miércoles, 24 de febrero de 2016

Notas sobre rock argentino en democracia (tercera parte)


por José Miccio

XI

[Viene de acá] Hay palabras que constituyen los lugares comunes de un tiempo histórico. En los años 80 toda política se dice en la palabra democracia y todo rock gira bajo la influencia del verbo bailar. Hoy parece evidente. Pero entonces no lo era. En la década anterior las cosas de la política se dirimían, por derecha y por izquierda, en torno de la palabra revolución, y el rock se quería ante todo una aventura del espíritu, porque la liberación del cuerpo que promovían su música, en primer lugar, y sus letras, en menor medida, no pasaba por las contorsiones del baile sino por diversas prácticas relacionadas con el desarreglo de los sentidos. Música de aventureros, para el rock – sus fundamentos así lo quieren - toda masa es rebaño. Una doble exclusión – la del mercado, la de la política – sostiene sus ideas. Su distinción de quienes hacían una música familiar y orientada al consumo es proverbial. Su litigio con quienes, jóvenes también, elegían la militancia, lógico. Es cierto que entre 1972 y 1973 esta lejanía parece menos concluyente. Alma y Vida dedica un tema a Fernando Abal Medina. Algunas canciones de Miguel Cantilo y Roque Narvaja visitan contenidos del peronismo insurgente y otras del cristianismo tercermundista. Pero en líneas generales el par rebelde-revolucionario nada sabe del consenso. Sus tipos ideales discrepan. 

Hay algo de juego en esto. Pero algo no es todo. Digamos: Lennon o Lenin. Para el militante el rocker es inofensivo, o en el mejor de los casos desobediente, como un niño o una pollera corta. Para el rocker el militante es dócil pese a su retórica, débil a causa de sus armas. El rocker es un inútil, un vago. El militante es un útil, un engranaje. El adversario de uno es el opresor. El del otro toda figura de autoridad: el padre y el maestro ante todo, y en segundo lugar el gobernante. En la ciudad el rocker prefiere el café antes que la fábrica. En el campo, la granja antes que la sierra. Ambos eligen ser a tener, y discuten por lo tanto la educación recibida. En contra de una pedagogía que aliena el militante promueve una reeducación de clase. El rocker, una deseducación de las percepciones. Como consecuencia de esto, el estudiante, sobre todo el universitario tradicional, es un otro en común. Para el militante por su falta de compromiso. Para el rocker por su sujeción a un programa que no decidió por sí mismo. También abjuran los dos del carácter de la clase media urbana, de la cual muchos de ellos proceden. Para el militante sus miembros representan, en tanto mantengan como clase modelo a sus opresores, el sector social que detiene el movimiento de la historia. Para el rocker significan el modelo de vida segura y opaca que rechaza. Para escapar de ese destino de un lado está el partido, las ropas del obrero, la dirección consciente. Del otro la banda, los colores del vestido, las religiones orientales. Ambos tienen además debilidad por el apóstrofe y el enunciado directivo. “Nena, no te apures”, “Pibe, no niegues tu origen”, “Compañeros, no olviden”, “Camaradas, manténganse firmes”. En ocasiones el pelo los asemeja: barbas del Che, barbas de Cristo. El militante es capaz de hallar un espacio común, un mechón doble: el Evangelio puede ser el de Solentiname. El rocker no puede hacerlo: la revolución, a pesar de ciertos textos sobre el amor, es ante todo asunto de las armas. La balsa del militante es la organización, que vence al tiempo. La del rocker la deriva, que vence a la organización. De ahí estas figuras enfrentadas: el intelectual que asume una vocación política según el modelo del intelectual orgánico de Gramsci, y el que renueva con colores jóvenes la vieja tradición anarcoliberal del librepensador. Como discurso asociado a su tiempo aunque distinto de su inflexión revolucionaria el rock cuenta a veces historias que, con ajustes, podría contar la política. Pero no viceversa. Acerca del asalto a Moncada el rocker reflexiona: ¿”Logró esto el guerrillero sin someterse a una vida reglada, sin negarse al amor, sin desatender el mensaje de la naturaleza, sin repetir las conductas que sus padres habían heredado de sus padres?” Acerca del perro que huye en la canción de Almendra el militante piensa: “¿Organizó después de su fuga una jauría?, ¿liberó junto con ella a sus otros hermanos?, ¿tomó el poder de sus amos y modificó el régimen de propiedad?, ¿no será el buey, que empuja el arado, un símbolo mejor que el perro, que vigila el rebaño?". El rocker niega. El militante corrige. El repertorio léxico de la política no es ajeno al rock pero sí la gramática que lo articula. Historias de liberación están en las bases de cada uno. De un lado, la de la clase oprimida o la nación conquistada. Del otro, la del individuo normalizado. Es comprensible que, con este mapa la relación entre el rocker y el militante fuera tensa o inadmisible. Sin embargo, no dejaron de buscarse cuando lo creyeron conveniente. 

XII

Hay, al menos, tres acontecimientos importantes en esta pequeña historia. Son ejemplares, además, porque sus protagonistas políticos proceden de las tres fuerzas más importantes del país de no hace tanto. 


El primero sucede el 31 de marzo de 1973. Ese día, Billy Bond y La Pesada toca, junto a otras bandas, en el estadio de Argentinos Juniors para la Juventud Peronista que festeja el triunfo de Cámpora y Solano Lima. Jorge Álvarez, socio de Bond y figura fundamental de aquellos años, dice al respecto: “Es preciso desechar cualquier sospecha de oportunismo en la adhesión del rock al triunfo justicialista. Será una manera de desmentir la confundida idea de que los chicos del rock están en la pavada”. Se trata de una justificación curiosa: el rocker busca legitimidad en una fiesta de militantes, la política es capaz de suprimir toda sospecha de bobería. 

Algunos músicos eran peronistas, pero ninguno debía creer que fuera necesario aliviar al rock de una falta que solo existía si se miraba desde afuera. Álvarez, sin embargo, sabía decir palabras oportunas, y esas lo eran entonces. Claudio Gabis, que un año antes había grabado su primer (y excelente) disco con La Pesada, parecía estar de acuerdo: “Para la mayoría de la gente del rock, la revolución consistía en fumar marihuana, ser músico y no estudiante. Los hechos políticos no existían. La ambición de todos y la mía hasta hace poco tiempo era tener un lindo equipo amplificador, una guitarra de la mejor calidad y una pieza bien aislada donde poder tocar todo el día. Tal era nuestra indiferencia al fenómeno político que el hecho de descubrir que uno es capaz de tener una ideología, aún sin proponérselo, surgió como un descubrimiento. Es como si se nos abriera otra vida por delante”.


El segundo acontecimiento es más conocido. El 16 de mayo de 1982 los músicos más populares del rock argentino, y algunos que no lo son pero buscan serlo, tocan en Obras para el gobierno militar que libra su guerra en el sur. Otros - como Javier Martínez, que había pensado en llevar adelante el proyecto - no participan porque no hay lugar para todos. La discusión de este episodio regresa de manera intermitente, cuando el rock argentino cumple años o un suplemento juvenil dedica algunas líneas a Malvinas. En su momento, sin embargo, fue menos problemático de lo que podría suponerse. Por su escala el Festival de la Solidaridad Latinoamericana – así se llamó el evento - era una oportunidad que el rock argentino no había tenido hasta entonces. Prensa gráfica, radio y televisión estaban a su servicio, y es difícil que los involucrados ignoraran los beneficios, no solo económicos, que esto podía significar. Daniel Grinbank, Pity Iñurrigarro y Alberto Ohanian, esto es, los hombres fuertes del negocio musical argentino, salieron de la experiencia aún más fortalecidos. La década les pertenecería, a ellos y a sus representados. MIA rechazó la invitación.

También lo hizo Virus. Recrudece, su segundo disco, el más cismático, es un buen lugar para leer algunos temas que formaban la agenda de aquellos años. Sobre la conseguida masividad, Federico Moura canta: “¡Ay, qué mambo! ¡Hay todo un cambio! / Ahora el rock vendió el stock. / Nuestra canción salió al balcón. / ¡Hasta cuando será este encanto!”. “Bandas chantas arañan la nada”, una canción que se desarrolla a los saltos, de síncopa en síncopa, y cuya letra utiliza solamente la primera vocal, dedica sus burlas a los músicos de la vieja guardia que, con su edad de reposo y su sonido repetido, lucran con sus consignas contra el lucro: “La Gran Transa avanzará, / ‘La Balsa’ adaptarán / al vals a la Bacharach, / ¡Banda Chanta! / ¡Banda Chanta a callar! // Arman más zapadas / chatas hasta hartar / falsas avanzadas / cacas cantarán / Tantas agachadas / ya van a cansar / ¡A las palanganas! / ¡A bañar! / La Trampa avalarán / más plata agarrarán, / la Nada arañarán. / ¡Banda Chanta! / ¡Banda chanta a callar!”. Por su parte, “Entra en movimiento” reitera las invitaciones al baile que llenaban Wadu Wadu y abre con una parodia del tipo de recepción entonces dominante: “¡No te rías, no te muevas! / La música es cosa seria. / Alcanzame la mermelada. / ¡Pero yo tengo orejas en todo el cuerpo, loco! / ¿Qué? ¿Ahora Virus tiene mensaje? / Para mí sí, a mí Virus me deja algo”. Hay también una caricatura de Spinetta, una irónica mención a García como parte de un catálogo de invenciones argentinas, juegos con palabras esdrújulas y rimas consonantes y versos de Quevedo y Girondo. Se trata de un juego de superficies, una tarea que Virus llevó adelante, con algún desvío, hasta lograr, a mitad de década, sus obras maestras, esas verdaderas estratigrafías de la piel que son Locura y Superficies de placer. Todavía había tiempo, sin embargo, para escribir, como sus repudiados colegas, una alegoría sobre el festival en Obras. Se llama “El banquete” y es el primer tema del disco. Esta es parte de su letra: “Nos han invitado / a un gran banquete / habrá postre helado / nos darán sorbetes / Han sacrificado jóvenes terneros / para preparar una cena oficial, / se ha autorizado un montón de dinero / pero prometen un menú magistral. // Es un momento amable / bastante particular / sobre temas generales / nos llaman a conversar”. 

El teléfono que suena en la oficina de algún productor es un tema en sí mismo en la historia de las relaciones entre rock argentino y política. La canción de Virus es tal vez eco de otra, al menos de una versión que, aún en contra de la cronología, se ha vuelto costumbre. García y Lebón habrían escrito “Encuentro con el diablo” después de responder a una invitación cursada por Viola. Julio Moura y Roberto Jacoby – alguna vez llamarán la atención sobre esto - componen su canción sin haber respondido al llamado de Galtieri. El modelo musical de la primera es Lynyrd Skynyrd. El de la segunda Devo. Virus desarrolla toda su letra en relación con el campo léxico de los alimentos, porque la tradición lo juzga favorable para la alegoría: los soldados en el sur son los jóvenes terneros, los militares en el gobierno son los que guisan el guiso, los invitados al festín son los músicos de rock. Serú Girán cierra su canción con una pregunta, también culinaria, que Moura y Jacoby deben haber juzgado interesante: “Si las papas están calientes / ¿por qué tengo que ser yo / el que dé el primer mordiscón?”. 


También el tercer eslabón de esta serie es famoso. Consta de siete episodios. Las fechas son ciertas. La narración, típica.  

1- El 19 de abril de 1987, desde el balcón de la Casa Rosada, Raúl Alfonsín pronuncia un discurso que, como sucede a veces, cuando la Historia apremia, no necesitaría del tiempo para volverse célebre. Dice entre otras cosas: “Y hoy podemos todos dar gracias a Dios: la casa está en orden y no hay sangre… en Argentina”. Quienes llenan la Plaza de Mayo aprovechan la pausa que hace el Presidente después de la palabra sangre para vivar y aplaudir. La transmisión televisiva edita entonces el contraplano del balcón, hace un paneo sobre la multitud e imprime sobre ella esta leyenda, titilante, en mayúsculas amarillas: “Democracia para siempre”. Hay banderas de distintos partidos y Alfonsín está acompañado por hombres del radicalismo y de la oposición. Todos saben, abajo y arriba, que algo importante está en juego. Sabrán también, más tarde o más temprano, que la crisis de representación no es patrimonio del arte. 

2- El 4 de junio de 1987 el Congreso de la Nación sanciona la ley 23.521. Se la conoce como “Ley de obediencia debida” y se añade a la de “Punto final” de diciembre del año anterior. 

3- El 21 de julio de 1987 Jesús Rodríguez, primer candidato a diputado nacional por la UCR, participa de una conferencia de prensa organizada por la Juventud Radical metropolitana. Se anuncia un recital de rock. 

4- El 22 de julio de 1987 la volanta de una nota publicada por Clarín dice: “Insólito episodio en una rueda de prensa de la J.R.”. En el cuerpo de la noticia se lee: “Una insólita situación se planteó durante una conferencia de prensa organizada por el radicalismo metropolitano para anunciar un festival de rock, cuando los integrantes de uno de los conjuntos contratados para actuar en el recital se negaron a compartir la mesa con los dirigentes de la U.C.R. para manifestar su oposición a la ley de obediencia debida”. La banda de la discordia es Los Fabulosos Cadillacs, un conjunto de corta edad que el año anterior había editado su disco debut, Bares y fondas, para el sello Interdisc    con producción de Daniel Melingo.

5- El 23 de julio de 1987, en el marco de la campaña que la UCR lleva adelante con miras a los comicios de septiembre, David Lebón, Los Abuelos de la Nada, Los Enanitos Verdes y La Torre actúan en Obras Sanitarias. También Los Fabulosos Cadillacs, que desistieron de desistir con el argumento de que el contrato que habían firmado era inquebrantable y no querían decepcionar al público que fuera por ellos al evento partidario. La escenografía se reduce a una bandera: “La J.R. va con vos”. 

6- El 25 de julio de 1987, en su cobertura para el diario Clarín, Alfredo Leuco describe el clima del show, menciona algunos objetos - una moneda, por ejemplo - que volaron hacia el escenario y cita una declaración de Vicentico en la posterior conferencia de prensa: “Es una chirola de diez pesos, del año 77, del proceso, flaco”. En La Razón del mismo día, Rubén Guillemi recoge en una nota llamada “El rock de los jóvenes radicales” unas palabras de Mario Siperman, tecladista de la banda: “Los que están a favor de la obediencia debida se comportaron de acuerdo con su línea de pensamiento”. En otra página del mismo diario se anuncia: “El 20 de agosto Los Fabulosos Cadillacs entrarán a estudios – muy posiblemente sea Ion – para registrar su segundo LP, que aún no tiene nombre (…) la producción artística de la placa correrá por cuenta de los numerosísimos y rebeldes cadillacs”. 

7- Poco después sale a la venta Yo te avisé. El disco tiene una tapa que imita la del debut de los Specials, un protagonismo mayor de los bronces, al menos dos grandes canciones (“El genio de Dub”, “Una ciudad llamada vacío”), un oportuno pozo ciego y algunas bravatas de rude boy. El primer tema del lado dos – así se hablaba entonces - se llama “Yo no me sentaría en tu mesa”.


XIII

La mano venía dura y algunos pretendían que no cayera sobre los cuerpos indebidos. Desde el semanario La opinión, y a propósito de un recital de Pastoral, Soluna, Crucis y León Gieco en el Luna Park, Miguel Grinberg traza en julio de 1976 una doble línea de demarcación que en los años 80 será corregida y aceptada. Fuera de sus límites quedan el militante y el falso rocker. 

La nota se llama “Un concierto de rock demostró que es posible alcanzar el equilibrio entre la tolerancia y la autoridad”. Según se desprende de la exposición del autor, la palabra más importante es la número once, porque el equilibrio es el tema del texto. Se lo encuentra en todos sus párrafos y en algunas imágenes. En relación con la convivencia intergeneracional, Grinberg entiende que su armonía depende de la buena administración del cambio: “El futuro de una generación, o de un país, suele jugarse en la interacción del ímpetu renovador de lo jóvenes con la sabiduría de los adultos dispuestos a tirar lastre por la borda”. De esas fuerzas transformadoras, las que suponen conflictos no integrables en esta morfología del desarrollo deben ser expulsadas. El joven de Grinberg nada tiene que ver con ellas: “Los impulsos nihilistas y autodestructivos de ciertos jóvenes no son un mal de hoy, son una enfermedad de siempre. Entre ellos no están los protagonistas de los cambios legítimos que enfrentan las sociedades contemporáneas”. También hay equilibrio entre crítica de las instituciones e integración social. De hecho, parece necesario comprender que la vida diferente que el joven busca es en realidad el prólogo para su posterior incorporación a un orden social maduro: “¿Qué cosas pueden hacer quienes aún no han cumplido el servicio militar, que todavía no votan, que esperan ingresar normalmente a la sociedad para realizarse y para contribuir – significativamente – al progreso general, al desarrollo comunitario? Por supuesto, pueden trabajar, estudiar. Pero esa actividad les resulta una inversión de tiempo y energía a largo plazo. Entretanto, bulle en ellos la voluntad de superar esquemas que los asfixian y de enriquecer hábitos carcomidos por la rutina”. Por último, también hay justa medida en las figuras elegidas como emblemas de la historia, idealista y heroica, que los inconformistas de todo lugar y tiempo ponen en movimiento: el religioso Francisco de Asís y el científico Luis Pasteur. 

Fuera de este equilibrio, solo hay las tinieblas del extremismo. Para evitar la caída dos compromisos deben asumirse: el rocker, el de una libertad responsable; el oficial, el de una adecuada discriminación del castigo. Grinberg trabaja con esmero la imagen del joven según las variables provistas por la propaganda de la dictadura; su objetivo no es negarles pertinencia sino extraer de su dominio a quienes asisten a recitales. Así, frente al ateo, el joven del texto, modélico pese a su diferencia, manifiesta “hambre de Dios”. Frente al degenerado o el enfermo, vive una vida saludable. Frente al parricida, toma la figura del huérfano. Frente al violento, proclama la paz y el amor. Para llevar adelante sus argumentos Grinberg parte de una situación ejemplar, que corrige previos extravíos: “Mientras en ocasiones anteriores los mecanismos de vigilancia abordaron el entorno de los conciertos con una tónica equivalente a la de cualquier acto político, ese viernes el accionar de los efectivos sorprendió por sus matices comprensivos, tolerantes. Eso no significó complacencia, ni relajamiento de las normas básicas de seguridad. Indicó más bien el entendimiento de que los jóvenes necesitan encontrase, compartir cosas, gastar energías naturales”. No se ignora la costumbre del arresto y el maltrato, pero su ejercicio proviene de una identidad que debe deshacerse: la policía suele comportarse en el recital como si se tratase de una reunión política. Suele tratar al rocker como si fuese un militante. Esta vez las cosas se mantuvieron en su cauce, porque el público de rock es pacífico y sano: “Allí no había carros de asalto, ni barreras de contención, nada de eso. En general despliegues de este tipo angustian a los adolescentes, que simplemente asisten para ver a sus músicos favoritos, sin planes de amotinamiento o de intoxicación”. Grinberg corta así el nudo que una autoridad distraída había atado, establece un criterio de aceptabilidad social que incluye al joven que concurre a recitales de rock y reduce sus potencias a una dimensión biológica o metafísica, según se interprete la frase “energías naturales”. 

El show del Luna Park debería dejar en claro a la policía que el rocker es inocente y al rocker que la policía no es su antagonista. Los culpables y los enemigos son otros, aquellos que, de una u otra forma, se exceden. Según una medida individual, el drogadicto. Según una medida social, el revolucionario. Ambos confunden lo que debería distinguirse. Libertad y libertinaje en un caso. Sociedad y socialismo en el otro. El rocker verdadero, que va a los estadios con intenciones musicales, es, como el estudiante verdadero, que va a sus clases con intenciones de aprendizaje, ajeno a estas figuras: “Que algún concurrente a recitales de rock sea adicto a los barbitúricos no significa que todos los asistentes sean viciosos. Que un estudiante tenga locuras dinamiteras no quiere decir que todos los universitarios sean terroristas”. Este croquis de un joven libre de toda sospecha concluye con la aceptación de las tareas del Estado, siempre y cuando decida sus blancos de manera pertinente: “Es comprensible y necesaria la erradicación de los traficantes de estupefacientes, o de los preconizadores del homicidio como respuesta a los problemas del mundo. De allí a colocar a toda una generación en ‘cuarentena’, por las dudas, hay múltiples grados de control y de expansión”. Porque el joven de Grinberg - inocente, sano, algo vehemente a veces - no es, como el discurso organicista quería, un virus que ataca el cuerpo sano de la patria sino una energía que pugna por contribuir a su grandeza: 
“El país del futuro, con el diálogo necesario para que cada cual sea lo que deba ser, en vez de naufragar en la nada, bulle en los recitales, en las fábricas, en las escuelas, en grandes ciudades y en pueblos pequeños. La juventud está allí, ansiosa por recibir ejemplos, desesperada por una oportunidad para darlos”. 

Seis años después la oportunidad llega. Pero no sin sospechas. Todos prestan atención a esa voz, porque ahora tiene también voto. Así lo entienden discos tan distintos como Che, pibe de Pochetto y El ciudadano de Nylon. Se publican cuando el rock gana espacios y se descubre como institución. Un epígrafe de Ernesto Sábato, enseguida argentino modelo, abre el editorial de Juan Manuel Cibeira para la revista de diciembre de 1982: “Todo poder corrompe. El poder absoluto corrompe absolutamente”. Se trata de un texto que celebra un escenario inesperado y constata ciertas amenazas que considera nuevas. El éxito del rock argentino resulta un dato y un problema a resolver: “…un somero análisis de resultados arroja estos logros durante el año: acceso masivo a todos los medios de comunicación, copamiento durante un largo periodo de los canales de difusión, la mayor concentración pública por un acontecimiento artístico de los últimos diez años (Solidaridad), acceso a la televisión, el festival más importante de los últimos tiempos (B.A.Rock), notable incremento en la producción de long plays, varios records generales de ventas, establecimiento definitivo del nuevo circuito de pubs y café concerts, incipiente reconocimiento y espacio para músicos y grupos nuevos, etc.”. Estos beneficios vienen junto a dos peligros que deben conjurarse y que proceden de las viejas negaciones sobre las que el rock fundó su lugar de enunciación. En lo que atañe a la política, es necesario desestimar toda asociación con el Estado. Su relación es de otro orden: “Es paradójico que su mayor ascenso se haya producido en uno de los momentos más oscuros y tristes en la historia global del país”. En relación con el mercado, los logros enumerados deben ser protegidos de los intereses comerciales: “La batalla más fuerte, y más desconocida para el público y alguna gente allegada al rock, sin embargo, no se está librando en el plano musical: grabadoras y productores están tranzados en una carrera competitiva que puede dañar mucho de lo que lograron los artistas después de larguísimos años de relegamiento”. A veces, cuando lo reprimido retorna, los fundamentos trastabillan. Entonces es tiempo de sostenerlos con énfasis. Hay que salir, porque es el momento oportuno, y hay que guarecerse, porque cierta probidad que se pretende ontológica parece amenazada: “Sería bueno que todo el aparato productor de rock se preparase para una reflexión ética conjunta, para poner en claro que no es el poder ni el dinero a ultranza lo que se pretende sino la proyección de una actividad artística válida y verdadera”. Así, con esa mezcla de entusiasmo y temor que parece propia de los tiempos en que todos perciben el movimiento de las cosas pero nadie sabe a quién pertenece cada sombra, describe Cibeira el nuevo estado de la cuestión. Esta frase podría ser su resumen: “El rock, que ya venía creciendo con esfuerzo y ritmo, de pronto se hizo grandísimo. Y todo lo que crece implica el riesgo de la deformación.”. Crecer era un verbo sagrado. Ahora es una amenaza. Como sea, poco a poco o de repente se descubre que la página donde hasta entonces se escribía está agotada. Quedan los márgenes, pero casi nadie quiere un lugar que solo veinte años después podrá reclamarse como hogar de alguna virtud perdida. Hay sol, y quien no sale es un idiota. Del otro lado de la hoja quedan al menos dos opciones: buscar luego del punto que ya no se ve alguna forma de continuidad, o destacar el corte y poner un nuevo título. 

Junto a estas discusiones, se multiplican los textos que tienen al rock argentino como tema. Sus géneros son diversos pero ninguno huye de la lectura sencilla. Una Historia, por ejemplo, no parece posible. Tampoco una biografía que no se vuelva conversación. Es tiempo de hacer trabajos de archivo menos exigentes: recapitular, validar testimonios, elaborar índices. A esa tarea se encomiendan, entre otros, Miguel Grinberg y Pipo Lernoud, Eduardo de la Puente y  Darío Quintana, Marcelo Fernández Bitar y Pablo Vila, Osvaldo Marzullo y Pancho Muñoz. Sus formas son el diccionario, la compilación, la cronología, el resumen, la entrevista. En el mejor de los casos la periodización. En las revistas, a esta pedagogía libresca se suma una economía de póster y tablatura. Los recién llegados obtienen así información sobre el pasado y algunos mapas para recorrerlo. Los mayores, un espejo cristalino que solo sabe devolver la imagen de sus deseos. 


En los ángulos de estos discursos, sin embargo, se compone algo más que un catálogo de criterios distintos y hasta divergentes: se decide un consenso que obtiene del contexto social en que los textos se escriben sus condiciones de fortuna. Como el militante, según se dirá enseguida, había sido corresponsable de la catástrofe, ya no era necesario solicitarle a nadie que suscribiera su discordia con el rocker. Había pasado el tiempo en que Grinberg se preocupaba por trazar sus límites. La distinción se había vuelto axiomática. No hay más lugar, por lo tanto, para frases como aquella que impugna la persecución de los jóvenes que van a recitales y justifica la de los jóvenes que hacen política. Se podía olvidar el promovido equilibrio entre rock y dictadura y reafirmar todavía más su conflicto. No faltaban motivos para ello: listas negras, detenciones frecuentes, recitales infrecuentes, músicos que habían dejado el país. Bendito el tiempo que confirma nuestras razones. El rock tenía ya, escrita en los años de plomo, una versión propia de los dos demonios. En “Paremos la tristeza”, del disco Reina Madre, Porchetto se reconcilia con sus días y adhiere al epígrafe de Cibeira: “Fueron años tan tristes / fueron años tan duros / poesía y guerra en lucha / poderes sordomudos / fue tan difícil crecer / fue tan difícil amar / desear la vida / te hacía temblar. / Y aquí en el presente / saliendo de este lío / con payasos bailando / el circo del destino / ser joven no tuvo perdón / la chatura los arrasó / con un che pibe, vení / quedate musa. // Cortemos la tristeza / cortemos la amargura / paremos ese tango / paremos la locura. / Si hay algo que decir / es nunca más”. Ahora el rock contaba con la legitimidad de quienes se habían negado a la violencia pero estaban en condiciones de mostrar alguna herida y la de quienes habían sido vigilados pero eran capaces de acreditar algunos testimonios obrados en la fragua de la metáfora y la metonimia. Hay, desde entonces, una  manera de leer que se pretende correcta y que a veces toma la forma mesurada del informe, a veces la más polémica del alegato y otras la más tórrida del veredicto: la historia del rock, que no se escribe como tal, es la historia de sus resistencias. 

En 1985 Cantarock edita 20 años de Rock Nacional. Miguel Grinberg es, según la misma revista, “antropólogo del rock”. Ahora se puede periodizar según nuevos parámetros, destacando días siniestros: “¿Por qué hablamos de resistencia? Porque nuestro rock dio sus primeros pasos en 1966 y porque empezó a definir su identidad en 1976. Fechas en las que comenzaron dos tremendos periodos oscurantistas y represivos aquí en la Argentina”. El rocker había ganado. Podía descansar mientras sus monumentos crecían,

miércoles, 17 de febrero de 2016

Notas sobre el rock argentino en democracia (segunda parte)


por José Miccio

VI

[viene de acá] Virus llegó temprano a la fiesta y se retiró un poco antes. Sus tres primeros discos repiten de manera obsesiva las consignas de su hedonismo libertario. Los siguientes prefieren el relax, la hipnosis, el reposo del que baila ahora lánguidamente. El viaje musical que lleva de Wadu Wadu a Superficies de placer es el que va del movimiento frenético y la breve descarga eléctrica a la danza narcótica y el más extenso desarrollo de la canción pop. Hasta su arribo, en Argentina la new wave existía en las tapas de algunos vinilos y en las declaraciones de algunos músicos y periodistas. Corbatas finitas y pelo corto aparecen en las portadas de tres discos de 1980: Merlín, de la banda homónima, Metegol, de Raúl Porchetto, y Adonde quiera que voy, de Punch. Wadu Wadu fue cruel con todos ellos. Su sonido y sus letras dan asilo a la palabra moderno, que circulaba entonces alrededor de esas otras bandas. Visto así, no deja de ser dramático que el cambio que Porchetto muestra entre Mundo y Metegol, el que Montesano y De Michelle muestran con Merlín en relación con sus bandas anteriores, Crucis y Pastoral, y el que muestra Cantilo entre Adonde quiera que voy y sus proyectos con Pedro y Pablo y el Grupo Sur tengan, hoy por hoy, sabor a casi nada si se los compara con lo que el debut de Virus significa para todo el rock argentino. Y sin embargo, en un ambiente cuya trama sonora e iconográfica no vivió el sobresalto punk, durante un tiempo fueron escuchados como si algo del futuro, deseado o no, resonara en ellos.

Pero es con Virus que las cosas cambian. Se vuelven pose y glamour, ambigüedad y desparpajo. Es conocida su experiencia en el festival Prima Rock de 1981. Wadu Wadu aún no se había editado, y en un programa que incluía a Spinetta Jade, Nito Mestre y Pedro y Pablo las probabilidades de que su música, desconocida, fuera bien recibida se reducían a cero. La banda tocó ahí diecisiete temas en veinte minutos y recibió como premio una lluvia de naranjas. “A ver si levantan esos culos y bailan un poquito”, dijo Federico Moura. Lo mismo decían sus canciones, siempre sensibles a las marcas de tiempo: “Hoy es tiempo de recuperarse, / de encontrar algún lugar, / de vivir un ritmo diferente / a toda velocidad” (“A mil”). “Lo que ayer estaba bien / mañana estará mal / no es fatalismo / es actividad” (“Sorprendente”). A pesar de esto, Virus estuvo bastante lejos de ser una banda incomprendida. Fue, sí, una banda por un tiempo inaceptable, pero contó con el apoyo de la mayor parte de una prensa especializada que había escuchado algunos discos y, sobre todo, había visto un año antes a The Police en Obras. No fue la soledad, como la historia de Prima Rock dio a entender a veces, la compañera del joven Virus, aunque es cierto que su éxito masivo tendría que esperar todavía algunos años.

Excepto una nota publicada por Sibila Camps en la revista Humor – y que fue una y otra vez contestada por la banda – las menciones al grupo de los hermanos Moura fueron siempre elogiosas. Pan caliente, Expreso Imaginario y Pelo dijeron sí de manera inmediata. No tardó Charly García en hablar bien del grupo y no se demoró tampoco el ingreso a escena de muchas otras bandas que serían sus aliadas en la tarea de hacer que los cuerpos se movieran con regocijo. Con su bella “Mundos in-mundos”- de letra amiga de Syd Barrett y música aún ligada a arreglos de jazz-pop - Miguel Abuelo decretó enseguida el fin de la oposición entre serio y frívolo al unir en una enumeración los verbos que se pretendían antipáticos: “Bailen. / Salten. / Piensen. / Quién es quién. / Toquen. /  Sed felices”.


VII

A diferencia de lo que sucede en Inglaterra, en Argentina las cosas del rock no se sacuden por el punk sino por la new wave. Sin embargo, al menos una persona no estaría de acuerdo con esto. En 1977 Hari B, futuro guitarrista de Los Testículos y Los Violadores, publica en Pelo el siguiente aviso: “Les tengo que informar que el punk en Argentina existe porque yo estoy aquí y lo soy. Todo comenzó con el viaje que hice a Londres en diciembre pasado. Ahora ya todo está en marcha. El 2 de marzo hicimos un recital bien punk donde tocamos rock and roll (entre ellos el tema de Batman en versión The Jam)”. Se trata de la más extrema versión del do it yourself de la que se tenga memoria. Como un Luis XIV del rock, Hari B dice “el punk soy yo” y realiza el movimiento en el mismo acto de nombrarlo. La felicidad histórica de una declaración como esta es imposible, pero la convicción con que se dice es suficientemente curiosa como para darle algo de crédito. Digamos, entonces, de manera más neutral, que en Argentina se edita un disco new wave antes que un disco punk. Más interesante que esta inversión cronológica resulta el tema del viaje, que es a la vez la posibilidad de lo nuevo y una marca de clase. Bien burgués, el punk argentino nace porque alguien recién llegado de Inglaterra así lo decide.

No conviene olvidar que hasta los años 80 (y más todavía) el rock argentino tenía las dimensiones de una aldea y recibía las novedades que llegaban del exterior con cierta desconfianza, como si la información no fuera del todo inteligible. No siempre sucedía así, por supuesto, pero para un negocio pequeño la promoción de nuevas bandas no era prioritaria. En el trienio 1978-1980 no se editaron más de sesenta discos. Cuando, con Malvinas como una de sus causas, la demanda creció y un grupo de productores se dio cuenta de que el mercado quería rock, las cosas se modificaron radicalmente y decenas de nuevos músicos grabaron sus primeros discos. En el trienio 1982-1984 se editaron alrededor de doscientos treinta álbumes, es decir, cuatro veces más que en el periodo considerado antes. Las cifras deberían revisarse, pero, más allá de posibles errores, esta fue la línea general. En un contexto así, rentable, es comprensible, por una parte, la multiplicación de empresas grandes o pequeñas destinadas a vender bienes asociados al rock (radios, revistas y pubs, fundamentalmente) y, por otra, las dudas de quienes, con treinta años o más, sentían que entre contrato y contrato, entre baile y baile, se esfumaban las viejas ideas contraculturales que – ciertas o no, esa es otra historia - los habían acompañado hasta entonces. De todos modos, no parecía haber consenso en este punto, porque las declaraciones de aquellos años oscilan entre la letanía por esa magullada ética de la no reconciliación y la celebración por un presente venturoso que todos consideran merecido. También Hari B graba entonces su disco debut con Los Violadores. Para el segundo, sin embargo, ya no formaba parte de la banda. Como si fuera poco, meses después un italiano recién venido lo retrata así en estos versos perpetuos: “Un pseudo-punkito / con el acento finito / quiere hacerse el chico malo; / tuerce la boca, / se arregla el pelito, / toma un trago / y vuelve a Belgrano”. No siempre Fortuna acompaña a los pioneros.


VIII

Como expresión feliz de una plenitud al menos momentánea, bailar es la palabra que dice el sexo y el juego en la extraordinaria “Sin disfraz”, una canción que Virus grabó en Locura. Esta es su letra: “A veces voy / donde reina el mal, / es mi lugar, / llego sin disfraz. // Por un minuto / abandono el frac / y me desnudo / en lo espiritual, / para amar. // Como si fuera mentiroso y nudista, / en taxi voy / Hotel Savoy y bailamos. / Y ya no sé si es hoy, ayer / o mañana. // Fue ayer, persiste el olor / de esa piel morena y sensual, / perfumada. // Y hoy me visto / demodé y normal, / no me preocupa / parecer vulgar”.

Se trata de una canción que, entre sus elipsis, narra casi en secreto una historia: la de un burgués que decide en ocasiones suspender el tiempo y las pautas de su vida cotidiana y acceder, como un dandy, al ensueño casi cinematográfico de una sexualidad prohibida. Las marcas de tiempo permiten reconocer una secuencia clásica. En primer lugar, el viaje, físico y moral, hacia el hotel donde tiene lugar la cita. Luego el desarrollo de la misma, resumido en dos trazos. Por último, el retorno a los hábitos sociales considerados normales. La experiencia - radiante, epifánica - vive en el paréntesis. Su tiempo es el de la embriaguez, el de la sucesión en ruinas. Pero sus efectos, aunque leves, permanecen todavía después, una vez que la cronología ha recuperado su compostura, en el olor que permite el recuerdo y la continuación no traumática de las tareas de siempre.

Los tres momentos narrativos se organizan también en relación con la ropa: el acto de desnudarse, el estado de desnudez y el acto de vestirse. También acá se puede observar lo que dejó el placer. Al comienzo, el frac constituye, por excesivo, la parodia de una vida formal. Luego, la desnudez del cuerpo, también ella mayúscula, alcanza al espíritu, que se despoja así de toda culpa y se prepara para el éxtasis. Finalmente, las hipérboles se abandonan y el vestuario ya no es, por presencia o ausencia, desmedido: es sencillamente estándar, “demodé y normal”. Se trata sin dudas del mejor de los disfraces. Y de su aceptación estratégica. En este sentido, la canción es la historia de una sesión de sexo que no difiere mucho de una de psicoanálisis o de consumo controlado de drogas o de Virus en vivo. Tiene que ver con una estética del artificio antes que con una ética de la diferencia. Por eso es que hay otros disfraces. A fin de cuentas, la desnudez no resulta una metáfora de la verdad sino una condición para desplegar el juego de los caracteres, para ser a la vez “mentiroso y nudista”. En una experiencia así, de mentiras sinceras (es decir, de ficción), toda regla es contingente, de ahí que desnudarse sea disfrazarse. El fantasma de Oscar Wilde habita en esta letra y en la voz, nunca tan resistente al comentario, de Federico Moura. Manuel Puig habría amado esta canción.


IX

Y esta le habría gustado a Roberto Arlt. “La rubia tarada”, de un costumbrismo de aguafuerte, es una canción de personajes. El colchón de conversaciones del comienzo y las primeras frases sirven de panorámica: “Caras conchetas, / miradas berretas / y hombres encajados en Fiorucci. / Oigo “dame” y “quiero” y “no te metas”, / “¿te gustó el nuevo Bertolucci?”. Después, los primeros planos de la rubia y el punkito. Por último, y como cierre ideológico, el hastío y la afirmación de cuatro alternativas: el boliche de la esquina frente a la disco, la ginebra frente a la merca, la gente despierta frente al caretaje y la Argentina popular frente a la pequeñoburguesa. El rock barrial de la los años 90 tiene acá sus fundamentos. Su ética, su épica y hasta su metafísica se despliegan desde este lugar. No así su estética, que buscará referentes diversos.

Tal vez Nada personal sea el disco de tres de las personas que cuchichean en New York City antes de que Luca empiece a cantar. Pero lo que desde afuera es sátira, es drama desde adentro. En el disco debut de Soda Stereo Cerati había cantado como tantos otros su manifiesto (“Depresiones, confusiones. / ¿Hasta cuando seguirán esas canciones?”), había constatado la nueva velocidad de las cosas (“Rápido, / que pierdo el tren. / Rápido / que ya aumentó. / Rápido / la información. / Rápido,  / ¿qué día es hoy?, / ¿qué día es hoy? / No sé, mi amor, / no tengo idea dónde hay aire para respirar”) y había identificado algunas costumbres - el régimen y el fetichismo de la televisión, por ejemplo – como alienaciones. Pero en esto último el más moderno de los músicos modernos era lo suficientemente ambiguo como para que nadie supiera muy bien cuánta convicción y cuánta ironía había en afirmaciones como “Somos un conjunto dietético” y “Yo quiero ser del jet-set”. Con Nada personal, Cerati abre su espectro musical y amplifica los contenidos relacionados con las dificultades del contacto humano. “Comunicación sin emoción” es lo primero que canta. “No siento nada / nada personal” es su primer estribillo. Es característico que este extrañamiento afecte también al verbo de la década.

Efectivamente, lo que es cielo y libertad en “Sin disfraz” es prisión e infierno en “Danza rota”. El escenario de la canción es una disco, y la angustia la experiencia de su personaje. El cuerpo del que baila es agredido (“Las luces me queman la cara”, “Aquí estoy, resquebrajándome”, “Se van cayendo mis ligamentos”), su felicidad es un simulacro (“Soy una mueca absurda / fingiendo diversión”) y la vigilancia es el relevo de la libertad (“Hay anarquía en mis movimientos / y al mismo tiempo alguien los controla”). Mecánico y despiadado, el baile es esta vez el lugar de la opresión, una imagen que no abunda en esos años y que volverá poco después, aunque con diferencias importantes, en “Enjaulados”, una de las maravillas del segundo álbum de Fricción. Pero Cerati es menor cruel que Coleman. Y como en la canción pop la esperanza vive mejor en el estribillo que en la estrofa, y mejor aún en la segunda persona que en la primera, así aparece representada acá: “Yo no puedo ser libre sin vos. // Dame, / dame una pista, / algún rastro para hallarte. / Estoy bailando una danza rota, / quisiera escaparme”.

Esta canción, la cuarta de Nada personal, se baila en  lugares similares al que alude su letra y se canta en primera persona y en tiempo presente. El cuadro que se obtiene es curioso. O se es feliz bailando mientras se niega serlo, o (vieja paradoja) se es un mentiroso mientras se reconoce estar mintiendo. No hay manera de deshacer este nudo, y es probable que Cerati se complaciera de haberlo atado así. Canción sádica y cínica, “Danza rota” pide la elaboración de un monstruo conceptual: el baile crítico. Carlos Solari no pedía algo muy distinto cuando cantaba en Gulp! aquello de “Voy a bailar / el rock del rico Luna Park / y atomizar / la butaca y brillar / como mi héroe / la gran bestia pop”. De hecho, él mismo dijo una vez: “El rock es un pensamiento crítico bailado”. Por lo pronto, después de sus rastros y sus pistas, Soda Stereo, que gustaba de la semiología, llegaría a Signos.


X

Es tentador ver en el rock argentino de estos años una historia: la que lleva de la felicidad al desconsuelo y de la calle al hogar. Su inicio y su desenlace se pueden establecer de distintas maneras. Con los títulos de algunos discos, por ejemplo. Por un  lado, Empezar a vivir,  Mi voz renacerá y Canto de la ternura . Por el otro, Nadie sale vivo de aquí, Bang bang estás liquidado y Téster de violencia. Sin embargo, es posible que, de existir, esta historia se observe mejor en las modificaciones de sentido que sufre el verbo bailar, ese verdadero obelisco de los años 80. Cielo y techo, calle y casa, libertad y reclusión: estos tres pares de opuestos aparecen con claridad en dos canciones de 1986: “Bailando en las veredas” de Raúl Porchetto y “Mi sombra en la pared” de Miguel Mateos. Esto dice la primera: “Hoy yo me quedo bailando en las veredas, / dando vueltas, / saltando hasta las estrellas”. Y esto dice la segunda: “Llegando a casa estoy / y sé que todo será igual / Ir a mi habitación / subir la radio hasta explotar (…) Bailo / bailo hasta caer / con mi sombra en la pared”. Además del contraste señalado, el interés de ambos temas radica en su fecha de edición, porque esta coincidencia asegura un cambio progresivo: habría una figura residual (la felicidad en público) en el baile de Porchetto y una figura emergente (el desconsuelo en privado) en el baile de Mateos. Dotada de una dimensión sociohistórica esta sería, a fin de cuentas, una gran historia: la de cómo la primavera democrática se derrumbó o la de cómo una sociedad que había roto los lazos que la unían con un pasado atroz descubre que la serpiente ha dejado algunos huevos en el tiempo nuevo. Las figuras del encierro y la alienación que abundan en las canciones de los últimos años de la década serían, entonces, las que corresponden a un tiempo que encuentra de manera inesperada una experiencia que sintetiza las anteriores en las formas del individualismo y el autocastigo. Si la paranoia y la soledad dicen el régimen totalitario y la alegría y el baile dicen la fiesta democrática, entonces ahora es tiempo de moverse en jaulas o de tropezar con enemigos en el espejo.

Pero esta historia es una ilusión. Una línea tan estricta como improbable. Se trata de un ensueño retrospectivo, de la atribución a una época de conjeturas elaboradas con posterioridad. Desde este punto de vista, las leyes de Punto Final y Obediencia Debida, que se han interpretado, no sin razón, como el otoño alfonsinista, señalan en realidad solo el primer acto de un drama de descubrimiento cuya duración se extiende al menos por quince años (los indultos de principios de los años 90 constituyen el segundo y la crisis neoliberal de 2001 el último). Recién entonces se tomarían en serio los comentarios que las ruinas de la izquierda hacían durante los felices años de la joven democracia. Eran esas voces anacrónicas y desautorizadas, que insistían en denunciar la dependencia de los organismos internacionales de crédito y el persistente imperio de la última dictadura militar en la vida de los argentinos. Visto así, la sospecha de que había continuidad entre el país de los últimos años del menemato y el de la dictadura contrasta de manera notable con esa experiencia de lejanía que el fervor eleccionario suscitó cuando el tiempo posmalvinas parecía representar el definitivo arribo del país a la tan ansiada madurez social. Patria o muerte es tal vez el único disco de rock que inscribió en su  sonido un nivel de malestar que nada tenía que ver con los juegos románticos y decadentistas que llevaban adelante los grupos que habían descubierto hacía poco a The Cure y a Siouxie, a Bauhaus y a Talking Heads, a Joy Division y a Echo and the Bunnymen. Don Cornelio contestaba entonces a su álbum anterior, de mezcla clara y distinta, y a su contexto social inmediato, de pascuas tristes y endebles, con un título que no por azar reponía, en forma desviada, una lexía de los años 70. Pero entonces todo esto era literalmente inescuchable. Como si Patria o muerte no hubiese sido parte de una década que, sin embargo, tuvo en él un documento, un monumento y un testamento temprano.

Notas sobre rock argentino en democracia (primera parte)


por José Miccio

Advertencia 2016

Hace ya varios años comencé a publicar en la versión en papel de La otra una serie de notas sobre el rock argentino de los años 80. Tenía tantas pretensiones que en cierto momento me dije que eran mis Grundrisse, y que ya llegaría El Capital. Por suerte el tiempo y la escritura me fueron convenciendo de que mi proyecto era inviable (y yo un pobre pelotudo), y que si tenía algo que decir sobre una música que amaba debía hacerlo en el modo más abierto del ensayo. No estaba preparando nada: esto era lo que quería escribir. Así, lo que apuntaba a ser una historia social del rock argentino fue convirtiéndose poco a poco en unos apuntes que debían bastarse a sí mismos. Lo noto al repasar los textos para esta nueva publicación (gracias otra vez, Oscar Cuervo): al comienzo quería que hubiera coherencia, que todo cerrara, que cada nota fuera una pieza y todas armaran una figura. La época, digamos. Después me amigué con el fragmento y dejé de creer que fuera posible (o deseable) ir tras la totalidad. El punto de quiebre lo señala para mí la serie número seis. A partir de ahí los textos representan mejor al tipo que soy ahora. Pero bueno. Más allá de mis dudas respecto de las primeras entregas (no suscribo lo que escribí sobre Miguel Grinberg, por ejemplo, absolutamente exagerado) me gustan las notas porque hablan de Charly, del Flaco, de Virus, de Fito, de Sumo, de los Redondos, de Soda, de Fricción, de Los Encargados, de Don Cornelio. Es decir, de bandas y solistas que me acompañan desde que tengo quince años y cuyas canciones dicen de mí cosas más verdaderas que las que puedo decir yo mismo. Kamikaze y Piano Bar me conocen mejor que nadie. En fin. Son cincuenta y seis notas en nueve entregas. Corregiría varias, borraría algunas, la mayoría me parece legible, dos o tres me enorgullecen. No pude resistirme a modificar un poco la puntuación de las primeras. 


I

“Los setenta fueron años oscuros, para adentro, llenos de guerra y de dolor. Las formas artísticas de los setenta fueron elegidas para mostrar esa disconformidad interna. Los ochenta son totalmente opuestos, es dejar de estar atormentados por la muerte, es pensar en positivo”. Las palabras de Federico Moura compendian, en cierta medida, una nueva sensibilidad: la que impregnó las letras y las músicas de una gran cantidad de bandas y solistas de rock argentino durante los años inmediatamente posteriores al final de la guerra de Malvinas. No se trata exactamente de una ideología (no al menos si ella presupone una coherencia estricta) sino más bien de un hábito que por aquellos años insistía en aparecer en declaraciones y canciones con una frecuencia notable, y que excede largamente el núcleo duro de lo que se llamó rock divertido. Digamos: 1982-1987. Es un periodo de tiempo corto pero muy denso. Un umbral histórico, una divisoria de aguas. “Tristeza de la ciudad / por favor no vuelvas”. Así se vivieron desde el rock aquellos años de efervescencia cultural. Hay, por supuesto, miradas menos festivas y también antecedentes notables, sobre todo a partir de 1980. Pero es difícil negar que palabras como estas de Los Abuelos de la Nada se hacen más frecuentes después de la guerra. 

Como sea, hay un par de datos que permiten entender que la famosa primavera democrática empieza para el rock antes que se abran las urnas. O mejor dicho: que el mismo rock estaba preparado para aprovechar los nuevos aires. Poco tiempo atrás, la reunión de Almendra había sido interpretada por muchos como resumen y autoafirmación de lo que entonces se denominaba el movimiento. En 1982 el Festival de la Solidaridad Latinoamericana organizado por productores, músicos y militares y la cuarta edición de B.A. Rock habían terminado de unificar el pasado. De manera grosera pero altamente significativa lo muestra el comienzo de B.A. Rock, la rocksplotation de Héctor Olivera. Todo empieza con el plano de un asado y música de armónica y guitarra acústica. Enseguida, vino tinto sobre una de esas mesas de madera que abundan (o abundaban) en los patios y jardines de las familias de clase media, un parque con hamaca y pileta y un travelling que va en busca de la fuente sonora de la música, que está ahí no más, en el garage. León Gieco, Piero, Miguel Cantilo y Raúl Porchetto - esto es, buena parte de lo que entonces era la primera plana del rock argentino - cantan “El Rey lloró” de Los Gatos. Interrumpen la interpretación. Ríen. “¡Cuántas canciones caben en estos tonos!”, dice Gieco. Y entonces los cuatro cantan, y al hacerlo editan, sin fricciones de ningún tipo, como si todo fuera continuidad, fragmentos de algunos (a partir de entonces) clásicos del rock argentino: “Amor de primavera”, “Viento dile a la lluvia”, “Solo le pido a Dios”, “Mi viejo”, “200 años”, “La gente del futuro”, “Todos los caballos blancos”, “La chica del paraguas”. Después de este prólogo empieza el desfile de músicos, los planos del público copiados de Woodstock, algunas declaraciones y el cierre con nuestros Crosby, Stills, Nash & Young. Música progresiva y música popular argentina de raíz no tradicional se convertían en etiquetas del pasado. Ganaba la partida otro nombre, que hasta entonces aparecía en los textos de manera dispersa. Las canciones y el asado lo traducen. El rock nacional había nacido. 


II

El rock argentino sale de la dictadura ileso y legítimo, listo para su institucionalización y su exportación, los dos fenómenos más significativos de la década. Se empieza a hablar entonces de la resistencia del rock, un capital simbólico que todavía hoy acompaña a León Gieco y Charly García pero que nunca se adhirió con firmeza a Luis Alberto Spinetta. En Rockología, Eduardo Berti escribe: “En la Argentina, por supuesto, también llegó la larga noche del proceso, pero el rock ya estaba fortalecido y de modo sutil se había convertido en ámbito de resistencia”. Desde la revista Pelo, Juan Manual Cibeira recibía la democracia con estas palabras: “En esa trágica instancia (la dictadura) el rock fue uno de los pocos núcleos de movilización, de convocatoria, de oposición abierta al oscurantismo y la represión”. En el prólogo de El rock en la Argentina - un libro significativo, en tanto asume la forma del diccionario - Osvaldo Marzullo y Pancho Muñoz prefieren la enumeración y su ilusión de totalidad: los músicos fueron “perseguidos, censurados, reprimidos, golpeados y temidos por la dictadura militar”. Como se puede ver, todo gira alrededor de la misma idea. Para Berti la oposición fue sutil. Para Cibeira, abierta. Para Marzullo y Muñoz, heroica. Existen modificaciones de intensidad pero no de base. Es este, sin dudas, un discurso importante para la época. Sus soportes fueron muchos. Toco & Canto, Cantarock, Rock & Pop (radio y revista), Expreso Imaginario, 220, Humor, El porteño, el suplemento de Clarín. Sin embargo, los canales de circulación y legitimación no se circunscribieron a los viejos y nuevos medios de prensa y difusión directamente relacionados con el rock. Llegaron hasta la universidad y sus congresos y publicaciones, hasta las revistas de divulgación, la radio y la tele. Pablo Vila publica un texto en Punto de Vista. La prestigiosa crítica literaria Francine Masiello dedica al rock una parte importante de su trabajo sobre la novela argentina durante la dictadura. Muñoz y Marzullo escriben un extenso artículo para Todo es historia. Eran tiempos difíciles, es cierto, pero fueron también tiempos felices para el rock argentino. Popular, legítimo, muy pronto exportable. Un verdadero Boom. Un Zas, en realidad.                 


III

“El régimen se acabó”. Soda Stereo, que se asumía como conjunto dietético pero que rápidamente ganaría peso, graba con Federico Moura como productor su primer disco en 1984. Todavía seguía la fiesta. Y duraría un poco más. Eran tiempos de “Tira para arriba”. Del lado de las bandas que ponen en juego el término psicobolche para deshacerse de un pasado musical que consideran grave y espurio llega la celebración física. Electricidad y sencillez rítmica. Es decir, ni folk ni jazz-rock. Música pop, fundamentalmente. O pep, como la de Los Helicópteros. Además, y como suele suceder en estos casos, lo nuevo se saluda con lo arcaico, porque al fin y al cabo de anacronismos se trata. Se toca twist, se toca rockabilly, algunos dicen Sandro para no decir Nebbia. Se puede ser moderno o retromoderno. Lo importante es no ser viejo. Y enlazar el presente. Como sea. Desde el otro lado se piensa más en el futuro, tal vez porque la mayoría de los músicos que lo hace tiene un pasado largo. Títulos de discos: El mundo puede mejorar (Raúl Porchetto), Contracrisis (Pedro y Pablo), La nueva vanguardia (Cantilo), El futuro es nuestro (Dúo Fantasía), Mira hacia el futuro (José Luis Fernández). 

Pero el reacomodamiento de los años 80 no es solo una cuestión de edad. El joven Fito Páez parece su propio padre, el viejo Charly García parece su propio hijo. Hay algunas mutaciones interesantes. Gustavo Santaolalla, que fue hippie con Arco Iris, toma de Elvis Costello el look que este había tomado de Buddy Holly y edita su disco new wave. Carlos Cutaia, que fue sinfónico con La Máquina de Hacer Pájaros, graba, con la colaboración de Daniel Melero Orquesta, su disco tecno. Hay también continuidades entre recién llegados y ya admitidos: Celeste Carballo, antes de convertirse al punk y grabar uno de los discos malditos de la década, compone canciones rurales, no muy alejadas de las que León Gieco cantaba en los 70. Pedro Conde hace baladas folk y canciones de protesta no tan distintas de las que Miguel Cantilo hacía diez años atrás. Y hay una síntesis que daría que hablar: Miguel Mateos, con su mirada puesta en Bruce Springsteen antes que en Devo, hace en varias canciones una especie de pop comprometido, algo que ya había intentado Punch sin tanta suerte. 

Todo un barullo. Un conflicto de velocidades. Pero si bien abundan las diferencias también es cierto que algo une a la mayoría de los discos de aquellos años, sobre todo a sus letras. Se mira el presente, se dice el futuro: ¿qué ocurrió con el pasado? El rock no podía ser ajeno a Malvinas, no podía ser ajeno a la dictadura. Las canciones sobre estos temas no son pocas, al menos durante los primeros años, porque ya en 1985 Los Violadores cantaban (¿a quién?: ¿a la sociedad argentina o a los músicos de rock?): “En el 70 pedían por la paz / y en la oficina ahora están / En el 82 quisieron guerra / y hoy no quieren ni oír hablar de ella”. No se ha olvidado, no. Pero la historia que llevó a Malvinas está terminada, aún más desde que las elecciones ocupan la agenda política del país. Esa es la fiesta. Dentro de ella se pueden grabar canciones diversas, se puede discutir, se puede asumir el rol de pastor new age y cantar “Manso y tranquilo”, el de joven serio y cantar “Viejo mundo” o el de saltimbanqui y cantar “Dietético”. Pero todos se mueven en la misma estructura de sentimiento: el pasado reciente queda muy lejos. Parece indudable: la celebración democrática convierte la cercanía cronológica en distancia anímica. Para el rock argentino, la elaboración del duelo es automática, casi sin etapas, como si solo se experimentara su fase triunfante. Mientras se desarrollaba el juicio a los militares, Los Twist cantaban “Pensé que se trataba de cieguitos”. Justicia y diversión. Con la democracia se come, se educa, se cura y se baila. El tiempo – por lo visto - ya no estaba fuera de sus goznes.


IV

Los años 80 tienen una de sus zonas densas alrededor del verbo bailar. Hay que buscar en el archivo las apariciones de esta palabra, o de alguna de su familia, antes que Virus invitara a mover el esqueleto con su Wadu Wadu, pero es probable que sea inusual, especialmente durante los años en que la música disco fue identificada como el enemigo y Travolta recibía el célebre tomatazo de Expreso Imaginario. Los verbos del rock eran otros. A manera de hipótesis: para el espacio, caminar, correr, volar. Para el tiempo, crecer. Para la música, escuchar. Tal vez sirva como primera aproximación esta estadística un poco apresurada. De todas las canciones que García grabó antes de Yendo de la cama al living solo ocho registran el uso de la palabra en cuestión (“El show de los muertos”, “El tuerto y los ciegos”, “Por probar el vino y el agua salada”, “Llorando en el espejo”, “Rock and roll”, “No llores por mí, Argentina” y “Cómo mata el viento norte”). De todas las que grabó Spinetta antes de Bajo Belgrano, solamente cuatro (“Nena boba”, “Cristálida”, “Que ves el cielo” y “Mestizo”, cuya letra pertenece en realidad a Molinari). Ninguna de ellas, además, conjuga el verbo en primera persona, aunque una – “Cómo mata el viento norte” – remite la acción a quien la dice por medio de un posesivo: “Mi pequeña almita baila de alegría”. 

Muy distinto es el asunto en los años ochenta, década a la que García y Spinetta no ingresan de manera simultánea. Tomemos el año 1982 como referencia. El año de Yendo de la cama al living y Kamikaze. Hay varias señales de sintonía con los nuevos tiempos en el debut solista de García. Por ejemplo, el beat de la canción que le da nombre. O la mención a Sandinista!. Y hay también líneas evidentes de continuidad, algo muy común en sus discos de los 80, nunca completamente desligados de su pasado. Pero la representación del baile es nueva. 1982 es justo el momento del cambio. En “No llores por mí, Argentina”, editada como parte del disco en vivo de Serú Girán, García canta, como si todavía hablara en él la lengua de Grasa de las capitales: “Entre lujurias y represión / bailaste los discos de moda”. Asunto frívolo, impuesto por los medios de comunicación de masas, relacionado con Fiebre del sábado por la noche, ese baile es el pasado. 

En Yendo de la cama al living las cosas son distintas. “Yo no quiero volverme tan loco”, que García estrenó cuando Serú Girán no se había separado todavía, opone a la muerte y la abulia social la música, la fiesta y su síntesis: el baile. No es casual que sea el beat de un tambor el estímulo - público, en tanto viene de afuera, y vital, en tanto lleva a la pregunta por la muerte anímica– que el personaje recibe al principio, y no es casual, por supuesto, que la conclusión adquiera la forma del carpe diem: “En Buenos Aires se ve que ya no hay tiempo de más / la alegría no es solo brasilera”. Antes, un deseo: “Yo quiero ver muchos más / delirantes por ahí / bailando en una calle cualquiera”. Se trata de la representación de una libertad a la vista y no trascendente, opuesta al temor de la agresión inglesa de “No bombardeen Buenos Aires” y al autismo doméstico de “Yendo de la cama al living”. Este baile es el presente y un año después, con Clics modernos, García escribirá uno de sus manifiestos. También “Superhéroes” habla de esto. Como en “Yo no quiero volverme tan loco” el baile sucede fuera de casa. Pero no es en “cualquier calle” sino en un lugar específico (“aquí”) donde se puede mover un poco el cuerpo. Es sin dudas un recital: “Por eso estamos aquí / tratando que se muevan estos pies / bajo la luz / tocando hasta el amanecer”. Con esta perífrasis, García se incluye finalmente en la acción de bailar, y la dirige sobre su cuerpo, no sobre su alma. Dicen algunos que el año anterior, después de tocar “Mientras miro las nuevas olas”, había gritado: “¡Viva Virus!” 

Spinetta no hubiera gritado eso. Kamikaze parece haber sido hecho contra el presente. Es, en realidad, un disco contra el tiempo. Pese a que sus canciones pertenecen a distintas épocas posee una coherencia que, sin ir muy lejos, no tiene Bajo Belgrano, su disco inmediatamente posterior. Acompañado básicamente de guitarra acústica y piano, Spinetta reúne una colección de temas que no deberíamos dudar demasiado en llamar místicos. “La aventura de la abeja reina” – una canción narrativa de al menos cinco años de antigüedad – cuenta, a manera de épica espiritual, la experiencia de una abeja que, de acuerdo con los núcleos tradicionales de estos relatos, sale de su tierra, atraviesa una prueba y retorna a su lugar de origen con el mayor de los tesoros: el conocimiento de sí misma. “Águila de trueno” habla de Tupac Amaru de una manera que no gustaría a los revisionistas. El desmembramiento del Inca se describe dolorosamente, pero a Spinetta parece importarle otra cosa: su constitución en líder espiritual de su pueblo: “Este cuero ya se agota / pero no mi fe”. La canción no dirige su atención solo a lo que le hacen a Tupac Amaru sino también, y sobre todo, a lo que Tupac Amaru puede hacer ahora que la historia ha pasado sobre él: juntar su cuerpo y responder por los suyos. “Barro tal vez” – una canción anterior a la formación de Almendra – trata también de la pérdida de la unidad corporal y de la búsqueda de una unidad nueva. Pero esta vez el tema es el arte. “Ya lo estoy queriendo / ya me estoy volviendo canción”, dice la letra. Y también: “He de fusionar mi resto con el despertar”. Quien canta se disuelve en su obra o en el origen. Regresa, tal vez (Spinetta merece la gloria por este adverbio) al tiempo anterior a toda historia, a la materia anterior a toda forma. Del despojamiento del cuerpo, de la suspensión del pensamiento, de la ascesis artística, del abandono de lo inesencial. De esas cosas, y de la calma, trata este disco. Kamikaze no se puede bailar. 


V

“Personalmente, me siento muy bien, me estoy comenzando a sentir cada vez mejor con respecto a mi música. Me siento muy tranquilo porque, cada día que pasa, tengo la necesidad de refinar cada vez más mi música, mi lenguaje, para darle algo mejor a la gente. Aunque, finalmente, termine haciendo conciertos para veinte o treinta personas, sé que estaré tratando de aproximarme a lo que yo considero es una obra de arte, y no tratando de domesticar a la gente para la impotencia”. Así pensaba Spinetta en 1977, cuando el jazz se convirtió en su modelo musical. A 18’ del sol es su primera muestra, y los discos de Jade las siguientes. También decía cosas como esta: “Quiero conocer a Dios. Quiero hacer mi música para el espacio, para los planetas. Me resisto a pensar que tengo que cumplir una misión para los hombres y chau”. No es extraño que, midiendo todo con las reglas de este discurso, a comienzos de los 80 Spinetta mirara con desconfianza la llegada del pop bailable que Virus traía al país. “Tengo que aprender a volar entre tanta gente de pie”, cantaba en “Canción para los días de la vida”. Y de ese vuelo, justamente, hablará Spinetta unos años después, al comentar la edición de Bajo Belgrano, el tercer disco de Jade. “Hay un Spinetta medio raro que describe la realidad de una forma directa, bien contante y sonante; alejado de ese otro Spinetta que mucha gente critica como evasivo porque siempre está hablando del ‘espacio sideral’”. Separado de todo lo que oliera a sociedad, Spinetta, arrogante, declara primero su decisión de seguir el camino del arte y atender solo a sus reclamos, íntimos o interplanetarios. Tiempo después graba un disco que responde a cuestionamientos que vienen de fuera de su mundo privado.

Pero sus críticos no son solamente “mucha gente”. Tienen nombre propio, hacen música y escriben canciones en su contra. De acuerdo con el modelo de rechazo violento y triádico que The Clash utilizó en su canción “1977”, Los Violadores escriben “Viejos patéticos”. Los referentes impugnados no son Elvis, los Beatles y los Stones sino Porchetto, Pastoral y Spinetta: “Basta de hospicios, Betos y cósmicos / Es todo viejo viejo  / viejo viejo viejo”. Peor aún es la venenosa intervención de Virus. En Recrudece, uno de sus discos-manifiesto, un verdadero panfleto moderno, “Caricia azul o si no soledad carmesí” se burla de la lírica de Spinetta tomando como modelo “Muchacha ojos de papel”: “El alba es mermelada / ¡Dame pan! / Tus pies son de almohada, nena / ¡Qué calor! / Tus caricias son azules / ¡Me manchás!” La parodia literaliza las metáforas y pone en primer plano el mecanismo de una escritura que se considera atrofiada. Se trata de un momento de autoconciencia para el rock argentino y Virus es la banda más preocupada por retrazar el mapa heredado. Bajo Belgrano es, entonces, una respuesta y un disco que se dice diferente de los otros. Lo es, sin dudas, pese a que las cantidades lo niegan. En efecto, la mayor parte de las canciones continúa el estilo habitual de Spinetta: “Vida Siempre”, “Era de Uranio”, “Viaje y epílogo” manifiestan más puntos de continuidad que de ruptura. La delicada “Vida siempre”, por ejemplo, con sus escobillas y sus rodeos semánticos, dice lo que el álbum supuestamente niega: “Las noticias no penetran aquí”. Sin embargo, título, tapa y declaraciones ponen de relieve dos canciones, y la dedicatoria a las Madres de Plaza de Mayo, una tercera. Las primeras son “Canción de Bajo Belgrano” y “Resumen porteño”. La otra, “Maribel se durmió”. 

Elementos urbanos se suceden en “Canción de Bajo Belgrano”, una mirada fragmentaria (o de caleidoscopio, como dice la canción) que recupera el motivo del hombre solo en la multitud. “Maribel se durmió”, por su parte, es uno de esos desafíos vocales que cada tanto Spinetta se pone a sí mismo. No dice nada que pueda relacionarse con las Madres sin la ayuda de algún paratexto pero la dedicatoria es un indicador de su relativamente nuevo interés por el espacio público Pero el tema más importante del disco es “Resumen porteño”. Como en “Era de Uranio”, Spinetta trabaja acá con tres personajes. Pasa que mientras unos se mueven en territorios más bien oníricos, los otros lo hacen en contextos cotidianos. El mandarín, la vieja bailarina absurda y el cantautor se oponen de manera clara a Cacho, Águeda y Ricky, preocupados por asuntos como la colimba, la dieta y la pesca. El mismo título señala esta diferencia: se trata de un resumen y por lo tanto de una parte de la totalidad que se cree representativa. Por supuesto, el pacto realista que la canción solicita no carece de inconvenientes, pero es evidente que Spinetta sale de su acostumbrado espacio poético. La canción concluye con el afectado estiramiento de las últimas vocales de una frase muy afortunada: “Usualmente / solo flotan cuerpos a esta hora”. Ese “usualmente”, que vuelve rutinario lo que debería ser extraño, es otro adverbio exacto. 

“Camafeo” fue el corte de difusión de Madre en años luz, el último disco de Jade. Un beat insistente, una batería electrónica, una melodía adhesiva y una frase musical que puede ser tarareada. Casi un tema pop. Spinetta sigue con el oído abierto. No es el cuestionamiento de sus letras sino el sonido de sus contemporáneos lo que ahora  escucha. En diciembre de 1985 - después de su frustrada experiencia con García - graba Privé, una de las obras maestras más extrañas de la década. Enamorado de las nuevas tecnologías, Spinetta no se cansa de explicar en cada reportaje qué es un sampler, qué es un MIDI, cómo logró el sonido junto con Mariano López, cómo la gran mayoría de los temas están compuestos en un tempo altísimo, cómo sus letras se volvieron más directas. “La pelicana y el androide” es una historia de reconciliación entre naturaleza y técnica que Spinetta habría rechazado unos años antes. “Como un perro” incluye casi psicodélicos piropos de esquina de barrio. “No seas fanática”, con su estribillo memorable, pone en cuestión una vez más a sus oyentes. Pero la novedad del disco se concentra en “La mirada de Freud”, una canción que pone a Spinetta en el corazón de los años 80. Como si respondiera a su propia historia y a su imagen pública – si es que tales cosas son separables – el Flaco canta estas palabras: “La mirada de Freud / se inmiscuye en mis asuntos / Yo solo quiero bailar”. Ese verbo en primera persona, cuatro años después de Yendo de la cama al living, es también un aterrizaje, tanto como la letra de “Resumen porteño” lo fue un poco antes. Por aquellos días Spinetta le decía a Clarín: “A mí un grupo como Virus me ha dado una lección de música: lo negué tanto intelectualmente que cuando me abrí en serio a escucharlo me voló la cabeza. Me hizo entender toda su belleza. Esa es la única vía de crecimiento que es perenne. Abrirse como una flor y dejarse regar por lo nuevo”. Tal vez los hermanos Moura fueran entonces a su discoteca, tomaran el segundo álbum de Jade, buscaran su última canción y escucharan, seguramente felices, aquello de “Nunca me oíste en tiempo”. Por supuesto, Privé se puede bailar.