viernes, 27 de mayo de 2016

No hay cura para el amor

(20 notas sobre Alan Rudolph)



Quédate conmigo (Choose Me, 1984)

por José Miccio *

1. Nadie parece recordar a Alan Rudolph. Es cierto que los diez años que lleva sin filmar - y unas cuantas malas películas - explican en parte su exilio de la conversación cinéfila, pero tengo la impresión de que su olvido es más profundo, como si un consenso silencioso hubiera decidido que no hay nada de valor en su larga y hasta cierto momento prolífica carrera, y que ignorarlo está bien, al fin y al cabo no es importante ni da para el reviente camp. Tal vez exagere, pero si no es así, si no es ante todo mueca y desinterés lo que provoca su nombre, es difícil advertir los motivos por los cuales ninguna de sus películas cuenta hoy con espectadores, especialmente en un momento como el actual, en el que los años 80 están todavía en discusión. 

2. Es justamente en los 80 cuando Rudolph filma sus dos películas fundamentales y su película más pretenciosa. Las primeras, bellísimas, son Quédate conmigo (Choose Me, 1984) y El callejón de los sueños (Trouble in Mind, 1985). La otra es Los modernos, (The Moderns, 1988), un homenaje a la falsedad y el artificio que no está a la altura de su propia ambición y resulta por ello especialmente enojoso, como si después de dos simples notables Rudolph hubiese querido grabar un disco conceptual que señalara con el dedo sus ideas. Ey, parece decir, miren los cuadros, las imposturas, el cartel modiglianesco, los caprichos del amor, el documento, la estatuilla, los espejos, la postal, la fiesta de las máscaras, Hemingway, Hollywood, el amor que tengo por el arte, mis críticas al esnobismo (que es tal vez lo más pueril de la película). Los modernos constituye un chasco lo suficientemente grande como para evitar la tentación de la trilogía, que suena siempre bien y otorga seriedad a bajo costo; pero como enseguida Rudolph volvió a las películas chicas con Sorpresas de amor (Love at Large, 1990), un título que recupera en parte la gracia de sus dos mejores trabajos, se puede no hablar de Los modernos y contar igualmente hasta tres.      

3. Quédate conmigo, El callejón de los sueños, Sorpresas de amor: he aquí las razones por las que vale la pena volver a hablar de Alan Rudolph. Son tres películas sobre el amor, antinaturalistas, de estructura compleja pero no rebuscada, que giran alrededor de personajes situados siempre al margen de la calma sentimental. Como tienen varios protagonistas y muchos episodios se las puede llamar corales, pero a pesar de cierto lugar común no tienen nada que ver con el cine de Robert Altman, padrino de Rudolph y director completamente ajeno al romanticismo de su protegido. 

4. Este romanticismo es tan notorio que Rudolph puede ser considerado uno de los pocos cineastas del amor de los años 80 (otro es Leos Carax, y no hay muchos más). Sus personajes están siempre a la deriva, movidos de un lado a otro por su extravagancia y la necesidad absoluta e indomeñable del amor. En muchas ocasiones este errabundeo sentimental se corresponde con la falta de domicilio fijo; el ejemplo más claro es el de Keith Carradine en Quédate conmigo, que anda siempre con una valija y duerme todas las noches en un lugar distinto. Pero a decir verdad, la ausencia de casas fuertes es solo uno de los signos de un fenómeno mayor, que tiene que ver con la identidad débil de los sujetos, el tiempo y el espacio urbano. Sorpresas de amor podría ocurrir en los 80 o los 40, la calle nocturna del fenomenal comienzo de Quédate conmigo podría ser la misma en la que por aquellos años Michel Jackson se convertía en zombi, la ciudad de El callejón de los sueños es tan falsa como la maqueta que el personaje de Kris Kristofferson tiene en el cuarto prestado donde pasa las noches. 



Quédate conmigo (Choose Me, 1984)

5. Esta combinación de sentimientos intensos y vínculos inestables y azarosos convierte las películas en ballets de corazones en tránsito continuo. De ahí la importancia que tienen Eve’s, el local nocturno de Lesley Ann Warren en Quédate conmigo, y Wanda’s, el café de Geneviève Bujold en El callejón de los sueños: lugares de contactos breves alrededor de los cuales se mueven todos los personajes. 

6. El plano secuencia con el que abre Quédate conmigo es una obra maestra y el estímulo principal de estas notas. Su fortaleza proviene en parte de la totalidad a la que pertenece, como es lógico, pero su encanto es relativamente independiente del tapiz de amores intranquilos que propone Rudolph. Tomado como unidad, es parte de una serie de grandes planos secuencia de apertura que en Estados Unidos incluye nada menos que el de Sed de mal y el de Halloween; pero a diferencia de lo que ocurre en los memorables comienzos de Welles y Carpenter, en Quédate conmigo nada se narra: el plano es un anuncio del tono y el ritmo del film antes que de su argumento o su tema. Comienza con unas manchas rosas que, cuando la cámara decide el foco, se convierten en un cartel luminoso. Es el cartel de Eve’s. Debajo del nombre hay una copa y al lado la palabra Lounge en azul. Enseguida, la cámara desciende en la grúa para descubrir la calle y algunos personajes que se mueven por ella con una falta de naturalidad exquisita. Todo contribuye al artificio: el reflejo del neón en el asfalto, los colores de la ropa, el movimiento, los títulos que replican el rosa y el azul del cartel y la hermosa canción soul de Teddy Pendergrass que da nombre a la película. Entonces, una mujer de piernas y tacos largos ingresa por el fondo del plano. Recibida como en una pasarela, avanza hacia la cámara, se contonea, camina siempre a punto de baile hasta la entrada del local. Cuando ingresa, el plano concluye. Son dos minutos nada más, suficientes para establecer de una vez y para siempre la cadencia musical de la película, su fluir rítmico y sosegado, tan sexy como la canción de Pendergrass. Este comienzo esteticista y voluptuoso es un modo del cine musical y un himno a la belleza filmado en uno de los dialectos de los años 80.



Sorpresas de amor (Love at Large, 1990)

7. Los personajes de Rudolph (también sus lugares y situaciones narrativas) son variaciones alrededor del cine clásico. Sorpresas de amor combina motivos muy fácilmente reconocibles del cine negro, el western y la comedia, y resulta la más cercana al pastiche. El callejón de los sueños remite al cine de los años 40, y su hermoso final cita el también hermoso de Mientras la ciudad duerme, con Kristofferson en lugar de Sterling Hayden y las montañas en lugar de los caballos. La casa de uno de los personajes de Quédate conmigo está decorada con carteles de películas de Cukor, Walsh, Mankiewicz, Dieterle, Pichel, Busby Berkeley y otros directores de los viejos estudios. 

8. La función de estos intertextos no es siempre la misma, y sin dudas su número y capricho los hace exceder largamente la idea misma de función. Lo que es muy claro es que cumplen un papel decisivo en la elaboración de la brillante superficie que las películas ostentan. Para Rudolph hay dos absolutos: el amor y el arte. Y una ley tomada de Oscar Wilde: ser tan artificial como sea posible. Sus películas no nacen de la observación del espacio urbano o de los vínculos sociales contemporáneos sino del cine americano de los 40 y de las canciones, que son su fuente principal de ideas sobre el amor. Pero si hay un arte visible en Rudolph es la pintura. De hecho, siempre hay una casa que funciona como galería: la del personaje de Neil Young en Sorpresas de amor, la de Lesley Ann Warren en Quédate conmigo y la de Divine en El callejón de los sueños (esta última es un verdadero museo). A este entramado hay que sumar las formas que proponen la moda y el diseño, materiales igual de importantes para la impresión esteticista. El ejemplo más claro está en Sorpresas de amor, cuyos créditos señalan la presencia en el film de vestidos de Armani, pieles de Schumacher, muebles de Mario’s, smokings de After Six y sombreros de Eric Berg. 




El callejón de los sueños (Trouble in Mind, 1985)

9. Que con estos elementos Rudolph haya hecho películas tan poco académicas y decorativas tiene que ver con su lectura del decadentismo y el pop y con su indudable interés por el cine clásico. En sus mejores momentos, Rudolph se mueve en estado de gracia por las superficies al mismo tiempo que elabora un tapiz de soledades que su talento y el de sus actores dotan de verdadera emoción. No es que, después de todo, sus películas tengan profundidad y rediman así el gusto por las citas y su completo irrealismo. Es que hay algo en ellas que los rótulos no atrapan (al menos, lógicamente, que alguien quiera llamarlas posmodernas y quedarse tranquilo). Rudolph es uno de los tantos que en los años 80 filma festivales de la cita y la alusión, pero sus películas - sobre todo El callejón de los sueños, que es la más contundente en este punto - se distinguen de propuestas contemporáneas como el manierismo de los Coen y el zarpe cinéfilo de Dante y Landis en que, aun proponiendo juegos de todo tipo con las fuentes, asumen con sus personajes un compromiso que todavía es de algún modo clásico, algo que termina por llevarlas (tal vez sorprendentemente) más cerca de Calles de fuego y Fuga de Nueva York que de Simplemente sangre y Mujeres amazonas en la luna (aunque, a diferencia de Carpenter y Hill, en Rudolph hay claramente más pintura que comic). 

10. En este universo ultrasemiótico lo único que resiste a las codificaciones es el amor, que no permite orden ni calma y se complace en soplar siempre a la velocidad que más molesta. En este sentido, si hay una imagen realmente absurda en el cine de Rudolph es la de Elizabeth Perkins leyendo en Promesas de amor un libro llamado “The Love Manual”. Como si tal combinación de palabras fuera posible. 



El callejón de los sueños (Trouble in Mind, 1985)

11. Pues bien, la combinación no es posible pero existe. Porque así como el amor es una fuerza que desbarata todo código, hay también en las películas una fuerza contraria que intenta detener su empuje y estabilizarlo en un dominio. Para Rudolph la fuerza codificadora del amor por excelencia es la pareja. Por eso en ninguna funciona bien. El matrimonio de Carradine y Lori Singer en El callejón de los sueños comienza a separarse apenas llega a la ciudad. El mismo Carradine carga en Quédate conmigo con dos fracasos y una muerte derivada de uno de ellos. Sorpresas de amor es un verdadero catálogo de disturbios: celos, bigamia, adulterio, reconcomio, hartazgo, reproche, discusión. Es ley de Rudolph: cuando dos personajes establecen un vínculo que puede abrigarlos establecen a la vez el código y la incertidumbre. Los magníficos finales de Quédate conmigo y Sorpresas de amor son la mejor prueba de la endeble condición del amor quieto: en la primera, las caras de preocupación de Carradine y Lesley Ann Warren coinciden con sus mimos sinceros y su destino de boda en Las Vegas. En Sorpresas de amor, Tom Berenger y Elizabeth Perkins, que vienen de sendas separaciones y de ayudar a otros dos personajes a dejar a sus parejas, se preguntan si lo suyo durará mientras se besan y acarician por primera vez.  

12. Podría pensarse que la felicidad existe por fuera de la pareja, y que Rudolph es un hijo de la liberación de las costumbres. Pero no ocurre así. También sufre la mujer que pasa de hombre en hombre. En este punto, es claro que la dinámica de las películas depende de un doble desacople: el que genera el amor cuando se ausenta o se detiene y el que genera cuando no para. Geneviève Bujold y Lesley Anne Warren encarnan en Quédate conmigo los dos extremos de este continuo: la que no tiene experiencia y la que tiene demasiada.      

13. En esta situación de inestabilidad permanente solo hay plenitud momentánea, instantes de cielo que Rudolph filma con talento indudable. El mejor es el primer beso entre Carradine y Lesley Ann Warren en Quédate conmigo, una verdadera pieza musical del cine en tiempos del video clip. Rudolph edita la canción de Teddy Pendergrass para que sus versos alternen rítmicamente con el diálogo y el movimiento de la cámara y los actores, como si fueran la voz interior de los personajes. La belleza de la escena es también un llamado de atención: es posible que Rudolph sea uno de los cineastas esenciales del beso.  



Sorpresas de amor (Love at Large, 1990)

14. Los besos constituyen no solo los momentos álgidos del amor sino el fondo sobre el que las relaciones terminan o empiezan. Hay un verdadero tapiz de besos en las películas de Rudolph, tan importantes para su textura como los cuadros y las canciones. Sorpresas de amor abre con un hermoso plano de grúa que registra un beso en el tranvía y otro en la calle antes de subir hacia el departamento donde estalla un portarretratos con la foto de una pareja sonriente y triunfal. En Quédate conmigo hay al menos tres besos de este tipo: uno de sombras en la calle, otro en la estación de micros y el último en el colectivo que lleva a Carradine y Lesley Anne Warren hacia su matrimonio. Rudolph suele filmar en el mismo plano la acción narrativa principal y el beso de contexto, como si quisiera advertir que sus protagonistas y sus secundarios tienen detrás de sí un fondo infinito de amores del cual ellos han sido extraídos. El realismo hace algo parecido, pero difícilmente aceptaría que el mundo es una trama de amores y besos representable por seres tan extraños.   

15. Rudolph no concibe su cine sin canciones; ahí están los títulos de sus dos grandes películas para dejar en claro su importancia. Trouble in Mind toma su nombre de un estándar compuesto en los años 20 por Richard M. Jones y grabado especialmente para el film por Marianne Faithfull. El caso de Choose Me es aún más significativo, porque el proyecto surge de la necesidad de Teddy Pendergrass de grabar un álbum que fuera a la vez la banda sonora de una película; Rudolph escribió la historia a partir de la canción y el uso que hizo de ella bien puede contarse entre los más bellos que el cine de los 80 registra. Según entiendo, Love at Large no cumple con la regla, pero abre con “Ain’t no Cure for Love” de Leonard Cohen, que es un emblema posible para las tres películas. 

16. Las bandas sonoras de Rudolph tienen la impronta del melómano pero no la del compilador. Es decir, no hay en sus películas un uso ilustrativo de las canciones, esa mala costumbre cada vez más habitual. En general, Rudolph prefiere melodías suaves y reposadas, y letras que hablan del amor y la tristeza, del amor y la melancolía, del amor y la enfermedad. En Sorpresas de amor se escucha “You Don't Know What Love is” (otro estándar, escrito por Gene de Paul y Don Raye) en tres momentos diferentes. La letra dice: “No sabes lo que es el amor hasta que / has aprendido el significado de los blues. / Hasta que has amado a un amor que has tenido que perder / no sabes lo que es el amor”. 



Quédate conmigo (Choose Me, 1984)

17. Las canciones, las películas, la pintura, el diseño, la noche, el amor. El mundo Rudolph, como se dice. Pero sin Carradine, sin Kristofferson, sin Bujold, sin Lori Singer, sin Lesley Ann Warren, sin Elizabeth Perkins, sin el conjunto de grandes secundarios que pueblan las películas nada sería lo mismo. Rudolph y los actores, todo un tema. 

18. Keith Carradine es el actor más impresionante del conjunto, y su cara una de las imágenes más atractivas de los años 80. En Quédate conmigo y El callejón de los sueños está genial como falso mitómano y delincuente de poca monta. Son sus dos mejores papeles, y de algún modo los lleva consigo hasta Calle sin retorno, la última y extrañísima película de Fuller, en la que interpreta a un cantante pop en la ruina económica y existencial. 

19. En El callejón de los sueños Carradine brilla más que nunca, sin dudas porque tiene a Kris Kristofferson como contraste. Sus personajes son agua y aceite. Carradine cambia de imagen todo el tiempo; en el viaje desde el campamento de casillas rodantes a la ciudad pierde la barba, y en los días que dedica a la delincuencia su pelo y su vestuario entran en una vorágine de transformaciones cada vez más extravagantes. Del gamulán al saco moderno, y del corte de pelo clásico al peinado new wave, Carradine atraviesa la película en un movimiento que concluye tan abruptamente como empezó, cuando se alista en el ejército y se quita el maquillaje. Exactamente lo contrario ocurre con el personaje de Kristofferson, una mole herida, atrapada en la repetición, a la que el actor presta su cara uniexpresiva, su porte clásico y una renguera leve y viril que salta por sobre Dustin Hoffman para encontrar el cuerpo cinematográfico del mismísimo John Wayne. A diferencia del colorinche Carradine, Kristofferson viste durante toda la película ropa gris y negra, y solo agrega una corbata terracota sobre el final, muy circunspecta. Rudolph filma sabiamente su barba entrecana y sus arrugas; sus primeros planos son contestaciones rotundas a los afeites y tinturas de Carradine. Y sin embargo, a pesar de oponerse en todo, el ícono clásico y el mutante moderno no son tan distintos. Los dos son en algún momento crueles con la mujer que se disputan, los dos son hombres solitarios y los dos son criaturas urbanas que vienen de pasar un tiempo lejos de la ciudad. Y es la ciudad, justamente, la que los reúne. La Rain City de El callejón de los sueños es un lugar gris y opresivo, recorrido permanentemente por la milicia y sus voces de reclutamiento, lleno de carteles de prohibición menor en calles y negocios y, claro, muy lluvioso. Antes que una geografía, es un estado del espíritu, un tapiz hooperiano del que nadie sale ileso y en el que solo las mujeres saben sobrevivir. 



El callejón de los sueños (Trouble in Mind, 1985)

20. Solo resta subrayar después de tanto apunte lo que en verdad importa: películas tan hermosas como Quédate conmigo, El callejón de los sueños y Sorpresas de amor no merecen un olvido tan terminante.

* Esta nota apareció originalmente en el número 27 de revista La otra, otoño de 2013.

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