lunes, 17 de marzo de 2014

Liliana Herrero y Juan Falú contra el bastardeo a la música popular en el Festival de Cosquín

NOTA DEL EDITOR:
EL 29 de enero en el Feestival de Cosquín se vivió un episodio bochornoso cuando los organizadores hiciron que un homenaje a Eduardo Falú, protagonizado por Juan Falú, Liliana Herrero, Lilian Saba, Marcelo Chiodi, saliera al aire sin prueba de sonido y, cuando los músicos expresaron sus críticas en el escenario, censuraron brutalmente estas expresiones y forzaron el final del homenaje de modo abrupto. Esto provocó un escándalo entre el público, que abucheó la censura a los músicos. En el comienzo del 17 de marzo Liliana Herrero protagonizó un programa especial de La otra.-radio donde habló de muchos temas y, en el último bloque, se refirió a la terrible falta de respeto que cometieron los directivos de Cosquín. Clickeando acá se puede escuchar el programa completo de La otra.-radio con Liliana. A continuación reproducimos dos textos completos en los que Juan Falú y Liliana Herrero se refieren al bastardeo al que Cosquín somete a la música popular de calidad:

Caosquín 
(por Juan Falú)

27/01: Llegamos a unas cabañas alquiladas cerca de Cosquín Liliana Herrero, Lilian Saba, Marcelo Chiodi y yo, para ensayar los temas a presentar el 29 en Caosquín.

28/01: Empezaron a sonar lindos los temas. Hubo unas lágrimas de Liliana y Lilian al tocarlos, sobre todo con Milonga del alucinado, No te puedo olvidar y Vidala del nombrador. Decidimos que esta vidala sería el tema de cierre, porque nos parecía abismal la composición y a tono la versión. Muy fuerte, pero fue el tema que no pudo ser.

Les dijimos a nuestros asistentes, Majo y el Colo, que la prioridad era conseguir prueba de sonido. Esperábamos también un horario central, por la propuesta de homenaje a Eduardo Falú y por la trascendencia que los medios estaban dando a esa propuesta.

29/01 por la tarde: Majo y el Colo nos informan que no habrá prueba de sonido y tocaremos en el orden 21°. Se calcula que a las 03.00. Después nos pasaron al orden 14° y se calculaba la presentación a las 00.30. Pero tocamos a las 03.30, así que pueden imaginarse a qué hora habríamos tocado si aparecíamos en el orden 21°.

El Colo me dice que Scotto, miembro de la Comisión del festival hacia el que siento un sincero y mutuo afecto, me manda pedir disculpas por el orden de presentación y que "no saben qué hacer con tantas presiones".

Llamo a Scotto dos veces para que me comente personalmente la situación. No hay respuesta. Pido por mensaje que me llame. No hay respuesta. Le digo al Colo: decile a Scotto que si vamos en estas condiciones, voy a expresar mis críticas en el escenario. No pudo decirle nada, porque no logró comunicarse.

Cunde la bronca entre nosotros. Después el desaliento. Después, a acomodarse para salir como sea. Pensamos en las "presiones". ¿De la política? ¿De sindicatos? ¿De sellos discográficos? ¿De productoras artísticas?

En ese contexto, ¿cómo pueden hacerse valer un artista y/o una propuesta artística, si carecen de esos padrinazgos?

Imagino: los productores de ciertos artistas esgrimen su argumento infalible: mi artista es taquillero, así que me lo ponés en horario central y con prueba de sonido. La comisión cumple y el taquillero prueba media hora, una hora, una hora y media. Junta público en la prueba, se engolosina y sigue probando. Todo suena claro y fuerte porque todos están enchufados, ellos y sus instrumentos. Y siguen y siguen probando y que los demás se caguen. Los demás son artistas, colegas supuestamente (yo hace rato que no me siento colega de algunos artistas banales con discurso populista pero con una superficialidad, un narcisismo y un individualismo que me agota toda paciencia y posibilidad de comprensión).

29/01 por la noche: Se pasa el horario previsto. A la 01.00 ya habían sonado unas decenas de chacareras, fuertes y claras. A las 02.00 otro tanto. A las 03.00 también.

Me encanta el folclore santiagueño.

No me encanta que se ocupe una noche casi entera con chacareras y se relativice al resto de las propuestas. Es así este Caosquín, taquillero, popular, de altos volúmenes para alimentar efusividades. La misma técnica usan los comerciantes poniéndoles música tecno a los laburantes para que no se duerman.

Pienso: para qué carajo vengo si ya sé cómo es. Me respondo: es mi desafío. Me ha ido generalmente bien.
Pero pienso también: si me ha ido bien y en cierto modo se reivindicó mi presencia como el retorno de cierta intimidad, de la guitarra no enchufada, esta vez regreso bien acompañado. De lujo, con Liliana, Lilian y Marcelo y las canciones de Eduardo. Esperaba que la Comisión tomara la propuesta como un aporte, en medio de un panorama marcado por esa euforia, esos volúmenes, esas palmas que si aparecen confirman el éxito y si no aparecen decretan el fracaso.

30/01: entramos al escenario pasadas las 03.30. Un rato antes Liliana lo cruza a Marcelo Simón, se queja por las circunstancias de nuestra presentación y Marcelo le dice: "no sabía que venías con Juan Falú" (¿?????) y también: "quejate con Juan Falú".

Me llamó la atención que Marcelo Simón no nos presente, conocedor y admirador, como lo es, de Eduardo y su obra. Pienso íntimamente que en realidad lo admira tanto a Eduardo que no le convence mi status artístico (esto lo pienso desde hace tiempo, pero me lo banco porque nadie está obligado a gustar de lo que hago).

Su ausencia al momento de nuestro ingreso era un dato más de cómo se estaba valorando nuestra propuesta: sin prueba de sonido, sin comunicaciones previas, sin horarios de mayor alcance televisivo, sin el presentador central.

Ya en el primer tema sentimos las falencias del sonido. Liliana y Lilian no escuchaban la guitarra. Yo escucha apenas mi guitarra y nada el teclado. Eso significaba tocar adivinando. Pedí al sonidista hacer algo. La cosa no cambió y me despaché con todo.

No contra los sonidistas, que siempre me bancaron, sino por la decisión de la comisión de no incluirnos en las pruebas de sonido previas. Una guitarra criolla debe probarse pues ya no se sabe cómo hacerla sonar al no estar enchufada. Es un tema que sufro hace mucho tiempo.

Se me soltó la chaveta y seguí hablando: de las pruebas de sonido selectivas, de la falta de valoración de propuestas artísticas diversas, y de nuestro destino de tener que sacrificar símbolos fuertes de la cultura (como esta guitarra) en aras de los altos volúmenes de nuestro folclore enchufado, gritado y lleno de palmas.
Se escuchaba, para colmo, el sonido de peñas aledañas. Claro, esa aberración de tener que tocar en el mayor encuentro folclórico del continente con sonidos paralelos, no se nota en los números enchufados y chequeados en pruebas previas. Toda una opción estética.

Yo estaba fuera de todo equilibrio. Me quedé sin la poca voz que tengo. Me dí cuenta en Trago de sombra que no podía cantar. Estaba tenso (me escriben amigos que se notaba en el rostro).

Viendo y escuchando esa interpretación me siento destrozado, con una angustia que puede durarme meses, y leyendo comentarios que me definen como un oportunista, que me recuerdan las opiniones de algunos tucumanos cuando leí el poema sobre Bussi de Néstor Soria, dos años antes. Hablaban de mi afán de buscar unos minutos de gloria en Cosquín y hasta me mandaban a la hoguera por ser un zurdo de mierda y tener un hermano que no está más porque "algo habrá hecho".

Habló Liliana. Dijo que era difícil cantar así y que no esperaba tanto descuido frente a un homenaje a Eduardo Falú. Fuimos aplaudidos en cada intervención oral.

Pero nos sacaron del escenario, antes de hacer la Vidala del Nombrador. El tema fuerte, el cierre, la despedida. Pavada de simbolismo: nos quedamos sin el Nombrador.

Igualmente pudimos nombrar, llamar las cosas por su nombre, y desnudar las estéticas esclavas de la perversidad del mercado, cuando manda y atropella la cultura y la razón.

Durante nuestro desalojo, Marcelo Simón ensayó un discurso anticensura. Quiso decir que no teníamos derecho a sentirnos censurados, cuando nos estaban sacando del escenario. Habló de dictadura y democracia, de mi hermano desaparecido y la solidaridad que recibí por la megacausa que trataba su caso (¿????). El público gritaba por nuestra vuelta. De ese reclamo poco se dice en las discusiones actuales. Fue contundente, masivo y prolongado.

Caosquín, decididamente.

Ahora habría que ver cómo juegan los diferentes argumentos y posiciones frente a la opinión pública. Marcelo Simón tiene micrófonos. Inclusive los usó en el programa de Larrea para insinuar que fui influenciado por Liliana Herrero, presunción que rechazo absolutamente. Liliana fue extremadamente cuidadosa para conmigo, pues se consideraba mi invitada. Además, tenía mi total consentimiento para expresarse como quisiera, dadas todas las frustraciones previas que veníamos masticando ese mismo día.

¿Qué tal una polémica seria frente los micrófonos de Radio Nacional?

Creo que Marcelo Simón, como referente coscoíno histórico, debiera convocarla, invitando a portadores de miradas diversas. Eso sería más democrático que usufructuar esa suerte de "reserva del aire". Las cartas están jugadas y esa discusión ya está instalada, con o sin micrófonos.

Yo mismo siento esa discusión internamente, pues durante mucho tiempo cuestioné Cosquín y luego me fui acercando con la intención de apoyar sus aires nuevos que, reconozco, fueron propuestos por la actual comisión seis años atrás.

30/01, 04.30: me entrevistó un señor aparentemente ligado a la Comisión: "la comisión entiende que usted arengó al público y eso les molestó". Le dije que si arengar es incorrecto, que cambien toda la programación, porque casi todos quieren arengar al público, solo que para pedir palmas. Si en medio de tanta arenga, la nuestra sirvió para pensar críticamente, bienvenida sea.

Fui inmediatamente a hablar con otro miembro de la comisión, pues mi amigo Scotto se retiró ofendido (agradecé que te pagamos, le dijo a Liliana). Hablé con González. Le dije más o menos lo que aquí relato. Se quedó callado y parecía tan golpeado como nosotros. Por eso pienso que no debe personalizarse esta pelea. Se trata más bien de una batalla cultural, en ideas y realizaciones.

¿Porqué pasar por todo esto? Son muchos los que nos recuerdan que fuimos portavoces de un descontento general y se han solidarizado con lo sucedido.

Pero siento que esta vez mi exposición me está devorando. No la busqué. Ahora debo pensar en los próximos pasos, entre refugiarme en mi guitarra para sacar desde allí las palabras más profundas, o entrar al ruedo de la discusión desatada. Seguramente haré ambas cosas, como siempre.

Mucho se supone de Caosquín. Esta vez, las opiniones vienen desnudando buena parte de una trama que ofende a millones de argentinos que aman su tierra, su cultura, sus raíces y sus frutos.


Girar el plato (por Liliana Herrero)

Hay que refundar y hay que inventar. Hay que crear un nuevo horizonte musical, artístico y cultural en la Argentina. Si lo hacemos es porque somos capaces de pensarnos a nosotros mismos con toda la complejidad que eso supone. Muchos hemos estado hablando y hasta el hartazgo de Cosquín, tal vez más por lo que mostró este año y menos por lo que ha significado históricamente. Por eso me parece importante hablar de Cosquín. No están allí las formas renovadoras del folklore, tampoco están los modos más dignos y sobrios de la tradición, no hay una reflexión sobre su propia memoria y tampoco la hay sobre su alianza con los medios y el mercado. Si algo es, si algo se muestra allí, es un apresurado desfile de músicos que ni siquiera alcanzan a desarrollar una propuesta porque, como la misma televisión lo señala, el tiempo es tirano. Nunca hay tiempo. Sólo lo hay para las formas espectaculares, rápidas y, las más de las veces, pobres en su propuesta artística. Hay jerarquías, eso sí. Algunos tienen tiempo de probar sonido más o menos dignamente, otros absolutamente nada y salen al ruedo como pueden sabiendo que ni siquiera se escucharán entre sí. Es interesante aclarar que los que prueban sonido tampoco tienen la garantía de que luego, en el espectáculo mismo, sonarán bien. He tenido las dos experiencias. Ahí nadie garantiza nada y los muchachos que trabajan en la técnica del festival lo hacen a destajo desde muy temprano hasta muy tarde, hasta la madrugada. 


La música, que es una extraordinaria conversación y diálogo, queda sometida a las reglas más encarceladoras: todo rápido, todo fuerte, cualquier arenga que a uno se le ocurra para captar en doce minutos o media hora, o una hora como mucho, lo que se pueda. Los músicos parecen pescadores de personas buscando aceptación y reconocimiento. El sonido es una competencia notable con todos los sonidos que desde las peñas o desde la parte de atrás del escenario se superponen con los del que está actuando. Esa superposición de ruidos lleva inevitablemente al grito. Pero no al grito abismal y fundante del que hablaba Leda Valladares, sino al grito que debe imponerse por encima de los otros sonidos. Por lo tanto, el sonido o lo que va a escucharse ya está trazado de antemano con notable prolijidad. El sonido ya prefigurado condiciona y encuadra previamente todo lo que va a pasar allí: así hay que cantar, así hay que tocar y son necesarios tales y cuales instrumentos. Si vas con una guitarra criolla sin enchufar, como hizo Juan Falú, bueno, es casi imposible que se escuche. Si vas a cantar una frase memorable de Jaime Dávalos –por ejemplo, en la zamba “La nostalgiosa”: “Quiero hundirme en esos ríos turbios donde el barro huele a temporal”–, poniendo el acento en la intencionalidad emotiva de esos versos, también estás listo. 

Girar el plato, el escenario, es un recurso técnico que puede ser usado como elemento disciplinador, correctivo y sancionador por los organizadores de Cosquín. Es lo que hicieron con nosotros (Lilian Saba, Marcelo Chiodi y yo, invitados por Juan Falú) cuando aún nos faltaba por tocar el último tema. Nada más y nada menos que la “Vidala del nombrador”, de Eduardo Falú y Jaime Dávalos. Con apretar un botón electrónico, te sacan de la vista del público, si se hacen estas críticas que resguardan la dignidad musical de cualquier país. 

Pero ojo, pues en Cosquín girar el plato puede transformarse en un alerta sobre la intromisión de tantos factores ajenos a la música, como influencias políticas y coacción del tiempo televisivo. Puede transformarse en un verdadero giro que nos conduzca a rediscutir el folklore argentino y su organización como espectáculo popular, y la creación de públicos que no sean cada vez más obligados a estereotipar el gusto. Tal vez sea mejor decirlo con el gran poeta catamarqueño Luis Franco: “Aquí estoy con el espanto y el encanto del que siente abrírsele un sentido nuevo”. Pero ese sentido nuevo sólo aparecerá como un horizonte para nuestras vidas y para este país cuando la política que festejamos en tantos planos no se acoja a los mismos criterios con los que se hacen estos espectáculos. Quiero para la música un acorde bien tocado, quiero para la política un pensamiento para la cultura, un horizonte armónico que sea homologable a las formas más avanzadas de justicia, como muchas de las acciones que este gobierno ha realizado. Quiero festivales y conciertos que incluyan a todos los que venimos haciendo de la música nuestras formas de vivir en las mismas condiciones, con los mismos derechos, con las mismas posibilidades, y no con la lógica de las jerarquías del mercado y de los medios que declaramos combatir. 

Tengo una certeza. Si cuando fuimos invitados por Juan Falú a homenajear a Eduardo Falú hubiéramos subido con un cartel atrás que reivindicara cualquier tema de las discusiones pendientes más notorias, nadie nos hubiera sacado de escena. Bastó que nosotros criticáramos a la organización del festival para que esa rueda mágica expulsiva comenzara a girar con locutores diciendo que ellos habían sido víctimas de censura treinta años atrás en el mismo momento en el que nos deslizaban hacia el lado oscuro del escenario en este presente concreto. 

Esto me lleva a pensar también que estos festivales son capaces y están preparados eficazmente para soportar cualquier crítica; llámese Monsanto, Famatina, Qom o lo que fuera. Cuestiones en las que estoy de acuerdo en intervenir, reivindicaciones que de hecho he apoyado. Pero eso, diría que hasta es elegante para ellos y demuestra qué democráticos son. Todo estará bien si lo que se dice o se manifiesta no incluye ninguna crítica a las condiciones de producción del festival. Pensemos pues en esto. La democracia debe demostrarse también en las formas de organización de un evento, como en este caso, el de Cosquín, que es portador notorio de memorias, que tiene la obligación de preservar, no de retirarlas bruscamente con un giro de escenario o un apagón de luces. 

Girar el plato es sacarte de escena, pero también extremar el giro permite volver a aparecer. 

¿No será que ha llegado definitivamente la hora de inventar innumerables encuentros de músicos que estemos dispuestos a pensar y diseñar un escenario en el cual ningún plato gire, en donde no concedamos alegremente a las lógicas mediáticas y mercantiles, en donde no haya presiones provenientes de las formas de la política más oscuras? Quiero decir que si pudiéramos alejarnos de los estilos del clientelismo y los compromisos comerciales, podríamos comenzar a pensar en serio en los grandes músicos y poetas de este país. Y entonces sí seremos felices huéspedes de una memoria que late en este presente con vigor y sonoridades nuevas, sea el género musical que fuere.

martes, 4 de marzo de 2014

El viejo

por Paulo Manterola

Estaba sentado en su escritorio de trabajo, al fondo del local, ocupado –como de costumbre– en algún pedazo de chatarra al que tal vez pudiera encontrarle algún uso o fin que solamente él sabría valorar. El lugar era grande, amplio; no tenía muchas divisiones. Frente a la puerta que daba a la calle, a unos metros, estaba el mostrador donde se atendía a la clientela. Detrás de este, había un cuarto pequeño que funcionaba como cocina y, al lado, el baño. A un costado, se extendía un largo y ancho pasillo que llevaba al escritorio, su mesa de trabajo, donde pasaba la mayor parte del tiempo. Ya era pasada la medianoche. Una pequeña, débil luz parpadeaba sobre sus manos; todo el resto del local estaba a oscuras.

Sería una noche inusual, de todas formas.

Al oír a alguien tocando la puerta del frente, el viejo levantó la vista sobresaltado; aunque no podía distinguirse una figura precisa entre tanta oscuridad, la silueta esfumada tras la puerta le era familiar. ¿Quién podría querer arreglar un reloj o una cocina eléctrica o una radio a estas horas de la noche?, pensó. Un despertador quizás, si acaso se tratara de una verdadera emergencia, algo impostergable. Pero él no creía ya en ese tipo de supersticiones. Tomó el bastón que tenía a un costado de su silla y, cojeando un poco, se acercó a la puerta con un júbilo algo bastante mesurado para recibir a aquella visita inesperada.

— ¡Buenas, mi amigo! ¿Cómo anda usted?

Al viejo se le encendieron los ojos y estrechó al hombre entre sus brazos. Aunque ya había comenzado a disfrutar el pasar horas en soledad y a media luz, trabajando en cosas inútiles, la visita de su amigo era más que bienvenida y oportuna:

— No me quejo, no me quejo. Pero ¿qué te trae por acá a estas horas?

El otro se sonrió mientras le sostenía la mirada.

— Andaba demasiado despierto como para acostarme. Vos no cambiás más, Diego, querido. Pasé por tu casa y me dijo Clara que todavía estabas acá en el taller.

— Sí, pobre Clara. Es una mujer tan buena y yo, cada vez que puedo, la dejo sola.

— Sí. Pobre Clara —replicó Ariadno.

El viejo le hizo un ademán para que pase y cerró la puerta tras de sí.

— Tengo algo que contarte, ¿sabés? Es una de esas curiosidades de las que a vos te encanta hablar y debatir —dijo Diego con excitación, rompiendo el clima melancólico que se había generado— ¿Querés algo para tomar mientras?

— Lo mismo de siempre, mi estimado.

— Muy bien. Sentate nomás. En un rato, estoy.

El viejo se alejó, aquejado un poco por el cojeo, encaminado hacia el pequeño cuarto del taller, que estaba detrás del mostrador. El cuarto constaba de una pileta, una pequeña cocina, una heladera portátil y una mesada improvisada. Ariadno se dirigió hacia el fondo del local, el único rincón donde había algo de luz, tomó asiento y se puso a examinar las cosas que había sobre el escritorio. Además del artefacto en el que minutos atrás había estado trabajando su amigo, había unos manuscritos que llamaron su atención. Los tomó y comenzó a hojearlos con detenimiento y curiosidad. Mientras tanto, el viejo seguía en aquel cuartito destinado a los quehaceres cotidianos del taller, preparando las bebidas. Como todo lo que hacía, esto era algo científico, metódico para él. Las medidas precisas de cada elemento, en el orden en que debían ir, según sus parámetros. Lo disfrutaba mucho.

Luego de unos minutos, se reunió con su amigo en el escritorio.

— Listo. Acá lo tenés —dijo Diego presentándose con ambos vasos en una mano, ya que en la otra se apoyaba en su bastón. Ariadno tomó el suyo rápidamente, dándose cuenta de la dificultad de este. Luego le dijo:

— Esto es más que interesante, ¿sabés?

Diego vio los manuscritos en su mano y se rió entre dientes.

— No, no. No era esto de lo que quería hablarte.

— ¿Y de qué se trata esto? —replicó Ariadno, divertido, agitando los papeles.

— Esos escritos no me pertenecen.

— ¿A quién entonces? —preguntó.

— A una chica que conocí hace mucho tiempo. Los dejó en mi casa el último día que la vi, hace mucho mucho tiempo. Estaba pensando en reenviárselos, corregidos. La verdad es que ni siquiera sé si todavía vive: imaginate el tiempo que pasó. Pero, bueno, me dedico a eso, ¿no? Tal vez, después de tanto tiempo, sepa apreciar el detalle —dijo Diego, sonriéndose, mientras se acomodaba en la silla con esfuerzo y un leve lamento.

— ¿Hace cuánto tiempo fue esto?

— Cuando éramos jóvenes —se rió—. Más jóvenes que ahora, sin dudas.

— ¿Te acordás su nombre?

— Si mal no recuerdo, era Victoria.

— Sí. Victoria. —Ariadno se llevó una mano a la cabeza y comenzó a rascarla, jugando. Se quedó en silencio por unos instantes.

Diego lo miraba expectante

— ¿Sabés? Yo recuerdo estos escritos. De hecho, estoy comenzando a recordarla a ella también.

— ¡¿La conociste?! —preguntó Diego, sorprendido.

— Sí, sí. Antes que vos tengo que suponer.

— ¿Por qué? —dijo Diego, algo molesto e incómodo con el giro que había tomado la conversación— De todas formas, no era de esto de lo que te quería hablar, sinceramente. Pero, decime: ¿cómo la conociste entonces?

— Fue hace mucho tiempo, la verdad. Vos sabés…

— Sí, sí, lo sé. Quizás tampoco quieras hablar de esto: era una chica complicada. —Ambos se sonrieron. ¿Y quién no lo es?, pensaron— Pero ahora que veo esto, creo que la protagonista de uno de los escritos se parece mucho a cómo era ella: el de los sueños progresivos, la chiquita con el cuaderno de notas. ¿No te parece? Es decir, llegué a la conclusión de que, en ese cuaderno, la chiquita iba anotando los momentos en que los grandes sucesos de su vida deberían ir aconteciendo, como una agenda. El problema es que la vida es algo impredecible y las cosas que nos pasan no dependen solo de nosotros. Digo, en gran parte sí lo hacen, pero hay un montón de otros factores que apenas si podemos contemplar. Por eso la chiquita lo miraba tan desconcertada, aquel cuaderno: porque se borraba y se escribía solo a cada momento. Ella siempre estaba tratando de esquematizar todo, su vida, sus proyectos, poniendo plazos y fechas. Me pregunto cuándo fue que se le habrá hecho pedazos ese cuaderno, a Victoria me refiero. Sería un momento horrible y glorioso al mismo tiempo para ella.

Ariadno sonreía mientras recordaba. El viejo no decía nada. Algunas emociones se revolvieron en su pecho y lo acongojaron, pero logró controlarlas.

— Tal vez la conociste mejor que yo —dijo éste, dándole el primer sorbo a su bebida.

Ariadno lo imitó, dando un trago largo.

Entre la oscuridad que llenaba los espacios, el aire se había entrecortado. Al viejo le costaba disimular sus emociones y su amigo se daba cuenta de todo esto:

— Esta pieza en la que estás trabajando parece el corazón de un autómata.

— No lo es, ciertamente —dijo Diego, esbozando una sonrisa fingida, tímida, tratando de salir de la melancolía.

— Hace poco escuché una historia de lo más curiosa relacionada a esto que te menciono.

— Ah, ¿sí? —comentó el viejo con poco interés, pero antes de que tuviera posibilidad de cambiar de tema, el otro ya había comenzado su relato:

— En el siglo XVIII, un ingeniero, un genio científico, fanático de la electricidad –un artista en realidad, para hacerle justicia–, cuyo nombre no viene a colación, algo loco, oscuro, construyó un autómata. Esta máquina, que no era más que pedazos de metal soldados y cables, imitaba a la perfección la figura, los movimientos y los gestos de un ser humano. Por supuesto que no tenía voluntad, alma si querés. Seguía siendo un pedazo de metal, técnicamente. Carecía de la facultad de sentir, emocionarse, aun contando con un corazón fuerte y saludable, como es esta pieza que está entre nosotros.

— Un corazón en sentido figurado, claro —agregó Diego, un poco más relajado, dejándose llevar por el efecto de su bebida y por la historia que su amigo estaba desarrollando de a poco, con un talento que siempre envidió.

— Seguro, no hace falta aclarar —contestó Ariadno, con una sonrisa entre los labios, y prosiguió—.. Las emociones, los sentimientos, no tienen nada que ver con el corazón, el músculo en sí mismo: están relacionados a la psiquis. Por más inteligente que sea un mecanismo artificial, no podría acercarse siquiera a lo que es nuestro cerebro. De todas formas, no se trata simplemente de eso. Este autómata tenía una facultad extraordinaria que nadie nunca quiso o pudo explicarse: hablaba. Y no solamente eso: sus palabras eran sabias, acertadas. La gente que sabía de su existencia pagaba a su dueño para poder hablar con nuestro amigo de hojalata, le pedía consejos, le hacía preguntas sobre lo que le deparaba la vida, el destino, como quieras llamarle. Y ¿sabés qué es lo realmente curioso de todo esto?

— ¿Qué es? —preguntó Diego divertido, algo intrigado.

— Siempre daba la respuesta correcta. No se equivocaba. Nunca.

Ariadno hizo una pausa antes de volver a hablar. El viejo aguardó sin decir nada, esperando. Sabía cómo era su amigo: todavía faltaba más.

— ¡Daba consejos! Sabios, buenos consejos. ¡Imaginate! ¡Una máquina, un pedazo de metal oxidado, un ser sin alma ni capacidad emocional, intelectual o intuitiva, aconsejando a unos pobres seres humanos desesperados!

— Me cuesta un poco creer todo eso. ¿De qué libro lo sacaste? —dijo Diego, dándole un trago largo a su bebida e inclinándose hacia adelante sobre el escritorio.

— Sí, es extraño. Pero es verdad. Sin embargo —retomó Ariadno, haciendo otra pausa—, supongamos que hubiera algún truco.

— Eso sería un poco más lógico quizás.

— Pero no lo es —replicó Ariadno sonriente—. De todas formas, supongámoslo. Quisiera saber qué dice tu razonamiento lógico a todo esto, ¿te parece?

Diego asintió y se reclinó sobre su asiento nuevamente:

— Probame.

Ariadno se rió y le dijo:

— ¿Tenés idea de por qué las personas iban a verlo y a hablar con este autómata?

— ¿Por qué? —increpó el viejo, dándole el gusto a su amigo para que se explayara sobre alguna verdad asombrosa, evidente e inevitable de la vida.

— ¡Porque siempre daba la respuesta correcta! —gritó Ariadno con un suspiro triunfal mientras se echaba hacia atrás en su asiento con las manos en alto, como si estuviera sosteniendo a una criatura, con una enorme sonrisa en la cara.

Diego se quedó mirándolo, esperando.

— Suponiendo que hubiera algún truco, ¿cierto? ¿Cómo es posible que siempre tuviera la respuesta correcta? Siempre. Para cada persona. ¿Cómo puede predecirse eso? ¿Cómo puede ser que no haya fallado aunque sea una sola vez?

— Realmente no sabría decirte —dijo Diego, con menos interés en descubrir la respuesta que en escuchar de la boca de su amigo algún discurso encantador, mágico.

— Sin embargo, hay una respuesta lógica detrás de todo esto. Después de mucho tiempo llegué a verla. Es tan simple, Diego, tan hermoso todo esto.

— Decime entonces.

El viejo tomó otro trago largo, tratando de seguir fingiendo que lo divertía.

— En cada pregunta que hacemos, todos, cualquiera, ya tenemos la mitad de la respuesta ahí mismo, en la misma pregunta. Fijate en esto. No es lo mismo preguntar: ¿Dios existe?, que preguntar: ¿Dios no existe? ¿Te das cuenta? Uno no busca la verdad en las preguntas que se hace, sino que busca un convencimiento, una confirmación de algo que ya intuye o ya da por verdadero, pero no tiene el valor de aceptarlo. Uno siempre va a aceptar lo que esté preparado a aceptar en el momento en el que deba hacerlo, no más. Todas las cosas que sabemos, ya sean muchas, ya sean pocas, sobre el mundo, sobre nosotros mismos, sobre los demás, tal vez, a lo largo de nuestras vidas, podemos intuirlas; pero solamente tomamos conocimiento de éstas en el momento en que estamos preparados para aceptar esas verdades –entre comillas–, en el momento que podemos aceptarlas como tales.

Diego se rascó la cabeza. Ya no lo miraba a Ariadno. Tenía la mirada fija en el escritorio, en los papeles. Pensaba, meditaba, buscaba recuerdos, trataba de iluminarlos con estas palabras reveladoras. Todas las preguntas que quedaron sin responder sobre Victoria. Todas las preguntas que nunca se animaría a hacerle a su esposa. Se sentía desolado ahora:

— De todas formas, sería lindo creer que hay algo de magia en todo eso, en algún lugar de este mundo, en algún momento de nuestra vida —dijo Diego, de repente, para tratar de salir de esa introspección en la que se había hundido.

— ¡Y así es, Diego! —gritó entusiasmado Ariadno— La magia está en el propio engaño al que nos sometemos y no en otra cosa. Fuera la respuesta que fuese, la respuesta siempre sería la correcta, porque las personas escuchan lo que quieren que les digan, solamente eso, y lo interpretan como quieren. La respuesta no importa en realidad.

Ariadno hizo una pausa. El viejo no dijo nada, estaba aplastado en su silla, reflexionando.

— ¿Querés saber cómo lo hacía? —preguntó Ariadno.

— ¿Qué cosa? —repuso Diego, distraído.

— ¿Cómo logró este ingeniero llegar a esto que te digo?

— ¿Cómo fue? Decime.

— Basándose en el lenguaje, en la combinación de las palabras, como sistema de símbolos, asociándolos en contenidos sensoriales.

El lenguaje no es más que un fenómeno de encadenamiento de símbolos, que depende de los propios símbolos y de la actividad humana simbólica. Este ingeniero (ahora ves por qué digo que era un artista) elaboró un mecanismo que pudiera identificar y diferenciar ciertos símbolos de otros, una descomunal cantidad de símbolos, imitando la capacidad humana para utilizarlos, generando diferentes cadenas isotópicas, desde miles de grupos hasta llegar a un mínimo de dos, un grupo positivo y otro negativo. Sobre la base de esto, el autómata elaboraba la respuesta que le resultara satisfactoria a quien fuera que le hablara.

Ariadno estaba a punto de explotar de la excitación que le generaba simplemente explicar todo aquello. Lo maravillaba realmente.

Diego no sabía bien qué decir. No tenía muchas ganas de decir nada.

— La verdad que es asombroso —dijo, de todas formas, mientras jugaba con unas hojas.

— Ciertamente lo es —dijo Ariadno, notando la falta de interés del viejo.

A Diego se le encendió la mirada. Se le ocurrió algo que le daría un giro a esta conversación que ya no le resultaba seductora ni graciosa:

— ¿Y vos tenés alguna pregunta? ¿Alguna pregunta a la que no puedas encontrarle la respuesta, que no puedas ni siquiera intuirla?

— Sé que hay una respuesta —dijo Ariadno, ingenioso, con calma y levedad —, pero todavía no sé cuál es la pregunta.

— Ah, una buena declaración, debería escribirla, ¿no? —replicó Diego, sonriendo.

Ambos se quedaron unos minutos en silencio, vaciando los vasos.

Cada uno estaba reflexionando, meditando algo que el otro tal vez no podría ni siquiera imaginarse. Sin embargo, los dos estaban pensando en Victoria.

Diego se levantó, saliendo del letargo, apretó con fuerza su vaso, como cerrando el puño, al sentir el dolor que le subía por la pierna hasta su cerebro; tomó el vaso de la mano de Ariadno con algo de brusquedad, le hizo un ademán en señal de que iba a recargar las bebidas y se fue cojeando, olvidándose del bastón.

Un nuevo trago, un poco más cargado, le ayudaría a olvidar el dolor que sentía en la pierna cada vez que apoyaba su pie izquierdo en el piso. Pero, a su vez, otro que ya no podía ocultar, comenzaba a erizarle la piel. Un dolor mucho más hondo, irreparable.

Mientras, Ariadno se inclinó sobre el escritorio y comenzó a revolver los papeles:

— ¿Te molesta si le pego una hojeada a esto? —le gritó al viejo.

— No, no, para nada —respondió este con amargura.

Luego de un rato, Diego volvió con los vasos cargados y se arrojó sobre su silla, no sin exhalar un leve lamento. Una vez sentado, Ariadno le entregó unos papeles:

— Creo que éste debería ser el orden de los capítulos.

El viejo lo miró, extrañado, sin comprender en un primer momento, miró los papeles. Luego los tomó y comenzó a pasar las hojas. Era perfecto. Casi como si no hubiera habido nunca otro orden posible, como si él lo supiera.

Simplemente perfecto.

— ¿Te parece? —preguntó Diego, falaz.

— Creo que le da más sentido al relato. Ese orden. Pero es una opinión nomás. El escritor sos vos. Vos deberías saberlo.

— No lo escribí yo esto. Ya te lo había dicho.

— Ah, sí. Victoria.

— Está muy bien, sin embargo. La verdad es que nunca se me hubiera ocurrido ponerlos de este modo —dijo Diego, ya perplejo, rendido ante el genio de su amigo.

Tiró los papeles sobre el escritorio, algo molesto, en un gesto de desprecio y desinterés, y estiró la mano hacia su vaso. Lo vació de un sorbo.

Ariadno lo miraba, divertido, contento. No advertía lo que le pasaba a su viejo amigo.

Después de un largo silencio, el viejo finalmente escupió las palabras:

— Ahora, sabiendo esto que me contaste, tengo una pregunta para hacerte. ¿Me podrás dar vos la respuesta correcta? —dijo, no sin angustia y aturdimiento.

— Sí, seguro. Puedo intentarlo. Nos conocemos hace mucho, Diego. Decime.

— Está bien.

Diego abrió uno de los cajones y sacó un arma, un arma corta. La dejó sobre el escritorio, algo nervioso, aunque con calma, lentamente, sin apartar demasiado la mano.

Ariadno se asustó, lo miraba confundido, sin retirar los ojos de los suyos, interrogándolo con la mirada. No sabía bien a qué venía todo eso.

— ¿Y eso? ¿qué es? —preguntó.

— Nos conocemos hace mucho, sí
—hizo una pausa—. Te pregunto, entonces: ¿Desde hace cuánto que te estás acostando con Clara?