jueves, 23 de junio de 2016

Eyal Sivan: A contrapelo


por José Miccio *

Exilios

Unos meses antes del comienzo de la Intifada de 1987 Eyal Sivan filma su primer documental, Aqabat-Jaber, vida de paso, y comienza así una tarea que continúa todavía hoy y que constituye, básicamente, una historia alternativa de su país (Israel) y una crítica de las políticas de la memoria. Su cine se mueve alrededor de dos temas que de acuerdo con la posición de Sivan son en realidad el mismo: la construcción de un pasado oficial judío (y el lugar en él de la Shoah) y el olvido de Palestina. Sobre este último punto trabajan sus primeras imágenes. Posteriormente, y a través de un permanente sistema de reenvíos que le dan a su cine un carácter sistemático, Sivan irá descosiendo, desde puntos de ataque diversos, con precisión y énfasis, el entramado de toda una ideología [i] 

Aqabat-Jaber es un campo de refugiados a pocos kilómetros de Jericó. La ONU lo instaló alrededor de 1950 – junto con muchos otros - para alojar a los palestinos desplazados de sus tierras luego de la creación del Estado de Israel y la guerra que siguió a ella. Sivan llega al lugar veinte años después de otra guerra – la de los Seis Días – y de una nueva migración. Recoge entonces testimonios de tres generaciones: la de los desterrados, la de los que nacieron en el campo y añoran la tierra que no conocieron y la de los más niños, que parecen menos apegados a los relatos de sus mayores. En dos oportunidades alguien se resiste a la cámara. En la primera escena una mujer se niega a abrir la puerta de su casa al director porque piensa que las imágenes son para Estados Unidos. Más adelante, en su cocina, una segunda mujer lo rechaza porque, dice, ellos no son actores como para ser filmados. 

Tanto como los testimonios que ocupan la mayor parte de su tiempo estas dificultades constituyen el documental. Sivan trata de conseguir imágenes no oficiales (es decir, trata de no confirmar las razones de la puerta cerrada con que su cine comienza) y de no representar el sufrimiento humano como género, esa manera de volver todo inespecífico y por lo tanto reacio a la política y la historia. El fresco que elabora en Aqabat-Jaber es el de un grupo más que el de una comunidad, porque las condiciones para la existencia de una comunidad son lo que falta, justamente. El campo de refugiados convierte todo en transitorio (en vida de paso, como dice el título), desde la casa hasta el vecino. Los travellings y las panorámicas les dan contexto (ruinas) a los testimonios y remiten, por oposición, al lugar evocado por las voces, que para los adultos se vuelve casi un paraíso, porque en el presente no hay hogar sino desposesión y el drama siempre inestable de la memoria y la esperanza. 



Es común que los documentalistas vuelvan sobre sus propios pasos. Los cambios sociales son parte de su agenda desde casi siempre y ningún repliegue sobre la intimidad, por más familiar que sea ahora, podrá desmoronar esta costumbre. En 1995, después de los acuerdos de Oslo, Sivan regresa al campo de refugiados y filma Aqabat-Jaber, ¿paz sin retorno?. Nunca la paz había estado más encaminada, pero el derecho de los refugiados a volver a sus tierras no estaba contemplado en los acuerdos, y no se trataba de un tema entre otros. En este contexto, y con este problema en primer plano, Sivan llega a Aqabat-Jaber, un día después de que el ejército israelí dejara la zona bajo control de la Autoridad Palestina. El momento es oportuno, además, porque mientras los medios de comunicación celebran los acuerdos y el Nobel de la Paz para Rabin, Peres y Arafat está todavía tibio, la incómoda pregunta de su título resulta más apremiante. Por eso escuchamos al comienzo: “Es necesario hacer esta película”. Esta urgencia, probablemente, explica que, a diferencia de lo que ocurre en su debut, sus personajes parezcan esta vez íconos interpuestos entre el espectador y las razones del documentalista. También ahora hablan tres generaciones, pero su relación ya no es la misma. Un adulto que en el documental anterior decía con firmeza que no se quedaría en el campo construye ahora una casa; cuando Sivan le pregunta por qué, dice que no ha renunciado a su tierra pero que mientras tanto (hasta que tenga derecho a regresar) debe hacer lo posible por vivir bien. En los extremos, una joven dice que la historia no puede terminar así, y un viejo que ya no es posible regresar al 48. Los más chicos eran antes los menos interesados en el tema, y los mayores los que más hablaban de sus lugares perdidos. Ahora las cosas se dieron vuelta, y la que señala el futuro es la voz más joven. Sivan tiene que haber pensado en esto a la hora de editar. Su exposición convierte rápidamente – la película es corta – la pregunta del título en aserción: no hay paz sin retorno [ii]. 





Hegemonías

Entre sus documentales sobre Aqabat-Jaber Sivan filmó varias películas. Israelandia, de 1991, está dedicada al parque temático del mismo nombre que se levanta a diez kilómetros de Tel Aviv mientras la Guerra del Golfo tiene lugar. Se trata de una empresa que tiene todos los rasgos de una ficción, y en algún sentido lo es. Los personajes principales son los de la obra en construcción: dos obreros palestinos que carecen de libertad para moverse en la ciudad, un excavador israelí que no quiere tener contacto con ellos, un arquitecto alemán que eligió un nombre judío y se mudó a Israel, y el ideólogo del proyecto, un georgiano que hace un culto del empresariado y considera que Israelandia es una ofrenda. Como marco para el desfile de estos personajes Sivan sitúa dos escenas de alarmas, corridas y máscaras antigás relacionadas con la guerra y el miedo a los atentados químicos. El parque es a la vez una inscripción del capitalismo y del absurdo y solicita una interpretación en clave que no le hace bien a la película [iii]. Israelandia es un documental algo perezoso, demasiado amigo de su metáfora y sin la impronta militante que Sivan desprende habitualmente de su sobrecarga argumentativa. 

De 1994 es El síndrome Borderline de Jerusalén. Se trata de un documental en apariencia ligero. Pero su humor es brutal. Tiene pocas entrevistas, varios fragmentos de vida urbana y al menos dos escenas de ficción. Al comienzo, un psicoanalista interpreta la entrevista que Sivan le hizo un tiempo antes a un colega lacaniano; sus palabras explican de qué se trata el síndrome en cuestión: un ataque de locura motivado por el trato con la ciudad. Todavía hoy – según parece – lo sufre un cierto número de visitantes, aunque para ellos la experiencia no tiene sus razones en la psiquiatría: se trataría, por el contrario, de una especie de trance místico que arrastra al inspirado hacia las túnicas blancas, las abluciones y la identificación con protagonistas bíblicos. La sustitución de un médico por otro es imposible de reconocer sin la presencia del director en la sala o sin la ayuda de lecturas previas. Distinto es el caso del segundo personaje ficticio, una prostituta de tetas doradas y dicción dramática que, bañada en luz deliberadamente artificial, hace, como se dice, teatro. A estas escenas, tranquilas, se oponen las de la caótica vida urbana. Vemos durante la película una peregrinación judía y una musulmana, el turismo católico y el negocio ambulante, el barrio ortodoxo y el gimnasio palestino donde una canción militante se superpone al sonido ambiente y al culto del cuerpo. Como a Sivan no le interesan ni la religión ni la psiquiatría, el trastorno y la percepción alucinada hay que buscarlos en esa sensación de violencia permanente que, en sintonía con algún Avi Mograbi o con Intervención divina del palestino Suleiman, el director encuentra en todas partes, lista para estallar. Un niño acusa a los que filman de izquierdistas; alguien ríe cuando se habla de la ciudad y la paz, como si tales cosas pudieran decirse juntas. 

Además de la vida urbana a Sivan le importan las imágenes. Santa para tres de las religiones más importantes del mundo, Jerusalén aparece en la película desacralizada, como campo de batalla entre las imágenes míticas que, en distinto orden, ensayan sobre ella las religiones y el turismo, y las de la realidad humana que busca el director. En este sentido, la escena más significativa es aquella, brevísima, en la que un travelling va de una postal a un nuevo encuadre del lugar detenido en ella, como si ese movimiento, de representación a representación, advirtiera, por un lado, acerca de la ilusión de las imágenes directas, y por otro llamara a ver de nuevo lo que de tan evidente parece haberse vuelto invisible. Después de todo el viaje, Jerusalén resulta menos creíble que la prostituta dorada.



Su película más importante de estos años, y uno de los nudos de su filmografía, es Izkor, los esclavos de la memoria, de 1991. Sivan ha hablado de ella como de un documental de contrapropaganda. Es una definición pertinente. Y es, conviene recordar, propia del cine militante, un lugar con el que todas estas películas tienen algo que ver. Izkor trata sobre la educación, y por lo tanto sobre la hegemonía. En noventa minutos asistimos a cinco semanas de recuerdos nacionales y doce años de escolarización. La cartera de efemérides – Pascua, Día del Holocausto y el Heroísmo, Día de los Caídos en las Guerras de Israel, Día de la Independencia - y el trabajo pedagógico promueven la vida de un nacionalismo religioso y militarista, apoyado sobre la memoria del exterminio. “Recordá” es el mandato que docentes y ceremonias estatales comunican a los ciudadanos de todas las edades. Sivan enfrenta esta propaganda con una rigidez tal vez necesaria pero decididamente incómoda. Los estudiantes que cursan los distintos niveles escolares son piezas de una estructura que la crítica hace visible al precio de quitarles todo posible rasgo disfuncional. No hay en el trabajo de la ideología crisis ni resistencias, de ahí que la exposición sea tan mecánica. Como contraparte, este modo de proceder hace legible la reproducción ideológica en todo sentido, como si de un diagrama de los caminos del poder se tratase. Al comienzo los niños aprenden el imperativo – recordá, recordá, recordá - como rito escolar. Al final un joven se prepara para ingresar en el ejército, seguro de servir a la patria. El único contrapunto descansa en dos individuos: el filósofo Yeshayahu Leibowitz, que dice el lado ciego de la memoria y a quien Sivan dedicará en 1993 dos películas de entrevistas (Itgaber, el triunfo sobre uno mismo), y el mismo director, que discute con los profesores de la que fue su escuela y hace, como su maestro, un elogio de la desobediencia [iv].




Banalidades 

Hay una gramática común en gran parte de los títulos de Sivan que permite verlo como un director algo sentencioso. Suelen contar con dos sintagmas nominales. Uno, muy breve, es (digamos) el nombre. El otro, más extenso, el comentario. En los casos más significativos el sintagma número dos ofrece una clave interpretativa. Es lo que sucede con Un especialista, retrato de un criminal moderno, cuyo comentario indica un tipo de representación y una manera de entender el problema. 

El protagonista es Adolf Eichmann. Sivan trabajó con 350 horas de filmación del juicio de 1961 al oficial nazi. Como el material no estaba en buen estado y carecía de orden, el director tuvo que hacer la tarea del archivista antes de concentrarse en la del cineasta, que compartió esta vez con Rony Brauman. La manipulación de las imágenes es radical: todos los travellings y los reflejos – del público, de los testigos, de las proyecciones fílmicas usadas como pruebas - sobre la cabina donde está encerrado el acusado fueron generados digitalmente. No se trata de una intervención entre otras: ataca el estatuto mismo del registro, su primacía ontológica. Hay una segunda operación, también destinada a remover certezas. Verdugo de la imagen, Sivan va en busca de la imagen del verdugo. Una vez más - como sucedía antes con Jerusalén - el problema es cómo hacer visible lo que se ha mostrado demasiado. Si el nazismo se ha convertido en una serie de tópicos (o peor aún: en un álbum de postales del horror), y los espectadores ya no sentimos nada frente a ellos, tal vez sea necesario, para reencontrar la inquietud que reclama el hecho de que todo eso que vemos haya efectivamente sucedido, retirarlos de la pantalla o quitarles su aire familiar y doméstico. La sustracción de los campos, y especialmente la presentación de un nazi que parece un oficinista son las formas que Sivan propone como antídotos. Para él, esto constituye una certeza. Para nosotros, una posibilidad [v]

Un especialista es también – y no hay que ruborizarse por ello - la ilustración de un libro: el célebre ensayo de Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal. El plano de apertura corresponde al juzgado, pero su semejanza con una sala teatral o cinematográfica permite a los directores establecer, desde el comienzo, el dominio de la representación. El recurso es muy usual, y Sivan, que confía en las virtudes de un vínculo a cierta distancia entre espectador y película, acostumbra llamar la atención sobre el carácter no inmediato de las imágenes. Acerca del lugar del juicio escribe Arendt: “Quien diseñó esta sala (…) lo hizo siguiendo el modelo de una sala de teatro, con platea, foso para la orquesta, proscenio y escenario, así como puertas laterales para que los actores entraran e hicieran mutis”. Del hecho de que el juicio fuese una puesta en escena oficial y David Ben Gurion [vi] su director en las sombras, Sivan no señala más que su dimensión dramática. Tampoco parece preocupado por la verdad de los testimonios ni la justicia de la condena. Su interés es ese hombre pequeño que, en una cabina de cristal, rodeado de papeles, parece repetir en escena aquello que lo llevó ahí: la dedicación, la eficiencia, la operatividad del burócrata.


La obediencia es el mayor talento de Eichmann, y las frases hechas son su lenguaje. Hay un horror nuevo en la sala, distinto del que se vio en Nüremberg. “Cumplía órdenes” es su estribillo. Como retrato audiovisual de un nazi, el documental es bastante curioso. Conocemos bien el estereotipo: es el de las películas de Leni Riefenstahl o el del consenso antifascista de posguerra. En efecto, el cine ofreció de los nazis imágenes que los nazis se habían ofrecido a sí mismos. Olímpicos o infernales, sobrehumanos o inhumanos, eran, de cualquier modo, titánicos. Eichmann no es así. Lo vemos en pantalla tal como Arendt lo describe: como un hombre “de estatura media, delgado, de media edad, algo calvo, con dientes irregulares, y corto de vista, que a lo largo del juicio mantuvo la cabeza, torcido el cuello seco y nervudo, orientada hacia el tribunal (ni una sola vez dirigió la vista al público), y se esforzó tenazmente en conservar el dominio de sí mismo, lo cual consiguió casi siempre, pese a que su impasibilidad quedaba alterada por un tic nervioso de los labios, adquirido posiblemente mucho antes de que se iniciara el juicio”. Este hombre no es un monstruo, y sin embargo es responsable directo de la muerte de millones de personas. Lo que vemos, hay que decir, es en verdad horrible. Tiene las características de lo cotidiano y se parece un poco a nosotros. 



También en Por amor al pueblo – una de sus dos películas de 2003 – Sivan comparte la dirección, ahora con Audrey Marion. Se trata de otro especialista y de otro retrato, asociado esta vez con el cine de Harun Farocki. El victimario sin glamour es ahora un ex agente de la policía secreta de la Alemania del este. Aunque su tarea es diferente, el señor B (según aparece mencionado en catálogos y textos de prensa) comparte con Eichmann su vocación de servicio y su mentalidad burocrática. Algo los separa, sin embargo. Tal vez Eichmann no actuara movido por el odio (es lo que declara en su juicio), pero en todo caso no lo hacía por amor. El señor B sí. Esta segunda entrega cinematográfica del análisis del poder en versión Arendt – deudora no solo de su ensayo sobre la banalidad del mal sino también de sus reflexiones sobre el totalitarismo – se aleja en apariencia del trabajo de Sivan sobre Israel. Sin embargo, la propaganda de la RDA sigue tópicos semejantes a los tratados en Izkor. Básicamente: militarismo y pedagogía (socialista en este caso). Y como se trata de la construcción de un Estado nuevo, mucho de que sucede acá en Alemania resuena allá en Israel. 

El texto en off procede del diario de Alexander Adler, un hombre de la Stasi. Como todo se dice desde febrero de 1990, esto es, desde el final de la Alemania comunista, hay en sus palabras un tono de melancolía. “Hoy ya no se controla nada”, afirma. Hay algo humano, demasiado humano en este lamento por la tarea que se abandona. Los expedientes tirados en el pasillo son las ruinas de sus años dedicados a la recolección y clasificación de informes sobre los ciudadanos de su patria. Se han ido sus tiempos. Ha sido expulsado de la historia. Ahora solo le quedan la nostalgia y una cierta inquietud. Esta era su convicción: “La confianza es buena, el control es mejor”. Y esta, su frase más amorosa: “A ciertas personas hay que obligarlas a ser felices”. Como ocurre en la rumana Great Bank Communist Robbery y en la húngara The Life of an Agent – historias, como esta, verdaderas pero inverosímiles - hay acá una línea muy fina entre el horror y la comedia absurda, una oscilación incómoda entre el miedo y la risa. Las imágenes que dialogan con esta voz en off proceden de archivos, aunque algunas fueron filmadas especialmente para la película, como las de esas ominosas cámaras callejeras con las que empieza y termina. En su desolador final, Por amor al pueblo consuela un poco a su personaje, porque a pesar de su ausencia la vigilancia continúa. Una canción de la vieja época a cargo de dulces voces infantiles dice: “Sólo el amor a la patria sigue despierto mientras soñamos”. Al mismo tiempo que escuchamos esta fe, vemos de frente una cámara que no duerme. Y enseguida, un edificio, con algunas ventanas encendidas, donde la vida se cree aún privada. 




Catástrofes

En 2002 Sivan y el director palestino Michel Khleifi filmaron las escenas de Ruta 181, el documental (extenso y notable) que estrenarían un año después. Para Sivan esta película es la síntesis de su largo proyecto. Su título completo incluye el comentario habitual: Ruta 181, fragmentos de un viaje por Palestina-Israel. El guión que une (y separa, pero ese es otro problema) los nombres propios es una inscripción de orden ideológico. Sivan ha hablado siempre de un Estado binacional como alternativa a las soluciones etnocráticas que se promueven para la región. No hay muchos analistas políticos que consideren esta idea viable, pero al cine le corresponde otra tarea – la crítica de ese consenso-,  y los directores la llevan adelante con una furia que terminó en un juzgado [vii]. El número del título no es en realidad el de una ruta sino el de la resolución de la ONU que en 1947 dispuso la división de Palestina en dos territorios. El viaje se hace, entonces, por la frontera que señala el comienzo de una enemistad histórica, es decir, situada: ni eterna, ni milenaria, ni mucho menos teológica. 

Los fragmentos anunciados se distribuyen en tres secciones, designadas con convenciones geográficas: Sur, Centro y Norte. A esta organización espacial el montaje suma, en las dos primeras partes, una unidad de tiempo: ambas se inician con luz diurna y concluyen, previos planos de atardecer (algo presurosos en la sección Centro) cuando el sol ya ha caído. La exposición busca el lugar del palestino – y del judío oriental, en todo caso – y ataca, desde allí, la hegemonía que lo instituye, justamente, como lugar del palestino. Sivan y Khleifi son poco moderados, bastante tendenciosos y decididamente inobjetivos. No son pocas las preguntas que – sin necesidad, porque sin ellas ya todo se entiende – se convierten casi en agresiones. Algunos ejemplos. A un soldado que participa en el sitio de una ciudad: “¿Conoce La banalidad del mal?”. A un anciano que formó parte de la guerra del 48: “¿Conoce el juicio de Salomón?”. A unos niños árabe-israelíes que no conocen su historia: “¿Tienen miedo de la verdad?”. Sin embargo, un cine como este – ¿militante?, ¿contrainformativo?, ¿anticolonialista?; ¿cuál de esas palabras que hemos aprendido a degradar le corresponde? – no acepta, en general, objeciones de este estilo, porque sus necesidades son de otro orden. Hay – piensa este cine - ideas que deben ser comunicadas con claridad: el soldado debería desertar, hasta una historia judía confirma las razones palestinas, la educación israelí borra las huellas mentales del pasado así como el ejército borró sus huellas físicas (¿o no se llamó Scopa Escoba - la operación militar que en el 48 expulsó a los árabes de las aldeas del norte?). La disciplina polémica de Ruta 181 es inusual y tiene la virtud de ir siempre de frente. De algún modo, podría haberse llamado Nakba, la palabra que los palestinos usan para designar el tiempo que para su propia historia comienza con la fundación del Estado de Israel. Nakba significa catástrofe. En hebreo, esa palabra – catástrofe - se dice Shoah. Sobre la película de Claude Lanzmann que lleva ese nombre (es decir, encima de ella) se despliegan las apasionantes cuatro horas y media de Ruta 181



Ahora, ¿por qué Shoah como intertexto? O mejor, ¿por qué Lanzmann?, ¿qué hay en el francés y en sus películas que llame a la vocación crítica de Sivan? Podríamos contestar, todo. Podríamos decir, hay al menos esto: el adversario ideológico más influyente, el cine que recuerda lo que Israel recuerda y olvida lo que Israel olvida, y por si algo faltara una Jerusalén cinematográfica [viii]. En las efemérides referidas en Izkor al Día del Holocausto sigue el Día de los Caídos. Con Lanzmann sucede lo mismo. En 1994 – es decir, nueve años después del estreno de Shoah – da a conocer Tsahal, su película sobre el ejército israelí. Y en 2001, la notable Sobibór, 14 octobre 1943, 16 heures concluye, de manera lógica aunque no cronológica, su exposición acerca de Israel. Yehuda Lerner – protagonista de la única rebelión de prisioneros de un campo de concentración que tuvo éxito – cuenta cómo nació el plan de fuga de Sobibor, cómo se desarrolló y cómo (sobre todo) mató a quienes, según la distribución de las tareas, debía matar. Así, hay una línea que parte de las víctimas del Holocausto y, a través del momento fundacional en que un judío mata por su vida, llega al Estado de Israel, y sobre todo a su ejército. Después del exterminio, armas y tierras para quienes vivieron la Diáspora y sufrieron la violencia. Entre películas aparece, entonces, lo que no hay en Shoah: una historia. Lanzmann la llama así: reapropiación de la violencia por parte del pueblo judío

A desmontar este gran relato ha dedicado Sivan su tiempo en el cine. Le ha hecho preguntas una y otra vez y las ha contestado con una firmeza, digámoslo así, doctrinaria. ¿Cómo consigue su hegemonía? (respuesta: Izkor). ¿Qué sustentación tiene? (respuesta: Israelandia). ¿Qué cotidianidad promueve? (respuesta: El síndrome borderline). ¿Cómo se lo discute filosóficamente? (respuesta: Itgaber). ¿En qué idea del poder se apoya? (respuesta: Un especialista). ¿Qué deja de lado para constituirse? (respuesta: ambas partes de Aqabat-Jaber). Ruta 181 recupera toda esta labor y hace la pregunta mayor, la que incluye a todas las otras: ¿qué olvida ese relato? Es decir, ¿sobre qué negación se levanta su memoria? 

En su celebrado autorretrato Godard descubre una secreta simpatía entre la estrella de David y una tecnología de audio (el estéreo). Especula, entonces, con un triángulo que se despliega dos veces: los nazis lo habrían proyectado sobre el pueblo judío y luego el Estado de Israel lo habría hecho sobre Palestina. Esta geometría volcada sobre la vida política certifica una equivalencia que es motivo de disputa permanente; por esta razón Sivan y Khleifi la asumen hasta el escándalo. Así, mueven las piezas y ponen a Palestina en el lugar del pueblo judío y a su película en el lugar de Shoah



El cartel con que Lanzmann empieza su trabajo refiere la instalación de colonos alemanes en zonas polacas y el cambio de topónimos propio de las conquistas: Chelmno se convierte en Kulmhef, Lodz en Litzmannstadt, Kolo en Warthbrücken. En los primeros minutos de Ruta 181 los directores insisten en hacer preguntas sobre los nombres de los lugares que visitan: Masmiye se ha convertido en Bnei Re’em, Qastina en Qiryat Mal’achi. El borrado de esos signos se resume en las palabras de una mujer árabe: “Cambian todos los nombres”. En una gran escena Lanzmann envuelve en travellings una fábrica y hace que la marca de un camión (Saurer) ocupe la pantalla; a esas imágenes le suma la lectura de un documento nazi que promueve algunos cambios técnicos para los vehículos que se usan como cámaras de gas. Su intertexto en Ruta 181 es la visita que hacen los directores a la fábrica que vende a Israel el alambre (que ningún otro Estado usa, “tal vez por razones humanitarias”) para sus líneas de demarcación. Los polacos de Lanzmann, que ocupan las casas judías y a quienes el director pregunta por sus dueños anteriores, se convierten en los judíos de Sivan, que ocupan las casas árabes y a quienes también se les pide que hablen del pasado. Con la historia del gueto palestino de Lod se asocian las políticas de Israel con las políticas nazis. Así, una y otra vez, una imagen convoca a otra. La palabra es imposible y adecuada: Ruta 181 es una parodia (sin humor) de Shoah

Pero la correspondencia que – debido a la fama de su modelo – se destaca por sobre las demás es la que Sivan y Khleifi establecen con la escena de Shoah protagonizada por Abraham Bomba, el peluquero de Treblinka. Quien habla mientras usa las tijeras es ahora un palestino. Primero acusa a un general israelí de mentir en sus libros: la población de Lod no se retiró por su cuenta, fue masacrada. Después cuenta de casas confiscadas, robos, violaciones y de cómo fue obligado a cremar los cadáveres de trescientas personas de su pueblo. La escena en realidad condensa dos testimonios de Shoah. Visualmente, el del mencionado peluquero. Oralmente, el del hombre que trabajaba en los hornos de Auschwitz. En el cierre de este fragmento, tres planos de rieles - como los que Lanzmann filma hasta el dolor en el presente de Auschwitz - subrayan este último intertexto. 

Remisiones tan sistemáticas convierten al palestino en el judío del judío. “No hay que comparar sino lo que es comparable”, advertía Vidal-Naquet en Los asesinos de la memoria, un libro que sin dudas Sivan conoce bien. Daba este ejemplo, entre otros: “…la expulsión de los palestinos no puede compararse con la deportación nazi, y la matanza de Deir-Yassin por parte de los hombres del Irgpun y del grupo Stern (9 y 10 de abril de 1948) puede asimilarse a Oradour pero no a Auschwitz” [ix]. Vidal-Naquet tiene razón. Pero la pulsión analógica – de Sivan y Khleifi, del Mograbi de Venganza por uno de mis ojos, de Godard en mucha menor medida – tiene motivos que no pueden atribuirse sólo a la ignorancia histórica o, como se sugiere a menudo, a un antisemitismo más o menos sublimado. Hay en algunas películas una urgencia que las acerca a la consigna. No se agotan en ella ni ella es su razón última, pero no dejan de rendirle tributo. Es como si señalaran a Israel un cierto drama, y le dijeran: “Te has vuelto víctima de haberte convertido en la víctima por excelencia; has pedido al mundo, con razón, que recuerde el sufrimiento sobre el que te levantas, y has justificado, sin razón, tus propias violencias con ese sufrimiento; las comparaciones que rechazas son parte de tu triunfo: el Holocausto, que es inconmensurable, es ahora la medida de toda masacre”. Ese nudo de culpas y disculpas en permanente estado de hipérbole hace al ruido de la discusión, y en algún momento debería dejar de producir discurso. A fin de cuentas, podríamos decir: así como Israel no tiene más derecho al crimen por haber nacido luego del Holocausto, sus crímenes no son por lo tanto especiales. Será difícil, sin embargo, desatarlo, porque más allá de la crítica de las semejanzas y de la carga moral puesta en juego – el lugar y el derecho de las víctimas, nada menos - la tragedia judía y la tragedia palestina se remiten una a otra porque hay lazos históricos que las unen. Los gobiernos de Israel, y su relato mayor, no parecen estar dispuestos a reconocerlo. A esa situación contesta Ruta 181. Si propone, luego de todos sus intertextos, el relato alternativo al de Lanzmann - es decir, el del derecho palestino a la reapropiación de la violencia - es difícil de decidir. Una escena muestra, sin juzgar, a un detenido que ha sido protagonista de un atentado o de su intento; todas las otras las condiciones que contribuyen a su decisión. El joven, su familia y los soldados israelíes que dudan entre dejar que se toquen o impedirlo tienen la Historia encima. La película tiembla. Es el momento – extraordinario - en que Ruta 181 encuentra para su espectador el lugar de la crítica. Es decir, el lugar de la interrogación política.


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NOTAS

[I]               Las películas de Eyal Sivan formaron parte de la programación del DOCBSAS del año 2005. Lamentablemente, solo pude revisar dos de ellas: Ruta 181 y Por amor al pueblo. Los textos acerca de su filmografía restante proceden de apuntes tomados entre película y película y borradores escritos unos días después de que las proyecciones terminaran. Tal vez algunos detalles no sean exactos, pero creo que ningún argumento, más allá de su fortuna, carece de base. Es posible, además, que una revisión de los documentales hubiera modificado algunas de estas ideas. Habrá que esperar hasta que Cine Ojo edite estas películas o hasta que algún foro de internet las ponga a disposición de sus usuarios para realizar las correcciones pertinentes. (Nota 2016: Ruta 181 y Un especialista circulan en internet, las otras no pude encontrarlas).

[II]            Hay una evidente afinidad entre las ideas de Sivan y las de Edward Said, que escribió una serie de textos brillantes sobre Oslo. En su introducción a Crónicas palestinas, Said escribe: “Por lo que se refiere a la historia israelí, una de las razones por las que saludo a los nuevos historiadores, o historiadores revisionistas, israelíes es que a través de su trabajo han revelado los mitos y la narrativa propagandística que han tratado de negar la responsabilidad israelí, en 1948 y a partir de entonces, a la hora de provocar efectivamente la catástrofe palestina”. (Crónicas palestinas. Árabes e israelíes ante el nuevo milenio). Said se refiere a Tom Segev, Ilan Pappe y Avi Schlaim. Sin saberlo describe con claridad la tarea que Eyal Sivan lleva adelante.

[III]             En el catálogo del DOCBSAS se lee: “La sociedad israelí, enclave de Occidente en el corazón de Medio Oriente, se muestra a través de una metáfora surrealista, cargada de un descarnado sentido del humor”. Sivan dice en una entrevista: “Necesitamos reconocer claramente que Israel está en el este. El hecho de que los israelíes actúen como si fuéramos un suburbio de Viena o Nueva York  niega esto. El problema es que este país no quiere a los árabes aquí”. La entrevista se puede encontrar en www.laotraorilla.blog-city.com. (Nota 2016: la página parece no existir más).

[IV]         Elogio de la desobediencia es el título del libro que Eyal Sivan escribió junto con Rony Brauman y que forma un díptico con Un especialista. Está editado en castellano por Fondo de Cultura Económica.

[V]            Hacemos en general caso omiso de lo que hubo antes de las películas que nos enseñaron que mostrar es dar lugar a un vínculo falso entre el espectador y las imágenes. Nada de archivos, decía Lanzmann. Nada de pornografía concentracionaria, decía, desde un lugar opuesto, Syberberg. Sin embargo, antes de que esa interdicción se volviera lugar común, fue necesario mostrar, y nadie dio a ese mandato una forma más genuina que un mal director de cine a cargo de un institucional tardío. En 1961 – el año del juicio a Eichmann, justamente - Stanley Kramer dirigió El juicio de Nüremberg y dejó al menos un momento extraordinario: ese en el que nos hace ser testigos, junto con los personajes reunidos en la sala, del parto de unas imágenes y una mirada. Spencer Tracy muestra (exige ver) al público (no casualmente en el lugar del juicio) lo que luego se creería necesario escamotear, tal como hace Sivan al dejar de esas imágenes sólo una huella digital en la cabina de Eichmann. En Ciudadano Welles, el libro de entrevistas con Orson Welles que publicó Peter Bogdanovich, se hace referencia al uso en El extraño de tomas documentales de los campos de concentración. Sobre el tema dice Welles: “En principio yo estoy en contra de ese tipo de cosas, de explotar la verdadera miseria, la agonía o la muerte, para un espectáculo de entretenimiento. Pero en este caso pienso que cada vez que se le dé al público la oportunidad de ver tomas reales de un campo de concentración con la excusa que sea, es un paso más hacia delante. La gente no quiere saber que esas cosas ocurrieron”. El tiempo de los tópicos llegaría luego y la sustracción o el tratamiento lateral de los temas contestarían esa explotación de la miseria a la que Welles hace referencia pero que él subordina todavía a una necesidad pedagógica. El problema no ha terminado aún, y no hace mucho Godard y Lanzmann polemizaron acerca de la imagen o su negación. Es importante reponer esta dialéctica de las formas. Suena evidente, pero el ruido de las frases célebres suele taparla. Existe el riesgo de que las maneras de no ser abyecto – al igual que la idea misma de lo abyecto - se vuelvan protocolares, si tal cosa no ha sucedido ya. Quitar la imagen solo tuvo sentido después de Noche y niebla, que es la película que ha ganado la batalla de la moral, pero también después de lo grabado por las cámaras aliadas, su incorporación casi secreta en El extraño y su escena de nacimiento público en El juicio de Nüremberg, que puede ser vista como la película que despide - unos años después de Resnais - una cierta idea sobre la representación del horror.

[VI]        El juicio tuvo, según Arendt, razones políticas claras, aunque su desarrollo siguió otros caminos. En palabras del propio Ben Gurion: “Queremos que todas las naciones sepan…que deben avergonzarse”. Arendt sigue su exposición incorporando en ella las citas del premier israelí: “Los judíos de la Diáspora debían recordar que el judaísmo, ‘con cuatro mil años de antigüedad, con sus creaciones en el mundo del espíritu, con sus empeños éticos, con sus mesiánicas aspiraciones’, se había enfrentado siempre con un ‘mundo hostil’; que los judíos habían degenerado hasta el punto de dirigirse obedientemente, como corderos, hacia la muerte; y que tan solo la formación de un Estado judío había hecho posible que los judíos se defendieran, tal como lo hizo Israel en su guerra de Independencia, en la aventura de Suez, y en los casi cotidianos incidentes de las peligrosas fronteras israelitas. Y si bien los judíos que vivieran fuera de Israel tendrían ocasión de ver la diferencia entre el heroísmo israelita y la abyecta obediencia judaica, también era cierto que los judíos de Israel aprenderían una lección distinta. ‘La generación de israelitas formada después del holocausto’ estaba en peligro de perder su sentido de vinculación al pueblo judío y, en consecuencia, a su propia historia. ‘Es necesario que nuestra juventud recuerde lo ocurrido al pueblo judío, y en consecuencia a su propia historia’”.

                 Es claro por qué Sivan elige ilustrar este ensayo. En primer lugar, todas las acciones de Israel se interpretan como acciones defensivas. En segundo lugar, la creación de un Estado judío redime a la vez Diáspora y Holocausto. En tercer lugar, el mandato de recordar como forma de cohesión interna y coacción externa puede pensarse como una instrumentalización del exterminio. Por último, toda esta memoria hace nacer también el olvido de Palestina. En el juicio a Eichmann Sivan encuentra parte de la ideología que lo llevará a declarar: “Los especialistas en crímenes basados en la memoria somos nosotros”. Es innecesario decir esto, pero conviene subrayarlo: ni Arendt ni Sivan consideran que la matanza es banal (banal es el criminal que está siendo juzgado y el ejercicio burocrático del crimen en masa), ninguno niega a Israel su derecho a existir, ninguno es antisemita. Sobre ciertas interpretaciones, Sivan decía: “Mientras en el resto del mundo se discute y se escriben libros sobre el tema, en Israel se dice que soy un antisemita que presenta a Eichmann como una persona normal. Ese es el método que se usa en Israel para evitar discutir el tema. Todo aquel que dice que el film encubre la maldad de Eichmann debe hacerse algunas preguntas a sí mismo. ¿No es mala la obediencia ciega a la ley? En la película se ve a Eichmann sentado y planificando con sus tablas cuánta gente irá a las cámaras de gas. ¿No es eso malo? Si él no grita en la película, ¿significa eso que no es malo? Esa forma de pensar dice algo principalmente sobre el espectador”. No es necesario, por supuesto, estar de acuerdo con estas ideas, que corren el riesgo, también ellas, de convertirse en cliché. En el texto de Christopher R. Browning (“Memoria alemana, interrogación judicial y reconstrucción histórica: escritura de la historia de los autores a partir del testimonio e posguerra”) que Saul Friedlander compila en el volumen En torno a los límites de la representación. El nazismo y la solución final se llama la atención sobre este problema. Las palabras de Sivan que cito más arriba proceden también de www.laotraorilla.blog-city.com.

[VII]            Después de ver la película en el canal francés Arte, el filósofo Alain Finkielkraut declaró en una entrevista radial que Sivan era un judío antisemita y que Ruta 181 era un llamado a matar judíos para permitir “la emancipación de todos los hombres”. Dijo también esta curiosa frase: “Cuídense aquellos que hayan cosido una esvástica en sus pechos y deseen reclamar para sí una estrella amarilla”. Sivan llevó a Finkielkraut a juicio por difamación. Ante el juez, el filósofo declaró, entre otras cosas: “Hamas tiene escrito en su charter: ‘Cada judío es un blanco’. La película dice sí, cada judío es un blanco, porque Israel es un largo crimen”. Claude Lanzmann declaró como testigo de la defensa. Estas son algunas de las frases que dijo: “Este hombre es antisemita. No veo por qué se indigna cuando se lo dicen, ya que es la verdad”, “Para él – tiene esta idea fija –, Israel es un fabricante de alambre de púas, un guardia de una prisión nazi”, “Esta película niega el Holocausto”, “No sé si todavía podemos considerar israelí a Sivan”. Dijo también algo que es en algún punto cierto (y a lo que el propio Lanzmann no es ajeno): “Toda la película está centrada en esto: ya sabe todo, no descubre nada”. La transcripción de las actas del juicio se puede encontrar en www.cabinetmagazine.org/issues/26/sivan.php (Nota 2016: acá se puede leer un fragmento en castellano: http://tallerlaotra.blogspot.com.ar/2009/09/ruta-181-fragmentos-de-un-viaje-por.html. La traducción pertenece a Candelaria Naveyra).
         
[VIII]             Quisiera dedicar una nota no tanto a Shoah como a una cierta imagen pública de Shoah y celebrar la recuperación de una experiencia. Lanzmann lo ha dicho miles de veces: de los campos de exterminio no hay sobrevivientes sino testigos. Ese estatuto – el de testigos – también corresponde, en principio, a los nazis, a quienes Lanzmann filma en secreto o con nombre falso, y a los polacos, a quienes obliga a tropezarse con las palabras, inculpa de cargos que no entienden y somete gratuitamente a la pregunta (¿por qué?) que él mismo detesta. Las víctimas, sin embargo, son testigos especiales: no comparten con los verdugos y los cómplices un tiempo histórico. Lanzmann los declara “muertos”, o en una decisión apenas menos incómoda: “fantasmas”. El tiempo – queda claro - ha perdido la línea. No hay pasado, porque el Holocausto es aún. Por eso resulta inaceptable que los testigos callen. En la escena más famosa de Shoah, Abraham Bomba, el peluquero de Treblinka, pide varias veces al director que detenga la cámara. Pero Lanzmann sigue adelante porque – dice - es necesario hacerlo. Esta misma razón (la del presente perpetuo) explica también la renuncia a la organización narrativa del material. El trauma es permanente y no hay, por ello, límites que circunscriban ni causalidad que explique una experiencia que sucede en la Historia pero también, y sobre todo, fuera de ella. Una y otra vez, los travellings recorren espacios que no guardan casi huellas del exterminio. Y es como si la masacre no hubiese sucedido antes sino que sucediera debajo, siempre, en una segunda capa de tierra, a la que pertenecen los que ahora hablan. Lanzmann (es ya un lugar común) prefiere los oficios del espacio – geógrafo, geólogo, agrimensor – antes que los del tiempo. Por eso dice: Shoah no es una película sobre la memoria. Y dice una y otra vez: Shoah no un film histórico.

             Lanzmann piensa que comprender es obsceno. Repudia, por lo tanto, a los historiadores que se permiten preguntar por qué cuando la única pregunta posible de hacer es cómo. Habla así, sentenciosamente, y sus frases breves, apodícticas, se reproducen una y otra vez en toda entrevista y en gran parte de los ensayos dedicados a su obra. Cuando no desestima categorías – Shoah no es un documental, Shoah no es un film histórico – decreta: Shoah es un film sobre la encarnación, Shoah es una obra de arte. Su imagen de autor no ha dejado de cercar la recepción de su cine. Hay aires litúrgicos en las proyecciones de sus películas, como si el espectador se enfrentara a algo que pertenece al orden de lo sagrado. Lanzmann ha insistido en señalar el corte epistemológico que el Holocausto significa y ha consensuado consigo mismo el carácter definitivo de su obra maestra, también ella un corte: la única obra de arte posible sobre un tema que escapa a todo tratamiento. De alguna manera, ver Shoah después de Ruta 181 no es necesariamente descubrir sus carencias ni confirmar sus sabidas virtudes. Por el contrario, su desacralización le devuelve – tal vez a pesar de Sivan y Khleifi - eso que Lanzmann y sus influyentes comentaristas terminaron por congelar entre sus referencias a la escritura del desastre, a lo irrepresentable y al silencio. Shoah es grande nuevamente porque su drama humano vuelve al centro de la escena una vez que su carácter sacro y la mudez que pide encuentran sus objeciones.

[IX]              En Los asesinos de la memoria Vidal-Nacquet pone el rigor histórico delante del asco y demuele uno a uno los argumentos de los negadores del Holocausto. No hace foco en esto, pero reconoce lo que Sivan ataca: “…cabe a los historiadores la tarea de retirar los hechos históricos de manos de los ideólogos que los explotan. En el caso del genocidio de los judíos, es evidente que una de las ideologías judías, el sionismo, somete la gran matanza a una explotación a veces escandalosa”. Sivan sabe de la importancia de este libro. El título Izkor, los esclavos de la memoria sin dudas lo refiere. También en Israel habría asesinos de la memoria, pero no porque pretendan borrarla sino porque la escriben constantemente, hasta volverla razón de otros crímenes. Es posible que a Vidal-Naquet no le gustaran las películas de Sivan. Que lo considerara, también a él, un ideólogo. 


* Esta nota fue publicada originalmente en revista La otra nº 21, Invierno 2009.

miércoles, 15 de junio de 2016

2010: dos documentales

por José Miccio

Boxing Gym (Frederick Wiseman, Estados Unidos, 2010) *



Wiseman es un director sabio. Trabajó su excelencia durante cuarenta y cinco años y ejerció con generosidad el cine directo. Como corresponde a esta filosofía del documental, sus películas no se permiten la voz en off, la música extradiegética, la entrevista, la fragmentación de la escena y de la conversación. Hoy, con ochenta y un años, es un maestro tranquilo. No un genio, afortunadamente. 

En Boxing Gym – un documental presuntamente menor -, un gimnasio de Austin, Texas, es la institución sobre la que Wiseman pone esta vez su cámara. Dirige el gimnasio un hombre afable, de mediana edad, ex boxeador, que indica las actividades aeróbicas y señala las técnicas adecuadas de pies, manos y cintura. Como ocurre con toda institución, el registro de su funcionamiento es también el registro de una pedagogía. En este punto, no hay mayores diferencias entre el ballet de Paris al que Wiseman dedicó su película anterior, La danse, y el gimnasio de boxeo. Pero si el ballet, al tener el mérito como condición y la perfección como objetivo, es para unos pocos, el gimnasio aparece como su contracara, porque no concurren a él solamente los que pueden enfrentar el desafío mayor de una competencia exigente y profesional sino también los que llegan con pretensiones más modestas. Su carácter abierto se nota fácilmente: entrenan ahí niños y adultos, varones y mujeres, negros y blancos, nativos y extranjeros. El gimnasio es un sueño democrático sin conflictos graves a la vista. En este sentido, Boxing Gym es tal vez la película más amable de Wiseman, tan distinta en su vibración social de los asilos, cárceles, hospicios, bases de entrenamiento militar, escuelas y cortes de justicia que filmó con anterioridad. [i] 

Pero además de sus probadas virtudes como observador de las instituciones, Wiseman es un cineasta fino, que ha pulido su método con prontitud y se ha dedicado a ponerlo a prueba una y otra vez. Como los viejos zapateros o sastres – también el documental es un oficio terrestre - Wiseman se las arregla siempre. Denme un cuero y les daré un zapato firme, denme una tela y les daré un vestido justo, denme una institución y les daré un documental firme como un zapato y justo como un vestido (después está la etnografía). Si hay algo que hace de Boxing Gym una gran película – además de la cámara de Wiseman y la increíble fotogenia del boxeo - es su organización, el modo en que cada parte ocupa su lugar y está a la vez como desplazada. Cine de planos largos, sostenido en una austeridad derivada de la muy compleja relación que establece con el mundo que registra (y que ha provocado largas polémicas en torno de la ética, la ideología y el realismo), el directo es también un cine del montaje y la estructura, solo que sus empalmes y secuencias no responden a criterios ensayísticos ni narrativos, clásicos o no. [ii]

Un detalle – es decir, algo esencial – ayuda a explicar la silenciosa grandeza de la película. En Louis Lumière, una emisión televisiva dirigida por Rohmer en 1968, Henry Langlois llama la atención sobre algunas decisiones estéticas de Lumière y sus camarógrafos. Pone, entre otros, el ejemplo de la toma Liverpool. Church Street, que comienza con un tranvía entrando a cuadro en primer plano y concluye, una vez que desapareció en la profundidad y el borde, con un segundo tranvía entrando por el mismo lugar que el anterior. Si consideramos a Lumière un cineasta – como pretende Langlois - y despojamos entonces a sus películas de su supuesto carácter prehistórico, tenemos acá el primer ejemplo de una estructura que luego se volverá común. Al comienzo de China Blue (Micha Peled, 2005), una chica ingresa como obrera a una fábrica de jeans; al final, luego de conocer su historia, una segunda chica entra en la misma fábrica. Al comienzo de Entreatos (João Moreira Salles, 2004), Lula da Silva sale de una multitud; al final, luego de conseguir el triunfo en las elecciones, se dirige hacia otra (bastante distinta). Tranvías, obreras chinas o presidentes brasileños, las películas se obligan a un orden que, por su efecto seguro, las repeticiones comunican con claridad [iii]. En Boxing Gym Wiseman desplaza los ecos de apertura y cierre apenas unos casilleros y los trabaja como rimas asonantes o aliteraciones pequeñas que permiten que se perciba una relación – y por lo tanto un orden – sin que la película se vuelva por ello declarativa. El efecto es descomunal. 

Primero está el tiempo. La película se presenta como la filmación de una jornada: comienza cuando abre el gimnasio y concluye con el atardecer. Después está la educación: al principio hay un asalto entre dos niños un poco torpes y al final uno entre jóvenes ya preparados. Y después están los objetos: un reloj y un temporizador que escanden la continuidad y que, también ellos, se ven en el inicio y el cierre. El truco de montaje es sencillo: los elementos emparejados no deben ocupar lugares equivalentes. Entonces, Wiseman pone el reloj y el temporizador dos pasos más allá de lo que la simetría exige, filma la puesta de sol pero no su salida, demora el último corte (el que conduce a los créditos) para que el asalto de los jóvenes no se sobrecargue de sentido. Este diferimiento es decisivo: asegura a todos los elementos una dinámica interna y contribuye al efecto de realidad del documental.

Un segundo detalle se desprende del anterior. No hay modos mejores que otros de filmar el cielo, pero las grandes películas nos convencen de que para la ocasión solo había uno. Los planos del atardecer con que concluye Boxing Gym son inolvidables. Si no estuvieran ahí, si no formaran parte de este sistema de reenvíos desplazados, podrían confundirse con concesiones al paisajismo nuboso o la fotografía bonita. La función que cumplen no justifica su belleza, como se dice tan a menudo: sencillamente la hace posible. Y como la solidaridad es requisito de una estructura como esta, bien podría ser, en el borde del sentido, que el documental sobre el gimnasio exista solo para que exista el cielo. 

* (Escrito en 2010, publicado originalmente en revista La otra nº 26, Otoño/Invierno 2012)


48 (Susana de Sousa Dias, Portugal, 2010) **



Susana de Sousa Dias es una notable documentalista portuguesa que enfrenta en sus trabajos las imágenes producidas por la dictadura de Salazar. El cartel con el que comienza su película anterior, Natureza morta. Visages d’une dictature, la resume así: “Entre 1926 y 1974, Portugal conoció la más extensa dictadura de la Europa Occidental del siglo XX. La iglesia, el ejército y la policía fueron los pilares del régimen; el imperio, su mística; Salazar, su ideólogo y líder”. Excepto por este cartel, que le otorga el necesario contexto a las imágenes que veremos a continuación, Natureza morta carece de palabras. Lo que vemos es un flujo de imágenes generadas por el propio estado portugués - noticias, archivos de guerra, documentales de propaganda - solamente interrumpido por una serie de fotografías de prisioneros políticos reunidas como en planchas de estampillas. La duración original del archivo utilizado es de doce minutos; la duración de la película, setenta y dos. Ese tiempo estirado es el que la directora necesita para dar a mirar lo que permanecía oculto pese a haber sido registrado por la cámara. De Sousa Dias hace arqueología de la superficie: Natureza morta es una estratigrafía singular, sin excavaciones, destinada a poner en evidencia las costuras del plano antes que las del montaje. El ralenti y el zoom son sus herramientas básicas. Con ellas demuele desde adentro los tópicos de la producción visual salazarista: sus desfiles militares y religiosos, los incendios de campos y casas en Angola, los africanos muertos o convertidos en atracción de feria, los  civiles que festejan a su líder [iv].

48 continúa el trabajo de Natureza morta. Esta vez son las fotografías que antes interrumpían el flujo las que ocupan la pantalla, pero no aparecen juntas sino de manera sucesiva, durante varios minutos. Notablemente, este recurso, que en principio individualiza lo que antes se presentaba seriado, resulta también terrible. Lo que vemos son los rostros de una dictadura que menciona el título de la película anterior, y la tribulación procede de que son, justamente, de ella antes que de los sujetos capturados por la cámara. Sobre estas imágenes, y siempre en off, las víctimas de la policía secreta de Salazar hablan sobre su vida en la cárcel, sobre el tiempo y ante todo sobre la tortura. Ningún cartel – al menos hasta los créditos - nos dice el nombre de los detenidos, y es poca la información sobre sus vidas que obtenemos de sus palabras. Todo se concentra en la (no) experiencia del encierro y el castigo psíquico y corporal. 48 es un fresco del horror, no una reparación. 

Sin embargo, las voces son distintas, y en ellas residen las notas particulares, que modulan el tema repetido a la vez que lo confirman como un asunto propiamente social. Efectivamente, si la dimensión histórica excede a los individuos - y es a esa excedencia, inscripta en su propio nombre, a la que 48 apunta -, el sonido contribuye a delimitar los cuadros, cada uno dedicado a un ex detenido. En un caso es un chasquido de lengua, en otro un reloj, en otro los autos que pasan: cada testimonio tiene su propio ruido, que la directora define lentamente modificando el volumen de algunos sonidos contextuales. Este zoom de audio es semejante al zoom de imagen de Natureza morta, pero su objetivo es distinto, ya que no se trata esta vez de descubrir el plano sino de establecer una diferencia como la que señala el espacio entre palabras de un mismo texto [v]

Hay una mujer que ríe. Es la imagen que, por su absoluta singularidad, se destaca de las otras y señala entonces la regla. Las fotos de la policía salazarista – las de encuadre frontal, al menos – son como retratos. Es difícil evitar esta designación. Sin embargo, su estatuto es otro. En ambos casos estamos frente a poses con un carácter genérico evidente: suelen repetir encuadres, ángulos, distancia y fondo. Pero su radical diferencia pragmática las enfrenta: ya que sus usos sociales son opuestos, opuestos son sus sentidos. El retrato es parte de la novela familiar y su valor es íntimo, propio de la dimensión privada que la modernidad descubrió y convirtió en emblema. La foto policial – hija del mismo tiempo, como las huellas digitales y la numeración de las casas urbanas – es una imposición del estado, semejante a la del DNI pero brutal, ya que no hace coincidir su obligatoriedad con la certificación de la ciudadanía. En una dictadura, sin garantías jurídicas, hay en la foto de los presos políticos una expresión de dominio desnudo. Por esta razón, el habitual desconocimiento que el retratado manifiesta respecto de su propia imagen cambia también de sentido. En casa, el paso del tiempo o la percepción de la pose se compensan íntimamente (¡Ay, qué distinto estoy!, ¿Por qué habré puesto esa cara?). En la foto policial hay una enajenación de otro orden; casi todos los que prestan testimonio en 48 dicen en algún momento: Ese no soy yo

Sin embargo, y como es lógico, es necesario que el que se desconoce se identifique a sí mismo, aun como otro, porque solo él tiene la autoridad que el documental reclama para contar cómo fue detenido, cómo fue torturado, cómo funcionaba la cárcel, qué tareas cumplían sus verdugos. Tan es así, tan decisiva es esta coincidencia entre la imagen y la voz, que cuando no hay fotografía, como ocurre con el único preso africano que la película incluye, la pantalla permanece en negro o deja entrever, espectralmente, una rendija de luz, unos puntos luminosos, un árbol, una cerca [vi]. Es un archivo fílmico - la única fuente visual no fotográfica de 48 -  que originalmente dura unos pocos segundos y que, intervenido como en Natureza morta, alcanza los siete minutos. Con estos siete minutos apabullantes termina 48

** (Publicado originalmente en revista La otra nº 26, Otoño/Invierno 2012)


NOTAS

[i] En realidad, su trabajo posterior, Crazy Horse, con sus chicas desnudas, su tono ligero, sus colores y números musicales lo es todavía más. Tan relajado aparece Wiseman en el cabaret francés que se permite una edición mayor, ¡incluso planos y contraplanos!

[ii] No hay empuje ni demora enfáticos en la yuxtaposición de secuencias: el tiempo es sucesivo, el ritmo cotidiano, la jerarquía difusa. Y sin embargo hay drama, remisiones, núcleos de conflicto dispersos. Lo importante es que la yuxtaposición no se convierta en causalidad ni en una simple agregación. Lo importante es que haya texto (a Wiseman le gusta comparar su trabajo con el de un escritor). La duración tan variable de sus películas deriva de estas razones. Hace falta tiempo para concebir una idea acerca del mundo histórico que la cámara registra; cuánto tiempo es un asunto de montaje. Un documental de Wiseman recién se acaba cuando de la institución se obtiene el ritmo de sus latidos.

[iii] El sentido de este tipo de ordenamiento - hay cientos de ejemplos más, en el documental y en la ficción - no es, por supuesto, estable. De nada sirve rechazarlo por enfático, como de nada sirven las injurias contra el montaje de plano y contraplano o los himnos al plano secuencia. La fetichización de los recursos del cine es una mala costumbre. También las cortinillas dependen de su uso.

[iv] La potencia epistemológica de un trabajo como este – que sintoniza el de otros exploradores, como Vincent Monnikedam y en menor medida la pareja Yervant Gianikian y Angela Ricci Lucchi – es en verdad notable y conduce a problemas complejos, uno de los cuales puede plantearse así: ¿qué es un archivo? Esta pregunta, tan historiográfica, está en la base de las películas de found footage, aunque no todas ellas la enfrentan del mismo modo. El trabajo sobre el material encontrado puede seguir otros caminos, pictóricos o líricos, antropológicos o memorialistas. Por eso, una indagación como la de De Sousa Dias, que va detrás de ideologías y mentalidades y que repone la pregunta por el concepto mismo de documento, es excepcional. Ahora bien, no se trata de que sus películas traduzcan métodos e ideas de la historia contemporánea, aun cuando toman de sus especulaciones ideas importantes: las mismas películas resultan máquinas historiográficas autónomas. En este sentido, un trabajo afín al de la portuguesa es The Halfmoon files de Philip Scheffner, no propiamente un documental de found footage aunque nace también él de un archivo encontrado: la voz de un indio grabada en un fonógrafo. La historia de esta voz es imposible de reconstruir, pero la historia de su huella, de cómo fue lograda, es finalmente el tema del documental. Scheffner pone en escena la pesquisa, sus marchas y contramarchas, sus descubrimientos y obstáculos, la elección de los documentos pertinentes para la interpretación del que brilla sobre todos. Visto desde este lugar, The Halfmoon files tiene más que ver con el cine de de Sousa Dias que el trabajo de Gianikian y Ricci Lucchi, siempre mencionados junto a su nombre (como en este texto).

[v] Es una jugada arriesgada. Alguien dirá que la película reproduce así las celdas de aislamiento. Pero es en realidad un modo coherente y sin concesiones de enfrentar el tema. También los afiches comunican el criterio de trabajo. El título del documental, que es el tiempo de la dictadura, se imprime sobre un rostro de perfil. No tanto a descubrir el rostro como a establecer el modo en que fue tapado se dedica 48.

[vi] Sobre África y la falta de fotografías, De Sousa Dias le comenta a Chris Wahl en una entrevista titulada Der Faschismus hat nie existiert: “Al principio, la cuestión africana no tenía importancia para la película. Pero con el tiempo llegué a la conclusión de que es necesario hablar con los ex presos africanos debido a que las torturas a las que fueron sometidos fueron muy especiales. Eso me hizo volver a uno de los problemas: no hay fotografías de estas personas. Fueron destruidas. Por eso decidí que se notara la ausencia de estas imágenes, lo que implica reflexionar acerca de la relación entre el archivo y la película (…) Estas no son imágenes de un paisaje cualquiera y que yo encontré especialmente interesante, sino que provienen del contexto directo, inmediato. Esto es fundamental para mí: no debe haber imágenes sin justificación”. La entrevista - en alemán - se puede encontrar en http://www.cargo-film.de/film/der-faschismus-hat-nie-existiert/ Su título – El fascismo nunca existió – hace referencia al borramiento de la memoria histórica que Portugal habría iniciado una vez terminada la dictadura de Salazar. La traducción del fragmento citado pertenece a Candelaria Naveyra.

miércoles, 8 de junio de 2016

Años 70: dos obras maestras olvidadas



1- La Paloma (Daniel Schmidt, Suiza, 1974) *

Hay maneras y maneras de perder la compostura. Daniel Schmidt intenta antologarlas en La Paloma. Puro amaneramiento, la película es un himno de la superficie y la impostación, del brillo loco y el irrealismo. Estrenada en 1974, tuvo tiempo de revisar - además de las películas de Sternberg-Dietrich, encarnadas en el cuerpo y el vestuario de Ingrid Caven, y algunas de Fassbinder - a los italianos decadentes: el Visconti de La caída de los dioses, Muerte en Venecia y Luis II de Baviera y el Fellini de Satiricón. Pero nada queda de lo que Schmidt debe haber juzgado en estos últimos, a los que sin duda admira, una traición a las formas, ni el tema político, ni el cambio histórico ni la furia espiritual. La Paloma se entrega toda al dominio del artificio. Al comienzo, mientras el sol se pone, un cartel en inglés recurre al modo eterno: “Había una vez…”. Al final, un mago y sus cartas nos despiden recordándonos que todo es ilusión. Los cien minutos restantes son también teatro, novela, función de títeres: cine como esteticismo eufórico. 

En aventuras como esta, tan desatadas, el cliché es un aliado decisivo. A dos o tres motivos transitados recurre el argumento: la tuberculosis, el matrimonio sin amor recíproco, la venganza. En pocas palabras, la historia es esta. El conde Isidor – Peter Kern: formidable - rescata de la enfermedad a Viola, una cantante de cabaret conocida como La Paloma, y ella acepta entonces su propuesta de casamiento. Un día llega de visita el mejor amigo de Isidor y la mujer se enamora de él. Como su esposo no acepta financiarle su amor, Viola entrega su tiempo a la venganza, que incluye el estudio de la química, un testamento, su propia muerte, un cadáver incorrupto y una urna fúnebre que debe contenerlo. 

Pero no es solo su historia delirante sino ante todo el descaro de sus formas lo que resulta a la vez arrobador y ridículo, sublime y grotesco. La Paloma es una superficie absorbente, ajena a la redención de lo profundo, en la que todo, también la pasión amorosa, es representación. Quien dice: “Recuerdo apenas la lágrima en la carta, los espejos, el color rojo” no recuerda apenas. Eso es La Paloma

En un universo que declara tan rotundamente su pertenencia a lo onírico, el tiempo se vuelve opaco y sus signos flotantes. Por asociaciones básicas, el cabaret recuerda a los años 20 y 30, y el lenguaje de las canciones – alemán, inglés, castellano – a una realidad cosmopolita por entonces todavía novedosa. Al mismo periodo remite buena parte de la música, como la gloriosa escena en la que los recién casados cantan sobre un fondo de montaña falsísimo un aria de Die tote Stadt, la ópera de Korngold basada en una fuente afín a Schmidt: la novela decadentista Brujas la muerta de Georges Rodenbach. 

A pesar de que estas dos décadas son las que funcionan como centro de atracción, las pistas temporales se extienden hacia atrás y hacia adelante, lo que permite, entre otras cosas, liberar de nazis el cabaret. Schmidt busca sus materiales en el siglo XIX antinaturalista y los mezcla sin rubor. La historia alude a La dama de las Camelias pero en el tono de La Traviata, y reúne en ella elementos del melodrama, el relato gótico y el Grand Guignol. Por su parte, los carteles cinematográficos del cabaret, además de señalar intertextos, ofrecen otras fechas: Liebelei es de 1933, Forsaking all others de 1934, La signora dalle camelie de 1947. Finalmente, la única información temporal explícita nos deposita en 1952: “Eva Perón ha muerto”. Por ser el último y por provenir de un diario podríamos considerar este dato como el único en condiciones de establecer un orden. Pero toda cronología, además de embrollada, es inútil. Schmidt alucina una época compuesta solamente por los signos del arte y los distribuye en un gran fresco sin dimensión temporal estricta. A la mansión se llega por agua, tan aislada está, y el viaje de bodas se concentra en edificios antiguos. Nada de “mundo contemporáneo”.

Tampoco las elipsis de la narración tienen asidero. Las notamos, por supuesto, porque hay sucesión, pero esta no se traduce al vestuario, las arrugas o la arquitectura. Ni las edades son claras. Bulle Ogier, que interpreta a la madre de Isidor, parece tan joven como él. El mismo Isidor se confunde con un pibe en las primeras escenas. Puro escamoteo, La Paloma no dispone ancla social ni biográfica para un tiempo despojado de su poder de afectación, desdibujado para que la pasión y sus formas se desenvuelvan como en novela semanal o melodrama tórrido y distante. 

Por ser el lugar donde se reúnen la magia, el teatro, el juego y otros engaños, el cabaret es el escenario ideal para una apuesta de estas características. En él comienza y termina la película. En realidad, y a pesar del tren, el hospital, el hipódromo y la propiedad aristocrática, todo ocurre ahí, o mejor dicho, ahí y en la mente de Isidor, hechizado por un número llamado “La fuerza de la imaginación” que conduce en silencio un personaje que parece recién salido del Satiricón de Fellini.

En completa sintonía con todo lo antedicho, la banda sonora es también de un irrealismo perentorio. Una gota de agua, el crepitar del fuego o la bolita que gira en la ruleta pueden acrecentar desmesuradamente su volumen o aparecer en escenas fuera de su ámbito; la partitura puede enrarecerse hasta adoptar las notas ululantes del cine de ciencia ficción barato, y los grillos y las aves nocturnas pueden convertirse en jocosas amenazas de sintetizador. 

Si el tiempo flota, también lo hace la jerarquía cultural, sacudida entre el circo y la música clásica (aunque protegida, ciertamente, por su ajenidad a los 70). Lo más brillante en cuanto a sonido - y una de las razones fundamentales del encanto de La Paloma - es el repertorio de canciones. El mismo título alude a una, famosa en Latinoamérica, que en Alemania cantó en los 30 la chilena Rosita Serrano. Peer Raben arregla “Shanghai” para que Caven la interprete magníficamente en el cabaret. “(I’ll be whit you) in apple blossom time” gobierna la secuencia que resume la estadía del amigo de Isidor en la mansión. “Tipitipitín” acompaña un viaje en tren.


Tanta pasión por la desmesura no acepta referentes sociales ni corrección de estilo. Apolítica y antiacadémica, es en el reclamo de la ficción completa y en el territorio del exceso donde La Paloma triunfa. Lo que tiene de fascinante es su confianza en el bolazo y su consecuente renuncia a lo que embrutece a tantas películas que no se animan a desoír las sirenas del cine genéricamente artístico, ese que convoca a elogios rápidos y en apenas unos años destila su tufo académico como en vidriera navideña.  

Tan potente es su carácter anómalo que conviene liberarla al menos por un rato de tres claves de interpretación confusas. Alguien dirá que es posmoderna, pero es mejor no asociarla a un concepto del que hay que defenderla apenas se alude a él. Alguien dirá que es camp, pero es tan notable su afinidad con la descripción de Susan Sontag que no vale la pena ahogarla en la evidencia. Alguien dirá, por último, que es una película de autor, pero de nada sirve sacrificarla en ese altar. Por el contario, es necesario reconocer que es excepcional también para Schmidt, tal como lo muestran al menos dos de sus ficciones posteriores, Hécate y Jenatsch, ejemplos perfectos del cine sensato que La Paloma combate.

* Publicado originalmente en revista La otra nº 26, Otoño/Invierno 2012.



2- Killer of Sheep (Charles Burnett, Estados Unidos, 1973) **

Charles Burnett filmó Killer of sheep en 1973 como tesis universitaria, pero la película no fue mostrada hasta 1977. Desde entonces, permanece oculta por problemas con los derechos de la música utilizada. Tanto desde el punto de vista de la producción como desde el de la representación es un modelo de independencia, esa categoría confusa y hoy por hoy omnipresente. En relación con la producción: 16mm, actores no profesionales, rodaje en fines de semana, presupuesto inexistente. En relación con la representación: relajamiento casi total de la causalidad, debilitamiento del episodio, cuestionamiento del concepto de música incidental, negación del héroe. Es una película singular pero no carece de aliados. Es, sobre todo, amiga de Cassavetes y del New American Cinema. Como Shadows es un film-jazz, aunque en su banda sonora suenen también el blues y el soul. Como The Cool World, de Shirley Clark, es un film etnográfico y a veces un poco onírico. Como ambos, es un film libre, de un realismo documental muy manifiesto pero hostil a la progresión narrativa y a toda forma de montaje disimulado. Trata de Stan, de su familia y de su barrio. Al trabajar de manera ejemplar la compleja articulación de individuo, grupo y comunidad, adopta la forma del fresco social antes que la del retrato o la historia de vida. Existen niveles de representación, ciertamente, pero su disposición parece demasiado aleatoria como para considerarlos en términos de estricta jerarquía. En un punto, Stan es un conector antes que un protagonista. Es, digamos, la palabra “y” de la película, porque las escenas se suceden de manera aditiva antes que consecutiva, y a veces ni siquiera eso, como ocurre con la misma apertura, que muestra a unos personajes que jamás volveremos a ver, o aquellas otras que están allí como sectores menos visibles pero no por eso menos importantes del lienzo. 

Sin embargo, Stan es un conector en otro sentido, mucho más importante para Burnett, quien puede decir “no” a la narración pero que está muy poco interesado en reducir todo a meras funciones gramaticales. Esto es cine político, del lado del realismo según Brecht, no de la negatividad según Adorno. Stan cree que la comunidad debe permanecer unida y sostiene como sus valores principales la dignidad y el cuidado de los otros. En este sentido, dos momentos notables: cuando lleva cinco dólares y una lata de duraznos a sus vecinos y cuando se enoja debido a que otro le sugiere que es pobre. Pero a pesar de lo dicho – y esto es fundamental – Stan no es un personaje positivo. Solo un héroe puede serlo, y no hay héroes en este mundo. Los lazos de su comunidad se resquebrajan, tal como lo muestran las escenas relacionadas con el robo, y su trabajo debilita su relación con el mundo, tal como lo señalan la falta de sueño y de deseo. Entonces, quien es capaz de solidaridad y cariño es también capaz de indolencia e inexpresividad sentimental. Su esposa lo invita a la cama y él se pone a cortar teflón, baila con él una canción de amor y él rechaza sus caricias. ¿Cómo podría Stan mantener unida a la comunidad si no puede mantener unida a su familia? Y todavía más: ¿cómo podría mantener unida a su familia si él mismo no puede mantenerse unido? 



Killer of Sheep es una película tremenda, sin nada de romanticismo, casi un himno al desencanto. La muestra más notable de esto es la serie que arman las cuatro escenas en el matadero. Primero, las ovejas. Más adelante, la limpieza de los ganchos. Luego, el despellejamiento. Finalmente,  la marcha del ganado hacia la muerte, justo después de que una de las mujeres del barrio anuncie, feliz, que está embarazada. No es algo elegante, pero no tiene por qué serlo. Así terminaba el manifiesto que en la Nueva York de 1960 firmaron los miembros del New American Cinema Group: “No queremos films falsos, pulidos y 'bonitos': los preferimos toscos, sin pulir, pero vivos; no queremos films 'rosas': los queremos del color de la sangre”. Trece años después, y desde la zona oeste de su país, Charles Burnett venía a decir que ese deseo todavía tenía sentido. Cuando en este 2007 su debut se estrene finalmente en Estados Unidos – gracias, entre otras cosas, a la colaboración de Steven Soderbergh - Killer of sheep será la película más sinceramente contemporánea del año, y la más cargada de futuro. Ya no queremos films rosas. Los queremos del color  de la sangre.

** Publicado originalmente en revista La otra nº 16, Invierno 2007.