas, disciplinarlas…”.
Aquí se transparenta la extensión del “mundo real” a la pantalla: los participantes del programa pertenecen a las mismas clases sociales que los consumidores; de hecho, ellos son los consumidores y tanto las reglas del juego (calidad en la elaboración, ritmo mecánico, instancias de evaluación y eliminación) como los artilugios técnicos (efectos especiales, actitudes corporales y ritos en torno a la conquista del logro o del fracaso) son perfectamente conocidos, no sólo en el proceso productivo, sino también en los alcances de la invasiva publicidad que parece que todo lo puede y todo lo derriba en la sociedad de mercado.
Una idea clave que permite entender mejor la complejidad y amplitud del asunto es la de “riesgo inútil”: desechar aquello que no se ha experimentado, la exclusión de lo nuevo como condición intrínseca de la cultura de masas, permite, en el contexto de Masterchef, justificar la expulsión de aquel participante que vanamente osa sorprender al jurado con un plato arriesgado: “Quería hacer algo distinto, yo pensé que me iban a felicitar y me dicen ‘no funciona para nada’” dice Francisco -uno de los participantes de la edición 2015 de Argentina y cuyo apellido casi no se difunde, quizás porque a la industria no le interesa diferenciar ni individualizar al sujeto de la masa trabajadora a la que pertenece, precisamente porque él mismo como individuo es la pura nada, absolutamente sustituible- minutos antes de ser sentenciado por el plantel de expertos ante su aventurada decisión de elaborar ñoquis “dulces”, con los cuales pretendía sorprenderlos.
“Cuanto menos tiene la industria cultural para prometer, cuanto menos se halla llena de sentido, tanto más pobre se convierte fatalmente la ideología que difunde…”.
La fijación de la industria por especializar a las masas en disciplinas del arte ligero y el deporte responde a la necesidad de desideologizar a estas mayorías. No estoy diciendo que la danza, el fútbol y la cocina carezcan de contenido, pero cuanto menos se los investiguen históricamente, cuanto menos se los cuestionen en su carácter mercantil y cuanto menos se discutan sobre la salubridad y cadena de distribución de los alimentos, más funcionales se vuelven a los intereses de esta gran industria.
“...el dicho socrático por lo cual lo bello es lo útil se ha cumplido por fin irónicamente”.
Masterchef no fija restricciones etarias. Cualquiera puede participar, desde un joven de 18 hasta una señora que transita sus primeros años de menopausia. No obstante el resultado, reiterándose la fórmula que indica que “el todo y los detalles poseen los mismos rasgos”, parece repetirse en cada reality por encima de sus características específicas: generalmente gana no sólo el más “apto”, el más “eficiente”, sino también el que más se adecua a los patrones de belleza física imperantes y el que mejor sintetiza la idea de éxito y progreso económico entendidos en clave de proyección a futuro. Que Alejo (el ganador de la edición 2015 de Argentina) sea atractivo, tenga 27 años y provenga del negocio empresarial no es casual (nada es casual): es el participante que hasta con su cuerpo se ha posicionado como el más “presentable”, el más “vendible”, de cara a los cánones de consumo del público mundano, snob y cosmopolita que va a reproducir cada uno de sus tips con celeridad. Tampoco es azaroso que detrás de una inocente premiación se financie la publicación de un libro de recetas y una beca para estudiar en una escuela de cocina. De lo que realmente se trata es de pulir la mano de obra, de perfeccionarla. La mirada de Althusser amplifica el panorama en este aspecto.
Aparatos Ideológicos del Estado
Se sabe de antemano que los Aparatos Ideológicos del Estado (AIE) actúan mediante la ideología y que lo que importa es su funcionamiento independientemente de las instituciones que lo materializan. Sabemos también que la escuela es el AIE número uno puesto por la burguesía para estos fines. Lo que me propongo analizar es cómo se evidencia, a través del aparato educativo y sus respectivos niveles, la reproducción de la ideología y relaciones de producción de la clase dominante tomando como ejemplo a los actores sociales intervinientes en Masterchef y las habilidades específicas que la institución proporcionó para dicha reproducción.
En el apartado anterior hacíamos referencia a las clases sociales a las cuales pertenecen sus participantes, pero vale la pena detenerse y pensar cómo la escuela funcionó para adiestrarlos y posicionarlos en diferentes niveles del aparato productivo.
En el caso puntual de los concursantes, un pequeño porcentaje proviene de ese sector que Althusser identifica como “obreros” y cuya formación alcanza niveles muy bajos del saber institucionalizado. En Masterchef, la mayoría no supera las pruebas preliminares para ingresar al certamen (un apenas discrecional proceso de selección) precisamente por el escaso desarrollo de las habilidades que dicho saber proporciona. No es casual que muchos de ellos provengan de zonas humildes del conurbano y del interior, alejados del mundo de facilidades y oportunidades que los grandes centros urbanos proporcionan. Aunque en algunos casos dominen el oficio de cocinero, este requisito sólo no alcanza: las formas, los modales y hasta la estética se refinan conforme se especializa el saber.
En esta segunda línea encontramos al grueso de los participantes: obreros mejor calificados, empleados y pequeños y medianos burgueses provenientes de la clase media, sobre todo de las metrópolis principales, fundamentalmente de Buenos Aires. Todos continuaron ininterrumpidamente el proceso de escolarización en colegios por lo menos aceptables, muchos cursan estudios de nivel superior y algunos ya ostentan un título profesional. De este grupo saldrá el ganador. El obrero calificado lleva las de perder, está peor posicionado que el profesional y es mucho lo que debe incorporar y pulir para convertirse en el Master. He aquí donde se pueden observar los conflictos, la lucha de clases inherente al AIE educativo y como la ideología dominante puede (aunque no necesariamente) expresarse sin resistencias, de manera más pura, en aquellos cuya formación proviene del ámbito privado en relación a quienes cursaron sus estudios en el ámbito público, con todas las contradicciones, intereses contrapuestos y pluralidad de actores sociales que intervienen allí.
En una última línea encontramos, claro, al jurado, los agentes de explotación, los que llegaron a la meta y fijan las condiciones del proceso productivo, los que “saben mandar” y hacerse obedecer sin discutir. Martitegui, de Santis y Krywonis interpelan a los participantes como autoridades, sí, pero ante todo como patrones, como empresarios exitosos en la cima de la cadena productiva, capaces de decidir sobre su futuro delante y detrás de las cámaras, de determinar cuál será, en términos de Bourdieu, canonizado y legitimado en el campo de la gastronomía. “¿Tengo chances de rogarte un poco más?” pregunta en la primera emisión de la edición argentina Milton, un joven que acaba de ser eliminado y que ante la negativa de Martitegui, suplica porque sabe que no ingresará a la esfera de la alta cocina articulada al show business.
Como ningún otro grupo, son los encargados de preservar la ideología de la clase dominante porque es a la que ellos pertenecen. Pero para obtener una mayor plusvalía, hace falta convertir el cuerpo de los explotados en una máquina, hacerlo más útil y más dócil. Algunas nociones de Foucault como sociedades disciplinarias y anatomopolítica permiten al respecto abrir el panorama.
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