De qué hablamos cuando hablamos de liberales y otras cuestiones 2
por Juan Manuel Iribarren
(viene de acá)
Y me voy: regreso por un momento a la Argentina del Siglo xxi, a la
reunión del Consejo Interamericano de Comercio y Producción, con economistas que
se autodenominan liberales porque consideran despectivo el término neoliberal -o quizás piensen que no tiene que ver con ellos.
Lo que llama singularmente la atención es que no hay ninguna señal en el
debate de que la Argentina haya pasado por un proceso de crecimiento y cambio,
reconocible aun para muchos economistas ortodoxos; la negación de estos 12 años
es total, e incluso la llaman "la década perdida" en un intento de negación pueril
que sólo evidencia una completa adhesión a su credo.
En realidad, es como si estos señores recién acabaran de salir de un
seminario con Milton Friedman, iluminados y racionales en contraposición al
dogmatismo ignorante de los viejos economistas del establishment (veteranos
keynesianos del New Deal). Y entonces, sinceramente preocupados por el problema
de la inflación, sinceramente histéricos por su reputación, creyesen que nada
se ha hecho correctamente, que hay que cesar la emisión monetaria, abrir
fronteras, ajustar, más deuda externa y punto: lo demás lo hace el sector
privado. Sinceramente, pero raro.
Milton Friedman
La arrogancia y la impostada seriedad con la que hoy hablan de estos
temas no hace más que solapar la inseguridad que sentirían frente a verdaderos
referentes de peso en este momento, pero también oculta algo peor, algo que se
le debería poder cuestionar a cualquiera que se dedique a una ciencia social -con matices normativos- y pretenda ser un referente: desconocen por completo la
sensibilidad contemporánea, aun de los economistas de más peso en la opinión
mundial; desconocen -o quieren desconocer- que el tema más preocupante en el
mundo en estos momentos para los verdaderos referentes de la economía -de los
cuales ninguno, hay que decirlo, es neoliberal- es la abrumadora desigualdad, es
el capitalismo patrimonial -que vuelve superfluos los puntos de vista liberales
de la igualdad de oportunidades-, y que todos estos temas, evidenciando que son
centrales en esta época, se transparentan en la crisis del Euro por la imposición
de esas políticas que defiende la Troika y que están acabando con el proyecto de la Unión Europea por
irracionalidades, cinismos y castigos.
Escuchándolos pensaría no que estamos volviendo a los 90, sino que
estamos en los 70, al comienzo de la contrarrevolución contra Keynes, la que
pretendió restaurar al Dios Mercado y su panacea del equilibrio, la de los
modelos consistentes que han puesto la lógica del mercado por encima de todo,
la que lanzó por décadas la cruzada contra el impuesto de la inflación con que
el Estado malvado, enemigo de la libertad, robaba al pueblo (técnicamente,
cobraba un impuesto oculto) pero la que también, por sobre todo, cerró los ojos
frente al monopolio, las grandes concentraciones de capital, la información
asimétrica, los acuerdos de los gremios (actualizando: los oligopolios) a los
que Adam Smith denunció y combatió, incluso censurando cualquier posibilidad de
reunión entre patrones, a años luz de las consultorías actuales, de esos
economistas al servicio de la empresa privada que viven en la ilusión
autoritaria de no tener ideología, de no obedecer a líneas políticas, de ser
objetivos y neutrales; digamos también que esa cruzada a la larga, por acción u
omisión, demostró lo que entendía por pueblo, defendiendo los intereses de unos
pocos en nombre del liberalismo que ciertamente defendía (o intentaba generar
las condiciones para defender) los intereses de muchos, pero esta vez no, esta
vez no sería ese el destino, esta vez se propugnaría por omisión de críticas -por omisión también de refinamiento de sus premisas, de actualización frente a
la realidad de las naciones y el mercado, ambas cambiantes- el terrorismo económico
de sus gurúes desestabilizando gobiernos, intrigando, boicoteando, realizando
golpes de estado y reprimiendo, por medio de la terapia de shock necesaria para
imponer un nuevo paradigma, por medio del atontamiento y hablemos de una vez de
la terapia de choque, porque estos señores parece que saben apreciarla lo
suficiente para nombrarla repetidas veces.
La terapia de choque fue planteada en contraposición al gradualismo,
desmontar el Estado por partes, gradualmente, en objetivos de largo plazo, o
hacerlo de golpe, no permitiendo ninguna reacción, por sorpresa: se considera
esto más eficaz frente a estados fuertes consolidados; pero terapia de choque
en el fondo también significa: con ustedes no se puede razonar, solo hay que
golpearlos, atontarlos, son ignorantes que no comprenden la profundidad de los
cambios que hay que hacer, y debido a que no son interlocutores válidos, como
sus ideas no importan y esto es cuestión de especialistas, solo se puede imponer nuestro paradigma por
medio del debilitamiento de su resistencia, golpeando por sorpresa, reduciendo
sus derechos sociales al mínimo indispensable para dejar todo en manos privadas
y en la sabiduría perenne del mercado; y por supuesto, todo esto en nombre de
los ideales liberales, de la libertad de mercado, de la libertad a secas, de la
libertad, etc.: se trató de un hombre
que al principio fue una voz en el desierto, pero luego consiguió unos cuantos
miles de fieles e impuso una doctrina que durante dos décadas se consideró
palabra santa, pero que pasado ese tiempo, demostrada la inutilidad de su
percepción para la mayoría de los pueblos, su enseñanza se enquistó en las
universidades, en los organismos de crédito y en algunas consultorías privadas y
así se fue transformando de a poco en
una pequeña secta de tecnócratas, apoyados por una sobreexposición en los
medios, que aún conciben su culto y sus delirios de grandeza por medio de
chantajes cuando tienen el poder, de astucias y engaños cuando no lo tienen:
nada más alejado del liberalismo que estos neoliberales, los cuales sólo
existen por haberse aferrado a las imperiosas necesidades que genera el
problema de la inflación -y posteriormente de la deuda-, parasitando todas las
opciones por medio de su fe ciega por un lado, su profundo ocultamiento de estar
al servicio de los intereses privados, por el otro.
Bien, sabemos que la inflación puede ser un gran problema, pero mientras
los modos de arreglar la inflación que se propongan consistan en un uso
político de la solución para coartar libertades y reforzar privilegios, la
medicina va a ser peor que la enfermedad y esto lo puede comprender cualquiera:
es irresponsable pensar que algo va a solucionarse creando un nuevo problema en
su lugar, no es así como funcionan las responsabilidades, y tampoco es así como
funciona en todos los casos la inflación: hay casos de alta emisión monetaria y
nula inflación, contradiciendo los presupuestos básicos del monetarismo: no está
claro que achicar el gasto público y dejar de emitir moneda sea el único modo
de solucionar una inflación, aunque sí está perfectamente claro, aun para estos
soñadores fríos, que de este modo el país va hacia un retroceso, lo que sería
una tragedia, ellos dicen, provisoria, pero las consecuencias realmente no se
pueden prever. Y aunque no puedan ser medidas eternas, la indexación continua
de los salarios y el control de precios son medidas mucho más sensatas y
prudentes que la postración ante el Dios Mercado.
Por eso también es importante reconocer a esta gente por un nombre:
fundamentalistas: sus ideas no sólo son más importantes que el sufrimiento y la
pérdida de una generación, que el futuro de un sector de la población que no
contemplan en sus números, sino que -y esto es decisivo para ellos- sus ideas
son más importantes que la necesidad de revisarlas, actualizarlas y
cuestionarlas de acuerdo a los datos de la realidad, no de la ficción
estereotipada de los números, sino de la sensibilidad contemporánea con
respecto a los temas sensibles de nuestra época, ya que justamente es en las
sensibilidades de una época donde
siempre hay información sobre las necesidades, no solo del presente, sino también
del futuro, por lo que descuidar las sensibilidades de la época suele ser un
rasgo propio del despotismo, y por supuesto, de los malos gobernantes; y esto
que digo no es nada menor, ya que ellos fueron parte de un proceso desastroso en
la economía del que no han hecho ninguna autocrítica ni parecen tener
intenciones de hacerla, por lo que se trata clara y llanamente de
fundamentalismo de mercado, terapia de shock (ahora dicen que gradual) e
imposición del modelo neoliberal que viene fracasando en todo el mundo y que
solo se sostiene por los intereses de las instituciones que lo promueven, pero
que ha perdido todo peso en el mundo actual de las ideas económicas, y a medida
que avanza el siglo xxi parece perder progresivamente peso en la geopolítica mundial.
Cualquiera que escuchara sus discursos podría incluso pensar que las
naciones avanzadas del mundo no tienen gasto público y mucho menos estado de
bienestar, que esa es una barbarie del populismo latino, que quizás lo
desmantelan para avanzar y crecer económicamente y así se vuelven países
civilizados, pero la realidad no es esa: Reino Unido, Francia, Alemania,
Holanda, Dinamarca, Suecia, Austria, Noruega, Finlandia, Japón e Israel usan
entre un 40 y un 58 % del PBI en gasto público (algunas de estas naciones
tienen un sistema de cobertura social más completo que el nuestro, incluso para
los inmigrantes); en el caso de Argentina este porcentaje está alrededor del
45%, menos del 40% tienen Suiza, EEUU, Australia y Canadá. Creo que más allá de
las diferencias demográficas y de prioridad dentro del mismo gasto público que
habría que tomar en cuenta para que esto no fuera más que una observación menor al margen, se puede intentar inferir que el estado
mínimo no tiene mucha incidencia en las naciones desarrolladas, y que, al menos
en lo que respecta a Europa, el Estado de Bienestar está claramente
consolidado. Y habría que recordar que entre 1993 y el 2000 este porcentaje en
la Argentina promediaba en cerca del 25% del PBI, al que muchos considerarían
necesario volver.
Se ha generado un modo de emitir moneda sin generar inflación, por lo
que no sólo las ideas, sino también las políticas en el mundo, no parecen
querer ya profesar el neoliberalismo, aunque lo prediquen a las naciones
subdesarrolladas, rasgándose las vestiduras o vistiéndose de víctimas de la
irresponsabilidad de los gobiernos: chantajeando y controlando, censurando, aun
así, casi todas las naciones, a pesar de esto, suelen estar a favor de un
fuerte estado de bienestar que les garantice el consumo y el acuerdo entre
clases.
Es por eso que nada ha criticado
tanto el credo neoliberal como la construcción de este estado de bienestar en países
subdesarrollados, por eso su indolente percepción lo percibe simplemente como
una interferencia del mercado, le niega toda bondad y necesidad, y solo habla
de ajustes -como quien no quiere la cosa- en medio del comienzo de una polémica
mundial sobre la necesidad de un
impuesto global al capital para que el capitalismo no degenere en oligarquía, y para que la separación entre clases cada vez mayor no sea un sino irremediable; para
evitar una vuelta al siglo xix, al imperio de los patrimonios, las grandes
fortunas y las grandes miserias. Este intento bienintencionado de salvar al
capitalismo de sus excesos -porque esta viene siendo la principal tarea de los
economistas hace ya algún tiempo- que han emprendido los principales referentes
mundiales (Stiglitz, Krugman y Piketty en primera fila, secundados desde lejos
por el aura de Amartya Sen, proponiendo una nueva razón práctica que guíe la
economía en una vuelta a los valores filosóficos) parecen pertenecer a un
tiempo muy distinto al de Melconian, Espert y Broda, los que profesan la religión
monetarista sin siquiera necesidad de actualizarla, con todos sus mantras (achicar
el estado, reducir el gasto, eliminar aranceles).
En serio que este discurso no se diferencia en nada del que podrían
haber dado en la década del 70, carece del oportunismo menemista de los 90 y es
un programa dogmático al estilo del Ladrillo, los Chicago Boys, Martínez de Hoz
y la era Reagan Thatcher, da la sensación de haberse quedado en esa época
influido por la lamentable conversión de Milton Friedman, de crítico necesario,
cuidadoso y consciente del keynesianismo a irresponsable ideólogo conservador
de la derecha, pero en nombre de los valores liberales, tergiversando
profundamente el pensamiento de Adam Smith. Aclarémoslo de una vez: el
neoliberalismo no tiene demasiados valores en común con el liberalismo, más bien parece ser un indirecto promotor de
muchas cosas que Adam Smith combatió y que la teoría económica parece soslayar
en sus observaciones, dejándoles la dudosa categoría de fallas del mercado,
como si estas fallas fueran una abolladura en una máquina y no los fundamentos
que ponen a funcionar la máquina, generando desigualdad de oportunidades,
principalmente; el gran problema de la teoría económica clásica es que ha visto
accidentes innecesarios (perturbaciones del equilibrio) en cuestiones que ya
son prácticamente inseparables del funcionamiento del mercado.
La escuela de Chicago, como promotora del fundamentalismo de mercado de
los 80 y los 90, del desmantelamiento de naciones, de particiones, guerras
civiles y desplazamientos de fronteras, fortaleció indirectamente el lamentable
traspaso de la economía desde una ciencia descriptiva hacia una ciencia predictiva, el
lamentable traspaso de la figura del humanista ilustrado a la del gurú soberbio
que tanto daño ha hecho por profecías autocumplidas y demás intrigas. Esa
degradación de la ciencia social a una disciplina técnica sin rostro humano
pero con halos pseudomísticos, con lenguaje revelado, con iniciados y secretos,
toda esta parafernalia técnica se trasunta de la arrogancia de estos señores,
pero cada vez parece más fuera de lugar en los debates del mundo actual.
Y esta es la gente que piensa que puede entender y cambiar la Argentina. No, de ningún modo, esta gente cree que puede amoldar la Argentina, reducirla a
sus perspectivas, y principalmente por eso es afecta a los pronósticos
erróneos, ya que intentar entender a la Argentina, por supuesto, no es parte de
su trabajo.
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