viernes, 27 de mayo de 2016

No hay cura para el amor

(20 notas sobre Alan Rudolph)



Quédate conmigo (Choose Me, 1984)

por José Miccio *

1. Nadie parece recordar a Alan Rudolph. Es cierto que los diez años que lleva sin filmar - y unas cuantas malas películas - explican en parte su exilio de la conversación cinéfila, pero tengo la impresión de que su olvido es más profundo, como si un consenso silencioso hubiera decidido que no hay nada de valor en su larga y hasta cierto momento prolífica carrera, y que ignorarlo está bien, al fin y al cabo no es importante ni da para el reviente camp. Tal vez exagere, pero si no es así, si no es ante todo mueca y desinterés lo que provoca su nombre, es difícil advertir los motivos por los cuales ninguna de sus películas cuenta hoy con espectadores, especialmente en un momento como el actual, en el que los años 80 están todavía en discusión. 

2. Es justamente en los 80 cuando Rudolph filma sus dos películas fundamentales y su película más pretenciosa. Las primeras, bellísimas, son Quédate conmigo (Choose Me, 1984) y El callejón de los sueños (Trouble in Mind, 1985). La otra es Los modernos, (The Moderns, 1988), un homenaje a la falsedad y el artificio que no está a la altura de su propia ambición y resulta por ello especialmente enojoso, como si después de dos simples notables Rudolph hubiese querido grabar un disco conceptual que señalara con el dedo sus ideas. Ey, parece decir, miren los cuadros, las imposturas, el cartel modiglianesco, los caprichos del amor, el documento, la estatuilla, los espejos, la postal, la fiesta de las máscaras, Hemingway, Hollywood, el amor que tengo por el arte, mis críticas al esnobismo (que es tal vez lo más pueril de la película). Los modernos constituye un chasco lo suficientemente grande como para evitar la tentación de la trilogía, que suena siempre bien y otorga seriedad a bajo costo; pero como enseguida Rudolph volvió a las películas chicas con Sorpresas de amor (Love at Large, 1990), un título que recupera en parte la gracia de sus dos mejores trabajos, se puede no hablar de Los modernos y contar igualmente hasta tres.      

3. Quédate conmigo, El callejón de los sueños, Sorpresas de amor: he aquí las razones por las que vale la pena volver a hablar de Alan Rudolph. Son tres películas sobre el amor, antinaturalistas, de estructura compleja pero no rebuscada, que giran alrededor de personajes situados siempre al margen de la calma sentimental. Como tienen varios protagonistas y muchos episodios se las puede llamar corales, pero a pesar de cierto lugar común no tienen nada que ver con el cine de Robert Altman, padrino de Rudolph y director completamente ajeno al romanticismo de su protegido. 

4. Este romanticismo es tan notorio que Rudolph puede ser considerado uno de los pocos cineastas del amor de los años 80 (otro es Leos Carax, y no hay muchos más). Sus personajes están siempre a la deriva, movidos de un lado a otro por su extravagancia y la necesidad absoluta e indomeñable del amor. En muchas ocasiones este errabundeo sentimental se corresponde con la falta de domicilio fijo; el ejemplo más claro es el de Keith Carradine en Quédate conmigo, que anda siempre con una valija y duerme todas las noches en un lugar distinto. Pero a decir verdad, la ausencia de casas fuertes es solo uno de los signos de un fenómeno mayor, que tiene que ver con la identidad débil de los sujetos, el tiempo y el espacio urbano. Sorpresas de amor podría ocurrir en los 80 o los 40, la calle nocturna del fenomenal comienzo de Quédate conmigo podría ser la misma en la que por aquellos años Michel Jackson se convertía en zombi, la ciudad de El callejón de los sueños es tan falsa como la maqueta que el personaje de Kris Kristofferson tiene en el cuarto prestado donde pasa las noches. 



Quédate conmigo (Choose Me, 1984)

5. Esta combinación de sentimientos intensos y vínculos inestables y azarosos convierte las películas en ballets de corazones en tránsito continuo. De ahí la importancia que tienen Eve’s, el local nocturno de Lesley Ann Warren en Quédate conmigo, y Wanda’s, el café de Geneviève Bujold en El callejón de los sueños: lugares de contactos breves alrededor de los cuales se mueven todos los personajes. 

6. El plano secuencia con el que abre Quédate conmigo es una obra maestra y el estímulo principal de estas notas. Su fortaleza proviene en parte de la totalidad a la que pertenece, como es lógico, pero su encanto es relativamente independiente del tapiz de amores intranquilos que propone Rudolph. Tomado como unidad, es parte de una serie de grandes planos secuencia de apertura que en Estados Unidos incluye nada menos que el de Sed de mal y el de Halloween; pero a diferencia de lo que ocurre en los memorables comienzos de Welles y Carpenter, en Quédate conmigo nada se narra: el plano es un anuncio del tono y el ritmo del film antes que de su argumento o su tema. Comienza con unas manchas rosas que, cuando la cámara decide el foco, se convierten en un cartel luminoso. Es el cartel de Eve’s. Debajo del nombre hay una copa y al lado la palabra Lounge en azul. Enseguida, la cámara desciende en la grúa para descubrir la calle y algunos personajes que se mueven por ella con una falta de naturalidad exquisita. Todo contribuye al artificio: el reflejo del neón en el asfalto, los colores de la ropa, el movimiento, los títulos que replican el rosa y el azul del cartel y la hermosa canción soul de Teddy Pendergrass que da nombre a la película. Entonces, una mujer de piernas y tacos largos ingresa por el fondo del plano. Recibida como en una pasarela, avanza hacia la cámara, se contonea, camina siempre a punto de baile hasta la entrada del local. Cuando ingresa, el plano concluye. Son dos minutos nada más, suficientes para establecer de una vez y para siempre la cadencia musical de la película, su fluir rítmico y sosegado, tan sexy como la canción de Pendergrass. Este comienzo esteticista y voluptuoso es un modo del cine musical y un himno a la belleza filmado en uno de los dialectos de los años 80.



Sorpresas de amor (Love at Large, 1990)

7. Los personajes de Rudolph (también sus lugares y situaciones narrativas) son variaciones alrededor del cine clásico. Sorpresas de amor combina motivos muy fácilmente reconocibles del cine negro, el western y la comedia, y resulta la más cercana al pastiche. El callejón de los sueños remite al cine de los años 40, y su hermoso final cita el también hermoso de Mientras la ciudad duerme, con Kristofferson en lugar de Sterling Hayden y las montañas en lugar de los caballos. La casa de uno de los personajes de Quédate conmigo está decorada con carteles de películas de Cukor, Walsh, Mankiewicz, Dieterle, Pichel, Busby Berkeley y otros directores de los viejos estudios. 

8. La función de estos intertextos no es siempre la misma, y sin dudas su número y capricho los hace exceder largamente la idea misma de función. Lo que es muy claro es que cumplen un papel decisivo en la elaboración de la brillante superficie que las películas ostentan. Para Rudolph hay dos absolutos: el amor y el arte. Y una ley tomada de Oscar Wilde: ser tan artificial como sea posible. Sus películas no nacen de la observación del espacio urbano o de los vínculos sociales contemporáneos sino del cine americano de los 40 y de las canciones, que son su fuente principal de ideas sobre el amor. Pero si hay un arte visible en Rudolph es la pintura. De hecho, siempre hay una casa que funciona como galería: la del personaje de Neil Young en Sorpresas de amor, la de Lesley Ann Warren en Quédate conmigo y la de Divine en El callejón de los sueños (esta última es un verdadero museo). A este entramado hay que sumar las formas que proponen la moda y el diseño, materiales igual de importantes para la impresión esteticista. El ejemplo más claro está en Sorpresas de amor, cuyos créditos señalan la presencia en el film de vestidos de Armani, pieles de Schumacher, muebles de Mario’s, smokings de After Six y sombreros de Eric Berg. 




El callejón de los sueños (Trouble in Mind, 1985)

9. Que con estos elementos Rudolph haya hecho películas tan poco académicas y decorativas tiene que ver con su lectura del decadentismo y el pop y con su indudable interés por el cine clásico. En sus mejores momentos, Rudolph se mueve en estado de gracia por las superficies al mismo tiempo que elabora un tapiz de soledades que su talento y el de sus actores dotan de verdadera emoción. No es que, después de todo, sus películas tengan profundidad y rediman así el gusto por las citas y su completo irrealismo. Es que hay algo en ellas que los rótulos no atrapan (al menos, lógicamente, que alguien quiera llamarlas posmodernas y quedarse tranquilo). Rudolph es uno de los tantos que en los años 80 filma festivales de la cita y la alusión, pero sus películas - sobre todo El callejón de los sueños, que es la más contundente en este punto - se distinguen de propuestas contemporáneas como el manierismo de los Coen y el zarpe cinéfilo de Dante y Landis en que, aun proponiendo juegos de todo tipo con las fuentes, asumen con sus personajes un compromiso que todavía es de algún modo clásico, algo que termina por llevarlas (tal vez sorprendentemente) más cerca de Calles de fuego y Fuga de Nueva York que de Simplemente sangre y Mujeres amazonas en la luna (aunque, a diferencia de Carpenter y Hill, en Rudolph hay claramente más pintura que comic). 

10. En este universo ultrasemiótico lo único que resiste a las codificaciones es el amor, que no permite orden ni calma y se complace en soplar siempre a la velocidad que más molesta. En este sentido, si hay una imagen realmente absurda en el cine de Rudolph es la de Elizabeth Perkins leyendo en Promesas de amor un libro llamado “The Love Manual”. Como si tal combinación de palabras fuera posible. 



El callejón de los sueños (Trouble in Mind, 1985)

11. Pues bien, la combinación no es posible pero existe. Porque así como el amor es una fuerza que desbarata todo código, hay también en las películas una fuerza contraria que intenta detener su empuje y estabilizarlo en un dominio. Para Rudolph la fuerza codificadora del amor por excelencia es la pareja. Por eso en ninguna funciona bien. El matrimonio de Carradine y Lori Singer en El callejón de los sueños comienza a separarse apenas llega a la ciudad. El mismo Carradine carga en Quédate conmigo con dos fracasos y una muerte derivada de uno de ellos. Sorpresas de amor es un verdadero catálogo de disturbios: celos, bigamia, adulterio, reconcomio, hartazgo, reproche, discusión. Es ley de Rudolph: cuando dos personajes establecen un vínculo que puede abrigarlos establecen a la vez el código y la incertidumbre. Los magníficos finales de Quédate conmigo y Sorpresas de amor son la mejor prueba de la endeble condición del amor quieto: en la primera, las caras de preocupación de Carradine y Lesley Ann Warren coinciden con sus mimos sinceros y su destino de boda en Las Vegas. En Sorpresas de amor, Tom Berenger y Elizabeth Perkins, que vienen de sendas separaciones y de ayudar a otros dos personajes a dejar a sus parejas, se preguntan si lo suyo durará mientras se besan y acarician por primera vez.  

12. Podría pensarse que la felicidad existe por fuera de la pareja, y que Rudolph es un hijo de la liberación de las costumbres. Pero no ocurre así. También sufre la mujer que pasa de hombre en hombre. En este punto, es claro que la dinámica de las películas depende de un doble desacople: el que genera el amor cuando se ausenta o se detiene y el que genera cuando no para. Geneviève Bujold y Lesley Anne Warren encarnan en Quédate conmigo los dos extremos de este continuo: la que no tiene experiencia y la que tiene demasiada.      

13. En esta situación de inestabilidad permanente solo hay plenitud momentánea, instantes de cielo que Rudolph filma con talento indudable. El mejor es el primer beso entre Carradine y Lesley Ann Warren en Quédate conmigo, una verdadera pieza musical del cine en tiempos del video clip. Rudolph edita la canción de Teddy Pendergrass para que sus versos alternen rítmicamente con el diálogo y el movimiento de la cámara y los actores, como si fueran la voz interior de los personajes. La belleza de la escena es también un llamado de atención: es posible que Rudolph sea uno de los cineastas esenciales del beso.  



Sorpresas de amor (Love at Large, 1990)

14. Los besos constituyen no solo los momentos álgidos del amor sino el fondo sobre el que las relaciones terminan o empiezan. Hay un verdadero tapiz de besos en las películas de Rudolph, tan importantes para su textura como los cuadros y las canciones. Sorpresas de amor abre con un hermoso plano de grúa que registra un beso en el tranvía y otro en la calle antes de subir hacia el departamento donde estalla un portarretratos con la foto de una pareja sonriente y triunfal. En Quédate conmigo hay al menos tres besos de este tipo: uno de sombras en la calle, otro en la estación de micros y el último en el colectivo que lleva a Carradine y Lesley Anne Warren hacia su matrimonio. Rudolph suele filmar en el mismo plano la acción narrativa principal y el beso de contexto, como si quisiera advertir que sus protagonistas y sus secundarios tienen detrás de sí un fondo infinito de amores del cual ellos han sido extraídos. El realismo hace algo parecido, pero difícilmente aceptaría que el mundo es una trama de amores y besos representable por seres tan extraños.   

15. Rudolph no concibe su cine sin canciones; ahí están los títulos de sus dos grandes películas para dejar en claro su importancia. Trouble in Mind toma su nombre de un estándar compuesto en los años 20 por Richard M. Jones y grabado especialmente para el film por Marianne Faithfull. El caso de Choose Me es aún más significativo, porque el proyecto surge de la necesidad de Teddy Pendergrass de grabar un álbum que fuera a la vez la banda sonora de una película; Rudolph escribió la historia a partir de la canción y el uso que hizo de ella bien puede contarse entre los más bellos que el cine de los 80 registra. Según entiendo, Love at Large no cumple con la regla, pero abre con “Ain’t no Cure for Love” de Leonard Cohen, que es un emblema posible para las tres películas. 

16. Las bandas sonoras de Rudolph tienen la impronta del melómano pero no la del compilador. Es decir, no hay en sus películas un uso ilustrativo de las canciones, esa mala costumbre cada vez más habitual. En general, Rudolph prefiere melodías suaves y reposadas, y letras que hablan del amor y la tristeza, del amor y la melancolía, del amor y la enfermedad. En Sorpresas de amor se escucha “You Don't Know What Love is” (otro estándar, escrito por Gene de Paul y Don Raye) en tres momentos diferentes. La letra dice: “No sabes lo que es el amor hasta que / has aprendido el significado de los blues. / Hasta que has amado a un amor que has tenido que perder / no sabes lo que es el amor”. 



Quédate conmigo (Choose Me, 1984)

17. Las canciones, las películas, la pintura, el diseño, la noche, el amor. El mundo Rudolph, como se dice. Pero sin Carradine, sin Kristofferson, sin Bujold, sin Lori Singer, sin Lesley Ann Warren, sin Elizabeth Perkins, sin el conjunto de grandes secundarios que pueblan las películas nada sería lo mismo. Rudolph y los actores, todo un tema. 

18. Keith Carradine es el actor más impresionante del conjunto, y su cara una de las imágenes más atractivas de los años 80. En Quédate conmigo y El callejón de los sueños está genial como falso mitómano y delincuente de poca monta. Son sus dos mejores papeles, y de algún modo los lleva consigo hasta Calle sin retorno, la última y extrañísima película de Fuller, en la que interpreta a un cantante pop en la ruina económica y existencial. 

19. En El callejón de los sueños Carradine brilla más que nunca, sin dudas porque tiene a Kris Kristofferson como contraste. Sus personajes son agua y aceite. Carradine cambia de imagen todo el tiempo; en el viaje desde el campamento de casillas rodantes a la ciudad pierde la barba, y en los días que dedica a la delincuencia su pelo y su vestuario entran en una vorágine de transformaciones cada vez más extravagantes. Del gamulán al saco moderno, y del corte de pelo clásico al peinado new wave, Carradine atraviesa la película en un movimiento que concluye tan abruptamente como empezó, cuando se alista en el ejército y se quita el maquillaje. Exactamente lo contrario ocurre con el personaje de Kristofferson, una mole herida, atrapada en la repetición, a la que el actor presta su cara uniexpresiva, su porte clásico y una renguera leve y viril que salta por sobre Dustin Hoffman para encontrar el cuerpo cinematográfico del mismísimo John Wayne. A diferencia del colorinche Carradine, Kristofferson viste durante toda la película ropa gris y negra, y solo agrega una corbata terracota sobre el final, muy circunspecta. Rudolph filma sabiamente su barba entrecana y sus arrugas; sus primeros planos son contestaciones rotundas a los afeites y tinturas de Carradine. Y sin embargo, a pesar de oponerse en todo, el ícono clásico y el mutante moderno no son tan distintos. Los dos son en algún momento crueles con la mujer que se disputan, los dos son hombres solitarios y los dos son criaturas urbanas que vienen de pasar un tiempo lejos de la ciudad. Y es la ciudad, justamente, la que los reúne. La Rain City de El callejón de los sueños es un lugar gris y opresivo, recorrido permanentemente por la milicia y sus voces de reclutamiento, lleno de carteles de prohibición menor en calles y negocios y, claro, muy lluvioso. Antes que una geografía, es un estado del espíritu, un tapiz hooperiano del que nadie sale ileso y en el que solo las mujeres saben sobrevivir. 



El callejón de los sueños (Trouble in Mind, 1985)

20. Solo resta subrayar después de tanto apunte lo que en verdad importa: películas tan hermosas como Quédate conmigo, El callejón de los sueños y Sorpresas de amor no merecen un olvido tan terminante.

* Esta nota apareció originalmente en el número 27 de revista La otra, otoño de 2013.

miércoles, 18 de mayo de 2016

Madres de cine



por José Miccio *

1

Hay películas que no tienen madres en roles protagónicos pero que recurren a ellas cuando necesitan establecer una inflexión dramática decisiva e inapelable. Por su combinación de importancia y brevedad, esos momentos permiten reponer el discurso que sostiene su inteligibilidad veloz y su poderosa fuerza persuasiva. En Tiburón, Martin Brody (Roy Scheider) cede a las presiones del alcalde y los intereses empresariales que representa y mantiene las playas abiertas a pesar de las recomendaciones de los expertos. Entonces muere un niño. En el funeral, la madre pone su cara y su luto frente al sheriff. Es un espejo donde Brody se ve manchado: en lugar de cumplir sus obligaciones con el pueblo eligió obedecer al poder. A partir de ese momento tiene una crisis y enseguida una misión: como en los westerns – la matriz narrativa y moral de Tiburón – asume que debe hacer por fin lo que un hombre debe hacer. En Los intocables, una nena muere bajo una bomba mafiosa apenas iniciada la película. Eliot Ness (Kevin Costner) fracasa en su primer intento de desbaratar la organización criminal y se gana la burla de todos. Está por abandonar cuando la madre de la chica muerta lo visita en su oficina para agradecerle lo que hace. Es otro espejo, pero este espejo lava. Entonces Ness decide seguir adelante: cuenta además de con la ley con el reconocimiento y la esperanza de la autoridad materna. En ambas escenas, De Palma, Spielberg y sus guionistas recurren a un topos dramático muy caro al cine estadounidense. Lo que se expresa en la madre excede los límites del individuo y la familia: es una pasión absoluta y la verdad última de la comunidad. Los protagonistas de Tiburón y Los intocables son funcionarios del estado de distinto rango, pero cuando es necesario juzgar su tarea el cristal que refleja el mandato de la sociedad civil es una mujer en su función de madre. El inolvidable final de Viñas de ira es el paradigma de estas escenas: el hijo parte como espíritu democrático pero es la madre quien tiene el derecho al plural. “Somos el pueblo”, dice. Porque ella es el fundamento. 
          


2

En 1998 Spielberg volvió a filmar una escena como aquella de Tiburón. Pero esta vez llevó la idea hasta el límite, al punto de hacer verdaderamente difícil determinar si se trata de su negación o de su realización plena. Como Brecht, Spielberg cree en el espectáculo y en los buenos sentimientos, aunque uno y otro los entienden de manera distinta y fácilmente antitética. No tienen nada en común pero una frase del alemán – mil veces compilada - es un epígrafe evidente y tramposo para Rescatando al soldado Ryan: "Las madres de los soldados muertos son jueces de la guerra". En la película, el desembarco en Normandía y la batalla del puente son el espectáculo en su sentido más común. Los buenos sentimientos ocupan todo el metraje y crecen principalmente en los momentos de espera, con monólogos y diálogos de camaradería que compensan con acción psicológica la reducción de la acción física. Como Spielberg cuenta con una historia decidida correctamente y con medio siglo de distancia puede permitirse alguna participación aliada repudiable y algún alemán digno. 

Pero si bien casi todo ocurre en Europa el drama en última instancia reside en Estados Unidos. La secuencia donde el sentido echa su ancla se despliega en dos espacios ideológicamente ligados. Sola, en medio del cielo y el campo amarillo, iluminada con énfasis, la casa familiar es el gobierno de la madre, por eso el cura y el militar que le llevan la noticia de la muerte de sus hijos la encuentran lavando platos, en armonía económica y espiritual con la tierra y el molino. En estricta continuidad con la casa y su señora está la oficina del gobierno nacional que recibe la información sobre los soldados muertos y decide ir en busca del Ryan que queda. La resolución contraría la pragmática de la guerra y expresa por eso una idea trascendente: un mandato moral que ilumina desde el pasado y en cuya base se encuentran otra madre y un presidente que le escribe. Es una carta que liga todo - pasado y presente, público y privado, familia y nación - y que los hombres de estado saben de memoria. Dice: “Estimada señora, el Ministerio de Guerra me ha enviado un telegrama del ayudante general en Massachussets según el cual usted es la madre de cinco hijos que alcanzaron la gloria en el campo de batalla. Cuan fútil e insignificante sería cualquier palabra mía que intentara disminuir la angustia producida por tan abrumadora pérdida. Pero no puedo sino ofrecerle el consuelo que tal vez pueda hallar en la gratitud de la república por la cual se inmolaron. Ruego al Padre Celestial que atenúe la angustia de su luto y que guarde usted el dulce recuerdo de sus seres queridos y el profundo y merecido orgullo de tan supremo sacrificio por la libertad. Saludo a usted respetuosamente, Abraham Lincoln”. Entonces todo es claro: la propiedad rural y la madre son una imagen pretendidamente esencial del Estados Unidos profundo sobre el que se levantan el estado y su razón y por quien flamea en primerísimo primer plano la bandera de rayas y estrellas. Es ahí donde se expresa el veredicto materno: madre y bandera son madre patria o estado inocente.



3

Los melodramas de madres abnegadas o abandónico-arrepentidas presuponen la desigualdad social y un criterio de respetabilidad estricto y agresivo. Al menos ocurre así en dos grandes películas con y de Barbara Stanwyck. All I Desire narra la reconstitución de una familia de pueblo chico. Visto a la ligera, es un argumento fácilmente conservador. Podríamos decirlo así: después de años dedicados vanamente al teatro, una mujer retorna a la que fue su casa y se redescubre como esposa y madre. Sin embargo, como es común en las películas de Douglas Sirk, hay una segunda historia, y lo que está en juego en ella es más profundo: se trata de saber de qué es capaz una comunidad cuando son desafiadas las bases que la mantienen unida. O en otras palabras: contra qué condiciones el amor sincero es posible. En este sentido, antes que falso, el final feliz es heroico (y tal vez por ello también falso). Cuando el maestro y la mujer moralmente incorrecta entran a su casa confirman su disenso y se despiden de viejos valores: adiós a la carrera profesional, a la reputación y a los matrimonios convenientes. 

En la película de Sirk, la reconstitución de la familia significa, entre otras cosas, la clausura del ascenso social de los hijos. Exactamente lo contrario sucede en Stella Dallas, donde es su disolución la que abre el camino del progreso. En este gigantesco melodrama de King Vidor, Barbara Stanwyck es hija de obreros, y en la imagen terrible de su madre ve el futuro que esa condición le asigna. Contra el destino que la obliga a reiterar a su madre así como su hermano reitera a su padre dirige su voluntad y crea con inteligencia picaresca las condiciones para obtener un buen matrimonio, con un hombre sin fortuna pero con experiencia de clase alta. Es su oportunidad de salir del pueblo y entrar en contacto con el mundillo de gente bien que conoce por películas y noticias sociales. Pero su éxito concluye pronto. Stella desconoce los códigos de la vida que desea: confunde elegancia con atiborramiento de ropa, cultura con cine y por su torpeza pierde a su marido y se convierte en un obstáculo para el ascenso social de su propia hija. Un puro en la purecito del bebé lo anuncia prontamente, y la amiga elegante y millonaria de su esposo pone blanco sobre negro la distancia que separa lo que Stella quiere de aquello de lo que es capaz. Dicha así, la historia parece apenas la fábula de una trepadora que encuentra su límite. Sin embargo, es también, y finalmente ante todo, la historia de una mujer que en tanto madre cambia tener por dar y es capaz entonces – solo ella - de un amor ilimitado. Al enfatizar a la vez la generosidad y la incompetencia de su personaje, la película nos hace sensibles a una madre siempre amorosa y también a una clase que rechaza de un modo u otro, con desprecio o indulgencia, todo lo que escapa de sus reglas. Esa fiesta vacía: cuánta ruindad. Ese vestuario: cuánto mal gusto. En All I Desire la identificación es sencilla: todo el que ama y por amar resiste la presión social tiene nuestro apoyo. En este caso es más difícil. 

¿Desde dónde miramos a Stella? La sabemos desprendida e irremediable y por eso esperamos conmovidos su renuncia. Y vaya si cumple. El divorcio y la tenencia, todo da. Y como todo no alcanza, actúa también el desinterés de madre frívola y libera a su hija de cualquier obligación. Que se vaya sin culpa y haga el duelo por abandonada. Que sea rica y elegante: la hija de la otra, que solo tiene varones. Con la separación y el autodaño de su único capital verdadero el sacrificio de Stella alcanza lo sublime. Solo resta el último movimiento: la confirmación del arribo definitivo de su hija a la alta sociedad. Ocurre en la última y extraordinaria secuencia, que es un caso particularmente rico de metacine. La jovencita se casa en la mansión de su nueva familia, en una sala amplia, apenas por encima del nivel de la calle. Las cortinas del gran ventanal permanecen intencionadamente abiertas. Adentro, todo es refinado, y afuera, una Stella desmaquillada y varios curiosos miran el espectáculo como en una pantalla clara aunque no tan transparente: ahí están las rejas que reencuadran a los novios y señalan el límite social que los separa de sus espectadores. La secuencia reproduce la posición del público al que Stella Dallas se dirige y constituye una delicada reflexión sobre el pacto que la ficción propone: alguien abre un cortinado para que miremos una historia de amor, riqueza y movilidad social que niega nuestra realidad cotidiana pero en la cual (y por esa misma razón) decidimos creer. Con estricta coherencia, la cámara ya no abandona el punto de vista de Stella. Como ella, esperamos entre lágrimas el beso que sella una armonía ajena y con ella caminamos una vez que termina el espectáculo. 



3

Hay dos películas maravillosas del Indio Fernández que cuentan también el sacrificio de una madre: Víctimas del pecado y Salón México. En ambas, el futuro se cifra en la educación: las madres se prostituyen o roban para que sus hijos puedan permanecer en colegios privados donde aprenderán seguramente muchos principios y pocos contextos. Al drama de esa vida se suma el del secreto: nadie debe saber cómo se gana el dinero que paga el pupilaje. Pero lo que lleva a sus protagonistas – Ninón Sevilla y Marga López: notables – al cielo del sacrificio es que ninguna ha parido a la criatura. Una adopta el nene de una compañera y la otra se hace cargo de abrirle a su hermana un camino que ella no tuvo ni podrá tener. Como el amor de madre se presupone natural y modélico, ningún amor supera entonces al de quien accede a esas alturas pudiendo reducir su compromiso o mirar al costado. Por eso cuando se ruega, se ruega así: “Ten piedad y vete, por la memoria de tu propia mamacita o por lo que más quieras”. Y cuando se elogia, se elogia así: “Su hermana, señorita, es más que su propia mamacita”. Qué hermosos son estos diálogos. Menos o más: todo gira en torno de la medida de todos los amores, su patrón oro.   
        


4
Debido a su imagen delicada, las madres en problemas son especialmente buenas para jugar con las identificaciones, aun si todavía no han parido. Hay embarazos difíciles en el cine pero pocos como el de Rosemary. Polanski cuenta esta, la historia de la posible mami del diablo, como podría haberlo hecho Henry James si hubiese llevado al cine sus ideas sobre la narración y el punto de vista. Mantener siempre el foco en un personaje es algo que Polanski hace a menudo, pero solo con esta película consiguió una aventura cognitiva tan reluciente y amena, tan maliciosa además. A diferencia de lo que ocurre con la heroína del clásico relato de James En la jaula, Rosemary no trabaja con signos leves (aunque insistentes) que la interpretación enriquece hasta la desmesura sino con signos pesados que parecen exigir una interpretación más contundente que la que está dispuesta a darles. Para que tan delicado asunto no desbarranque resulta necesario un soporte a prueba de todo, y una increíble Mia Farrow se carga la película sobre sus hombros finitos. Su Rosemary es psicológicamente débil pero narrativamente vigorosa. La clave de la historia es que colme el vaso de la inocencia hasta que el espectador se fatigue. Sus soleros, sus sábanas floreadas, sus pantuflas celestes y su cara de nena se unen a sus decisiones inexplicables. Rosemary cambia de pediatra porque sus vecinos lo sugieren, ingiere comidas y bebidas de sabor extraño, se pone un amuleto que hiede, acepta la violación de su marido sin escándalo, hace todo lo que los otros quieren que haga y nada de lo que el espectador haría en su lugar. Es frágil e insoportable. Necesita protección y gritos. Hay algo del goce propio del teatro de marionetas en el cine de terror, y cualquiera se habrá encontrado alguna vez dando avisos. ¡Cuidado, Rosemary! ¡No tomes eso, no! ¡Pedí una consulta con el doctor Hill! ¡No confíes en una vecina que se maquilla de esa manera! Pero como resulta que nadie sabe más de lo que Rosemary sabe, el espectador sí está en su lugar, obligatoriamente. Sigue, por eso, sus inferencias, aunque no necesariamente las comparta; aún más, el efecto de la historia depende de que dude de ellas pero no pueda rechazarlas. A fin de cuentas, el lobo nunca aparece detrás de Caperucita: crece lentamente en nuestro interior como consecuencia de la confirmación siempre demorada de lo que en verdad ocurre y del ahogo que provoca la misma Rosemary con su aquiescencia loca. 

La Ann de Bunny Lake is Missing es otra madre de los años 60, también ella en medio de una crisis con los signos: su hija ha desaparecido y con ella todo lo que remite a su existencia. Como Polanski, Preminger deja que la información flote, pero menos tiempo y con menos vigor. El juego de la narración es otro: no se trata de saber lo mismo que la protagonista sino de dudar de lo que ella dice que sabe. En este sentido, el lugar del espectador en la historia coincide con el del policía interpretado por Laurence Olivier. Los datos que él recoge son los que tenemos a disposición, por presentarse como exteriores a una subjetividad en crisis. Entre ambos personajes se sitúa el hermano de Ann, que la confirma pero a la vez distribuye evidencias que objetan sus declaraciones, como la sospechosísima coincidencia del sobrenombre de la niña desaparecida con una antigua amiga imaginaria de su hermana. Su posición es tan ambigua que la resolución temprana del caso resulta obvia. De hecho, si hay para nosotros algo así como un caso es porque la película nos hizo olvidar con sus personajes secundarios – la etnógrafa de pesadillas infantiles, el vecino de la nueva casa – y sus anuncios falsos – las máscaras africanas, la cocinera fugada - el primero de sus planos, que muestra a nuestro hombre levantando un juguete, justo al lado de una hamaca que se mueve. Así, lo que parece impericia es en realidad virtud. Por sus trampas evidentes y su funcionamiento perfecto, Bunny Lake es una pequeña lección metanarrativa: basta un personaje delicado - un chico, una madre, un perro – en situación difícil y nuestra predisposición a creer hace el resto. 



5

“The time is out of joint”, dice Hamlet. Según una traducción habitual: “El tiempo está desquiciado”. O como propone Derrida en su lectura de este fragmento: “El tiempo se ha salido de sus goznes”. Podría decirse también: el tiempo se fue de madre, que es el modo familiar que usamos cuando las cosas se ponen realmente feas o cuando alguien pierde su brújula. El lenguaje popular tiene toda una colección de frases donde la figura materna revela al menos parte del lugar mental que ocupa. “Hijo de puta” es el insulto más común, aunque su larga historia lo haya convertido en una interjección de uso diverso. “Mamita” es un piropo básico, así como una versión del “¡Madre mía!” que remite al último lugar seguro. “Más feo que pegarle a la madre” es lo que pasa el límite de lo humanamente tolerable. “Con esa boquita decís mamá” es la reconvención lingüística por excelencia. “Te conozco como si te hubiera parido” es la certificación de una verdad incontestable. Si hacemos caso a las frases, encontramos una vez más imágenes del fundamento: solo ahí el amor no cesa, el viento no derrumba los refugios y el saber no trastabilla. Madre Logos, sin duda. El cine ha establecido por ello una diferencia esencial entre una madre mala y una mala madre. La de La pandilla Grissom, por ejemplo, es sanguinaria pero adora a sus hijos, especialmente al tonto, que tiene prioridad sobre los otros y puede entonces disponer del cuerpo de la secuestrada Miss Blandisch. Lo mismo ocurre con Shelley Winters en Bloody Mama y – en otro registro - con la madre de Cagney en Alma negra, a quien tampoco le interesa la vida ajena pero pone todo en riesgo con tal de conseguir unas frutillas para el nene. El problema, entonces, no es tanto la violencia como su dirección: si la crueldad se ejerce sobre los hijos es el desastre. Porque si la buena madre es Logos, la mala madre es el hueco donde crecen el absurdo y el desierto. 

El cine no ha dado muchas representaciones de este tipo, aunque ha sabido aprovechar patologías diversas y desequilibrios sentimentales profundos para llevar la figura al borde y un poco más allá. La mamá de Carrie (que es a su vez una hipérbole de la de Marnie), la de Cromosoma 5 y la de Sonata de otoño, por ejemplo, ocupan esta zona. Dos escenas al límite: en De Palma, el acuchillamiento de Sissy Spacek por parte de Piper Laurie; en Bergman, el pedido desesperado de la hija enferma por una madre que se irá sin despedirse. Todas ellas son imágenes críticas del fundamento, y la de Cronemberg parece anunciar, además del fin de los suelos seguros, una inminente poshistoria, muy en sintonía con el horror de su tiempo, que tuvo en la disolución familiar uno de sus motivos más calientes. Sin embargo, las películas que desmontan con mayor hondura la figura materna no son en realidad aquellas que muestran su crueldad sino las que exponen el lado ciego de su amor. Están en el melodrama, como casi todo. Con agudeza, Fassbinder encontró en la versión de Imitación de la vida hecha por Sirk un ejemplo de terrorismo maternal, no en la pusilánime Lana Turner sino en la conmovedora Juanita Moore, que, sin saber el mal que su amor hace, insiste en legar a su hija de apariencia blanca el lugar que una sociedad increíblemente cruel le asigna al negro. Esta lectura de Fassbinder llama la atención, sin señalarla, sobre una notable - y luego de hallada no tan sorprendente - conexión entre Sirk y Pasolini. Porque si hay una película que ha llevado al límite la representación de la madre en el cine, al punto de contestar todas y cada una de sus figuras previas y posteriores, de disolver todos sus lugares comunes y dejar baldío ahí donde había plenitud, esa película es Mamma Roma.



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Mamma Roma puede verse como la puesta en cine de una idea puntual, muy pasoliniana, sobre el ascenso social, y como un viaje hacia el conocimiento y su costo. Los episodios de este viaje son perfectamente legibles porque se suceden en una estructura muy sencilla: el trabajo de integración a un ideal de vida pequeñoburgués y su desenlace infausto ocurren durante la película; el estado inicial se recupera por alusiones ya desde la primera secuencia, que señala su fin, y retorna como obstáculo en la figura del rufián que empuja otra vez a Mamma Roma a la prostitución. Básicamente: alguien se libera de una vida que no quiere, abre y defiende un camino hacia otra (presuntamente) mejor y al final descubre que sus esfuerzos ayudaron a la muerte de quien más ama y por quien hizo todo. La madre que interpreta Anna Magnani es por esto la inversión de las de Salón México y Stella Dallas: su sacrificio no prepara un estado de cosas que la expulsa pero que su hijo disfruta sino la revelación de su ceguera a cambio de un segundo sacrificio. En su versión trágica del bien y de la Historia, Pasolini encuentra inocencia en la filicida Medea y culpabilidad en la generosísima Mamma Roma, también ella, indirectamente, una Medea. Dicho sin matices: es la elección de unos valores falsos y mezquinos y el cumplimiento de la función de madre lo que mata al hijo. En el sueño de su ascenso, Mamma Roma da todo de sí para conseguirle a su Ettore una vida respetable. Y ese es, precisamente, el lado ciego de su entrega. Pasolini indaga en él como parte de su crítica de los fundamentos sociales y filosóficos de occidente. Parece preguntarse: ¿qué papel cumplen las madres en un mundo como este, hostil y seco? Su respuesta más categórica se encuentra en “Balada de las madres”, un poema del mismo año de Mamma Roma que vale la pena citar extensamente: 

“Madres viles, que llevan en sus rostros el temor / antiguo, ese que, como una enfermedad, / deforma los rasgos en un blancor / de niebla, los aleja del corazón, / los encierra en el viejo rechazo moral. / Madres viles, pobrecitas, preocupadas / de que sus hijos conozcan la vileza / para pedir un empleo, para ser prácticos, / para no ofender almas privilegiadas, / para defenderse de cualquier piedad. // Madres mediocres, que aprendieron / con humildad de niñas, de nosotros, / un único, desnudo significado, / con almas en las que el mundo está condenado / a no dar ni dolor ni alegría. / Madres mediocres, que jamás tuvieron / para vosotros más palabras de amor / que la de un amor sórdidamente mudo, / de bestia, y en él os criaron / impotentes ante los reales deseos del corazón. // Madres serviles, acostumbradas desde hace siglos / a agachar sin amor la cabeza, / a transmitir a su feto / el antiguo vergonzoso secreto / de conformarse con las sobras de la fiesta. / Madres serviles, que os han enseñado / cómo puede el siervo ser feliz / odiando a quien, igual que él, está atado, / cómo puede ser beato traicionando, / y seguro, haciendo lo que no dice. // Madres feroces, ocupadas en defender / lo poco que, como burguesas, poseen, / la normalidad y el salario, / casi con la rabia de quien se venga / o se siente acorralado en un absurdo asedio. / Madres feroces, que os dijeron: / ¡Sobrevivid! ¡Pensad sólo en vosotros! / ¡No sintáis jamás piedad o respeto / por nadie, guardad en el pecho / vuestra integridad de buitres!”. 

Mamma Roma es, efectivamente, una de estas madres, pero carece al menos de una de sus características: no le ahorra a su hijo palabras bellas. En un punto, este detalle es la película entera, por una de dos razones: o bien el cine obliga a Pasolini a una ternura que su poema puede evitar o bien Anna Magnani, con su acostumbrada sobrecarga emocional, le disputa el personaje al director. De una u otra manera, es notorio que las dos obras se ayudan mutuamente: el poema establece con rigor la idea fuerza y la película la vuelve especialmente conmovedora. Mamma Roma lleva en su nombre su pasión y su función. Como Mamma es amor, como Roma es ley y como Mamma Roma es lo que pone en relación amor y ley: trabajo de adaptación. Tal vez sea cierto – parece decir Pasolini - que las madres sostienen sobre sus hombros el mundo. Pero el mundo es una infamia. Con los furiosos planos finales de Mamma Roma toda una imagen se derrumba. Adiós amor puro, adiós inocencia, adiós comunidad. Logos, adiós. 

* Nota aparecida originalmente en el número 25 de revista La otra. Verano de 2011.