por Oscar Cuervo
A esta altura de la soirée creo que no hace falta presentar a Andrés Calamaro, estrella multitarget, artista transversal como no hay otro, lo supe desde la última navidad que pasé con mi tía Eva y ella me dijo: “qué lindas canciones que hace Andrés”. Ella nunca me habló así de Charly ni de Fito ni de Cerati, menos que menos de Spinetta. Así que ahí comprendí que Calamaro lo había logrado: instalarse en el corazón popular, tan difícil de alcanzar. Desde la otra punta de la legitimidad, y en la misma década, el Indio Solari versiona “El salmón” y comparte el escenario con Andrés, algo que sabemos que el Indio no hace desde aquel Excursionistas.
AC ya entró en el canon. Habiendo hecho constar su versatilidad transgenérica, vamos a eximirnos de repetir las razones obvias. No vamos a descubrir a Calamaro. Trataremos de enfocar algunos pocos puntos que lo ubican como artista destacado del siglo XXI.
Si el citado siglo empieza en el 2000 (cosa que es materia de controversias, pero no nos conviene revisar eso justo ahora, que estamos terminando de publicar los resultados de nuestra mega-encuesta y los apuntes con los que nuestros amigos contribuyeron a analizar a los artistas más votados), entonces hay que admitir que justo ese año Calamaro arrojó la última bomba atómica del rock argentino, estoy hablando de El salmón, obviamente. Las circunstancias autobiográficas de su producción también estás sobre-escritas. Pero creo que vale la pena todavía pensar en qué momento de la historia del rock argentino aparece, cómo establece su contemporaneidad, cómo señala a sus precursores y determina su posteridad.
Hay una tensión de Calamaro con su propia obra a la que El salmón llega a ajustar cuentas. Él fue alguna vez el pendejo que opacó el brillo escénico de Miguel Abuelo en la primavera alfonsinista, con sus hits ligeros y pegadizos, algo que se reprocharía a sí mismo. Porque el alfonsinismo terminó como todos ya saben y casi al mismo tiempo, o un poco antes, Miguel se murió. El ambiente festivo de esa década corta resultó tener demasiada muerte olvidada sólo por un momento. Charly escribe ya en el año 88 (pero la grabará en el 98) “Todo el mundo quiere olvidar”. Lo reprimido vuelve: si hay una ley de la historia, una sola, es ésta. Por ende, en el 89 presenta sus credenciales el Calamaro disidente, el otro, su lado noir, el Calamaro blue. Su carta de presentación es Nadie sale vivo de aquí.
Es menester señalar que hay al menos dos Calamaros, como había dos (o tres) Romeos, los Bang Bang de la canción de aquel disco del 89:
Él nació pegado a su hermano siamés
y una tercera cabeza que había sumaban tres
y juntos fueron estrellas de rock
pero la tercera cabeza no tenía relación
con los dos hermanos, Barry y Tom
y había que torcerse para no tocarse.
Dos Romeos son dos Romeos pegados
y alguna que otra Julieta hay
dos Romeos, dos romeos eran más
que cualquier Romeo individual.
De pronto, el chico de los hits vuelve algo sombrío y logra una inquietante metáfora para hablar de lo que la sociedad quería esquivar: “había que torcerse para no tocarse”. Ahí escala del talento al genio.
De todos modos, el tránsito posterior de Calamaro parece alejarlo de esa zona delicada: se va a España y con el rock insolente y expansivo de Los Rodríguez hace prevalecer su lado hitero, mucho más eficaz ahora puesto que su universo (su mercado) se ha expandido a toda el habla hispana. Eso parece no tener techo. Cuando la juvenilia madrileña de Los Rodríguez haya completado su ciclo (con algunos muertos a cuestas también), vendrá el AOR-de-un-single-tras-otro, Alta suciedad. Una gema elegante, producida por Joe Blaney, bien Los Angeles, con sonido internacional, balance perfecto, sesionistas soñados y cierta turra frialdad a través de la cual Andrés anunciará su disidencia de modo civilizado, de modo que todos quieran comprársela. Pero late ahí una sorda rabia que tanta brillantez aligera.
Hay luego un pequeño gesto: un año después de Alta suciedad AC edita un disco que a veces ni siquiera figura en su discografía oficial: Las otras caras de Alta suciedad, versiones no tan pulcras de algunos de los grandes hits, más un gusto por hurgar y apropiarse de un repertorio popular que va desde Gardel hasta Moris, pasando por boleros, rumbas y rancheras (gusto que expandirá en el paso siguiente). Hay ahí una desprolijidad tímida que va a explotar en el doble Honestidad brutal. A esa altura, el Bang Bang disidente toma el comando. Hace demasiadas (37) canciones, se pone oscuro un poco demasiado, se avinagra y se aspereza. Desde el título mismo, este disco extraordinario es ya un gran gesto pendenciero. ¿Contra quién? Contra la Compañía, contra el mercado, contra el público que lo venera por esas canciones redondas e irresistibles, contra el público que lo desprecia por esas canciones redondas e irresistibles.
Contra sí mismo.
El talento instantáneo y el dinero rápido lo han ido amargando por dentro. Mientras tanto, a ambos lados del Atlántico, un mundo vil corea sus estribillos.
Si todo hubiera quedado ahí, un historiador del rock en español diría: ese fue su disco descarnado. Su gesto honesto. Pero resulta que al poeta disidente no le parece suficiente (este pequeño ensayo adopta cierto gusto por la rima fácil, contagiado de ya saben quién).Y entonces se arma la podrida: La Podrida del Rock and Roll, podría llamarse, evocando a aquella Pesada de Billy Bond que tuvo una misión crucial en la primera mitad de los 70. El salmón es una revuelta y una vuelta de La Pesada del Rock and Roll, donde en lugar de tocar Billy, Spinetta, Pappo, Charly, Lebón, Gabis, Medina, Martínez, Pajarito Zaguri y Jorge Pinchevsky tocan Calamaro, Calamaro, Calamaro, Calamaro, Fogliatta y Pappo. Todos secundando a los diversos solistas que son: Calamaro, Calamaro, etc.
El salmón es un vómito del siglo XXI incubado en la fiesta demasiado larga de la década infame del siglo anterior. Hay por ahí algunos potenciales hits desperdigados que en otro contexto más amigable habrían sido recibidos con pitos y matracas (“Revolución turra”, “All you need is pop”, “Valentina”, “Tuyo siempre”, Gaviotas”, todos inoculados por una alta toxicidad que los bizarrea demasiado para las buenas maneras del pop); y una relectura sórdida de un repertorio entre popular y plebeyo, con deslumbrantes apropiaciones de “Así”, “Alfonsina y el mar”, “Libros sapienciales”, “El día que me quieras”.
Pero ese disco quíntuple con silueta de pescado alargado es una película de horror, el corazón de las tinieblas, una resaca muy insistente, un plano secuencia interminable de la era del pesar. La rabia que lo anima no le permite buscar matices para airear el ambiente. Calamaro nos incita a encerrarnos en su habitación oscura. Su facilidad para la melodía entradora es poco a poco dejada de lado y a medida que nos internamos en su melancolía terminal, este depresivo famoso amenaza con no soltarnos nunca más. ¿103 canciones? ¿307? ¿mil y una?
En este disco inmenso (literalmente) Calamaro logra un par de cosas: uno, convertirse en un labrador de la palabra, esto es: en un poeta. Vayan y oigan, las 103 letras se sostienen sobre sus propias patas, sin trucos pop. Dos: El salmón es el último gran relato producido por el rock argentino. Relato social escrito en primera persona, con una proximidad a menudo incómoda, como alguien que te habla demasiado cerca y te hace sentir su mal aliento. Pero no se trata de un ego-trip.
Hace poco un amigo volvió arrepentido a su casa,
Y ya por acá ni pasa, ni el teléfono atiende.
¿Serán las indicaciones del psiquiatra?:
"Seguí con el Ribo, pero ni te juntes con el músico furtivo"
No lo culpo, a mí me pasó algo muy parecido.
Y me desintoxiqué, engordé,
Y desayunaba al mediodía cinco minutos de felicidad.
La verdad, que a veces mataría por otros cinco minutos más.
¿Y que más? El resto de la vida
¿La vida? ¿Cuál vida?
La mía te asustaría.
A mí que la vida me gusta también me asusta.
La verdad que tengo momentos de debilidad.
Y quiero ir al cine, ir a cenar al lado de una pareja de amigos,
Hablar de Jarmusch y Abel Ferrara,
Y ninguna mañana rara,
Y ninguna mañana rara.
Miro a los otros que son como yo... mala vida.
Si no se suicidaron ya, fue por cobardía.
Cómo quisiera ser tan diferente
¿Qué habré recibido a cambio de ser un solitario del carajo?
¿Un buen trabajo? ¿Facilidad musical? ¿Violencia intelectual?
Fama, respeto... no está mal.
Pero la herida es mortal.
No estoy solo, de verdad,
Me acompaña mi propia soledad.
De verdad, me acompaña mi propia soledad.
¿Nadie sabe lo que pasa con la gente diferente?
El bohemio se pudrió mucho antes del milenio.
¿Y el reo? Queda feo
En un mundo grasa ¿qué pasa con los vagabundos y los borrachines y los soñadores?
Yo te digo qué pasa: se quedan sin casa
y la vida moderna los arrasa,
Les pasa por arriba y se los morfa, se los come
O los encierra bajo dieta de Cindor y cocaína
O les lame el orto, esperando que terminen arrastrándo-se.
No lo sé.
A mí me parece claro como el agua podrida.
C'est la vida...
(“Mi funeral 11”, que parece que forma parte de una serie de varios “Mi funeral” que quedaron en alguna caja).
Antes de terminar, quisiera agregar que esta obra tremenda se inscribe en una tradición: la de “De nada sirve”, “Porque hoy nací” e “Informe de un día” (“Esta reflexión sólo me sirve para tomarme un café,/ y el amanecer que ahora me espera/ es garantía de mi fe”). El salmón no ocurre en Los Angeles ni en Madrid: es porteño hasta la médula. Y molestamente extemporáneo. Nadie por entonces batía la justa. Lo importante es olvidar, decía Dargelos. Parecería que después el rock argentino perdió esa potencia narrativa. Ya gobernaba la Alianza, no lo olviden. Las grandes narraciones en las que toda una comunidad puede reconocerse estaban a punto de irse de los recitales.
El resto es historia conocida.
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