La revolución I
Lo que aquí trataré de caracterizar bajo el concepto de “revolución copernicana” excede una innovación puntual en el campo de los cálculos astronómicos –por importante que fuera, y sin duda lo fue-. Como mera innovación astronómica la pensaba el hombre que le da su nombre a este proceso, el polaco Nicolás Copérnico (1473-1543), en su obra De revolutionibus. El se proponía incrementar la precisión y la sencillez de la teoría astronómica vigente adjudicándole al Sol la función cosmológica que hasta entonces se le había adjudicado a la Tierra: que fuera el Sol el que ocupara el centro del universo. Una visión heliocéntrica del universo sería más precisa y elegante –conjeturó Copérnico- que la visión geocéntrica que la cultura europea había heredado de los griegos.
Aunque hoy pueda sonarnos raro, la demanda directa para producir una reforma en los cálculos astronómicos provino de la propia Iglesia Católica. Desde el siglo XIII se habían multiplicado las propuestas para reformar el calendario juliano (que había sido instaurado en el año 46 AC y llevaba ese nombre en honor al emperador Julio César). La necesidad de esta reforma, eminentemente práctica, respondía al desarrollo de las actividades económicas en las ciudades europeas renacentistas: había que establecer un calendario capaz de computar las fechas de manera unívoca y precisa, para organizar la vida administrativa y los intercambios comerciales, bancarios y bursátiles. Estas actividades eran de creciente importancia en la nueva sociedad que se estaba delineando. Pero la complicación e incongruencias de los cálculos astronómicos basados en el modelo geocéntrico conducía a una enorme confusión en la fijación la duración exacta del año. Por eso la Iglesia asumió la iniciativa de encargarle a Copérnico que asesorara al Papa en esta materia. Copérnico rechazó esta oferta inicial y sugirió en cambio que el diseño de un nuevo calendario se postergara hasta que los cálculos astronómicos se encaminaran por una vía más precisa, segura y elegante:
“En primer lugar, es tal su inseguridad acerca de los movimientos del sol y de la luna que no pueden deducir ni observar la duración exacta del año estacional. (…) Finalmente, en lo que respecta al problema principal; es decir, la forma del mundo y la inmutable simetría de sus partes, no han podido ni encontrarla ni deducirla. Su obra puede ser comparada a la de un artista que, tomando de diversos lugares manos, pies, cabeza y demás miembros humanos –muy hermosos en sí mismos, pero no formados en función de un solo cuerpo y, por tanto, sin correspondencia alguna entre ellos-, los reuniera para formar algo más parecido a un monstruo que a un hombre”. (Prefacio de Copérnico a De revolutionibus, “Al Santísimo Padre, Papa Pablo III).
La respuesta de Copérnico a la demanda de la Iglesia es que no resultará posible calcular un nuevo calendario sobre la base de una astronomía llena de anomalías. Primero hay que componer una nueva astronomía y de ahí se derivarán los cálculos precisos de la duración del año. La objeción que Copérnico le hace a la astronomía vigente es su falta de armonía: el modelo geocéntrico había sido heredado de la antigüedad griega, y los matemáticos durante muchos siglos trataron de reformularlo y corregirlo en sus aspectos parciales, con la finalidad de “salvar las apariencias” de las trayectorias visibles de los astros. Pero eran tantas las reformas que se habían superpuesto, tantas las modificaciones ad hoc que se habían introducido para mantener la tesis principal de que la Tierra estaba fija en el centro del universo y que el resto de los astros, incluido el Sol, giraban en torno a ella, que la figura resultante de esa superposición de correcciones asemejaba a un monstruo carente de belleza. Copérnico estaba convencido de que la astronomía no soportaba más reformas parciales que no se animaran a revisar las bases mismas de la concepción entonces vigente. La sencilla conjetura que él proponía para empezar a construir una nueva astronomía más armónica, a partir de la cual sería posible diseñar el nuevo calendario, era nada menos que, en lugar de suponer que la Tierra está en el centro del universo, esa posición podría ser adjudicada al Sol. Entiéndase bien: Copérnico lo proponía a título de conjetura fructífera y no como una certeza irrefutable; porque de lo único que él decía estar seguro es de la imposibilidad de seguir reformando un esquema geocéntrico maltrecho.
Conviene señalar aquí una serie de sugestivas paradojas. En los siglos XV y XVI de nuestra era en Europa existía una cosmovisión asentada a lo largo de siglos que no provenía de las Escrituras, que la Iglesia no había formulado originalmente, sino que, desde la posición de poder que la Iglesia ocupaba en esa época, había adoptado de las antiguas civilizaciones helénicas y helenísticas (los “paganos”). Nunca, ni siquiera en sus orígenes griegos, esa cosmovisión que ubicaba a la Tierra en un centro alrededor del cual gira el universo entero estuvo a salvo de críticas por sus predicciones fallidas y por los movimientos estelares inexplicables; en suma: de sus anomalías. Durante siglos estas fallas mantuvieron preocupados a los expertos, pero no habían llevado a la astronomía a cuestionar su base geocéntrica. Siglos después, una necesidad de orden puramente práctico empuja a la propia Iglesia a encargar un nuevo calendario. Y ese pedido va a desencadenar en Copérnico una idea de novedad inaudita que, cuando se tomara en serio, iba a derribar la cosmovisión vigente y a obligar a construir otra nueva, el heliocentrismo. Caducaría así la totalidad del saber tradicional y, con ello, la confianza en la tradición como fundamento del saber. Más aún: si la propuesta de Copérnico se tomaba en serio, la Iglesia debía admitir que las doctrinas que enseñaba en sus universidades podían ser erróneas y, por ende, su autoridad era pasible de cuestionamientos. Si la Iglesia admitía eso, minaba el poder que a través de varios siglos había acumulado.
Una conmoción involuntaria: para resolver un problema profano, el del calendario que ordena las transacciones comerciales, se acude a un experto a cuyo sentido estético le repugna el desorden reinante en los mapas astrales. Ni la Iglesia ni Copérnico se proponían conmover los pilares del saber europeo ni dar a luz un nuevo concepto del saber: más bien respondían a propósitos contingentes. De hecho, el De revolutionibus del título del libro de Copérnico no encerraba ningún propósito revolucionario, sino que hacía alusión al movimiento cíclico de los astros. Pero había algo en el clima de la época por un lado, y en la consistencia propia del saber (o, mejor dicho: en su inconsistencia) por el otro, que empujaba a una revolución ya no solo planetaria, ni acotada al campo de los cálculos astronómicos. Se estaba configurando una revolución en el sentido más político del término. La sociedad estaba lo suficientemente madura para producir una reconfiguración de sus saberes, de los criterios por los que esos saberes se regían, de los sujetos que tenían la autoridad para producirlo.
Una innovación científica, política y epistemológica
La revolución copernicana no es solo una gran innovación astronómica ni le pertenece solo a Copérnico, quien fue apenas el disparador de un cambio cuyas consecuencias irían mucho más allá de sus intenciones y del contenido de su libro. Este cambio no terminaría de asentarse hasta un siglo y medio después de su muerte. Fue una revolución larga precedida de una crisis aún más extensa. Tuvo muchos más actores que Copérnico y el Papa que le encargó un calendario. Pero además: no puede entenderse el alcance de sus efectos si solo se piensa este acontecimiento como un cambio de una teoría astronómica por otra. Dice Thomas Kuhn en La Revolución Copernicana :
“Ni siquiera las consecuencias en el plano científico agotan el significado de la revolución copernicana. Copérnico vivió y trabajó en un período caracterizado por los rápidos cambios de orden político, económico e intelectual que prepararían las bases de la moderna civilización europea y americana. Su teoría planetaria y la idea, a ella asociada, de un universo heliocéntrico fueron instrumentos que impulsaron la transición desde la sociedad medieval a la sociedad occidental moderna, pues parecían afectar las relaciones del hombre con el universo y con Dios. Aunque inicialmente se presenta como una revisión estrictamente técnica y altamente matematizada de la astronomía clásica, la teoría de Copérnico se convirtió en un foco de las apasionadas controversias religiosas, filosóficas y sociales que, durante los dos siglos subsiguientes al descubrimiento de América, establecerían el curso del espíritu moderno. Los hombres que creían que su habitáculo terrestre tan solo era un planeta que circulaba ciegamente a través de una infinidad de estrellas valoraban su ubicación en el marco cósmico de forma bastante diferente a como lo hacían sus predecesores, para quienes la tierra era el centro único y focal de la creación divina. En consecuencia, la revolución copernicana también desempeñó un papel en la transformación de los valores que regían la sociedad occidental”.
Que las ideas que los seres humanos nos formamos acerca de la realidad cambian cada tanto es, a esta altura de nuestra historia, una constatación trivial. Lo que todavía nos resulta complejo de entender es que los cambios no dependen solo, ni principalmente, de la irrupción de sujetos más sagaces, dotados de una imaginación más audaz que sus predecesores, ni tampoco de la acumulación de las evidencias empíricas a lo largo de los siglos, o de la detección de errores que hasta entonces habían pasado inadvertidos. Cambia nuestro saber acerca del mundo porque cambia nuestra forma de ser en el mundo. Una revolución en el saber es la emergencia de una nueva subjetividad y a esta emergencia contribuye una trama de acontecimientos imposibles de manejar a voluntad. Tampoco se deja reducir a una serie de sencillos pasos metodológicos. Lo trivial y lo importante se entremezclan y a veces intercambian posiciones: lo que parecía importante e incuestionable se vuelve trivial y desechable, el detalle que parecía excepcional y aislado puede terminar derribando la certeza más inexorable.
La relevancia del saber, la seguridad con que se lo defiende, la autoridad con que se lo impone o la urgencia para perfeccionarlo responden a motivos cuyo poder no se halla en la superficie del saber, sino en los intersticios de las instituciones en los que el saber se custodia. La dinámica del saber puede germinar en sus fallas. Por eso, para comprender las fuerzas que se despliegan en un acontecimiento tan complejo y extenso -tanto en su duración como en sus consecuencias- como la revolución copernicana, es conveniente considerar el saber científico no como algo que se funda a sí mismo, a partir del desarrollo de su fuerza interior (como si una “ley del espíritu humano”, al decir de Augusto Comte, nos condujera hacia una creciente inteligencia). El saber, es innegable, tiene su propio dinamismo, que lo impulsa a volverse más detallado, más preciso, o a buscar fundamentos más convincentes y resultados más eficaces. Pero los criterios que rigen esa convicción y esa eficacia dependen de factores que van más allá de toda teoría y de cualquier método: lo que en determinado contexto histórico resulta convincente y eficaz, en otro momento se revela infructuoso o irrelevante.
Dicho en términos epistemológicos: la marcha de la ciencia se va perfilando en un entrelazamiento de contingencias y necesidades provenientes tanto de su historia interna como de la historia externa. Incluso la distinción entre lo interno y lo externo puede volverse indiscernible, porque en la práctica concreta estos factores se empujan o se obstaculizan recíprocamente. Esto vale no solo para los saberes que la humanidad del siglo XXI dejó atrás, sino también para aquellos que hoy nos resultan convincentes y eficaces. Por eso, para comprender mejor el alcance y los límites de nuestro propio saber puede sernos útil volver sobre ese acontecimiento fundante de la modernidad científica y cultural: la revolución copernicana. Es preciso considerarla no solo como una gran innovación científica (es decir, como un cambio en el plano de las teorías), sino como una ruptura epistemológica (esto es: como un cambio drástico en las condiciones en que el saber se producía y se validaba); y, por ello mismo, como una mutación política y antropológica: cambian las relaciones de poder en las que el saber se funda, cambia el mundo en que vivimos y cambia la humanidad que lo habita. [Continuará]
Excelente, Oscar.
ResponderEliminarEn el imaginario colectivo está enterrada tan profundamente la visión positivista de la ciencia-verdad perenne e inmutable, que es difícil llegar a comprender esto que decís tan bien: “Cambia nuestro saber acerca del mundo porque cambia nuestra forma de ser en el mundo”. En todo caso, lo que se sí se acepta como natural, obvio, es que se modifique el conocimiento porque aparecen nuevas tecnologías, más experimentos, nuevas observaciones más precisas. Por eso el “caso Copérnico” es doblemente interesante: él no dispuso de observaciones astronómicas mejores que las que tenía Ptolomeo: conjunto de datos recogidos por distintos observadores en distintos lugares, a lo largo de siglos, fragmentados, copiados, traducidos y vueltos a copiar… Una masa de errores. El primer conjunto de observaciones astronómicas rigurosas de que se tenga conocimiento son las que obtuvo Tycho Brahe, contemporáneo de Copérnico, y que él no conoció. En otras palabras, Copérnico no fue guiado por mejores observaciones ni por nuevas tecnologías, ni tenía cómo comprobar que su teoría era mejor que la de Ptolomeo; sumémosle que mantuvo la circularidad de las órbitas ptolemaicas y nos encontramos con que su teoría funcionaba tan mal como la de Ptolomeo o cualquiera de las otras que se habían elaborado. O peor. ¿Y por qué, entonces, se lanzó a elaborar esa teoría y por qué Kepler la tuvo en cuenta después? Como decís, había una necesidad estética, de simplicidad, belleza, armonía. Había una efervescencia en la Europa de ese momento, en parte derivada del neoplatonismo, que consideraba al Sol como la representación de la divinidad y, por lo tanto, el centro de todas las cosas.
Khun tiene razón: desencadenó una historia densa, conflictiva, que terminó trastocándolo todo. Fue la primera gran descentralización del Homo en la cultura occidental: ya no vivíamos más en el centro del universo, en el lugar que nos correspondía por ser lo máximo de la Creación, apenas estabámos girando por ahí, definitivamente secundarios, simples satélites de un sol.
Gracias, Esther, de acuerdo. De estas cosas vamos a hablar con más detalle en la 2a parte del texto. Saludos.
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