por José Miccio *
Exilios
Unos meses antes del comienzo de la Intifada de 1987 Eyal Sivan filma su primer documental, Aqabat-Jaber, vida de paso, y comienza así una tarea que continúa todavía hoy y que constituye, básicamente, una historia alternativa de su país (Israel) y una crítica de las políticas de la memoria. Su cine se mueve alrededor de dos temas que de acuerdo con la posición de Sivan son en realidad el mismo: la construcción de un pasado oficial judío (y el lugar en él de la Shoah) y el olvido de Palestina. Sobre este último punto trabajan sus primeras imágenes. Posteriormente, y a través de un permanente sistema de reenvíos que le dan a su cine un carácter sistemático, Sivan irá descosiendo, desde puntos de ataque diversos, con precisión y énfasis, el entramado de toda una ideología [i]
Aqabat-Jaber es un campo de refugiados a pocos kilómetros de Jericó. La ONU lo instaló alrededor de 1950 – junto con muchos otros - para alojar a los palestinos desplazados de sus tierras luego de la creación del Estado de Israel y la guerra que siguió a ella. Sivan llega al lugar veinte años después de otra guerra – la de los Seis Días – y de una nueva migración. Recoge entonces testimonios de tres generaciones: la de los desterrados, la de los que nacieron en el campo y añoran la tierra que no conocieron y la de los más niños, que parecen menos apegados a los relatos de sus mayores. En dos oportunidades alguien se resiste a la cámara. En la primera escena una mujer se niega a abrir la puerta de su casa al director porque piensa que las imágenes son para Estados Unidos. Más adelante, en su cocina, una segunda mujer lo rechaza porque, dice, ellos no son actores como para ser filmados.
Tanto como los testimonios que ocupan la mayor parte de su tiempo estas dificultades constituyen el documental. Sivan trata de conseguir imágenes no oficiales (es decir, trata de no confirmar las razones de la puerta cerrada con que su cine comienza) y de no representar el sufrimiento humano como género, esa manera de volver todo inespecífico y por lo tanto reacio a la política y la historia. El fresco que elabora en Aqabat-Jaber es el de un grupo más que el de una comunidad, porque las condiciones para la existencia de una comunidad son lo que falta, justamente. El campo de refugiados convierte todo en transitorio (en vida de paso, como dice el título), desde la casa hasta el vecino. Los travellings y las panorámicas les dan contexto (ruinas) a los testimonios y remiten, por oposición, al lugar evocado por las voces, que para los adultos se vuelve casi un paraíso, porque en el presente no hay hogar sino desposesión y el drama siempre inestable de la memoria y la esperanza.
Es común que los documentalistas vuelvan sobre sus propios pasos. Los cambios sociales son parte de su agenda desde casi siempre y ningún repliegue sobre la intimidad, por más familiar que sea ahora, podrá desmoronar esta costumbre. En 1995, después de los acuerdos de Oslo, Sivan regresa al campo de refugiados y filma Aqabat-Jaber, ¿paz sin retorno?. Nunca la paz había estado más encaminada, pero el derecho de los refugiados a volver a sus tierras no estaba contemplado en los acuerdos, y no se trataba de un tema entre otros. En este contexto, y con este problema en primer plano, Sivan llega a Aqabat-Jaber, un día después de que el ejército israelí dejara la zona bajo control de la Autoridad Palestina. El momento es oportuno, además, porque mientras los medios de comunicación celebran los acuerdos y el Nobel de la Paz para Rabin, Peres y Arafat está todavía tibio, la incómoda pregunta de su título resulta más apremiante. Por eso escuchamos al comienzo: “Es necesario hacer esta película”. Esta urgencia, probablemente, explica que, a diferencia de lo que ocurre en su debut, sus personajes parezcan esta vez íconos interpuestos entre el espectador y las razones del documentalista. También ahora hablan tres generaciones, pero su relación ya no es la misma. Un adulto que en el documental anterior decía con firmeza que no se quedaría en el campo construye ahora una casa; cuando Sivan le pregunta por qué, dice que no ha renunciado a su tierra pero que mientras tanto (hasta que tenga derecho a regresar) debe hacer lo posible por vivir bien. En los extremos, una joven dice que la historia no puede terminar así, y un viejo que ya no es posible regresar al 48. Los más chicos eran antes los menos interesados en el tema, y los mayores los que más hablaban de sus lugares perdidos. Ahora las cosas se dieron vuelta, y la que señala el futuro es la voz más joven. Sivan tiene que haber pensado en esto a la hora de editar. Su exposición convierte rápidamente – la película es corta – la pregunta del título en aserción: no hay paz sin retorno [ii].
Hegemonías
Entre sus documentales sobre Aqabat-Jaber Sivan filmó varias películas. Israelandia, de 1991, está dedicada al parque temático del mismo nombre que se levanta a diez kilómetros de Tel Aviv mientras la Guerra del Golfo tiene lugar. Se trata de una empresa que tiene todos los rasgos de una ficción, y en algún sentido lo es. Los personajes principales son los de la obra en construcción: dos obreros palestinos que carecen de libertad para moverse en la ciudad, un excavador israelí que no quiere tener contacto con ellos, un arquitecto alemán que eligió un nombre judío y se mudó a Israel, y el ideólogo del proyecto, un georgiano que hace un culto del empresariado y considera que Israelandia es una ofrenda. Como marco para el desfile de estos personajes Sivan sitúa dos escenas de alarmas, corridas y máscaras antigás relacionadas con la guerra y el miedo a los atentados químicos. El parque es a la vez una inscripción del capitalismo y del absurdo y solicita una interpretación en clave que no le hace bien a la película [iii]. Israelandia es un documental algo perezoso, demasiado amigo de su metáfora y sin la impronta militante que Sivan desprende habitualmente de su sobrecarga argumentativa.
De 1994 es El síndrome Borderline de Jerusalén. Se trata de un documental en apariencia ligero. Pero su humor es brutal. Tiene pocas entrevistas, varios fragmentos de vida urbana y al menos dos escenas de ficción. Al comienzo, un psicoanalista interpreta la entrevista que Sivan le hizo un tiempo antes a un colega lacaniano; sus palabras explican de qué se trata el síndrome en cuestión: un ataque de locura motivado por el trato con la ciudad. Todavía hoy – según parece – lo sufre un cierto número de visitantes, aunque para ellos la experiencia no tiene sus razones en la psiquiatría: se trataría, por el contrario, de una especie de trance místico que arrastra al inspirado hacia las túnicas blancas, las abluciones y la identificación con protagonistas bíblicos. La sustitución de un médico por otro es imposible de reconocer sin la presencia del director en la sala o sin la ayuda de lecturas previas. Distinto es el caso del segundo personaje ficticio, una prostituta de tetas doradas y dicción dramática que, bañada en luz deliberadamente artificial, hace, como se dice, teatro. A estas escenas, tranquilas, se oponen las de la caótica vida urbana. Vemos durante la película una peregrinación judía y una musulmana, el turismo católico y el negocio ambulante, el barrio ortodoxo y el gimnasio palestino donde una canción militante se superpone al sonido ambiente y al culto del cuerpo. Como a Sivan no le interesan ni la religión ni la psiquiatría, el trastorno y la percepción alucinada hay que buscarlos en esa sensación de violencia permanente que, en sintonía con algún Avi Mograbi o con Intervención divina del palestino Suleiman, el director encuentra en todas partes, lista para estallar. Un niño acusa a los que filman de izquierdistas; alguien ríe cuando se habla de la ciudad y la paz, como si tales cosas pudieran decirse juntas.
Además de la vida urbana a Sivan le importan las imágenes. Santa para tres de las religiones más importantes del mundo, Jerusalén aparece en la película desacralizada, como campo de batalla entre las imágenes míticas que, en distinto orden, ensayan sobre ella las religiones y el turismo, y las de la realidad humana que busca el director. En este sentido, la escena más significativa es aquella, brevísima, en la que un travelling va de una postal a un nuevo encuadre del lugar detenido en ella, como si ese movimiento, de representación a representación, advirtiera, por un lado, acerca de la ilusión de las imágenes directas, y por otro llamara a ver de nuevo lo que de tan evidente parece haberse vuelto invisible. Después de todo el viaje, Jerusalén resulta menos creíble que la prostituta dorada.
Su película más importante de estos años, y uno de los nudos de su filmografía, es Izkor, los esclavos de la memoria, de 1991. Sivan ha hablado de ella como de un documental de contrapropaganda. Es una definición pertinente. Y es, conviene recordar, propia del cine militante, un lugar con el que todas estas películas tienen algo que ver. Izkor trata sobre la educación, y por lo tanto sobre la hegemonía. En noventa minutos asistimos a cinco semanas de recuerdos nacionales y doce años de escolarización. La cartera de efemérides – Pascua, Día del Holocausto y el Heroísmo, Día de los Caídos en las Guerras de Israel, Día de la Independencia - y el trabajo pedagógico promueven la vida de un nacionalismo religioso y militarista, apoyado sobre la memoria del exterminio. “Recordá” es el mandato que docentes y ceremonias estatales comunican a los ciudadanos de todas las edades. Sivan enfrenta esta propaganda con una rigidez tal vez necesaria pero decididamente incómoda. Los estudiantes que cursan los distintos niveles escolares son piezas de una estructura que la crítica hace visible al precio de quitarles todo posible rasgo disfuncional. No hay en el trabajo de la ideología crisis ni resistencias, de ahí que la exposición sea tan mecánica. Como contraparte, este modo de proceder hace legible la reproducción ideológica en todo sentido, como si de un diagrama de los caminos del poder se tratase. Al comienzo los niños aprenden el imperativo – recordá, recordá, recordá - como rito escolar. Al final un joven se prepara para ingresar en el ejército, seguro de servir a la patria. El único contrapunto descansa en dos individuos: el filósofo Yeshayahu Leibowitz, que dice el lado ciego de la memoria y a quien Sivan dedicará en 1993 dos películas de entrevistas (Itgaber, el triunfo sobre uno mismo), y el mismo director, que discute con los profesores de la que fue su escuela y hace, como su maestro, un elogio de la desobediencia [iv].
Banalidades
Hay una gramática común en gran parte de los títulos de Sivan que permite verlo como un director algo sentencioso. Suelen contar con dos sintagmas nominales. Uno, muy breve, es (digamos) el nombre. El otro, más extenso, el comentario. En los casos más significativos el sintagma número dos ofrece una clave interpretativa. Es lo que sucede con Un especialista, retrato de un criminal moderno, cuyo comentario indica un tipo de representación y una manera de entender el problema.
El protagonista es Adolf Eichmann. Sivan trabajó con 350 horas de filmación del juicio de 1961 al oficial nazi. Como el material no estaba en buen estado y carecía de orden, el director tuvo que hacer la tarea del archivista antes de concentrarse en la del cineasta, que compartió esta vez con Rony Brauman. La manipulación de las imágenes es radical: todos los travellings y los reflejos – del público, de los testigos, de las proyecciones fílmicas usadas como pruebas - sobre la cabina donde está encerrado el acusado fueron generados digitalmente. No se trata de una intervención entre otras: ataca el estatuto mismo del registro, su primacía ontológica. Hay una segunda operación, también destinada a remover certezas. Verdugo de la imagen, Sivan va en busca de la imagen del verdugo. Una vez más - como sucedía antes con Jerusalén - el problema es cómo hacer visible lo que se ha mostrado demasiado. Si el nazismo se ha convertido en una serie de tópicos (o peor aún: en un álbum de postales del horror), y los espectadores ya no sentimos nada frente a ellos, tal vez sea necesario, para reencontrar la inquietud que reclama el hecho de que todo eso que vemos haya efectivamente sucedido, retirarlos de la pantalla o quitarles su aire familiar y doméstico. La sustracción de los campos, y especialmente la presentación de un nazi que parece un oficinista son las formas que Sivan propone como antídotos. Para él, esto constituye una certeza. Para nosotros, una posibilidad [v].
Un especialista es también – y no hay que ruborizarse por ello - la ilustración de un libro: el célebre ensayo de Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal. El plano de apertura corresponde al juzgado, pero su semejanza con una sala teatral o cinematográfica permite a los directores establecer, desde el comienzo, el dominio de la representación. El recurso es muy usual, y Sivan, que confía en las virtudes de un vínculo a cierta distancia entre espectador y película, acostumbra llamar la atención sobre el carácter no inmediato de las imágenes. Acerca del lugar del juicio escribe Arendt: “Quien diseñó esta sala (…) lo hizo siguiendo el modelo de una sala de teatro, con platea, foso para la orquesta, proscenio y escenario, así como puertas laterales para que los actores entraran e hicieran mutis”. Del hecho de que el juicio fuese una puesta en escena oficial y David Ben Gurion [vi] su director en las sombras, Sivan no señala más que su dimensión dramática. Tampoco parece preocupado por la verdad de los testimonios ni la justicia de la condena. Su interés es ese hombre pequeño que, en una cabina de cristal, rodeado de papeles, parece repetir en escena aquello que lo llevó ahí: la dedicación, la eficiencia, la operatividad del burócrata.
La obediencia es el mayor talento de Eichmann, y las frases hechas son su lenguaje. Hay un horror nuevo en la sala, distinto del que se vio en Nüremberg. “Cumplía órdenes” es su estribillo. Como retrato audiovisual de un nazi, el documental es bastante curioso. Conocemos bien el estereotipo: es el de las películas de Leni Riefenstahl o el del consenso antifascista de posguerra. En efecto, el cine ofreció de los nazis imágenes que los nazis se habían ofrecido a sí mismos. Olímpicos o infernales, sobrehumanos o inhumanos, eran, de cualquier modo, titánicos. Eichmann no es así. Lo vemos en pantalla tal como Arendt lo describe: como un hombre “de estatura media, delgado, de media edad, algo calvo, con dientes irregulares, y corto de vista, que a lo largo del juicio mantuvo la cabeza, torcido el cuello seco y nervudo, orientada hacia el tribunal (ni una sola vez dirigió la vista al público), y se esforzó tenazmente en conservar el dominio de sí mismo, lo cual consiguió casi siempre, pese a que su impasibilidad quedaba alterada por un tic nervioso de los labios, adquirido posiblemente mucho antes de que se iniciara el juicio”. Este hombre no es un monstruo, y sin embargo es responsable directo de la muerte de millones de personas. Lo que vemos, hay que decir, es en verdad horrible. Tiene las características de lo cotidiano y se parece un poco a nosotros.
También en Por amor al pueblo – una de sus dos películas de 2003 – Sivan comparte la dirección, ahora con Audrey Marion. Se trata de otro especialista y de otro retrato, asociado esta vez con el cine de Harun Farocki. El victimario sin glamour es ahora un ex agente de la policía secreta de la Alemania del este. Aunque su tarea es diferente, el señor B (según aparece mencionado en catálogos y textos de prensa) comparte con Eichmann su vocación de servicio y su mentalidad burocrática. Algo los separa, sin embargo. Tal vez Eichmann no actuara movido por el odio (es lo que declara en su juicio), pero en todo caso no lo hacía por amor. El señor B sí. Esta segunda entrega cinematográfica del análisis del poder en versión Arendt – deudora no solo de su ensayo sobre la banalidad del mal sino también de sus reflexiones sobre el totalitarismo – se aleja en apariencia del trabajo de Sivan sobre Israel. Sin embargo, la propaganda de la RDA sigue tópicos semejantes a los tratados en Izkor. Básicamente: militarismo y pedagogía (socialista en este caso). Y como se trata de la construcción de un Estado nuevo, mucho de que sucede acá en Alemania resuena allá en Israel.
El texto en off procede del diario de Alexander Adler, un hombre de la Stasi. Como todo se dice desde febrero de 1990, esto es, desde el final de la Alemania comunista, hay en sus palabras un tono de melancolía. “Hoy ya no se controla nada”, afirma. Hay algo humano, demasiado humano en este lamento por la tarea que se abandona. Los expedientes tirados en el pasillo son las ruinas de sus años dedicados a la recolección y clasificación de informes sobre los ciudadanos de su patria. Se han ido sus tiempos. Ha sido expulsado de la historia. Ahora solo le quedan la nostalgia y una cierta inquietud. Esta era su convicción: “La confianza es buena, el control es mejor”. Y esta, su frase más amorosa: “A ciertas personas hay que obligarlas a ser felices”. Como ocurre en la rumana Great Bank Communist Robbery y en la húngara The Life of an Agent – historias, como esta, verdaderas pero inverosímiles - hay acá una línea muy fina entre el horror y la comedia absurda, una oscilación incómoda entre el miedo y la risa. Las imágenes que dialogan con esta voz en off proceden de archivos, aunque algunas fueron filmadas especialmente para la película, como las de esas ominosas cámaras callejeras con las que empieza y termina. En su desolador final, Por amor al pueblo consuela un poco a su personaje, porque a pesar de su ausencia la vigilancia continúa. Una canción de la vieja época a cargo de dulces voces infantiles dice: “Sólo el amor a la patria sigue despierto mientras soñamos”. Al mismo tiempo que escuchamos esta fe, vemos de frente una cámara que no duerme. Y enseguida, un edificio, con algunas ventanas encendidas, donde la vida se cree aún privada.
Catástrofes
En 2002 Sivan y el director palestino Michel Khleifi filmaron las escenas de Ruta 181, el documental (extenso y notable) que estrenarían un año después. Para Sivan esta película es la síntesis de su largo proyecto. Su título completo incluye el comentario habitual: Ruta 181, fragmentos de un viaje por Palestina-Israel. El guión que une (y separa, pero ese es otro problema) los nombres propios es una inscripción de orden ideológico. Sivan ha hablado siempre de un Estado binacional como alternativa a las soluciones etnocráticas que se promueven para la región. No hay muchos analistas políticos que consideren esta idea viable, pero al cine le corresponde otra tarea – la crítica de ese consenso-, y los directores la llevan adelante con una furia que terminó en un juzgado [vii]. El número del título no es en realidad el de una ruta sino el de la resolución de la ONU que en 1947 dispuso la división de Palestina en dos territorios. El viaje se hace, entonces, por la frontera que señala el comienzo de una enemistad histórica, es decir, situada: ni eterna, ni milenaria, ni mucho menos teológica.
Los fragmentos anunciados se distribuyen en tres secciones, designadas con convenciones geográficas: Sur, Centro y Norte. A esta organización espacial el montaje suma, en las dos primeras partes, una unidad de tiempo: ambas se inician con luz diurna y concluyen, previos planos de atardecer (algo presurosos en la sección Centro) cuando el sol ya ha caído. La exposición busca el lugar del palestino – y del judío oriental, en todo caso – y ataca, desde allí, la hegemonía que lo instituye, justamente, como lugar del palestino. Sivan y Khleifi son poco moderados, bastante tendenciosos y decididamente inobjetivos. No son pocas las preguntas que – sin necesidad, porque sin ellas ya todo se entiende – se convierten casi en agresiones. Algunos ejemplos. A un soldado que participa en el sitio de una ciudad: “¿Conoce La banalidad del mal?”. A un anciano que formó parte de la guerra del 48: “¿Conoce el juicio de Salomón?”. A unos niños árabe-israelíes que no conocen su historia: “¿Tienen miedo de la verdad?”. Sin embargo, un cine como este – ¿militante?, ¿contrainformativo?, ¿anticolonialista?; ¿cuál de esas palabras que hemos aprendido a degradar le corresponde? – no acepta, en general, objeciones de este estilo, porque sus necesidades son de otro orden. Hay – piensa este cine - ideas que deben ser comunicadas con claridad: el soldado debería desertar, hasta una historia judía confirma las razones palestinas, la educación israelí borra las huellas mentales del pasado así como el ejército borró sus huellas físicas (¿o no se llamó Scopa – Escoba - la operación militar que en el 48 expulsó a los árabes de las aldeas del norte?). La disciplina polémica de Ruta 181 es inusual y tiene la virtud de ir siempre de frente. De algún modo, podría haberse llamado Nakba, la palabra que los palestinos usan para designar el tiempo que para su propia historia comienza con la fundación del Estado de Israel. Nakba significa catástrofe. En hebreo, esa palabra – catástrofe - se dice Shoah. Sobre la película de Claude Lanzmann que lleva ese nombre (es decir, encima de ella) se despliegan las apasionantes cuatro horas y media de Ruta 181.
Ahora, ¿por qué Shoah como intertexto? O mejor, ¿por qué Lanzmann?, ¿qué hay en el francés y en sus películas que llame a la vocación crítica de Sivan? Podríamos contestar, todo. Podríamos decir, hay al menos esto: el adversario ideológico más influyente, el cine que recuerda lo que Israel recuerda y olvida lo que Israel olvida, y por si algo faltara una Jerusalén cinematográfica [viii]. En las efemérides referidas en Izkor al Día del Holocausto sigue el Día de los Caídos. Con Lanzmann sucede lo mismo. En 1994 – es decir, nueve años después del estreno de Shoah – da a conocer Tsahal, su película sobre el ejército israelí. Y en 2001, la notable Sobibór, 14 octobre 1943, 16 heures concluye, de manera lógica aunque no cronológica, su exposición acerca de Israel. Yehuda Lerner – protagonista de la única rebelión de prisioneros de un campo de concentración que tuvo éxito – cuenta cómo nació el plan de fuga de Sobibor, cómo se desarrolló y cómo (sobre todo) mató a quienes, según la distribución de las tareas, debía matar. Así, hay una línea que parte de las víctimas del Holocausto y, a través del momento fundacional en que un judío mata por su vida, llega al Estado de Israel, y sobre todo a su ejército. Después del exterminio, armas y tierras para quienes vivieron la Diáspora y sufrieron la violencia. Entre películas aparece, entonces, lo que no hay en Shoah: una historia. Lanzmann la llama así: reapropiación de la violencia por parte del pueblo judío.
A desmontar este gran relato ha dedicado Sivan su tiempo en el cine. Le ha hecho preguntas una y otra vez y las ha contestado con una firmeza, digámoslo así, doctrinaria. ¿Cómo consigue su hegemonía? (respuesta: Izkor). ¿Qué sustentación tiene? (respuesta: Israelandia). ¿Qué cotidianidad promueve? (respuesta: El síndrome borderline). ¿Cómo se lo discute filosóficamente? (respuesta: Itgaber). ¿En qué idea del poder se apoya? (respuesta: Un especialista). ¿Qué deja de lado para constituirse? (respuesta: ambas partes de Aqabat-Jaber). Ruta 181 recupera toda esta labor y hace la pregunta mayor, la que incluye a todas las otras: ¿qué olvida ese relato? Es decir, ¿sobre qué negación se levanta su memoria?
En su celebrado autorretrato Godard descubre una secreta simpatía entre la estrella de David y una tecnología de audio (el estéreo). Especula, entonces, con un triángulo que se despliega dos veces: los nazis lo habrían proyectado sobre el pueblo judío y luego el Estado de Israel lo habría hecho sobre Palestina. Esta geometría volcada sobre la vida política certifica una equivalencia que es motivo de disputa permanente; por esta razón Sivan y Khleifi la asumen hasta el escándalo. Así, mueven las piezas y ponen a Palestina en el lugar del pueblo judío y a su película en el lugar de Shoah.
El cartel con que Lanzmann empieza su trabajo refiere la instalación de colonos alemanes en zonas polacas y el cambio de topónimos propio de las conquistas: Chelmno se convierte en Kulmhef, Lodz en Litzmannstadt, Kolo en Warthbrücken. En los primeros minutos de Ruta 181 los directores insisten en hacer preguntas sobre los nombres de los lugares que visitan: Masmiye se ha convertido en Bnei Re’em, Qastina en Qiryat Mal’achi. El borrado de esos signos se resume en las palabras de una mujer árabe: “Cambian todos los nombres”. En una gran escena Lanzmann envuelve en travellings una fábrica y hace que la marca de un camión (Saurer) ocupe la pantalla; a esas imágenes le suma la lectura de un documento nazi que promueve algunos cambios técnicos para los vehículos que se usan como cámaras de gas. Su intertexto en Ruta 181 es la visita que hacen los directores a la fábrica que vende a Israel el alambre (que ningún otro Estado usa, “tal vez por razones humanitarias”) para sus líneas de demarcación. Los polacos de Lanzmann, que ocupan las casas judías y a quienes el director pregunta por sus dueños anteriores, se convierten en los judíos de Sivan, que ocupan las casas árabes y a quienes también se les pide que hablen del pasado. Con la historia del gueto palestino de Lod se asocian las políticas de Israel con las políticas nazis. Así, una y otra vez, una imagen convoca a otra. La palabra es imposible y adecuada: Ruta 181 es una parodia (sin humor) de Shoah.
Pero la correspondencia que – debido a la fama de su modelo – se destaca por sobre las demás es la que Sivan y Khleifi establecen con la escena de Shoah protagonizada por Abraham Bomba, el peluquero de Treblinka. Quien habla mientras usa las tijeras es ahora un palestino. Primero acusa a un general israelí de mentir en sus libros: la población de Lod no se retiró por su cuenta, fue masacrada. Después cuenta de casas confiscadas, robos, violaciones y de cómo fue obligado a cremar los cadáveres de trescientas personas de su pueblo. La escena en realidad condensa dos testimonios de Shoah. Visualmente, el del mencionado peluquero. Oralmente, el del hombre que trabajaba en los hornos de Auschwitz. En el cierre de este fragmento, tres planos de rieles - como los que Lanzmann filma hasta el dolor en el presente de Auschwitz - subrayan este último intertexto.
Remisiones tan sistemáticas convierten al palestino en el judío del judío. “No hay que comparar sino lo que es comparable”, advertía Vidal-Naquet en Los asesinos de la memoria, un libro que sin dudas Sivan conoce bien. Daba este ejemplo, entre otros: “…la expulsión de los palestinos no puede compararse con la deportación nazi, y la matanza de Deir-Yassin por parte de los hombres del Irgpun y del grupo Stern (9 y 10 de abril de 1948) puede asimilarse a Oradour pero no a Auschwitz” [ix]. Vidal-Naquet tiene razón. Pero la pulsión analógica – de Sivan y Khleifi, del Mograbi de Venganza por uno de mis ojos, de Godard en mucha menor medida – tiene motivos que no pueden atribuirse sólo a la ignorancia histórica o, como se sugiere a menudo, a un antisemitismo más o menos sublimado. Hay en algunas películas una urgencia que las acerca a la consigna. No se agotan en ella ni ella es su razón última, pero no dejan de rendirle tributo. Es como si señalaran a Israel un cierto drama, y le dijeran: “Te has vuelto víctima de haberte convertido en la víctima por excelencia; has pedido al mundo, con razón, que recuerde el sufrimiento sobre el que te levantas, y has justificado, sin razón, tus propias violencias con ese sufrimiento; las comparaciones que rechazas son parte de tu triunfo: el Holocausto, que es inconmensurable, es ahora la medida de toda masacre”. Ese nudo de culpas y disculpas en permanente estado de hipérbole hace al ruido de la discusión, y en algún momento debería dejar de producir discurso. A fin de cuentas, podríamos decir: así como Israel no tiene más derecho al crimen por haber nacido luego del Holocausto, sus crímenes no son por lo tanto especiales. Será difícil, sin embargo, desatarlo, porque más allá de la crítica de las semejanzas y de la carga moral puesta en juego – el lugar y el derecho de las víctimas, nada menos - la tragedia judía y la tragedia palestina se remiten una a otra porque hay lazos históricos que las unen. Los gobiernos de Israel, y su relato mayor, no parecen estar dispuestos a reconocerlo. A esa situación contesta Ruta 181. Si propone, luego de todos sus intertextos, el relato alternativo al de Lanzmann - es decir, el del derecho palestino a la reapropiación de la violencia - es difícil de decidir. Una escena muestra, sin juzgar, a un detenido que ha sido protagonista de un atentado o de su intento; todas las otras las condiciones que contribuyen a su decisión. El joven, su familia y los soldados israelíes que dudan entre dejar que se toquen o impedirlo tienen la Historia encima. La película tiembla. Es el momento – extraordinario - en que Ruta 181 encuentra para su espectador el lugar de la crítica. Es decir, el lugar de la interrogación política.
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NOTAS
[I] Las
películas de Eyal Sivan formaron parte de la programación del DOCBSAS del año
2005. Lamentablemente, solo pude revisar dos de ellas: Ruta 181 y Por amor al pueblo.
Los textos acerca de su filmografía restante proceden de apuntes tomados entre
película y película y borradores escritos unos días después de que las
proyecciones terminaran. Tal vez algunos detalles no sean exactos, pero creo
que ningún argumento, más allá de su fortuna, carece de base. Es posible,
además, que una revisión de los documentales hubiera modificado algunas de
estas ideas. Habrá que esperar hasta que Cine Ojo edite estas películas o hasta
que algún foro de internet las ponga a disposición de sus usuarios para
realizar las correcciones pertinentes. (Nota 2016: Ruta 181 y Un
especialista circulan en internet, las otras no pude encontrarlas).
[II] Hay una evidente afinidad entre
las ideas de Sivan y las de Edward Said, que escribió una serie de textos
brillantes sobre Oslo. En su
introducción a Crónicas palestinas,
Said escribe: “Por lo que se refiere a la historia israelí, una de las razones
por las que saludo a los nuevos historiadores, o historiadores revisionistas,
israelíes es que a través de su trabajo han revelado los mitos y la narrativa
propagandística que han tratado de negar la responsabilidad israelí, en 1948 y
a partir de entonces, a la hora de provocar efectivamente la catástrofe
palestina”. (Crónicas palestinas. Árabes e israelíes ante el nuevo milenio).
Said se refiere a Tom Segev, Ilan Pappe y Avi Schlaim. Sin saberlo describe con
claridad la tarea que Eyal Sivan lleva adelante.
[III] En el catálogo del DOCBSAS se lee: “La
sociedad israelí, enclave de Occidente en el corazón de Medio Oriente, se
muestra a través de una metáfora surrealista, cargada de un descarnado sentido
del humor”. Sivan
dice en una entrevista: “Necesitamos reconocer claramente que Israel está en el
este. El hecho de que los israelíes actúen como si fuéramos un suburbio de
Viena o Nueva York niega esto. El
problema es que este país no quiere a los árabes aquí”. La entrevista se puede
encontrar en www.laotraorilla.blog-city.com. (Nota 2016: la página
parece no existir más).
[IV] Elogio
de la desobediencia es el título del libro que Eyal Sivan escribió
junto con Rony Brauman y que forma un díptico con Un especialista. Está editado en castellano por Fondo de Cultura
Económica.
[V] Hacemos
en general caso omiso de lo que hubo antes de las películas que nos enseñaron
que mostrar es dar lugar a un vínculo falso entre el espectador y las imágenes.
Nada de archivos, decía Lanzmann. Nada de pornografía concentracionaria, decía,
desde un lugar opuesto, Syberberg. Sin embargo, antes de que esa interdicción
se volviera lugar común, fue necesario mostrar, y nadie dio a ese mandato una
forma más genuina que un mal director de cine a cargo de un institucional
tardío. En 1961 – el año del juicio a Eichmann, justamente - Stanley Kramer
dirigió El juicio de Nüremberg y dejó
al menos un momento extraordinario: ese en el que nos hace ser testigos, junto
con los personajes reunidos en la sala, del parto de unas imágenes y una
mirada. Spencer Tracy muestra (exige ver) al público (no casualmente en el lugar del juicio) lo que luego se
creería necesario escamotear, tal como hace Sivan al dejar de esas imágenes
sólo una huella digital en la cabina de Eichmann. En Ciudadano Welles, el libro de entrevistas con Orson Welles que
publicó Peter Bogdanovich, se hace referencia al uso en El extraño de tomas documentales de los campos de concentración.
Sobre el tema dice Welles: “En principio yo estoy en contra de ese tipo de
cosas, de explotar la verdadera miseria, la agonía o la muerte, para un
espectáculo de entretenimiento. Pero en este caso pienso que cada vez que se le
dé al público la oportunidad de ver tomas reales de un campo de concentración
con la excusa que sea, es un paso más hacia delante. La gente no quiere saber
que esas cosas ocurrieron”. El tiempo de los tópicos llegaría luego y la
sustracción o el tratamiento lateral de los temas contestarían esa explotación
de la miseria a la que Welles hace referencia pero que él subordina todavía a
una necesidad pedagógica. El problema no ha
terminado aún, y no hace mucho Godard y Lanzmann polemizaron acerca de la
imagen o su negación. Es importante reponer esta dialéctica de las formas. Suena
evidente, pero el ruido de las frases célebres suele
taparla. Existe el riesgo de que las maneras de no ser abyecto – al
igual que la idea misma de lo abyecto - se
vuelvan protocolares, si tal cosa no ha sucedido ya. Quitar la imagen solo tuvo
sentido después de Noche y niebla,
que es la película que ha ganado la batalla de la moral, pero también después
de lo grabado por las cámaras aliadas, su incorporación casi secreta en El extraño y su escena de nacimiento
público en El juicio de Nüremberg,
que puede ser vista como la película que despide - unos años después de Resnais
- una cierta idea sobre la representación del horror.
[VI] El juicio tuvo, según Arendt, razones políticas
claras, aunque su desarrollo siguió otros caminos. En palabras del propio Ben
Gurion: “Queremos que todas las naciones sepan…que deben avergonzarse”. Arendt
sigue su exposición incorporando en ella las citas del premier israelí: “Los
judíos de la Diáspora debían recordar que el judaísmo, ‘con cuatro mil años de
antigüedad, con sus creaciones en el mundo del espíritu, con sus empeños
éticos, con sus mesiánicas aspiraciones’, se había enfrentado siempre con un
‘mundo hostil’; que los judíos habían degenerado hasta el punto de dirigirse
obedientemente, como corderos, hacia la muerte; y que tan solo la formación de
un Estado judío había hecho posible que los judíos se defendieran, tal como lo
hizo Israel en su guerra de Independencia, en la aventura de Suez, y en los
casi cotidianos incidentes de las peligrosas fronteras israelitas. Y si bien
los judíos que vivieran fuera de Israel tendrían ocasión de ver la diferencia
entre el heroísmo israelita y la abyecta obediencia judaica, también era cierto
que los judíos de Israel aprenderían una lección distinta. ‘La generación de
israelitas formada después del holocausto’ estaba en
peligro de perder su sentido de vinculación al pueblo judío y, en consecuencia,
a su propia historia. ‘Es necesario que nuestra juventud recuerde lo ocurrido
al pueblo judío, y en consecuencia a su propia historia’”.
Es claro por qué Sivan elige
ilustrar este ensayo. En primer lugar, todas las acciones de Israel se
interpretan como acciones defensivas. En segundo lugar, la creación de un
Estado judío redime a la vez Diáspora y Holocausto. En tercer lugar, el mandato
de recordar como forma de cohesión interna y coacción externa puede pensarse
como una instrumentalización del exterminio. Por último, toda esta memoria hace
nacer también el olvido de Palestina. En el juicio a Eichmann Sivan encuentra
parte de la ideología que lo llevará a declarar: “Los especialistas en crímenes
basados en la memoria somos nosotros”. Es innecesario decir esto, pero conviene
subrayarlo: ni Arendt ni Sivan consideran que la matanza es banal (banal es el
criminal que está siendo juzgado y el ejercicio burocrático del crimen en
masa), ninguno niega a Israel su derecho a existir, ninguno es antisemita. Sobre ciertas
interpretaciones, Sivan decía: “Mientras en el resto del mundo se discute y se
escriben libros sobre el tema, en Israel se dice que soy un antisemita que
presenta a Eichmann como una persona normal. Ese es el método que se usa en
Israel para evitar discutir el tema. Todo aquel que dice que el film encubre la
maldad de Eichmann debe hacerse algunas preguntas a sí mismo. ¿No es mala la
obediencia ciega a la ley? En la película se ve a Eichmann sentado y
planificando con sus tablas cuánta gente irá a las cámaras de gas. ¿No es eso
malo? Si él no grita en la película, ¿significa eso que no es malo? Esa forma de
pensar dice algo principalmente sobre el espectador”. No es necesario, por
supuesto, estar de acuerdo con estas ideas, que corren el riesgo, también
ellas, de convertirse en cliché. En el texto de Christopher R. Browning (“Memoria
alemana, interrogación judicial y reconstrucción histórica: escritura de la
historia de los autores a partir del testimonio e posguerra”) que Saul
Friedlander compila en el volumen En
torno a los límites de la representación. El nazismo y la solución final se
llama la atención sobre este problema. Las palabras de Sivan que cito más
arriba proceden también de www.laotraorilla.blog-city.com.
[VII] Después de ver la película
en el canal francés Arte, el filósofo Alain Finkielkraut declaró en una
entrevista radial que Sivan era un judío antisemita y que Ruta 181 era un llamado a matar judíos para permitir “la
emancipación de todos los hombres”. Dijo también esta curiosa frase: “Cuídense
aquellos que hayan cosido una esvástica en sus pechos y deseen reclamar para sí
una estrella amarilla”. Sivan llevó a Finkielkraut a juicio por difamación.
Ante el juez, el filósofo declaró, entre otras cosas: “Hamas tiene escrito en
su charter: ‘Cada judío es un blanco’. La película dice sí, cada judío es un
blanco, porque Israel es un largo crimen”. Claude Lanzmann declaró como testigo
de la defensa. Estas son algunas de las frases que dijo: “Este hombre es
antisemita. No veo por qué se indigna cuando se lo dicen, ya que es la verdad”,
“Para él – tiene esta idea fija –, Israel es un fabricante de alambre de púas,
un guardia de una prisión nazi”, “Esta película niega el Holocausto”, “No sé si
todavía podemos considerar israelí a Sivan”. Dijo también algo que es en algún
punto cierto (y a lo que el propio Lanzmann no es ajeno): “Toda la película
está centrada en esto: ya sabe todo, no descubre nada”. La transcripción de las
actas del juicio se puede encontrar en www.cabinetmagazine.org/issues/26/sivan.php (Nota
2016: acá se puede leer un fragmento en castellano: http://tallerlaotra.blogspot.com.ar/2009/09/ruta-181-fragmentos-de-un-viaje-por.html.
La traducción pertenece a Candelaria Naveyra).
[VIII] Quisiera
dedicar una nota no tanto a Shoah
como a una cierta imagen pública de Shoah
y celebrar la recuperación de una experiencia. Lanzmann lo ha dicho miles de
veces: de los campos de exterminio no hay sobrevivientes sino testigos. Ese
estatuto – el de testigos – también corresponde, en principio, a los nazis, a
quienes Lanzmann filma en secreto o con nombre falso, y a los polacos, a
quienes obliga a tropezarse con las palabras, inculpa de cargos que no
entienden y somete gratuitamente a la pregunta (¿por qué?) que él mismo
detesta. Las víctimas, sin embargo, son testigos especiales: no comparten con
los verdugos y los cómplices un tiempo histórico. Lanzmann los declara
“muertos”, o en una decisión apenas menos incómoda: “fantasmas”. El tiempo –
queda claro - ha perdido la línea. No hay pasado, porque el Holocausto es aún.
Por eso resulta inaceptable que los testigos callen. En la escena más famosa de
Shoah, Abraham Bomba, el peluquero de
Treblinka, pide varias veces al director que detenga la cámara. Pero Lanzmann
sigue adelante porque – dice - es necesario
hacerlo. Esta misma razón (la del presente perpetuo) explica también la
renuncia a la organización narrativa del material. El trauma es permanente y no
hay, por ello, límites que circunscriban ni causalidad que explique una
experiencia que sucede en la Historia pero también, y sobre todo, fuera de
ella. Una y otra vez, los travellings recorren espacios que no guardan casi
huellas del exterminio. Y es como si la masacre no hubiese sucedido antes sino
que sucediera debajo, siempre, en una segunda capa de tierra, a la que
pertenecen los que ahora hablan. Lanzmann (es ya un lugar común) prefiere los
oficios del espacio – geógrafo, geólogo, agrimensor – antes que los del tiempo.
Por eso dice: Shoah no es una
película sobre la memoria. Y dice una y otra vez: Shoah no un film
histórico.
Lanzmann piensa que comprender
es obsceno. Repudia, por lo tanto, a los historiadores que se permiten preguntar
por qué cuando la única pregunta
posible de hacer es cómo. Habla así,
sentenciosamente, y sus frases breves, apodícticas, se reproducen una y otra
vez en toda entrevista y en gran parte de los ensayos dedicados a su obra.
Cuando no desestima categorías – Shoah
no es un documental, Shoah no es un film histórico – decreta: Shoah es un film sobre la encarnación, Shoah es una obra de arte. Su imagen de autor no ha dejado de
cercar la recepción de su cine. Hay aires litúrgicos en las proyecciones de sus
películas, como si el espectador se enfrentara a algo que pertenece al orden de
lo sagrado.
Lanzmann ha insistido en señalar el corte epistemológico que el Holocausto
significa y ha consensuado consigo mismo el carácter definitivo de su obra
maestra, también ella un corte: la única obra de arte posible sobre un tema que
escapa a todo tratamiento. De alguna manera, ver Shoah después de Ruta 181
no es necesariamente descubrir sus carencias ni confirmar sus sabidas virtudes.
Por el contrario, su desacralización le devuelve – tal vez a pesar de Sivan y
Khleifi - eso que Lanzmann y sus influyentes comentaristas terminaron por
congelar entre sus referencias a la escritura del desastre, a lo
irrepresentable y al silencio. Shoah es
grande nuevamente porque su drama humano vuelve al centro de la escena una vez
que su carácter sacro y la mudez que pide encuentran sus objeciones.
[IX] En Los asesinos de la memoria Vidal-Nacquet
pone el rigor histórico delante del asco y demuele uno a uno los argumentos de
los negadores del Holocausto. No hace foco en esto, pero reconoce lo que Sivan
ataca: “…cabe a los historiadores la tarea de retirar los hechos históricos de
manos de los ideólogos que los explotan. En el caso del genocidio de los
judíos, es evidente que una de las ideologías judías, el sionismo, somete la
gran matanza a una explotación a veces escandalosa”. Sivan sabe de la
importancia de este libro. El título Izkor,
los esclavos de la memoria sin dudas lo refiere. También en Israel habría asesinos de la memoria, pero no porque
pretendan borrarla sino porque la escriben constantemente, hasta volverla razón
de otros crímenes.
Es
posible que a Vidal-Naquet no le gustaran las películas de Sivan. Que lo
considerara, también a él, un ideólogo.
* Esta nota fue publicada originalmente en revista La otra nº 21, Invierno 2009.
* Esta nota fue publicada originalmente en revista La otra nº 21, Invierno 2009.
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