por José Miccio
(Publicado en revista La otra en 2007, a propósito del 9° Bafici)
El desconocido
Luc Moullet amenazaba con ser la verdadera revelación de este Bafici. Nadie sabía demasiado de él, pero el rumor de que se trataba del director perdido de la Nouvelle Vague no era un rumor como cualquier otro. Por razones que – imagino - no son únicamente estéticas, la nueva ola francesa conserva un aura de siempreviva que la mayor parte de sus contemporáneos cines nacionales ha perdido. Si el secreto en cuestión hubiese sido parte del nuevo cine checo nadie se habría ocupado de hacer correr la voz. O para no ir tan lejos: ¿cuántas notas se publicarán en los medios argentinos sobre la retrospectiva que el festival le dedicó a Joaquim Pedro de Andrade? En fin, no estoy del todo seguro de esto, pero creo que Moullet dejó en muchos de los que siguieron su retrospectiva cierto gusto a poco o a desilusión. Sin embargo, que el francés no se revelara finalmente como un cineasta extraordinario no significa que sus películas carezcan de interés, ni que la decisión de proyectar once de ellas haya sido un error, ni que hubiera dado lo mismo no haberlo conocido. El cine es una ciudad y no tenemos por qué quedarnos a vivir sobre sus avenidas. En el vértigo del festival, la fiebre por descubrir el cine del futuro se traslada también, aunque en escala, al pasado, como si la búsqueda de la película que nos permita volver a mapear todo fuera la única razón para mirar un poco hacia atrás. Como si solo un descubrimiento de semejante magnitud compensara nuestra ausencia de las salas que en ese mismo momento proyectan películas nuevas. En Mar del Plata pasó esto con Killer of Sheep, el impresionante debut de Charles Burnett, que vino a decirnos lo poco que sabíamos del cine estadounidense de los setenta. Creo que no pasó algo así en el Bafici. Creo también que el hecho de que no pasara no es motivo de preocupación, y que Moullet no tiene por qué sucumbir frente a nuestra ansiedad. Además: ¿qué es una película nueva? ¿Hana, de Kore-eda?
El carnicero
Lo cierto es que con Moullet las cosas empezaron mal. Muy mal. Une aventure de Billy le Kid es una película fácil de comentar; basta decir que se trata de la deconstrucción del western, hacer una referencia a Jarry y el resto se escribe solo. Un Jean-Pierre Léaud más perdido que su personaje atraviesa arena, tierra, piedra y agua durante setenta y siete minutos inadjetivables. Se cae y patalea como histérico durante un plano larguísimo; es capturado por indios y demora una eternidad en liberarse de las rocas que no lo aprisionan. Todo mira hacia el absurdo pero nada tiene sinsentido. No es una película, es una tortura.
Ensayos críticos
Pero las cosas mejoraron. Moullet es ante todo un comediante, y su humor funciona mucho mejor en sus películas cortas. Le littre de lait es la excepción: quince crueles minutos con algunas bromas depositadas aquí y allá. Pero La cabale des oursins y Essai d’ouverture son excelentes. En la primera, cuya traducción, según el catálogo, es La intriga de los erizos de mar, Moullet elige unas elevaciones que los mapas se niegan a codificar con sus líneas habituales y los tutoriales turísticos prefieren evitar. Si la guía Michelin las ningunea es que son encantadoras, parece decir Moullet. Se trata de colinas generadas por la explotación de las minas de carbón, y la referencia a los erizos de mar tiene que ver con la representación que los discriminadores mapas hacen de ellas: dibujos en espiral que el director asocia con los mencionados animales. Como para hacer aún más compleja la designación, el subtitulado de la película eligió – acertadamente – devolverlas al diccionario y llamarlas escoriales. Este ir y venir hubiera gustado a Moullet, ya que en buena medida el corto obtiene su interés del carácter algo indefinido de su objeto. Consecuencia indirecta de la explotación minera, los escoriales no son obra de la naturaleza. Pero como su formación no responde a voluntad alguna, tampoco son, digamos, monumentos. Resistentes a toda clasificación, los escoriales le permiten al director jugar a ser alternativamente botánico, historiador, semiólogo y deportista. A veces se dedica a comparar la flora de uno y de otro. Otras, se politiza y señala asuntos relacionados con la propiedad y la lucha de clases. A veces se disfraza de Barthes y cuestiona lo que este llamó “la promoción burguesa de la montaña”. Otras, insiste en los beneficios del alpinismo. Liberado después de estas máscaras, juega el juego de las asociaciones libres, como en el fabuloso encuadre que captura un escorial de lado y lo hace aparecer como una teta de perfil. Al final queda en pie una sensación algo ambigua. Es evidente que Moullet no mira con cariño la industrialización. Pero los escoriales, que son su consecuencia, le resultan fascinantes.
Como si de un devastador tratado de antropología escrito por Jerry Lewis se tratase, Essai d’ouverture pone en escena los mil y un esfuerzos de un hombre por abrir una botella de Coca Cola. Como tantos cómicos antes que él, Moullet – quien, como en La cabale des oursins, protagoniza su película - procede por acumulación y amplificación. Esto es, sostiene buena parte del efecto cómico en el delirante crecimiento de las técnicas empleadas para lograr el objetivo. Primero, el cuerpo. Luego, algunos utensilios. Después, los electrodomésticos. Finalmente, una máquina industrial diseñada específicamente para destapar botellas de Coca. Una vez que la serie llegó a este punto, la película vuelve a empezar. Ahora los métodos para triunfar por sobre el obstáculo progresan de acuerdo con la sabiduría obtenida por el estudio y la práctica y no por las herramientas cada vez más complejas de la primera parte. Hay algo alienante y desolador en esta carrera técnica e intelectual aplicada a un objeto que es a la vez todos los objetos de consumo. Entre las carcajadas y la angustia se mueve Essai d’ouverture. ¿Habrá logrado Moullet lo que parecía imposible: ponerle a la escuela de Frankfurt una nariz de payaso? Como sea, los dos cortometrajes comparten la misma certeza: siempre hay algo dislocado en el mundo. Pero este último es más radical: no es algo lo que está fuera de lugar o sin codificar, es el mundo mismo el que se ha salido de sus goznes.
El burlador de París
Las comedias de Moullet van en pos de aquello que tiene alguna falla o descomponen aquello que se supone anda bien. No es nada nuevo, pero tampoco es algo tan común. Tres de sus consignas: dislocar lo ordenado, desestabilizar lo firme, poner en contigüidad lo lejano. Como Essai d’ouverture y Genese d’un repas (de la que ya hablaremos), Ma première brasse comienza con el propio Moullet frente a una mesa. Todo gira una vez más en torno de un desafío, pero no se trata ya de vencer un objeto sino de superar la hidrofobia. La película se parece bastante a los cortos comentados, pero como dura más (alrededor de cincuenta minutos), su efecto cómico dura menos. El (mal) momento culminante es un plano secuencia de tres o cuatro minutos que registra al director bailando en la playa un tema electropop. Causa gracia un ratito, después ya no. Pero la película tiene también un gran momento: un plano secuencia de tres o cuatro minutos que registra al director bailando en la playa un tema electropop. El cine de Moullet es irritante e inteligente, y en ningún otro lugar tenemos un ejemplo tan notable de la realización simultánea de estos aspectos. Las premisas para entenderlo están antes. Varias veces vemos al director seguir un manual de braceo. Por lo que sabemos gracias a La cabale des oursins, a Moullet no le gustan las guías, así que es posible que tampoco le gusten los manuales. En un momento dice: “No soy nadador pero puedo bailar”. Y entonces llega la referida, eterna escena. El cuerpo del director-actor, descoyuntado, no hace lo que la música requiere. El baile es inorgánico, feo, aberrante. Es también el metatexto de Moullet. Su manifiesto. La guía, el manual, la música prescriben movimientos, y Moullet, libertario, se los carga a todos. Además, y por si no quedaba claro, subraya al final de la agitada pantomima: “¿Por qué seguir los códigos, por qué imitar?”. Es lógico que este panfleto anarquista concluya con una declaración de odio hacia el mar. Moullet canta al escorial, ese monstruo antiecológico. No al mar, esa cosa continua y homogénea.
El cine mismo no escapa del derrumbe, y la desestructurada película se vuelve contra toda continuidad. En términos globales, carece no solo de narración sino también de coherencia de estilo. En términos locales, revuelve el raccord con un escandalosamente falso contraplano de una ola gigante. Dicho todo esto, no está de más comentar que el hecho de que Moullet dispare una y otra vez contra la Norma no significa que filme sin convenciones, porque la tradición humorística que ha elegido hace perfectamente legibles todos sus procedimientos y porque al fin y al cabo sus chistes cinéfilos son iguales a los de tantos directores franceses. Como para confirmar esto, por ahí anda un barquito de juguete bautizado Bresson.
Y ya que estamos con el cine, un detalle muy gracioso. Un director francés que escribió en Cahiers y que fue (o es) amigo de Godard y de Chabrol y de Rohmer, pero que, por lo visto, siempre insistió en señalar lo arbitrario de la ley; un director así, digo, con esa historia y esos compinches y esa predisposición a la travesura: ¿a qué sacrosanto blanco puede apuntar? A la teoría del autor, por supuesto. La secuencia es breve, pero vale la pena recordarla. Moullet piensa en su objetivo – dar una brazada – y concluye que el agua es un tema constante en su filmografía. Decide entonces comprobarlo con algunos fotogramas, entre los que incluye uno de Une aventure de Billy le Kid en el que se ve a Jean-Pierre Léaud cruzando un río y otro de Brigitte et Brigitte que muestra a las dos chicas de culo en sendos baldes. Entre la tesis y el ejemplo hay un abismo, y lo que queda es un razonamiento vaciado por vía del absurdo.
Salto a 2006. Le prestige de la mort, su último largo, dispara unos dardos contra Godard.
Y salto ahora a 1966. En Brigitte et Brigitte, su primer largo, un cinéfilo declara que los mejores cineastas de la historia son Orson Welles, Alfred Hitchcock y Jerry Lewis. Nada sorprendente para quienes conocen el Olimpo estadounidense de la nueva ola francesa. Enseguida, otro personaje - un niño – lee de su lista de doscientos ochenta y tres cineastas los nombres de los tres peores: Orson Welles, Alfred Hitchcock y Jerry Lewis. Es cierto que las películas de Moullet – y algunas de sus declaraciones - confirman la primera aserción, sobre todo en relación con Lewis, pero más interesante que la posibilidad de distinguir cuál de las dos representa la opinión del cineasta resulta detenerse en la misma contradicción, que señala tempranamente algo que Moullet mantiene hasta hoy: la distancia irónica respecto de los fundamentos del cine francés moderno (al que pertenece, por supuesto). Sus contemporáneos de la Nouvelle Vague – con los cuales Brigitte et Brigitte tiene mucho en común – sabían de la ironía y el calembour, de la parodia y el contraargumento, pero cuando se trataba de cine las cosas eran tajantes, al menos durante su periodo bélico, que distinguía con claridad amigos y enemigos.
Bicicletas
Parpaillon ou à la recherche de l’homme à la pompe Ursus d’après Alfred Jarry es una comedia entre Tati y – sí, otra vez - Jerry Lewis. Sus resultados están muy por debajo de sus referentes, pero esto mismo puede decirse de la mayoría de los que intentaron seguirlos, que tampoco han sido tantos. Esta vez Moullet arremete contra una verdadera institución francesa: el ciclismo. Parpaillon es una colina (no un escorial), y los aficionados a las bicicletas ascienden sus caminos una vez por año. Sin narración ni personaje central, la película es una sucesión más o menos afortunada de gags, y como Ma première brasse dura más de lo que debería durar. La habitual libre asociación por forma o significante que usa Moullet en sus películas vuelve a aparecer acá. Recordemos algunos ejemplos: la tapita de Coca Cola tenía forma de alerón, el escorial se volvía teta, las chicas de su primer largometraje se llamaban de la misma manera. Hay otros que ahora no recuerdo bien, pero en Parpaillon hay varios. Uno, muy lindo, podría estar en una película de Tati. Dos ciclistas pedalean. Los vemos de espaldas. El de nuestra izquierda tiene un estampado en la remera que dice “VE”; el de la derecha, uno que dice “LO”. “VELO” es “bici” en francés. Enseguida intercambian lugares, y ahora se lee LOVE. El otro ejemplo es más caótico. La escena es completamente independiente (esto es, ni siquiera se vuelven a retomar sus personajes). Vemos andar a Jesucristo en su bici. Un barbudo que viene detrás pedalea más rápido y lo alcanza con facilidad. Se escucha “La internacional” y entonces nos damos cuenta de que se trata de Marx. Pero Moullet no puede concluir allí, porque la superación del cristianismo por el marxismo no da bien en una comedia. Algo debe llevar las cosas al absurdo, que es el terreno que le gusta al director. Aparece entonces un tercer ciclista. Se escucha la música de Superman. El viejo Karl también es superado. Para quienes disfrutan de ir y venir por los significantes la escena es una bacanal. Además, tiene una coda: Jesús termina caído con la corona de la bicicleta en lugar de la de espinas.
Les sièges de l’Alcazar es su película más simpática. Es también su película más desagradable. Quiero decir: da gusto verla, quién se atreve a dudarlo, pero disgusta pensarla. Es La noche americana de la crítica; algo mejor, es cierto, pero igual de mezquina. Transcurre en los años cincuenta. Su escenario – el Alcazar del título - es un cine de barrio que, según se dice al comienzo, posee una de las mejores programaciones de París. Enseguida, un chiste cinéfilo, como para dejar en claro desde el principio cómo viene la mano: que no se conozca esta sala no es algo inusual, a fin de cuentas no muchos saben que Feuillade filmó películas geniales. Guy, su protagonista, es un crítico de Cahiers du Cinema. Su antagonista, Jeanne, una crítica de Positif. Él admira a Vittorio Cottafavi, un director italiano experto en melodramas y películas de aventuras. Ella, a Michelangelo Antonioni. No se dice pero es claro: lo que él llama placer ella lo entiende como alienación; lo que ella cree político él lo piensa poco emocional. Pero los que se pelean se aman. Y entonces la película muestra su carta mayor: el ensueño amoroso engendra monstruos, y la hidra del cinéfilo es una revista que funde el amarillo y negro de Cahiers con el nombre de Positif. Es la imagen de lo imposible y la imagen del amor. O la del amor imposible. O – para usar el fetiche – la del amour fou. Pero es también la imagen de un mundo pobre, casi muerto, que se agota en el espacio cerrado de la sala de cine, esa geografía ya conquistada por quien la visita a menudo y es capaz de identificar los lugares mejores y las zonas de peligro, además de otorgar nombres propios a las butacas y cosificar a las personas. Afuera, nada. Solo el café donde los críticos celebran la posesión de un pase o se burlan de aquellos que todavía no lo han conseguido. De las cosas del pasado que merecen extrañarse esta visión autista del cine y del mundo no es una de ellas. ¿Es eso que aparece en pantalla lo que somos quienes dedicamos buena parte de nuestros días al cine? ¿Un adulto en la tierra del nunca jamás? ¿Un eslabón más en la interminable cadena de criaturas sensibles inaugurada por un romanticismo del que no hemos podido deshacernos? ¿Un melancólico boludo alegre? Guy no da ternura, da miedo. 1
Nuevos ensayos críticos
La comédie du travail y Genese d’un repas conforman un díptico poderoso, aunque su comprensión es también bastante problemática. No son películas perfectas, pero saben cómo tratar su tema. La primera es una ficción, la otra un documental. Lamentablemente, la proyección de esta última fue un suplicio: los subtítulos tardaron un rato en sincronizarse, luego oscilaron entre ir a tiempo y a destiempo y finalmente desaparecieron. Una pena: tal vez sea el mejor largo de Moullet. Comienza con el director dispuesto a almorzar atún, huevos y bananas. Nada rara su aparición en escena. Nada extraña la comida que se dispone a disfrutar. Luego de Ma première brasse, uno espera que Moullet comience su sucesión de gags. Pero no. Los alimentos tienen una historia más compleja que la que los lleva de la góndola a la mesa, y lo que veremos a continuación es un estupendo trabajo de desmontaje. Claro ejemplo de cine anticapitalista, la película se inscribe en una serie que comienza con Marx, sigue con Brecht y llega al Barthes de Mitologías, especialmente a aquella dedicada al vino y la leche y que concluye así: “Existen mitos muy simpáticos pero no tan inocentes. Y lo característico de nuestra alienación presente es que el vino, justamente, no pueda ser una sustancia totalmente feliz, salvo que uno, indebidamente, olvide que él, también, es producto de una expropiación”. Si cambiamos vino por atún, por huevo o por banana tendremos una buena idea acerca de Genese d’un repas. Entre la economía, la estética del extrañamiento y la semiología se mueve aquí Moullet, aunque es probable que su algo conductista método de exposición haga problemática la convivencia de estas tres fuerzas. El fragmento que mejor condensa todas estas líneas de pensamiento podría figurar en una antología de ejercicios de semioclastia (el neologismo, que une semiología y clasismo, es de Barthes). Hay dos latas de atún. El pescado contenido en ambas proviene de África. Costa de Marfil abastece a una de las empresas, Senegal a la otra. Curiosamente – o no tanto - el producto más caro es el que se vende más. ¿Por qué el consumidor elige el que en principio menos le conviene? A la pregunta sigue la investigación. Entrevistas por un lado, análisis de las marcas por el otro. Luego, la conclusión: el comprador elige el atún más caro porque no ahorra dinero pero sí preocupación. Una lata tiene la imagen de un simpático pescador bretón, y en letra pequeña informa de dónde viene el atún. La otra, sin una imagen tan notoria, comunica el lugar de procedencia con letras grandes. La primera lata da Blanco, y blanco da limpio, seguro, ordenado. La segunda da Negro, y negro da todo lo contrario. Quien elige el atún es la ideología.
Si Genese d’un repas sigue a Marx, La comédie du travail sigue a Foucault, sobre todo al de Vigilar y castigar. Dos son sus personajes principales. Uno de ellos, Benoît Constant, busca empleo con desesperación. El otro, Sylvain Berg, huye del trabajo como de la peste. En el medio, una empleada de la oficina de empleos que tiene el récord de contrataciones recibe un reto de parte de su jefe: si continúa ubicando gente va a ser responsable del aumento de la desocupación. La paradoja puede explicarse. ¿Qué harán los doce mil empleados que el estado destina a conseguirles trabajo a las personas? ¿A quién atrapará la policía si se reduce la vagancia? ¿A quién le arreglará el calzado el zapatero si los ingresos permiten comprar zapatos nuevos? ¿Y si las citaciones no se reparten qué harán los carteros? El carácter funcional del desempleo queda de esta manera expuesto. Otro buen número de escenas se detiene en las taras del trabajo, que van de la obsesión a la muerte, bajo forma de asesinato o de suicidio gradual. La ligereza inicial de la exposición se vuelve agobio, y la película acaba por hermanarse, del lado del trabajador patológico, con las muy posteriores El empleo del tiempo y El adversario, y del lado del perezoso convencido, con los clásicos anarquistas de Chaplin, Renoir y Clair, que todavía respiran en el cine de Ioselliani. De hecho, la última película del georgiano, Jardins en automne, ofrece, creo, la mejor pista para determinar la fuente filosófica de estas representaciones: cuando el protagonista es despedido visita a su madre, quien está leyendo un libro de Fourier. Sus propuestas, dice la mujer, todavía tienen vigencia. Efectivamente: el Sylvain de Moullet sería un héroe de La phalange, el periódico fourierista del siglo diecinueve francés. Carece de casa y de jefe, de esposa y de profesión, y afirma esas faltas como virtudes. Constant, como su apellido denuncia, es su contracara exacta. Atado a todas las relaciones sociales de las que el otro ha escapado no puede vivir sin coacciones. Sylvain sededica al alpinismo. Constant suspende una salida con su hijo para mirar un documental sobre el Everest por televisión.
Genese d’un repas se asoma a la estructura económica del capitalismo y La comédie du travail enfrenta la representación de la sociedad disciplinaria. Como díptico, las películas funcionan bastante bien, pero en última instancia acaban por hacer ruido. Después de mostrar la vida de los obreros de África y Latinoamérica, la vida alienada de la clase media francesa a la que pertenece Constant pierde espesor. La tragedia, si es que se puede llamar así a esta historia, es que esa opresión de las disciplinas es finalmente deseable del otro lado del mundo, donde la falta de trabajo no significa libertad sino miseria. Según la película, en Francia, con el seguro de desempleo y algo de habilidad para engañar los controles del estado, los desocupados pueden vivir escalando montañas en Nepal. Su libertad es al fin y al cabo consecuencia de transferencias que el estado promueve con capital seguramente obtenido de los impuestos que las empresas explotadoras tributan a quien las protege e impulsa.
Esta es la descripción que Foucault hace del joven Béasse, llevado frente a tribunal por indisciplinado: “Todos los ilegalismos que el tribunal codifica como infracciones, el acusado los reformuló como la afirmación de una fuerza viva: la ausencia de hábitat como vagabundeo, la ausencia de amo como autonomía, la ausencia de trabajo como libertad, la ausencia de empleo del tiempo como plenitud de los días y de las noches”. Es un retrato exacto de Sylvain, excepto por un detalle: el fourierista del estado de bienestar ya no es un indisciplinado. O dicho en otras palabras: Sylvain no está fuera de la red.
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Me parece justo agregar un comentario. Lo escrito sobre Les sièges de l’Alcazar surge de algunos
apuntes que tomé luego de la proyección. Las opiniones las sostengo, pero ya no
sé si se ajustan bien a la película, sobre todo porque de ser ciertas
estaríamos frente a una anomalía en la carrera de Moullet. Un burlador como él
no pude destilar tanto cariño. Pero como no es necesario suponer que toda
película de un director deba estar contenida en las redes de su obra, Les sièges de l’Alcazar bien puede ser
un homenaje a la idea del cine como algo más grande que la vida. El problema
básico es este: tal vez lo que entendí como una mirada condescendiente sea en
realidad un cuestionamiento. Si Moullet se cargó la teoría del autor, si se
cargó a Godard, ¿por qué no va a hacerlo con la figura del cinéfilo? ¿Será este
su disparo contra Truffaut? Se ve que no es fácil decidir. En el catálogo del
festival se dice esto acerca de la película: “(Les sièges de l’Alcazar) es el retrato de una generación cinéfila,
a la que pertenece Moullet, que ponía una pasión infrecuente en su visión del
cine y que determinó un nuevo tipo de crítica y de militancia cultural durante
la década de los cincuenta”. Por su parte, en su blog La lectora provisoria Quintín escribe: “Lo que se suele describir
como una comedia, hasta como una versión heterodoxa de Romeo y Julieta,
es una película de una ferocidad y una negrura tremendas y el retrato más
despiadado que se haya hecho sobre la cinefilia como una pasión irrelevante de
solitarios obsesivos y patéticos”. El
cine de Moullet está cerca de este comentario. Pero una película – insisto – no
tiene por qué guardar con otras que llevan la misma firma estrictas relaciones
de coherencia. Mi recuerdo de Les sièges
de l’Alcazar se ajusta, aunque con signo evaluativo inverso, a lo que dice
el catálogo. Lo que escribí acerca de sus otras películas me hace dudar ahora.
La teoría del autor nos ha vuelto paranoicos.