por José Miccio
XLVI
[Viene de acá] Como demuestran V8 y Los Encargados - y Riff y Fito Páez - los sonidos pueden ser más contundentes que el vocabulario para dar cuenta del modo en que se percibe y se habita la ciudad.
Luchando por el metal comienza con el arranque de un motor que, además de ilustrar y reforzar el nombre de la banda, funciona como indicio del tipo de energía que promueven Iorio y sus compañeros. Hombres de barrio y acción, apegados a los signos de una masculinidad enfática, los heavies de V8 encuentran en el auto fiel y duradero una identidad y unas metáforas coherentes con su prédica urbana y lumpemproletaria. V8 es un nombre-bandera: toma del mundo un elemento y lo convierte en un concentrado de sentido (otro ejemplo es Arco Iris).
También en Riff – el grupo tuerca por excelencia del rock argentino - el motor es un signo viril y una imagen adecuada para hablar de la voluntad y el estado de ánimo. En Ruedas de metal, su disco debut, de 1981, hay dos canciones de título afín. Una se llama “Mucho por hacer”. La otra se llama “No detenga su motor”, y trata obviamente de ir para adelante, de combatir el desánimo, de estar en el rock.
Pero, aunque complementarios, los motores de V8 y Riff tienen una diferencia de estatuto e intensidad. De estatuto, porque el motor de Riff pertenece al lenguaje y al sentido mientras que el de V8 se mantiene en parte del lado de allá de la articulación: es todavía ruido, y el ruido sigue la dirección contraria de la metáfora. Y de intensidad, porque el carácter concreto del motor de V8, su espesor sonoro, permite sentir el impulso afirmativo del heavy de manera más notable que la letra de Pappo. Es así de drástico: no hay otro ruido tan contundente en el rock argentino de los 80.
Bueno, tal vez uno.
XLVII
Lo mismo que ocurre con V8 y Riff – la asociación y la diferencia entre ruido y palabra - sucede con el par Los Encargados-Fito Páez, que se ubica en la ciudad de los años 80 del lado de la percepción, no de la acción. No hay motores para ellos: hay fotografías.
Vayamos de poco.
Las enumeraciones a las que suele recurrir Páez en sus letras son una debilidad personal (o una cuestión de estilo, como se dice). Pero también es posible que sean un recurso especialmente adecuado para las exigencias que la música que hace le impone a la canción. Páez canta a menudo fraseos muy largos, como los de “Canción sobre canción” o los fenomenales e infinitos de “Tumbas de la gloria”; las enumeraciones son lo suficientemente elásticas, tanto en sílabas como en acentos, como para acercar el lenguaje a melodías tan complejas.
Pero además de una cuestión de métrica - que no es en modo alguno determinante, porque Páez canta también oraciones llenas de subordinadas en sus estrofas más extensas - hay en las enumeraciones una cuestión de punto de vista que vale la pena revisar. En los años 80 la imagen que circula con más insistencia alrededor de Páez es la del músico de rock civilmente involucrado. Spinetta es el poeta fino, García la estrella en riesgo, Solari el apólogo de la contracultura, Cerati el poper glamoroso y modernísimo. A Páez le tocó bailar con la más fea. Su figura – la del chico democrático cuyas infracciones son, bien miradas, movimientos propios de alguien que quiere crecer sin agretearse - sobrevive con extraña fortaleza a dos vientos de sentido contrario: el incordio existencial, que pone en duda desde adentro la dimensión juglaresca de sus canciones, y el punto de vista del observador, que ha sido uno de los preferidos de Páez, incluso cuando su música y su figura pública parecían expresar, como ninguna otra, juventud, participación y ciudadanía. El mejor ejemplo de este fuera de foro es “Al lado del camino”, una obra maestra del no compromiso compuesta en los años 90.
(Conviene hacer una pequeña pausa acá, porque hay un riesgo cierto. Digamos que una ciudad produce mayormente conos de queso, y digamos que un pintor nacido en ella prefiere el cubismo: siempre habrá alguien dispuesto a interpretar los datos causalmente. Pero Páez no expresa en “Al lado del camino” el vértigo menemista, como sí supo expresar, aun con idas y vueltas, el espíritu de renovación democrática que sopló en Argentina al menos hasta 1987).
El punto de vista del observador, que tan bien se ajusta a las enumeraciones, no nace para Páez en los 90. Tiene al menos un ejemplo anterior, escrito en plenos años 80 y antes de Ciudad de pobres corazones. Se trata de “Instant-táneas”, la segunda canción de la la la. Su letra comienza así: “Instant-táneas de la calle. / Veo una separación, un choque, un estallido, / una universidad”. Y enseguida repite la estrategia: “Instant-táneas de la calle. / Hay un chico que se escapa / un toro, una señora / un cielo, un capitán”.
Como Riff el motor, Páez dice las fotos: presenta el criterio de combinación y luego despliega un álbum. Pero a la hora de darle a su canción un ambiente sonoro elige el ruido del tráfico, no el de la cámara. Es decir, subraya en el título la calle antes que las fotografías.
Y ahora cambiemos de foco.
También Daniel Melero es un letrista interesado por el modo en que una ciudad puede ser percibida. En “Piso 24” y “Entre muros” - dos grandes canciones de edificios grabadas en Conga - el espacio público es entrevisto desde un departamento. Pero no se trata, como en “Don’t Worry About the Government” de Talking Heads, de un departamento cómodo para recibir a los seres queridos y despreocuparse de la política. Se trata más bien de un típico departamento de los años 80 argentinos: un lugar con radios y televisores (Melero agrega: con revistas importadas) y un erotismo ultrafetichista, entre sádico y mirón.
Encierros y alienaciones, malditismo y angustia pop: Melero tenía buen oído para las canciones de interiores. Pero también escribía canciones de calle, como Fito Páez. Y como Fito Páez volcaba sobre la calle una percepción fotográfica, solo que integrada en el sonido. En “Caminando limpio bajo la lluvia”, de Los Encargados, Melero incluye el clic de una cámara de fotos (además de una sirena), y ese clic, sencillamente integrado en la trama sonora de la canción, tiene tanto peso como la letra de Páez para “Instant-táneas”.
Sucede así a pesar de que Melero no tiene, como el rosarino, un álbum de fotos que mostrar. Pero su modo de percibir el mundo - incluso el mundo sentimental, al que dedica algunas de sus mejores canciones – es mucho más fotográfico que el de Páez, que no se siente muy cómodo sin un marco que justifique los fragmentos. En Páez una foto es una figura retórica. En Melero una gramática.
Como el motor para V8.
XLVIII
Ruido de cámara y colecciones de fotos: los típicos retazos del mundo posmo, como diría un holgazán.
Pero más que por su carácter fragmentario, siempre referido y en realidad no tan novedoso, las ciudades de los años 80 son especialmente notables por la riqueza de su diseño y sobre todo por la variedad de sus materiales. Se trata de un fenómeno complementario al de la pérdida de importancia del ruralismo rocker, que tiene su contestación en canciones y nombres de bandas y pubs. Ni pasto ni horizontes abiertos (ni hormigas imbancables). Es tiempo de otros signos: cemento, acrílico, plástico, polietileno, nylon, látex.
Nunca la ciudad había sido tan sintética.
XLIX
Es comprensible que en un mundo tan fascinado por el diseño y los materiales las ciudades tengan con frecuencia características similares a las de aquellas imaginadas por la ciencia ficción. Hay muchas huellas de esta afinidad en el rock argentino de los 80. Los Mimilocos toman su nombre de una marquesina que se entrevé apenas un par de segundos en Blade Runner. La banda de Ulises Butron e Isabel de Sebastián se llama Metropoli. El hombre alado que en “La ciudad de la furia” vuela sobre Buenos Aires bien puede ser el de Brazil. El futuro policíaco de “La era del corregidor” y “Por 1980 y tantos” de Los Violadores sale de Orwell, igual que “Pantalla del mundo nuevo” de Riff. “El último hombre”, también de Los Violadores, incluye astronauta solitario y computadora amenazante como 2001. Una banda se llama Duna, y una canción de Miguel Mateos “Mundo feliz”. La frialdad blanca de la notable “Arquitectura moderna” de Fricción parece concebida en medio de la lectura de Ballard.
Hablando de ciudades.
El sello de mitad de década para el que grabaron Don Cornelio, Los Pillos y El Corte – es decir, tres desarrollos posibles del postpunk argentino - se llamó Berlín. Tal vez el nombre se deba a Lou Reed, o incluso a algún motivo biográfico de sus dueños (Fernando Moya, Fernando Marino y Fabián Couto). Pero lo más probable es que se trate de otro testimonio local del factor Bowie y de la importancia de la capital alemana y su célebre estudio Hansa en la elaboración de un sonido para los nuevos tiempos.
Y hablando de Los Pillos.
¿Cómo ubicarlos en el mapa del rock argentino de aquellos años? Es fácil e imposible. Son postpunk pero detestan a Soda Stereo, a Fricción y a cualquiera que tenga parte en el glamour de su década. Son tipos urbanos de los 80 pero escriben a menudo sobre el campo. Son jóvenes y enojadizos pero fans de Color Humano. No hubiesen sido posibles en otro momento, pero en un punto no fueron posibles tampoco cuando existieron. Qué curioso: la anomalía de los años 80 tiene todas las características de aquellos años.
LI
El nombre no es precisamente su mayor virtud. Pero su rareza respecto de algunas costumbres nos permite recordarlas.
En los nombres de los grupos postpunk existe una zona política y otra, más transitada, que podemos llamar intelectualista. Y también una tercera, ligada directamente al arte pop. En Argentina, cuyo postpunk no desarrolló un interés por el lenguaje y las cosas de la política, no hubo (excepto que incluyamos a La KGB) ninguna banda que eligiese un nombre afín al de los ingleses Scritti Politti, los españoles El Aviador Dro y sus Obreros Especializados o los italianos CCCP Fedeli alla Linea.
Sí hubo, en cambio, algunos nombres culturosos, ligados en general al cine, como Don Cornelio y la Zona (curioso encuentro entre Saavedra y Tarkovski) y los ya mencionados Duna y Metropoli, todos en la línea de grupos como Pere Ubu, Josef K, Cabaret Voltaire, Gang of Four, Gabinete Caligari, Fahrenheit 451 y los atractivos y exagerados Alphaville de España (hubo unos Alphaville italianos y otros alemanes), cuyo EP El desprecio incluye citas de Beckett y Camus, y su repertorio canciones con títulos como “Muerte en Venecia”, “Nietzsche (der Geisteskraum)” y “Artaud (Le momo)”.
Por último, en relación con la zona más vinculada al arte pop, nombres como Public Imaged Limited, Television Personalities, Talking Heads y Depeche Mode perdieron sofisticación y se convirtieron en nuestro país en juegos un poco obvios con el envase y la pose, como Sachet y Cosméticos.
Los Pillos fueron menos pretenciosos: su nombre proviene del modo en que llamaban a los villanos en las historietas traducidas en México.
Unas palabras de Saúl Nieto, guitarrista de Los Pillos antes de la grabación de Viajar lejos: “En el primer ensayo pelé un par de solos de guitarra y me dijeron: ‘Eso no’”. Es el comienzo de una parábola postpunk: la reeducación del guitarrista pródigo (en notas). El final es en un show de Sumo, en el que Nieto toma una lección de pedales.
Es una linda historia, muy ilustrativa: cambio solo por overdrive, por chorus, por delay, por compresor.
Pero el notable guitarrista de Viajar Lejos no es Nieto sino Alejandro Fiori, que en aquella época formaba parte de Los Encargados y ya sabía no tocar.
Fiori hizo un trabajo excelente en el estudio; su guitarra es melódica, sensible al arpegio psicodélico, en ocasiones ruidosa y siempre antiexhibicionista, como quiere el postpunk. Pero si bien sus méritos son innegables, la importancia de Nieto - y en menor medida de Pablo Segheso, el primer guitarrista de Los Pillos, a quien se deben las partes de guitarra de algunas canciones, incluso la fabulosa que da nombre al disco - hace difícil determinar adecuadamente los vínculos que existen en Viajar Lejos entre composición, arreglo y ejecución.
Algo queda claro, igualmente. Como el ingreso de Fiori se produjo apenas antes de la grabación del disco es lógico que respetara los arreglos anteriores. Y es lógico también que Nieto sintiera que, aún sin haber participado de su grabación, Viajar lejos era su disco. Como si hubiese llevado su reeducación hasta el extremo.
Literalmente, hasta no tocar.
Los Pillos era el proyecto personal de Pablo Esau, el baterista que tocaba de pie. Pero hasta que no entró en el grupo Adrián Yanzón el camino no era claro. Yanzón le dio a Los Pillos unas letras oscuras y voladas. Y le dio sobre todo una garganta rarísima, que llevaba las palabras a otra dimensión sensible. Cantaba en el estilo de Morrisey pero en un tono más grave, cercano al de Ian Curtis (los Smiths y Joy Division eran, de hecho, dos grupos importantes para Los Pillos; otros eran Sumo y Siouxie and the Banshees).
La voz de Yanzón conducía la música a un estado de trance directamente conectado con la psicodelia. Incluso el vocabulario rural de canciones como “Agua” y “Conversaciones con la hierba” refuerza este vínculo. Porque Viajar lejos – y más aún el frustrado segundo disco de Los Pillos, Nómades / Campos de miseria, del cual quedan en internet unos demos increíbles y semirrestaurados - es una de las pocas excepciones al desinterés de los años 80 por todo lo que no fuera ciudad. El campo persiste en Los Pillos, como si asomara de manera fiera por debajo de las baldosas y el vibrato hosco y memorable de su cantante.
El campo es una nota especial y decisiva. Pero para notar la diferencia que produce en Viajar lejos hay que rendirse primero a lo evidente: estamos frente a un disco de postpunk en su vertiente más oscura. Los Pillos tienen toda una tradición de rock introspectivo y depre para cantar su desamparo; conocían bien a Joy Division y tal vez Yanzón haya hecho, como tantos otros, sus lecturas rockeras de Rimbaud.
El disco abre con “Viajar lejos”, que no trata de la acción o la percepción sino de la angustia que quema. Frente a una desconexión total - una anomia contundente y suicida - la canción repasa tres opciones: ensordecer, escapar y pegarse un tiro. Pero la única posibilidad cierta de sobrevivir al mundo y a la conciencia resulta finalmente el viaje y la desubjetivación: perderse antes que huir, porque no hay huida posible cuando “se siente el peso del día”.
Esta sensación - la sensación de que la existencia es una carga – hace que todo cueste más. De hecho, es difícil despertar cuando Nada es lo que se puede esperar de las horas. “Viajar lejos” comienza con un “cargado amanecer” y “Poco placentero” con alguien que inicia el día “oculto en el ascensor”.
“Poco placentero” – a la vez un título y un tópico - se convierte pronto en una impugnación de la vida normal, como es costumbre en el rock. Pero mientras en las versiones utópicas existe junto al rechazo una alternativa, porque hay un tren que lleva a alguna parte, porque el campo es un hogar y la comunidad está aún por inventarse, lo que queda en Los Pillos (y en los 80 postpunk) es la pesadilla diurna de la repetición. Hay en la ciudad de “Poco placentero” unas colas infinitas y una vieja que trabaja: un tiempo devastado y sin experiencia ante cuya agresión solo queda un refugio extravagante y solitario.
Con este panorama, parece fácil determinar la función del campo en Viajar lejos. Se puede decir: traducido al oscuro dialecto Pillo el campo se convierte en las “agrias campiñas” de “Agua”. Y concluir: tan angustiante es todo que hasta el símbolo de la vida y la renovación está vencido. Pero sería un error, porque el campo no es solo una superficie curiosa para pintar de negro.
El campo llega a Los Pillos desde un rock argentino que en los años 70 había conseguido liberar de los tópicos rurales un lenguaje singularísimo y de trance. La influencia de este rock en Viajar lejos no es tan fuerte como para ocupar el primer plano sonoro – se trata de un disco fuertemente arraigado a los 80 - pero su aliento rural y místico no deja nada intacto, entre otras cosas porque resulta muy poco compatible con el inconformismo resignado de “Poco placentero” y con asuntos como el aburrimiento y la incapacidad de sentir.
Es justamente este contacto (y esta discrepancia) entre la plenitud negra de los 80 y los viajes propios de la década anterior – que también ensayará Soda Stereo, poco después, en Canción animal - lo que produce la diferencia y abre dentro de los tópicos postpunk un segundo mapa de lectura. La misma desubjetivación de “Viajar lejos”, que tiene una carga de angustia indudable, es también una opción mística, como si luego de rechazar la sordera, el disparo y la huida restara como chance el tránsito en su estado más puro.
Este impulso místico existe también en “Conversaciones con la hierba”. La canción – muy inestable en cuanto a su sistema pronominal, como sucede a menudo con Los Pillos - comienza contraculturalmente, con una crítica de la educación, y termina religiosamente, con una plegaria. Son dos momentos simétricos, de deposición de códigos: no este lenguaje, no el lenguaje. En “Descansa” no se sabe ya si quien canta es humano o árbol.
Viajar lejos es un disco sumamente idiosincrático. Basta compararlo con algunos de sus contemporáneos para percibir que su lenguaje es más eventual que el de Fricción, el de Soda o el de Melero, que también cantaban en esos años sobre la vida vacía y la incomunicación. No es que en unos haya fórmulas y en otros sinceridad. Es que todo en Viajar lejos es inestable y reacio a la pose. A pesar de Morrisey, Los Pillos no son oscarwildeanos; en sus momentos más sugerentes suenan como los Banshees de Siouxie intervenidos por Molinari y Spinetta.
Qué extraño.
“Conversaciones con la hierba” es “Parvas” postpunk.
[¿continuará]
[¿continuará]
Para mi gusto, Fito es nuestro gran músico contemporáneo. Extraordinario compositor, con esa emotividad única.
ResponderEliminarAl principio contó con buenos cantantes pero prefirió inmediatamente cantar él. Y es un mal cantante, en vivo; terrible.
Pero creo que el rock todo goza de cierta impunidad al respecto y desde allí, él sería uno más de los tantos que desde siempre han desafinado y desentonado ante un micrófono.
Uno debería imaginar claro, como habría sonado su obra con otros cantando por él sus canciones y entonces lo excusa. Su voz también es una marca y ahí vamos.
A mí me encanta cómo canta Fito en Tumbas de la gloria, ponele. Y en Gente sin swng, y en Tres agujas, y en Cable a tierra, y en Dame un talismán, y en otros veinticinco o treinta tema. No porque afine sino porque su voz es parte integral de la canción, y no se me hacen separables. Quiero decir: cuando las canciones no funcionan queda expuesto, pero cuando son grandes esa voz es necesaria, porque justamente eso es lo que hace el gran arte: convierte en necesario todo lo que toca. Dicho de manera apresurada: Las cosas tienen movimiento por Baglietto no me parece mejor que por Páez, a pesar de que Baglietto no puede pifiar una nota.
ResponderEliminarTe re agradezco la lectura y los comentarios, Daniel.
Gracias a vos José. Por eso también digo que su voz es una marca.
ResponderEliminarPero bueno, en cuanto a gustos ya sabemos, no hay nada escrito.
Siempre tengo a mano un ejemplo: Nací escuchando a los Stones; estamos hablando de los '60. Mick Jagger para mi es un mal cantante, y en vivo: terrible. Pero su voz es una marca, imposible imaginar a los Stones sin ella. Y además, como decíamos, son gustos.
No sé si siguen llegando los comentarios de estas notas pero... Acabo de terminar esta serie de textos sobre rock argentino. Extraordinarios! Te felicito y agradezco Miccio. Saludos!
ResponderEliminarCoincido con Dr. Wickborn...maravillosas estas notas sobre los 80 del rock argento...mis más sinceras felicitaciones José! Esto salió en libro? Si no es así...tendría que estar en un podio de los mejores textos escritos por aquí....abrazo. Rodolfo Edwards
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