miércoles, 17 de febrero de 2016

Notas sobre el rock argentino en democracia (segunda parte)


por José Miccio

VI

[viene de acá] Virus llegó temprano a la fiesta y se retiró un poco antes. Sus tres primeros discos repiten de manera obsesiva las consignas de su hedonismo libertario. Los siguientes prefieren el relax, la hipnosis, el reposo del que baila ahora lánguidamente. El viaje musical que lleva de Wadu Wadu a Superficies de placer es el que va del movimiento frenético y la breve descarga eléctrica a la danza narcótica y el más extenso desarrollo de la canción pop. Hasta su arribo, en Argentina la new wave existía en las tapas de algunos vinilos y en las declaraciones de algunos músicos y periodistas. Corbatas finitas y pelo corto aparecen en las portadas de tres discos de 1980: Merlín, de la banda homónima, Metegol, de Raúl Porchetto, y Adonde quiera que voy, de Punch. Wadu Wadu fue cruel con todos ellos. Su sonido y sus letras dan asilo a la palabra moderno, que circulaba entonces alrededor de esas otras bandas. Visto así, no deja de ser dramático que el cambio que Porchetto muestra entre Mundo y Metegol, el que Montesano y De Michelle muestran con Merlín en relación con sus bandas anteriores, Crucis y Pastoral, y el que muestra Cantilo entre Adonde quiera que voy y sus proyectos con Pedro y Pablo y el Grupo Sur tengan, hoy por hoy, sabor a casi nada si se los compara con lo que el debut de Virus significa para todo el rock argentino. Y sin embargo, en un ambiente cuya trama sonora e iconográfica no vivió el sobresalto punk, durante un tiempo fueron escuchados como si algo del futuro, deseado o no, resonara en ellos.

Pero es con Virus que las cosas cambian. Se vuelven pose y glamour, ambigüedad y desparpajo. Es conocida su experiencia en el festival Prima Rock de 1981. Wadu Wadu aún no se había editado, y en un programa que incluía a Spinetta Jade, Nito Mestre y Pedro y Pablo las probabilidades de que su música, desconocida, fuera bien recibida se reducían a cero. La banda tocó ahí diecisiete temas en veinte minutos y recibió como premio una lluvia de naranjas. “A ver si levantan esos culos y bailan un poquito”, dijo Federico Moura. Lo mismo decían sus canciones, siempre sensibles a las marcas de tiempo: “Hoy es tiempo de recuperarse, / de encontrar algún lugar, / de vivir un ritmo diferente / a toda velocidad” (“A mil”). “Lo que ayer estaba bien / mañana estará mal / no es fatalismo / es actividad” (“Sorprendente”). A pesar de esto, Virus estuvo bastante lejos de ser una banda incomprendida. Fue, sí, una banda por un tiempo inaceptable, pero contó con el apoyo de la mayor parte de una prensa especializada que había escuchado algunos discos y, sobre todo, había visto un año antes a The Police en Obras. No fue la soledad, como la historia de Prima Rock dio a entender a veces, la compañera del joven Virus, aunque es cierto que su éxito masivo tendría que esperar todavía algunos años.

Excepto una nota publicada por Sibila Camps en la revista Humor – y que fue una y otra vez contestada por la banda – las menciones al grupo de los hermanos Moura fueron siempre elogiosas. Pan caliente, Expreso Imaginario y Pelo dijeron sí de manera inmediata. No tardó Charly García en hablar bien del grupo y no se demoró tampoco el ingreso a escena de muchas otras bandas que serían sus aliadas en la tarea de hacer que los cuerpos se movieran con regocijo. Con su bella “Mundos in-mundos”- de letra amiga de Syd Barrett y música aún ligada a arreglos de jazz-pop - Miguel Abuelo decretó enseguida el fin de la oposición entre serio y frívolo al unir en una enumeración los verbos que se pretendían antipáticos: “Bailen. / Salten. / Piensen. / Quién es quién. / Toquen. /  Sed felices”.


VII

A diferencia de lo que sucede en Inglaterra, en Argentina las cosas del rock no se sacuden por el punk sino por la new wave. Sin embargo, al menos una persona no estaría de acuerdo con esto. En 1977 Hari B, futuro guitarrista de Los Testículos y Los Violadores, publica en Pelo el siguiente aviso: “Les tengo que informar que el punk en Argentina existe porque yo estoy aquí y lo soy. Todo comenzó con el viaje que hice a Londres en diciembre pasado. Ahora ya todo está en marcha. El 2 de marzo hicimos un recital bien punk donde tocamos rock and roll (entre ellos el tema de Batman en versión The Jam)”. Se trata de la más extrema versión del do it yourself de la que se tenga memoria. Como un Luis XIV del rock, Hari B dice “el punk soy yo” y realiza el movimiento en el mismo acto de nombrarlo. La felicidad histórica de una declaración como esta es imposible, pero la convicción con que se dice es suficientemente curiosa como para darle algo de crédito. Digamos, entonces, de manera más neutral, que en Argentina se edita un disco new wave antes que un disco punk. Más interesante que esta inversión cronológica resulta el tema del viaje, que es a la vez la posibilidad de lo nuevo y una marca de clase. Bien burgués, el punk argentino nace porque alguien recién llegado de Inglaterra así lo decide.

No conviene olvidar que hasta los años 80 (y más todavía) el rock argentino tenía las dimensiones de una aldea y recibía las novedades que llegaban del exterior con cierta desconfianza, como si la información no fuera del todo inteligible. No siempre sucedía así, por supuesto, pero para un negocio pequeño la promoción de nuevas bandas no era prioritaria. En el trienio 1978-1980 no se editaron más de sesenta discos. Cuando, con Malvinas como una de sus causas, la demanda creció y un grupo de productores se dio cuenta de que el mercado quería rock, las cosas se modificaron radicalmente y decenas de nuevos músicos grabaron sus primeros discos. En el trienio 1982-1984 se editaron alrededor de doscientos treinta álbumes, es decir, cuatro veces más que en el periodo considerado antes. Las cifras deberían revisarse, pero, más allá de posibles errores, esta fue la línea general. En un contexto así, rentable, es comprensible, por una parte, la multiplicación de empresas grandes o pequeñas destinadas a vender bienes asociados al rock (radios, revistas y pubs, fundamentalmente) y, por otra, las dudas de quienes, con treinta años o más, sentían que entre contrato y contrato, entre baile y baile, se esfumaban las viejas ideas contraculturales que – ciertas o no, esa es otra historia - los habían acompañado hasta entonces. De todos modos, no parecía haber consenso en este punto, porque las declaraciones de aquellos años oscilan entre la letanía por esa magullada ética de la no reconciliación y la celebración por un presente venturoso que todos consideran merecido. También Hari B graba entonces su disco debut con Los Violadores. Para el segundo, sin embargo, ya no formaba parte de la banda. Como si fuera poco, meses después un italiano recién venido lo retrata así en estos versos perpetuos: “Un pseudo-punkito / con el acento finito / quiere hacerse el chico malo; / tuerce la boca, / se arregla el pelito, / toma un trago / y vuelve a Belgrano”. No siempre Fortuna acompaña a los pioneros.


VIII

Como expresión feliz de una plenitud al menos momentánea, bailar es la palabra que dice el sexo y el juego en la extraordinaria “Sin disfraz”, una canción que Virus grabó en Locura. Esta es su letra: “A veces voy / donde reina el mal, / es mi lugar, / llego sin disfraz. // Por un minuto / abandono el frac / y me desnudo / en lo espiritual, / para amar. // Como si fuera mentiroso y nudista, / en taxi voy / Hotel Savoy y bailamos. / Y ya no sé si es hoy, ayer / o mañana. // Fue ayer, persiste el olor / de esa piel morena y sensual, / perfumada. // Y hoy me visto / demodé y normal, / no me preocupa / parecer vulgar”.

Se trata de una canción que, entre sus elipsis, narra casi en secreto una historia: la de un burgués que decide en ocasiones suspender el tiempo y las pautas de su vida cotidiana y acceder, como un dandy, al ensueño casi cinematográfico de una sexualidad prohibida. Las marcas de tiempo permiten reconocer una secuencia clásica. En primer lugar, el viaje, físico y moral, hacia el hotel donde tiene lugar la cita. Luego el desarrollo de la misma, resumido en dos trazos. Por último, el retorno a los hábitos sociales considerados normales. La experiencia - radiante, epifánica - vive en el paréntesis. Su tiempo es el de la embriaguez, el de la sucesión en ruinas. Pero sus efectos, aunque leves, permanecen todavía después, una vez que la cronología ha recuperado su compostura, en el olor que permite el recuerdo y la continuación no traumática de las tareas de siempre.

Los tres momentos narrativos se organizan también en relación con la ropa: el acto de desnudarse, el estado de desnudez y el acto de vestirse. También acá se puede observar lo que dejó el placer. Al comienzo, el frac constituye, por excesivo, la parodia de una vida formal. Luego, la desnudez del cuerpo, también ella mayúscula, alcanza al espíritu, que se despoja así de toda culpa y se prepara para el éxtasis. Finalmente, las hipérboles se abandonan y el vestuario ya no es, por presencia o ausencia, desmedido: es sencillamente estándar, “demodé y normal”. Se trata sin dudas del mejor de los disfraces. Y de su aceptación estratégica. En este sentido, la canción es la historia de una sesión de sexo que no difiere mucho de una de psicoanálisis o de consumo controlado de drogas o de Virus en vivo. Tiene que ver con una estética del artificio antes que con una ética de la diferencia. Por eso es que hay otros disfraces. A fin de cuentas, la desnudez no resulta una metáfora de la verdad sino una condición para desplegar el juego de los caracteres, para ser a la vez “mentiroso y nudista”. En una experiencia así, de mentiras sinceras (es decir, de ficción), toda regla es contingente, de ahí que desnudarse sea disfrazarse. El fantasma de Oscar Wilde habita en esta letra y en la voz, nunca tan resistente al comentario, de Federico Moura. Manuel Puig habría amado esta canción.


IX

Y esta le habría gustado a Roberto Arlt. “La rubia tarada”, de un costumbrismo de aguafuerte, es una canción de personajes. El colchón de conversaciones del comienzo y las primeras frases sirven de panorámica: “Caras conchetas, / miradas berretas / y hombres encajados en Fiorucci. / Oigo “dame” y “quiero” y “no te metas”, / “¿te gustó el nuevo Bertolucci?”. Después, los primeros planos de la rubia y el punkito. Por último, y como cierre ideológico, el hastío y la afirmación de cuatro alternativas: el boliche de la esquina frente a la disco, la ginebra frente a la merca, la gente despierta frente al caretaje y la Argentina popular frente a la pequeñoburguesa. El rock barrial de la los años 90 tiene acá sus fundamentos. Su ética, su épica y hasta su metafísica se despliegan desde este lugar. No así su estética, que buscará referentes diversos.

Tal vez Nada personal sea el disco de tres de las personas que cuchichean en New York City antes de que Luca empiece a cantar. Pero lo que desde afuera es sátira, es drama desde adentro. En el disco debut de Soda Stereo Cerati había cantado como tantos otros su manifiesto (“Depresiones, confusiones. / ¿Hasta cuando seguirán esas canciones?”), había constatado la nueva velocidad de las cosas (“Rápido, / que pierdo el tren. / Rápido / que ya aumentó. / Rápido / la información. / Rápido,  / ¿qué día es hoy?, / ¿qué día es hoy? / No sé, mi amor, / no tengo idea dónde hay aire para respirar”) y había identificado algunas costumbres - el régimen y el fetichismo de la televisión, por ejemplo – como alienaciones. Pero en esto último el más moderno de los músicos modernos era lo suficientemente ambiguo como para que nadie supiera muy bien cuánta convicción y cuánta ironía había en afirmaciones como “Somos un conjunto dietético” y “Yo quiero ser del jet-set”. Con Nada personal, Cerati abre su espectro musical y amplifica los contenidos relacionados con las dificultades del contacto humano. “Comunicación sin emoción” es lo primero que canta. “No siento nada / nada personal” es su primer estribillo. Es característico que este extrañamiento afecte también al verbo de la década.

Efectivamente, lo que es cielo y libertad en “Sin disfraz” es prisión e infierno en “Danza rota”. El escenario de la canción es una disco, y la angustia la experiencia de su personaje. El cuerpo del que baila es agredido (“Las luces me queman la cara”, “Aquí estoy, resquebrajándome”, “Se van cayendo mis ligamentos”), su felicidad es un simulacro (“Soy una mueca absurda / fingiendo diversión”) y la vigilancia es el relevo de la libertad (“Hay anarquía en mis movimientos / y al mismo tiempo alguien los controla”). Mecánico y despiadado, el baile es esta vez el lugar de la opresión, una imagen que no abunda en esos años y que volverá poco después, aunque con diferencias importantes, en “Enjaulados”, una de las maravillas del segundo álbum de Fricción. Pero Cerati es menor cruel que Coleman. Y como en la canción pop la esperanza vive mejor en el estribillo que en la estrofa, y mejor aún en la segunda persona que en la primera, así aparece representada acá: “Yo no puedo ser libre sin vos. // Dame, / dame una pista, / algún rastro para hallarte. / Estoy bailando una danza rota, / quisiera escaparme”.

Esta canción, la cuarta de Nada personal, se baila en  lugares similares al que alude su letra y se canta en primera persona y en tiempo presente. El cuadro que se obtiene es curioso. O se es feliz bailando mientras se niega serlo, o (vieja paradoja) se es un mentiroso mientras se reconoce estar mintiendo. No hay manera de deshacer este nudo, y es probable que Cerati se complaciera de haberlo atado así. Canción sádica y cínica, “Danza rota” pide la elaboración de un monstruo conceptual: el baile crítico. Carlos Solari no pedía algo muy distinto cuando cantaba en Gulp! aquello de “Voy a bailar / el rock del rico Luna Park / y atomizar / la butaca y brillar / como mi héroe / la gran bestia pop”. De hecho, él mismo dijo una vez: “El rock es un pensamiento crítico bailado”. Por lo pronto, después de sus rastros y sus pistas, Soda Stereo, que gustaba de la semiología, llegaría a Signos.


X

Es tentador ver en el rock argentino de estos años una historia: la que lleva de la felicidad al desconsuelo y de la calle al hogar. Su inicio y su desenlace se pueden establecer de distintas maneras. Con los títulos de algunos discos, por ejemplo. Por un  lado, Empezar a vivir,  Mi voz renacerá y Canto de la ternura . Por el otro, Nadie sale vivo de aquí, Bang bang estás liquidado y Téster de violencia. Sin embargo, es posible que, de existir, esta historia se observe mejor en las modificaciones de sentido que sufre el verbo bailar, ese verdadero obelisco de los años 80. Cielo y techo, calle y casa, libertad y reclusión: estos tres pares de opuestos aparecen con claridad en dos canciones de 1986: “Bailando en las veredas” de Raúl Porchetto y “Mi sombra en la pared” de Miguel Mateos. Esto dice la primera: “Hoy yo me quedo bailando en las veredas, / dando vueltas, / saltando hasta las estrellas”. Y esto dice la segunda: “Llegando a casa estoy / y sé que todo será igual / Ir a mi habitación / subir la radio hasta explotar (…) Bailo / bailo hasta caer / con mi sombra en la pared”. Además del contraste señalado, el interés de ambos temas radica en su fecha de edición, porque esta coincidencia asegura un cambio progresivo: habría una figura residual (la felicidad en público) en el baile de Porchetto y una figura emergente (el desconsuelo en privado) en el baile de Mateos. Dotada de una dimensión sociohistórica esta sería, a fin de cuentas, una gran historia: la de cómo la primavera democrática se derrumbó o la de cómo una sociedad que había roto los lazos que la unían con un pasado atroz descubre que la serpiente ha dejado algunos huevos en el tiempo nuevo. Las figuras del encierro y la alienación que abundan en las canciones de los últimos años de la década serían, entonces, las que corresponden a un tiempo que encuentra de manera inesperada una experiencia que sintetiza las anteriores en las formas del individualismo y el autocastigo. Si la paranoia y la soledad dicen el régimen totalitario y la alegría y el baile dicen la fiesta democrática, entonces ahora es tiempo de moverse en jaulas o de tropezar con enemigos en el espejo.

Pero esta historia es una ilusión. Una línea tan estricta como improbable. Se trata de un ensueño retrospectivo, de la atribución a una época de conjeturas elaboradas con posterioridad. Desde este punto de vista, las leyes de Punto Final y Obediencia Debida, que se han interpretado, no sin razón, como el otoño alfonsinista, señalan en realidad solo el primer acto de un drama de descubrimiento cuya duración se extiende al menos por quince años (los indultos de principios de los años 90 constituyen el segundo y la crisis neoliberal de 2001 el último). Recién entonces se tomarían en serio los comentarios que las ruinas de la izquierda hacían durante los felices años de la joven democracia. Eran esas voces anacrónicas y desautorizadas, que insistían en denunciar la dependencia de los organismos internacionales de crédito y el persistente imperio de la última dictadura militar en la vida de los argentinos. Visto así, la sospecha de que había continuidad entre el país de los últimos años del menemato y el de la dictadura contrasta de manera notable con esa experiencia de lejanía que el fervor eleccionario suscitó cuando el tiempo posmalvinas parecía representar el definitivo arribo del país a la tan ansiada madurez social. Patria o muerte es tal vez el único disco de rock que inscribió en su  sonido un nivel de malestar que nada tenía que ver con los juegos románticos y decadentistas que llevaban adelante los grupos que habían descubierto hacía poco a The Cure y a Siouxie, a Bauhaus y a Talking Heads, a Joy Division y a Echo and the Bunnymen. Don Cornelio contestaba entonces a su álbum anterior, de mezcla clara y distinta, y a su contexto social inmediato, de pascuas tristes y endebles, con un título que no por azar reponía, en forma desviada, una lexía de los años 70. Pero entonces todo esto era literalmente inescuchable. Como si Patria o muerte no hubiese sido parte de una década que, sin embargo, tuvo en él un documento, un monumento y un testamento temprano.

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