1- La Paloma (Daniel Schmidt, Suiza, 1974) *
Hay maneras y maneras de perder la compostura. Daniel Schmidt intenta antologarlas en La Paloma. Puro amaneramiento, la película es un himno de la superficie y la impostación, del brillo loco y el irrealismo. Estrenada en 1974, tuvo tiempo de revisar - además de las películas de Sternberg-Dietrich, encarnadas en el cuerpo y el vestuario de Ingrid Caven, y algunas de Fassbinder - a los italianos decadentes: el Visconti de La caída de los dioses, Muerte en Venecia y Luis II de Baviera y el Fellini de Satiricón. Pero nada queda de lo que Schmidt debe haber juzgado en estos últimos, a los que sin duda admira, una traición a las formas, ni el tema político, ni el cambio histórico ni la furia espiritual. La Paloma se entrega toda al dominio del artificio. Al comienzo, mientras el sol se pone, un cartel en inglés recurre al modo eterno: “Había una vez…”. Al final, un mago y sus cartas nos despiden recordándonos que todo es ilusión. Los cien minutos restantes son también teatro, novela, función de títeres: cine como esteticismo eufórico.
En aventuras como esta, tan desatadas, el cliché es un aliado decisivo. A dos o tres motivos transitados recurre el argumento: la tuberculosis, el matrimonio sin amor recíproco, la venganza. En pocas palabras, la historia es esta. El conde Isidor – Peter Kern: formidable - rescata de la enfermedad a Viola, una cantante de cabaret conocida como La Paloma, y ella acepta entonces su propuesta de casamiento. Un día llega de visita el mejor amigo de Isidor y la mujer se enamora de él. Como su esposo no acepta financiarle su amor, Viola entrega su tiempo a la venganza, que incluye el estudio de la química, un testamento, su propia muerte, un cadáver incorrupto y una urna fúnebre que debe contenerlo.
Pero no es solo su historia delirante sino ante todo el descaro de sus formas lo que resulta a la vez arrobador y ridículo, sublime y grotesco. La Paloma es una superficie absorbente, ajena a la redención de lo profundo, en la que todo, también la pasión amorosa, es representación. Quien dice: “Recuerdo apenas la lágrima en la carta, los espejos, el color rojo” no recuerda apenas. Eso es La Paloma.
En un universo que declara tan rotundamente su pertenencia a lo onírico, el tiempo se vuelve opaco y sus signos flotantes. Por asociaciones básicas, el cabaret recuerda a los años 20 y 30, y el lenguaje de las canciones – alemán, inglés, castellano – a una realidad cosmopolita por entonces todavía novedosa. Al mismo periodo remite buena parte de la música, como la gloriosa escena en la que los recién casados cantan sobre un fondo de montaña falsísimo un aria de Die tote Stadt, la ópera de Korngold basada en una fuente afín a Schmidt: la novela decadentista Brujas la muerta de Georges Rodenbach.
A pesar de que estas dos décadas son las que funcionan como centro de atracción, las pistas temporales se extienden hacia atrás y hacia adelante, lo que permite, entre otras cosas, liberar de nazis el cabaret. Schmidt busca sus materiales en el siglo XIX antinaturalista y los mezcla sin rubor. La historia alude a La dama de las Camelias pero en el tono de La Traviata, y reúne en ella elementos del melodrama, el relato gótico y el Grand Guignol. Por su parte, los carteles cinematográficos del cabaret, además de señalar intertextos, ofrecen otras fechas: Liebelei es de 1933, Forsaking all others de 1934, La signora dalle camelie de 1947. Finalmente, la única información temporal explícita nos deposita en 1952: “Eva Perón ha muerto”. Por ser el último y por provenir de un diario podríamos considerar este dato como el único en condiciones de establecer un orden. Pero toda cronología, además de embrollada, es inútil. Schmidt alucina una época compuesta solamente por los signos del arte y los distribuye en un gran fresco sin dimensión temporal estricta. A la mansión se llega por agua, tan aislada está, y el viaje de bodas se concentra en edificios antiguos. Nada de “mundo contemporáneo”.
Tampoco las elipsis de la narración tienen asidero. Las notamos, por supuesto, porque hay sucesión, pero esta no se traduce al vestuario, las arrugas o la arquitectura. Ni las edades son claras. Bulle Ogier, que interpreta a la madre de Isidor, parece tan joven como él. El mismo Isidor se confunde con un pibe en las primeras escenas. Puro escamoteo, La Paloma no dispone ancla social ni biográfica para un tiempo despojado de su poder de afectación, desdibujado para que la pasión y sus formas se desenvuelvan como en novela semanal o melodrama tórrido y distante.
Por ser el lugar donde se reúnen la magia, el teatro, el juego y otros engaños, el cabaret es el escenario ideal para una apuesta de estas características. En él comienza y termina la película. En realidad, y a pesar del tren, el hospital, el hipódromo y la propiedad aristocrática, todo ocurre ahí, o mejor dicho, ahí y en la mente de Isidor, hechizado por un número llamado “La fuerza de la imaginación” que conduce en silencio un personaje que parece recién salido del Satiricón de Fellini.
En completa sintonía con todo lo antedicho, la banda sonora es también de un irrealismo perentorio. Una gota de agua, el crepitar del fuego o la bolita que gira en la ruleta pueden acrecentar desmesuradamente su volumen o aparecer en escenas fuera de su ámbito; la partitura puede enrarecerse hasta adoptar las notas ululantes del cine de ciencia ficción barato, y los grillos y las aves nocturnas pueden convertirse en jocosas amenazas de sintetizador.
Si el tiempo flota, también lo hace la jerarquía cultural, sacudida entre el circo y la música clásica (aunque protegida, ciertamente, por su ajenidad a los 70). Lo más brillante en cuanto a sonido - y una de las razones fundamentales del encanto de La Paloma - es el repertorio de canciones. El mismo título alude a una, famosa en Latinoamérica, que en Alemania cantó en los 30 la chilena Rosita Serrano. Peer Raben arregla “Shanghai” para que Caven la interprete magníficamente en el cabaret. “(I’ll be whit you) in apple blossom time” gobierna la secuencia que resume la estadía del amigo de Isidor en la mansión. “Tipitipitín” acompaña un viaje en tren.
Tanta pasión por la desmesura no acepta referentes sociales ni corrección de estilo. Apolítica y antiacadémica, es en el reclamo de la ficción completa y en el territorio del exceso donde La Paloma triunfa. Lo que tiene de fascinante es su confianza en el bolazo y su consecuente renuncia a lo que embrutece a tantas películas que no se animan a desoír las sirenas del cine genéricamente artístico, ese que convoca a elogios rápidos y en apenas unos años destila su tufo académico como en vidriera navideña.
Tan potente es su carácter anómalo que conviene liberarla al menos por un rato de tres claves de interpretación confusas. Alguien dirá que es posmoderna, pero es mejor no asociarla a un concepto del que hay que defenderla apenas se alude a él. Alguien dirá que es camp, pero es tan notable su afinidad con la descripción de Susan Sontag que no vale la pena ahogarla en la evidencia. Alguien dirá, por último, que es una película de autor, pero de nada sirve sacrificarla en ese altar. Por el contario, es necesario reconocer que es excepcional también para Schmidt, tal como lo muestran al menos dos de sus ficciones posteriores, Hécate y Jenatsch, ejemplos perfectos del cine sensato que La Paloma combate.
* Publicado originalmente en revista La otra nº 26, Otoño/Invierno 2012.
2- Killer of Sheep (Charles Burnett, Estados Unidos, 1973) **
Charles Burnett filmó Killer of sheep en 1973 como tesis universitaria, pero la película no fue mostrada hasta 1977. Desde entonces, permanece oculta por problemas con los derechos de la música utilizada. Tanto desde el punto de vista de la producción como desde el de la representación es un modelo de independencia, esa categoría confusa y hoy por hoy omnipresente. En relación con la producción: 16mm, actores no profesionales, rodaje en fines de semana, presupuesto inexistente. En relación con la representación: relajamiento casi total de la causalidad, debilitamiento del episodio, cuestionamiento del concepto de música incidental, negación del héroe. Es una película singular pero no carece de aliados. Es, sobre todo, amiga de Cassavetes y del New American Cinema. Como Shadows es un film-jazz, aunque en su banda sonora suenen también el blues y el soul. Como The Cool World, de Shirley Clark, es un film etnográfico y a veces un poco onírico. Como ambos, es un film libre, de un realismo documental muy manifiesto pero hostil a la progresión narrativa y a toda forma de montaje disimulado. Trata de Stan, de su familia y de su barrio. Al trabajar de manera ejemplar la compleja articulación de individuo, grupo y comunidad, adopta la forma del fresco social antes que la del retrato o la historia de vida. Existen niveles de representación, ciertamente, pero su disposición parece demasiado aleatoria como para considerarlos en términos de estricta jerarquía. En un punto, Stan es un conector antes que un protagonista. Es, digamos, la palabra “y” de la película, porque las escenas se suceden de manera aditiva antes que consecutiva, y a veces ni siquiera eso, como ocurre con la misma apertura, que muestra a unos personajes que jamás volveremos a ver, o aquellas otras que están allí como sectores menos visibles pero no por eso menos importantes del lienzo.
Sin embargo, Stan es un conector en otro sentido, mucho más importante para Burnett, quien puede decir “no” a la narración pero que está muy poco interesado en reducir todo a meras funciones gramaticales. Esto es cine político, del lado del realismo según Brecht, no de la negatividad según Adorno. Stan cree que la comunidad debe permanecer unida y sostiene como sus valores principales la dignidad y el cuidado de los otros. En este sentido, dos momentos notables: cuando lleva cinco dólares y una lata de duraznos a sus vecinos y cuando se enoja debido a que otro le sugiere que es pobre. Pero a pesar de lo dicho – y esto es fundamental – Stan no es un personaje positivo. Solo un héroe puede serlo, y no hay héroes en este mundo. Los lazos de su comunidad se resquebrajan, tal como lo muestran las escenas relacionadas con el robo, y su trabajo debilita su relación con el mundo, tal como lo señalan la falta de sueño y de deseo. Entonces, quien es capaz de solidaridad y cariño es también capaz de indolencia e inexpresividad sentimental. Su esposa lo invita a la cama y él se pone a cortar teflón, baila con él una canción de amor y él rechaza sus caricias. ¿Cómo podría Stan mantener unida a la comunidad si no puede mantener unida a su familia? Y todavía más: ¿cómo podría mantener unida a su familia si él mismo no puede mantenerse unido?
Killer of Sheep es una película tremenda, sin nada de romanticismo, casi un himno al desencanto. La muestra más notable de esto es la serie que arman las cuatro escenas en el matadero. Primero, las ovejas. Más adelante, la limpieza de los ganchos. Luego, el despellejamiento. Finalmente, la marcha del ganado hacia la muerte, justo después de que una de las mujeres del barrio anuncie, feliz, que está embarazada. No es algo elegante, pero no tiene por qué serlo. Así terminaba el manifiesto que en la Nueva York de 1960 firmaron los miembros del New American Cinema Group: “No queremos films falsos, pulidos y 'bonitos': los preferimos toscos, sin pulir, pero vivos; no queremos films 'rosas': los queremos del color de la sangre”. Trece años después, y desde la zona oeste de su país, Charles Burnett venía a decir que ese deseo todavía tenía sentido. Cuando en este 2007 su debut se estrene finalmente en Estados Unidos – gracias, entre otras cosas, a la colaboración de Steven Soderbergh - Killer of sheep será la película más sinceramente contemporánea del año, y la más cargada de futuro. Ya no queremos films rosas. Los queremos del color de la sangre.
** Publicado originalmente en revista La otra nº 16, Invierno 2007.
** Publicado originalmente en revista La otra nº 16, Invierno 2007.
No hay comentarios:
Publicar un comentario