jueves, 30 de abril de 2015

El caso Galileo


por Oscar Cuervo

[Viene de acá]

Las innovaciones específicamente astronómicas de la modernidad se las debemos a Copérnico y a Kepler. La solución del enigma físico que explica el movimiento del universo, en su versión moderna, lo encontró, después de Galileo, el inglés Isaac Newton (1642-1727). El rol de Galileo en la revolución copernicana, sin embargo, fue el más resonante, dado que a él le correspondió transformar una discusión de expertos en una polémica pública. Su talento literario y su astucia política lo llevaron a poner el problema del heliocentrismo al alcance de las personas comunes. Escribía libros en los que, en lugar de los cálculos abstrusos e incomprensibles para la mayoría que usaban Copérnico y Kepler, ponía a discutir a personajes que hablaban en una lengua coloquial. Por eso, puede considerárselo –en términos actuales- un divulgador;pero, lo que es más decisivo, un activista de la revolución copernicana. Galileo emprendió giras por las ciudades europeas en las que explicaba a públicos no iniciados argumentos para hacer admisible la idea del movimiento de la Tierra. 

En 1609 se le ocurre una idea genial: observar el cielo a través del telescopio, un instrumento que él no inventó. Unos pulidores de lentes, quizá holandeses, habían combinado dos lentillas para aumentar el tamaño de los objetos alejados. En principio, el telescopio fue usado por los navegantes, pero al enterarse de su existencia Galileo probó sus propios modelos y apuntó con su telescopio al cielo. El resultado fue asombroso, porque el cielo mostró un aspecto enteramente desconocido hasta ese momento: los cráteres de la luna, las manchas solares, nuevas estrellas, los satélites de Júpiter (lo que le permitió observar un modelo visible del sistema solar), las distintas fases de Venus. El cielo se mostró más rico y variado de lo que ningún astrónomo hasta el momento había soñado. La Vía Láctea, que se había considerado un resplandor difuso, quizás un reflejo engañoso, era en realidad una gigantesca colección de estrellas demasiado débiles y juntas como para ser percibidas a simple vista. De esta manera, Galileo trasladó el debate entre el geocentrismo y el heliocentrismo desde una especulación matemática hacia un universo concreto y tangible. Con la fascinación de esas novedades, invitó a las personas comunes a observar por el telescopio y ver un cielo nuevo. Cualquiera podía construir, mediante una combinación de cristales, su propio telescopio, les decía.

Por este activismo, la contribución decisiva de Galileo desbordó el plano de la hoy llamada “historia interna” de la ciencia. A diferencia de Copérnico, casi un siglo después del iniciador de este proceso, con Galileo la innovación muestra su carácter revolucionario, en el sentido más político del término. En libros como Diálogo sobre los dos sistemas máximos pone en escena una lucha dialéctica. El contrincante a vencer es el escolástico que cree que en los libros del Magister Aristóteles se hallan las respuestas a todos los enigmas de la naturaleza. Para Galileo, la verdad no hay que buscarla en los libros, sino en el mundo, al que considera otro texto, distinto al de los libros escolásticos:

La filosofía está escrita en este libro que tenemos continuamente abierto ante nuestros ojos (el universo, yo digo), pero que no puede entenderse si antes no se aprende a entender la lengua y conocer los caracteres en que está escrito. Está escrito en lengua matemática, y los caracteres son triángulos, círculos y otras figuras geométricas sin cuyo medio es imposible humanamente entender una palabra: sin ellos, todo es errar vanamente por un oscuro laberinto”.

Este pasaje de Il Saggiatore (que Galileo publicó en 1623) es de una audacia que excede la dimensión astronómica en la que hasta entonces se había desenvuelto el problema. Galileo puso en jaque toda la concepción medieval del saber, que prefería suponer que la verdad ya estaba escrita y solo era necesario acudir a los libros correctos. Contra ese dogmatismo de la escolástica, el pensador sugiere que hay un texto que tenemos ante los ojos: el universo mismo. Pero la idea de que el universo es un texto desmiente por anticipado cualquier interpretación simplificadora que diga que la ciencia moderna, a diferencia de la medieval, se basa en la directa observación. Un texto requiere conocer la lengua en que está escrito. Por lo tanto, no se trata solamente de observar sino de saber observar, un saber que no se adquiere observando sino que es precondición de toda observación entendible. La postulación de una clave matemática requerida para no perderse en las observaciones “como en un oscuro laberinto” indica que también Galileo estaba imbuído de una mentalidad neoplatónica: también para él las apariencias sensibles habían de ser trascendidas hacia una estructura subyacente que les diera sentido. 

Entonces, Galileo no solo supera a sus adversarios escolásticos sino se adelanta a desmentir las posteriores interpretaciones empiristas y positivistas que conciben a la ciencia como el resultado de la mera observación. La prioridad matemática del saber moderno queda establecida desde la mirada galileana. No resulta imposible comprender por qué, además de una desconfianza radical hacia el saber impuesto por la tradición, un sujeto moderno necesita desbaratar también la apariencia inmediata de las cosas. Después de todo, la humanidad había vivido siglos “observando” la inmovilidad de la Tierra y el movimiento del Sol. No solo era preciso destituir la autoridad de Aristóteles, sino además la de las apariencias inmediatas. La naturaleza, según Galileo, primero ha de ser concebida y a partir de estos conceptos hace falta encontrar las observaciones que la hagan concreta.

La propuesta de Galileo demandaba una transformación no solo científica sino también epistemológica: no se trataba apenas de que los aristotélicos estuvieran equivocados por leer los libros incorrectos, sino que lo estaban porque no es en los libros donde hay que buscar el saber. Así, se desafiaba al mismo tiempo al geocentrismo y a la escolástica, para proponer un nuevo modelo de saber. Aceptar la propuesta galileana implicaba una profunda subversión política: cada individuo podría producir el saber desde sus propias facultades, sin apelar a las autoridades externas. 



La Iglesia dejó durante algunos años propagar sus ideas a Galileo. Pero en el fondo su práctica científica atentaba contra el orden establecido, dado que respondía a un nuevo modelo de científico ubicado fuera de la tutela de la Iglesia. Las jerarquías católicas se habían ido endureciendo desde la época de Copérnico, sobre todo a partir de la reforma protestante. La respuesta católica consistió en emprender la persecución de toda posible “desviación herética”. El tribunal de la Santa Inquisición llevó a cabo, bajo el clima represivo de la Contrarreforma, una caza de herejes en la que cualquier pensador disidente podía terminar en la hoguera. Galileo, consciente de sus riesgos pero a la vez confiado de su poder persuasivo, declaraba que no poseía ningún ánimo de cuestionar a la autoridad religiosa en materia de los dogmas de la fe, pero a la vez argumentaba que el conocimiento de la naturaleza no se vinculaba a esta fe. Para eso proponía distinguir entre verdades de fe (de origen sobrenatural, a las que solo se accede mediante la revelación divina) y verdades de orden natural (a las que cada individuo está en condiciones de acceder por sus propias potencias). Hoy nos suena una salida razonable: se trataba de separar la fe de la ciencia, como dos regímenes no opuestos sino autónomos. Galileo trataba de convencer a sus interlocutores de que no hacía falta desprenderse de las Escrituras (en las que decía creer), sino separar la religión de la cosmovisión geocéntrica, que no se hallaba en la Biblia sino en el antiguo saber griego. Por más razonable que hoy nos resulte, esta propuesta era inaceptable para la Iglesia, habituada durante siglos a ejercer un control total de la producción y circulación cultural y científica.

Después de diversas advertencias y amonestaciones, que en algún caso Galileo había eludido gracias a sus contactos con jerarquías de la Iglesia, en 1633 el tribunal de la Inquisición decide procesar y finalmente condenar la doctrina heliocéntrica defendida por Galileo como una herejía. No había sido su autor, pero se había convertido en su más peligroso militante. Dicho tribunal conmina a un Galileo ya anciano y casi ciego a desdecirse de la citada doctrina. Galileo se retracta:

Yo, Galileo, hijo de Vincenzo Galileo de Florencia, a la edad de 70 años, interrogado personalmente en juicio y postrado antre vosotros, Eminentísimos y Reverendísimos Cardenales, en toda la República Cristiana contra la herética perversidad Inquisidores generales; teniendo ante mi vista los sacrosantos Evangelios, que toco con mi mano, juro que siempre he creído, creo aún y, con la ayuda de Dios, seguiré creyendo todo lo que mantiene, predica y enseña la Santa, Católica y Apostólica Iglesia.

Pero, como, después de haber sido jurídicamente intimado para que abandonase la falsa opinión de que el Sol es el centro del mundo y que no se mueve y que la Tierra no es el centro del mundo y se mueve, y que no podía mantener, defender o enseñar de ninguna forma, ni de viva voz ni por escrito, la mencionada falsa doctrina, y después de que se me comunicó que la tal doctrina es contraria a la Sagrada Escritura, escribí y di a la imprenta un libro en el que trato de la mencionada doctrina perniciosa y aporto razones con mucha eficacia a favor de ella sin aportar ninguna solución, soy juzgado por este Santo Oficio vehementemente sospechoso de herejía, es decir, de haber mantenido y creído que el Sol es el centro del mundo e inmóvil, y que la Tierra no es el centro y se mueve. Por lo tanto, como quiero levantar de la mente de las Eminencias y de todos los fieles cristianos esta vehemente sospecha que justamente se ha concebido de mí, con el corazón sincero y fe no fingida, abjuro, maldigo y detesto los mencionados errores y herejías y, en general, de todos y cada uno de los otros errores, herejías y sectas contrarias a la Santa Iglesia. Y juro que en el futuro nunca diré ni afirmaré, de viva voz o por escrito, cosas tales que por ellas se pueda sospechar de mí; y que si conozco a algún hereje o sospechoso de herejía, lo denunciaré a este Santo Oficio o al Inquisidor u Ordinario del lugar en que me encuentre.

Juro y prometo cumplir y observar totalmente las penitencias que me han sido o me serán, por este Santo Oficio, impuestas; y si incumplo alguna de mis promesas y juramentos, que Dios no lo quiera, me someto a todas las penas y castigos que me imponen y promulgan los sacros cánones y otras constituciones contra tales delincuentes. Así, que Dios me ayude, y sus santos Evangelios, que toco con mis propias manos.

Yo, Galileo Galilei, he abjurado, jurado y prometido y me he obligado; y certifico que es verdad que, con mi propia mano he escrito la presente cédula de mi abjuración y la he recitado palabra por palabra en Roma, en el convento de Minerva este 22 de junio de 1633. Yo, Galileo Galilei, he abjurado por propia voluntad.

De no haberse retractado, es posible que corriera la suerte de tantos otros que encontraron la muerte en la hoguera. Dice la tradición oral (pero, a diferencia de su retractación, no existen constancias irrefutables de esto) que al retirarse del tribunal Galileo dijo en voz muy baja: “Y sin embargo se mueve”

En los pocos años de vida que le quedaron siguió defendiendo el modelo heliocéntrico. Murió nueve años después de la retractación y solo sus discípulos llegaron a ver el triunfo final del heliocentrismo. Pero en el enfrentamiento entre Galileo y sus inquisidores, ¿quién ganó? ¿Los inquisidores, que tuvieron la satisfacción de ejercer una vez más su poder, obligando a humillarse ante ellos a uno de los hombres más brillantes de su época? ¿Quizás triunfó Galileo, que tuvo la astucia de fingir lo que no creía para salvar el pellejo y seguir trabajando por su idea? 

Galileo tuvo que volverse hipócrita para sobrevivir. Su decisión trazó el destino de una ciencia moderna que dice una cosa y hace otra. El decía que el hombre puede saber por sus propios medios, en vez de repetir escolarmente lo que está escrito en los libros. Hoy en nuestras aulas se repiten las ideas de nuestros nuevos textos sagrados, que son las ideas que Galileo defendía. Entonces, ¿quién ganó?



Epílogo

Entre las astucias de Galileo se encuentra la de percatarse que no bastaba con desechar la astronomía aristotélica-ptolemaica sino que era necesario también producir una nueva física acorde con la cosmología heliocéntrica. No fue él quien logró desarrollar esta nueva física, aunque empezó a delinear algunos esbozos con su primera formulación del principio de inercia, que luego sería precisado por Isaac Newton en su libro Philosophiæ naturalis principia matemática, en el que iría a postular además la fundamental ley de la gravitación universal a la que la ciencia moderna le adjudicará un alcance irrestricto en todas las regiones del universo. Con una sola ley Newton se propuso explicar la mecánica del universo entero, la caída de los cuerpos en el espacio terrestre tanto como el movimiento de los planetas alrededor del Sol y el de los satélites alrededor de los planetas. Esto ocurrió en 1685, un siglo y medio después de que Copérnico postulara su primera versión del heliocentrismo. Así, finalmente, en el término de pocas generaciones se desalojó completamente la antigua cosmovisión de los griegos y se desencadenó la poderosa maquinaria de la ciencia moderna. El triunfo fue tan grande que hasta la Iglesia tuvo que aceptar finalmente el acierto de Galileo y su propio error al condenarlo. Este triunfo conlleva el peligro de haber desalojado un antiguo dogmatismo para poner en su lugar un dogmatismo más eficaz.

miércoles, 22 de abril de 2015

El cielo gira o gira el mundo

La revolución copernicana como modelo de cambio: la interpretación de Thomas Kuhn

Figura 1

por Oscar Cuervo

[Viene del post anterior, acá] El epistemólogo norteamericano Thomas Kuhn (1922-1996) dedicó varios años a estudiar los múltiples aspectos que intervinieron para que la revolución copernicana se produjera cuando y como se produjo. Su interés no era meramente histórico, ya que consideraba que este acontecimiento es uno de los hitos de la ciencia occidental. Estudiando esta revolución, sostiene Kuhn, se pueden extraer enseñanzas acerca de una serie de preguntas de alcance más amplio: ¿cómo es posible el cambio en la ciencia? ¿cuál es su dinámica interna? ¿hasta qué punto se ve condicionado el curso de la investigación por el contexto histórico (político, económico, social y cultural)? ¿cómo incide la educación en la forma de la subjetividad científica? ¿qué tipo de acuerdos implícitos comparte una comunidad de expertos y de qué manera esos acuerdos pueden retardar o acelerar una innovación? ¿qué posibilidad hay de evaluar una teoría científica de manera objetiva, sin dejarse condicionar por los contextos que estamos mencionando? Dice Kuhn:

“Puesto que en muchos de sus aspectos la teoría copernicana es una típica teoría científica, su historia puede ilustrarnos algunos de los procesos mediante los cuales los conceptos científicos evolucionan y reemplazan a sus predecesores. Sin embargo, en lo que respecta a sus consecuencias extra-científicas, la teoría copernicana no puede ser considerada como típica, pues pocas son las teorías que han desempeñado un papel tan importante en el marco del pensamiento no científico. Tampoco se trata de un caso único. En el siglo XIX, la teoría de la evolución de Darwin despertó las mismas cuestiones extra-científicas. En nuestra época, la teoría de la relatividad de Einstein y las teorías psicoanalíticas de Freud han levantado controversias de las que quizás surjan nuevas y radicales orientaciones del pensamiento occidental. El propio Freud hizo hincapié en el paralelismo existente entre los efectos del descubrimiento de Copérnico, según el cual la tierra no era más que un planeta, y su propio descubrimiento, que revela la importancia del papel del inconsciente en el comportamiento humano. Hayamos o no estudiado sus teorías, somos los herederos intelectuales de hombres como Copérnico y Darwin. Los procesos fundamentales de nuestro pensamiento se han visto transformados por su causa, del mismo modo que el pensamiento de nuestros hijos o nietos se habrá transformado gracias a la obra de Freud y de Einstein. Necesitamos algo más que una simple comprensión de la progresión interna de la ciencia. Debemos también comprender cómo la resolucuión dada por un científico a un problema aparentemente menor, estrictamente técnico, puede en ciertos casos transformar fundamentalmente la actitud de los hombres frente a los principales problemas de su vida cotidiana”. (The Copernican Revolution. Planetary Astronomy in the development of Western Tought,1957; edición en castellano: La revolución copernicana, Hyspamérica, 1978, Madrid, p. 27)

Kuhn sostiene que, dada la incidencia histórica y la complejidad de la revolución copernicana, de su análisis podrían extraerse pautas para comprender la dinámica de la ciencia occidental. Propone una perspectiva histórica que podría revelarnos algo no solo sobre el pasado de la ciencia, sino sobre la historicidad misma del conocimiento científico. Por eso, a partir de mediados del siglo pasado, su planteo estuvo dirigido a cuestionar las nociones dominantes de una epistemología positivista que concibe la marcha progresiva de la ciencia como el simple despliegue de la racionalidad humana. Kuhn quiere también cuestionar los planteos tradicionales acerca de cuál es el método que nos garantiza descubrir u otorgar validez objetiva al conocimiento científico. El resultado de su investigación lo expuso en La revolución copernicana. Cinco años más tarde, las conclusiones a las que llegó en esa investigación fueron tomadas como bases para proponer una nueva perspectiva sobre el problema del progreso científico en general, ya no solo acotado a la revolución copernicana, en un libro que produjo una polémica en el campo de los debates epistemológicos: Estructura de las revoluciones científicas. (1962).

Veamos algunas de las ideas propuestas por Kuhn en La Revolución Copernicana:

- La cosmología de Aristóteles (384 a. C.-322 a. C.) y la astronomía de Ptolomeo (100-170 d. C.) dominaron el pensamiento occidental durante varios siglos, incluso hasta después de la muerte de Copérnico (1543). Aristóteles y Ptolomeo fundaron un paradigma geocéntrico, según el cual todo el universo gira alrededor de una Tierra inmóvil.

- En el siglo IV a. C. el helénico Aristóteles brindó el marco conceptual del geocentrismo: el universo es finito y está enteramente contenido dentro de la esfera de las estrellas. Fuera de la esfera de las estrellas no hay nada, ni materia ni espacio. En el centro inmóvil de la esfera se halla la Tierra. Entre la Tierra y la esfera de las estrellas se ubica la esfera que arrastra al planeta más bajo, la Luna; esta esfera divide el universo en dos regiones: la Sublunar, que va desde la Tierra hasta la esfera de la luna; y la Supralunar, que abarca desde la esfera de la Luna hasta el confín del universo (ver figura 1). En el universo no existe el vacío, el cielo está formado por un conjunto de caparazones concéntricos constituidos por un elemento traslúcido e indeleble: el éter. Estos caparazones cristalinos forman una especie de pieza de relojería celeste que está en rotación perpetua, impulsada por la esfera exterior de las estrellas. Los humanos habitamos la Tierra, en la región Sublunar, compuesta por cuatro elementos: tierra, agua, fuego y aire. Mientras la región Supralunar es la de los movimientos circulares constantes, armónicos y perfectos, la región Sublunar en la que habitamos está caracterizada por la generación y la corrupción de las cosas, y los movimientos violentos y contingentes. En consonancia con esta cosmología, Aristóteles elaboró una física teleológica (del griego telos: finalidad o meta) según la cual todo lo que es tiende a ubicarse en su posición natural. En el universo aristotélico hay un lugar propio para cada cosa. Esta física explicaba el funcionamiento del universo, sus zonas de armonía y su región turbulenta, el movimiento y el reposo. El lugar propio de la Tierra es el centro y su estado natural el reposo. Física y astronomía se hallan en mutua dependencia.

- Cinco siglos después de Aristóteles, el astrónomo greco-egipcio Ptolomeo escribe el gran libro astronómico de la civilización helenística: el Almagesto. Si la cosmología aristotélica nos da un marco conceptual general para figurarnos un universo geocéntrico, el aporte de Ptolomeo es de índole estrictamente astronómica y matemática. Por primera vez en la historia de la cosmología, Ptolomeo reunió en un mismo sistema matemático una compleja combinación de círculos que explicaba no solo los movimientos del Sol y de la Luna, sino también las regularidades e irregularidades observadas en los movimientos aparentes de los siete planetas hasta entonces conocidos. Su modelo matemático tenía tal grado de detalle y precisión (evaluándolo con los estándares y las posibilidades empíricas de su época) que su aceptación fue enorme y su vigencia se extendió por siglos. Es interesante marcar algunas diferencias entre las teorías de Aristóteles y Ptolomeo, que por otra parte son perfectamente complementarias. La cosmología aristotélica atribuía a las esferas concéntricas un movimiento circular –y ello por motivos de armonía: Aristóteles sostenía que el círculo es el movimiento más perfecto, porque un cuerpo puede moverse en círculos eternamente en una órbita siempre idéntica. El modelo matemático de Ptolomeo era mucho más complejo, dado que el esquema circular de Aristóteles había manifestado dificultades para dar cuenta de las trayectorias visibles de las estrellas. Para mantener el lugar central de la Tierra, Ptolomeo trazó un complejísmo esquema formado por epiciclos y deferentes: un pequeño círculo, el epiciclo, gira alrededor de un punto situado sobre la circunferencia de un segundo círculo en rotación. (Ver figura 2). Si esta descripción suena complicada, cabe aclarar que se trata de una versión extremadamente simplificada de un modelo matemático que Ptolomeo desarrolló con una complejidad mucho mayor, que aquí no vamos a detallar. Aristóteles dio un marco general de la visión geocéntrica del universo, y procuró explicar la física que lo mantendría en movimiento. Ptolomeo, en cambio, estableció un sistema matemático que, gracias a su complejidad, calculaba con mayor detalle y precisión el movimiento visible de los astros, pero se desentendía de explicar las causas físicas del movimientos universales Aún así, la precisión ptolemaica nunca fue completa, y a lo largo de los siglos los astrónomos tuvieron que seguir complejizando y añadiendo casos particulares de ese modelo matemático, para dar cuenta de todas las “irregularidades” que las estrellas les mostraban en su movimiento. Desde Ptolomeo, astronomía y matemáticas serán términos usados indistintamente para mencionar la disciplina que traza el mapa estelar del movimiento del universo, sin tratar de explicarlo. Esa disociación entre Astronomía y Física (que no existía en el pensamiento aristotélico) será matenida durante muchos siglos, hasta llegar a Copérnico, que también consideraba la Astronomía como una disciplina esencialmente matemática y se abstenía de buscar una explicación física para el movimiento de los astros.


- 1400 años después de Ptolomeo, la cosmovisión que predomina en la Europa de Copérnico sigue siendo la geocéntrica. No hubo cambios radicales en la astronomía medieval. Sin embargo, esto no significa que durante tantos siglos la investigación científica no haya mantenido su intensidad. Se investigó y se discutió mucho, se hicieron reformas parciales y creció la conciencia de las anomalías que presentaba la astronomía vigente, pero la creencia en la fijeza y la centralidad de la Tierra no fue revisada. Los motivos de esta persistencia del geocentrismo hay que buscarlos más en los condicionamientos políticos y culturales de esos siglos que en cuestiones intrínsecas de astronomía. Dice Kuhn: “Los esquemas conceptuales envejecen a medida que se suceden las generaciones que los toman como marco de referencia. A principios del siglo XVI se seguía creyendo en la antigua descripción del universo, pero ya no se le atribuía el mismo valor. Los conceptos eran los mismos, pero se descubrían en ellos defectos y virtudes enteramente nuevos” (obra citada, pag. 144). A comienzos de la Edad Media, el saber antiguo se eclipsó en Europa, cuando la civilización que les dio origen declinó bajo el imperio romano. En esos siglos se produce la expansión del cristianismo, que pasa de ser una pequeña secta judía perseguida por el poder romano a convertirse en la religión oficial del imperio (por un decreto del emperador Teodosio en 380 DC). En el siglo VII los árabes invadieron la cuenca del mediterráneo y encontraron los documentos del antiguo saber aristotélico-ptolemaico, que en Europa había sido completamente olvidado. Los árabes recogieron esa herencia cultural en un período de florecimiento de la cultura islámica. Los científicos árabes emprendieron la reconstrucción de la ciencia antigua, traduciendo a su lengua los textos griegos. Esa traducción significó algo más que una traslación de un idioma a otro. Fue una apropiación y reinterpretación del saber griego por parte la cultura islámica. Incluso el título Almagesto, por el que conocemos la obra de Ptolomeo, no es el original griego, sino una contracción del título árabe que le dio un traductor musulmán en el siglo IX. Los árabes no produjeron innovaciones de fondo de la cosmología geocéntrica, pero aportaron nuevas observaciones y nuevas técnicas para calcular las posiciones de los planetas.

- Desde el siglo X, la Europa cristiana empieza a redescubrir la cosmología aristotélica, pero a partir de las traducciones árabes. La actitud del cristianismo respecto de la ciencia helénica y helenística había sido hostil en la etapa del cristianismo primitivo, pero varió a medida que la Iglesia acumuló poder político y asumió una hegemonía cultural. Mil años después de la vida de Jesús, la cristiandad alcanzó una nueva estabilidad política que le permitió reapropiarse del saber pagano, basándose en las traducciones árabes al que trataron de reenmarcar en la concepción judeo-cristiana de la existencia y en el ordenamiento feudal de la sociedad medieval. En ese período la Iglesia tuvo a su cargo no solo las cuestiones de fe sino también las del saber. Los eruditos medievales eran miembros del clero (el propio Copérnico, siglos después, sería canónigo de la catedral de Frauenburgo). Los textos científicos paganos comenzaron a ser estudiados en centros que finalmente se constitiuirían en las primeras universidades europeas, dependientes de la Iglesia. Entre el siglo X y el XIII tomó fuerza un movimiento cultural que intentó compatibilizar la fe cristiana con el saber griego. Este movimiento se denominaría Escolástica. La paradoja de esta apropiación es que la fe judeo-cristiana y el saber griego eran frutos de culturas completamente diversas, cuando no adversas, pero mil años de cristiandad ablandaron esa adversidad. Los escolásticos, que elaboraban sus doctrinas bajo el propósito de ser fieles a la vez a esa fe y a ese saber heredados del pasado, construyeron paradójicamente un saber original que no podía ser fiel a ninguna de las dos fuentes que trataba de sintetizar. La coronación de ese dificultoso esfuerzo de síntesis se produce en el siglo XIII y su versión más consumada es la obra de Santo Tomás de Aquino (1225-1274), la Summa Theológica, un tratado monumental que coordinaba cuestiones de teología pura con la metafísica de Aristóteles y la cosmología geocéntrica. Durante algunos años, las autoridades eclesiásticas miraron con desconfianza esta conjunción elaborada por Tomás, pero al cabo del tiempo su triunfo fue completo: tanto es así que la filosofía tomista fue finalmente declarada doctrina oficial de la Iglesia Católica (el Papa León XIII en 1879 declaró a su autor Aeterni Patris, estatus del que goza hasta la actualidad).

- El cristianismo adoptó como suya la idea de la fijeza de la Tierra, un tema que no encontraba su origen en las Escrituras, dado que el judeo-cristianismo no desarrolló una cosmología propia. Dos factores hicieron que la adaptación del saber griego a la visión de la cristiandad de la alta Edad Media fuera trabajosa. Por un lado, los escolásticos conocieron los textos de Aristóteles en su traducción árabe y lo retradujeron en latín, lo que significa que hicieron la interpretación de una interpretación, en la que Aristóteles y el pensamiento griego ya quedaban profundamente alterados. Por otro, el orden en que fueron conociéndose los textos antiguos a través de las traducciones árabes fue azaroso: no se conocía con precisión la época en la que cada uno de ellos había sido escrito. Algunas ideas aristotélicas habían variado a lo largo de su vida y por ende no necesariamente pensaba lo mismo en sus libros de juventud y en los de madurez. El pensamiento de Aristóteles era problemático y contradictorio, pero los escolásticos se propusieron hacer con sus textos una doctrina unívoca y consistente, por lo cual, se vieron forzados a reinterpretarlo y produjeron una filosofía nueva que, en nombre de la fidelidad a la tradición, la traicionaba involuntariamente. Esta lectura de textos discrepantes, bajo el supuesto –errado- de que esos textos en el fondo querían decir lo mismo, habilitó una práctica de discusión para interpretar y despejar aparentes contradicciones y permitió una apertura a considerar diversas variantes interpretativas. La familiaridad con las discrepancias teóricas facilitó la aceptación de una astronomía plena de anomalías, sin que les resultara necesario revisar el supuesto fundamental de la fijeza de la Tierra en el centro del universo. Esta es una razón de gran importancia para entender la persistencia del paradigma geocéntrico a lo largo de tantos siglos. Así como Aristóteles parecía decir cosas diferentes en diferentes libros pero –se suponía- en el fondo decía siempre lo mismo, así también, las diversas correcciones parciales que la astronomía acumuló durante siglos se suponían compatibles con la vigencia del geocentrismo. Por encima de toda objeción empírica, la visión aristotélica de la naturaleza fue finalmente aceptada como un saber verdadero, lo cual llevó a que los escolásticos adoptaran un criterio de autoridad que tomaba a Aristóteles como “Magister”, en cuyo nombre se zanjaba toda posible discusión, Durante los años más dogmáticos de la Escolástica (sobre todo los siglos XIII y XIV), si en medio de una discusión entre posiciones contrapuestas se encontraba algún dicho del Magister que inclinara la balanza hacia una de las opiniones, la discusión terminaba con  el "Magister dixit…” (el Maestro dijo… tal cosa”) y ya no había nada más que discutir. El hecho de que el Maestro fuera un pagano justificaba que no hubiera experimentado la “revelación” de la fe cristiana, pero su inteligencia prodigiosa, pensaban los escolásticos posteriores a Tomás, señalaba el punto más alto al que una inteligencia humana puede llegar sin la ayuda de Dios. Si al saber mundano de Aristóteles le sumamos la fe en Cristo, se creía, tenemos la mejor de las combinaciones posibles: la suma de una verdad natural y una sobrenatural, que en última instancia no pueden ser contradictorias. Una única verdad tradicional, heredada de los antiguos, que solo requería saber leerla en aquellos textos en los que estaba fijada: las Sagradas Escrituras y los libros filosóficos y científicos de Aristóteles. De allí que el irónico resultado de un movimiento innovador como la Escolástica desembocara en un principio de autoridad dogmática y, lo que nos resulta hoy no menos sorprendente, que la Iglesia terminara defendiendo la idea de una Tierra fija como parte de la doctrina cristiana.

- Este esfuerzo doctrinario (que suponía la supremacía cultural de la Iglesia durante los siglos altos del medioevo) se logró mantener mientras las condiciones sociales, económicas y tecnológicas lo hicieron posible. Pero el principio de autoridad estaba destinado a no poder durar por siempre. La Europa del siglo XV vio proliferar una actividad cultural que desbordaba los claustros escolásticos. Surgió una nueva clase social que venía a disputar la posición dominante que durante siglos habían ejercido la nobleza y el clero. Se trataba de una burguesía que se había enriquecido en la actividad comercial de las ciudades renacentistas. Era una clase pujante y poco apegada a la inmovilidad de la tradición, para la cual las innovaciones tecnológicas serían una clave de su poder creciente. En el campo religioso Lutero y Calvino encabezaron grandes desafíos al poder del Papado y terminaron provocando un cisma de la Iglesia. La invención de la imprenta en 1440, por parte del alemán Johannes Gutemberg, implicó la posibilidad de la reproducción masiva de los libros, lo que ayudó a la difusión de nuevas ideas y relativizó el poder de la Iglesia que hasta entonces había acopiabado los libros manuscritos en sus propias bibliotecas. Uno de los primeros libros que circularon masivamente por Europa fue nada menos que la Biblia traducida por Lutero al alemán, lo que implicaba un desafío al poder de las jerarquías eclesiásticas católicas que se arrogaban la potestad de leer e interpretar el texto religioso en latín culto a una feligresía que no entendía esa lengua. El propósito polémico de Lutero era que cualquier creyente pudiera establecer una relación personal con las Escrituras, sin la mediación de una autoridad eclesiástica.

- Otro factor de cambio: 50 años antes de Copérnico comienza un período de viajes y exploraciones marítimas, cuando los imperios coloniales se lanzan a la conquista de nuevos territorios. El mal llamado “descubrimiento” de América fue realizado cuando Copérnico tenía 19 años. Los navegantes, en su exploración de regiones incógnitas, pudieron observar los cielos desde nuevas perspectivas. En los viajes transoceánicos astrónomos y navegantes descubrieron muchos nuevos errores en la astronomía heredada.

- Durante el Renacimiento se multiplicaron sectas de origen neoplatónico que postulaban que, más allá de las cambiantes apariencias sensibles del universo, este escondía claves matemáticas eternas que solo estaban en conocimiento de los iniciados en los misterios. El propio Copérnico había recibido el influjo de las doctrinas neoplatónicas que le hacían valorizar una exigencia de armonía en la estructura del universo que él echaba de menos en el estado de la astronomía heredada. Ese fue uno de los principales motivos que lo llevaron a proponer un modelo que consideró más armónico y simple: que la Tierra y los otros planetas se movieran en círculos alrededor del Sol. Además las sectas neoplatónicas del Renacimiento rescataron un antiguo culto al Sol, fuente de luz, calor y fertilidad. Esta doctrina, que en principio se difundía entre muy pocos iniciados, permitió familiarizarse con la idea de la centralidad del Sol. Sin ese clima de transformación cultural, la innovación copernicana no habría germinado.

- Aún así el De Revolutionibus que Copérnico dedicó al Papa Pablo III no tenía una intención revolucionaria. Copérnico no se proponía desencadenar una conmoción científica, social y política como la que sucedió en los años siguientes. Ni siquiera conoció el comienzo de las controversias, dado que recibió el primer ejemplar impreso de su obra en el lecho en el que meses después iba a morirse, en mayo de 1543. De alguna manera él fue el último científico de una época, a la vez que su obra señalaba un futuro que él acaso no vislumbró.

- La conmoción de tamaña novedad no fue inmediata por varios motivos. Quizás el principal es la dificultad casi insalvable del texto de Copérnico. Más allá de lo insólito que podría sonarle a un contemporáneo suyo la idea de que la Tierra se moviera alrededor del Sol, eran muy pocas las personas que podían entender las demostraciones matemáticas que él desarrollaba, de modo que su planteo quedó en principio acotado a un grupo muy reducido de expertos. La Iglesia, destinataria directa de la obra, no iba a hacer ningún esfuerzo por difundir sus conclusiones. Por eso, la propagación de sus ideas fue muy lenta y en los inmediato no hubo ninguna apariencia de estar viviéndose una revolución científica de vastas proporciones. Incluso en su libro Copérnico no proponía la tesis heliocéntrica como una verdad resuelta, sino apenas como una hipótesis fructífera y digna de considerar, Esto que dejaba espacio para considerarla solo una especulación. Además este modelo matemático carecía todavía de pruebas empíricas suficientes. Copérnico, siguiendo la tradición de Ptolomeo (y en esto podríamos todavía considerarlo un antiguo), destinaba todo su esfuerzo en delinear un modelo matemático del cielo sin pensar en una explicación física para estos fenómenos. 

- Aún para los que quisieran tomarla en serio, la idea de que la Tierra se movía alrededor del Sol repugnaba la percepción cotidiana del hombre común. Nadie había “sentido” jamás moverse a la Tierra. La sociedad estaba habituada a pautar su tiempo, la sucesión de los días y las estaciones, por el “movimiento” del Sol en el cielo. La comunidad de expertos en principio tampoco podía estar a favor: si la Tierra se movía, todo el saber acumulado por siglos estaba equivocado: habría que concebir nuevos principios físicos para explicar que la Tierra se moviera sin que los hombres lo hubieran notado. Si la Tierra se mueve, ¿cómo es que las cosas se caen hacia abajo en línea recta? Durante el lapso en que un objeto tarda en caer la Tierra debería haber estado moviéndose, de modo que veríamos al objeto caer oblicuamente. La Escolástica, que creía tener todo resuelto en los libros de la tradición aristotélica, debería asumirse como sostenedora de una doctrina falsa si se aceptaba lo que Copérnico decía. Los maestros avalados por la institución eclesiástica estarían exhibiendo una falibilidad que al poder de la Iglesia le resultaba insoportable: si se admitiera un asunto tan básico como el posible movimiento de la Tierra, eso podría dar lugar a otras discusiones que la Iglesia no estaba dispuesta a dar.

- Había todavía otro problema decisivo: Copérnico, al atribuir el centro del universo al Sol y al postular la idea de que la Tierra y los otros planetas se movían en órbitas circulares alrededor del Sol estaba equivocado. La trayectoria visible de las estrellas no permitía afirmar ni que la Tierra ni los otros planetas se movieran en círculos. Por todo lo cual, la innovación de Copérnico parecía destinada al fracaso.

- En las décadas posteriores a la muerte de Copérnico proliferaron los astrónomos dedicados a demostrar que él estaba equivocado. El más importante fue Tycho Brahe (1546-1601), que propuso un sistema en el que la Tierra seguía estando en el centro. El Sol y la Luna se movían, según él, en las antiguas órbitas ptolemaicas. Sin embargo, el resto de los planetas se movían en epiciclos cuyo centro era el Sol. Era una solución de compromiso, más aceptable para época, para la que Brahe había reunido numerosas observaciones, más detalladas y precisas que las del propio Copérnico. La ironía de la historia haría que estas observaciones iban a terminar contribuyendo a la nueva astronomía heliocéntrica, contra la voluntad de su autor.

- El problema de la forma geométrica de las órbitas de los planetas alrededor del Sol lo iba a resolver 50 años después de Copérnico el astrónomo alemán Johannes Kepler (1571-1630), quien fue copernicano toda su vida. Para él, el Sol regía a todos los planetas y la Tierra no gozaba de ningún estatuto particular. Copérnico era criticable, sostenía Kepler, no por su audacia sino por no haber sido lo suficientemente audaz como para dejar atrás toda influencia ptolemaica. Desarrollando una técnica muy precisa para calcular las posiciones de los planetas terminó por desechar la forma del círculo para describir el movimiento de los planetas: concluyó, con una precisión admirable teniendo en cuenta los instrumentos de observación con que disponía en su época, que los planetas se desplazaban alrededor del Sol con velocidad variable en órbitas elípticas. (Ver figura 3).


Hasta acá expusimos las conclusiones principales a las que llega Kuhn en su libro La revolución Copernicana. En una próxima nota vamos a detenernos especialmente en la figura de Galileo Galilei.

[Continuará]

domingo, 12 de abril de 2015

Una conmoción involuntaria

La revolución I


Lo que aquí trataré de caracterizar bajo el concepto de “revolución copernicana” excede una innovación puntual en el campo de los cálculos astronómicos –por importante que fuera, y sin duda lo fue-. Como mera innovación astronómica la pensaba el hombre que le da su nombre a este proceso, el polaco Nicolás Copérnico (1473-1543), en su obra De revolutionibus. El se proponía incrementar la precisión y la sencillez de la teoría astronómica vigente adjudicándole al Sol la función cosmológica que hasta entonces se le había adjudicado a la Tierra: que fuera el Sol el que ocupara el centro del universo. Una visión heliocéntrica del universo sería más precisa y elegante –conjeturó Copérnico- que la visión geocéntrica que la cultura europea había heredado de los griegos.

Aunque hoy pueda sonarnos raro, la demanda directa para producir una reforma en los cálculos astronómicos provino de la propia Iglesia Católica. Desde el siglo XIII se habían multiplicado las propuestas para reformar el calendario juliano (que había sido instaurado en el año 46 AC y llevaba ese nombre en honor al emperador Julio César). La necesidad de esta reforma, eminentemente práctica, respondía al desarrollo de las actividades económicas en las ciudades europeas renacentistas: había que establecer un calendario capaz de computar las fechas de manera unívoca y precisa, para organizar la vida administrativa y los intercambios comerciales, bancarios y bursátiles. Estas actividades eran de creciente importancia en la nueva sociedad que se estaba delineando. Pero la complicación e incongruencias de los cálculos astronómicos basados en el modelo geocéntrico conducía a una enorme confusión en la fijación la duración exacta del año. Por eso la Iglesia asumió la iniciativa de encargarle a Copérnico que asesorara al Papa en esta materia. Copérnico rechazó esta oferta inicial y sugirió en cambio que el diseño de un nuevo calendario se postergara hasta que los cálculos astronómicos se encaminaran por una vía más precisa, segura y elegante: 

“En primer lugar, es tal su inseguridad acerca de los movimientos del sol y de la luna que no pueden deducir ni observar la duración exacta del año estacional. (…) Finalmente, en lo que respecta al problema principal; es decir, la forma del mundo y la inmutable simetría de sus partes, no han podido ni encontrarla ni deducirla. Su obra puede ser comparada a la de un artista que, tomando de diversos lugares manos, pies, cabeza y demás miembros humanos –muy hermosos en sí mismos, pero no formados en función de un solo cuerpo y, por tanto, sin correspondencia alguna entre ellos-, los reuniera para formar algo más parecido a un monstruo que a un hombre”. (Prefacio de Copérnico a De revolutionibus, “Al Santísimo Padre, Papa Pablo III).

La respuesta de Copérnico a la demanda de la Iglesia es que no resultará posible calcular un nuevo calendario sobre la base de una astronomía llena de anomalías. Primero hay que componer una nueva astronomía y de ahí se derivarán los cálculos precisos de la duración del año. La objeción que Copérnico le hace a la astronomía vigente es su falta de armonía: el modelo geocéntrico había sido heredado de la antigüedad griega, y los matemáticos durante muchos siglos trataron de reformularlo y corregirlo en sus aspectos parciales, con la finalidad de “salvar las apariencias” de las trayectorias visibles de los astros. Pero eran tantas las reformas que se habían superpuesto, tantas las modificaciones ad hoc que se habían introducido para mantener la tesis principal de que la Tierra estaba fija en el centro del universo y que el resto de los astros, incluido el Sol, giraban en torno a ella, que la figura resultante de esa superposición de correcciones asemejaba a un monstruo carente de belleza. Copérnico estaba convencido de que la astronomía no soportaba más reformas parciales que no se animaran a revisar las bases mismas de la concepción entonces vigente. La sencilla conjetura que él proponía para empezar a construir una nueva astronomía más armónica, a partir de la cual sería posible diseñar el nuevo calendario, era nada menos que, en lugar de suponer que la Tierra está en el centro del universo, esa posición podría ser adjudicada al Sol. Entiéndase bien: Copérnico lo proponía a título de conjetura fructífera y no como una certeza irrefutable; porque de lo único que él decía estar seguro es de la imposibilidad de seguir reformando un esquema geocéntrico maltrecho.

Conviene señalar aquí una serie de sugestivas paradojas. En los siglos XV y XVI de nuestra era en Europa existía una cosmovisión asentada a lo largo de siglos que no provenía de las Escrituras, que la Iglesia no había formulado originalmente, sino que, desde la posición de poder que la Iglesia ocupaba en esa época, había adoptado de las antiguas civilizaciones helénicas y helenísticas (los “paganos”). Nunca, ni siquiera en sus orígenes griegos, esa cosmovisión que ubicaba a la Tierra en un centro alrededor del cual gira el universo entero estuvo  a salvo de críticas por sus predicciones fallidas y por los movimientos estelares inexplicables; en suma: de sus anomalías. Durante siglos estas fallas mantuvieron preocupados a los expertos, pero no habían llevado a la astronomía a cuestionar su base geocéntrica. Siglos después, una necesidad de orden puramente práctico empuja a la propia Iglesia a encargar un nuevo calendario. Y ese pedido va a desencadenar en Copérnico una idea de novedad inaudita que, cuando se tomara en serio, iba a derribar la cosmovisión vigente y a obligar a construir otra nueva, el heliocentrismo. Caducaría así la totalidad del saber tradicional y, con ello, la confianza en la tradición como fundamento del saber. Más aún: si la propuesta de Copérnico se tomaba en serio, la Iglesia debía admitir que las doctrinas que enseñaba en sus universidades podían ser erróneas y, por ende, su autoridad era pasible de cuestionamientos. Si la Iglesia admitía eso, minaba el poder que a través de varios siglos había acumulado.

Una conmoción involuntaria: para resolver un problema profano, el del calendario que ordena las transacciones comerciales, se acude a un experto a cuyo sentido estético le repugna el desorden reinante en los mapas astrales. Ni la Iglesia ni Copérnico se proponían conmover los pilares del saber europeo ni dar a luz un nuevo concepto del saber: más bien respondían a propósitos contingentes. De hecho, el De revolutionibus del título del libro de Copérnico no encerraba ningún propósito revolucionario, sino que hacía alusión al movimiento cíclico de los astros. Pero había algo en el clima de la época por un lado, y en la consistencia propia del saber (o, mejor dicho: en su inconsistencia) por el otro, que empujaba a una revolución ya no solo planetaria, ni acotada al campo de los cálculos astronómicos. Se estaba configurando una revolución en el sentido más político del término. La sociedad estaba lo suficientemente madura para producir una reconfiguración de sus saberes, de los criterios por los que esos saberes se regían, de los sujetos que tenían la autoridad para producirlo.

Una innovación científica, política y epistemológica

La revolución copernicana no es solo una gran innovación astronómica ni le pertenece solo a Copérnico, quien fue apenas el disparador de un cambio cuyas consecuencias irían mucho más allá de sus intenciones y del contenido de su libro. Este cambio no terminaría de asentarse hasta un siglo y medio después de su muerte. Fue una revolución larga precedida de una crisis aún más extensa. Tuvo muchos más actores que Copérnico y el Papa que le encargó un calendario. Pero además: no puede entenderse el alcance de sus efectos si solo se piensa este acontecimiento como un cambio de una teoría astronómica por otra. Dice Thomas Kuhn en La Revolución Copernicana :

“Ni siquiera las consecuencias en el plano científico agotan el significado de la revolución copernicana. Copérnico vivió y trabajó en un período caracterizado por los rápidos cambios de orden político, económico e intelectual que prepararían las bases de la moderna civilización europea y americana. Su teoría planetaria y la idea, a ella asociada, de un universo heliocéntrico fueron instrumentos que impulsaron la transición desde la sociedad medieval a la sociedad occidental moderna, pues parecían afectar las relaciones del hombre con el universo y con Dios. Aunque inicialmente se presenta como una revisión estrictamente técnica y altamente matematizada de la astronomía clásica, la teoría de Copérnico se convirtió en un foco de las apasionadas controversias religiosas, filosóficas y sociales que, durante los dos siglos subsiguientes al descubrimiento de América, establecerían el curso del espíritu moderno. Los hombres que creían que su habitáculo terrestre tan solo era un planeta que circulaba ciegamente a través de una infinidad de estrellas valoraban su ubicación en el marco cósmico de forma bastante diferente a como lo hacían sus predecesores, para quienes la tierra era el centro único y focal de la creación divina. En consecuencia, la revolución copernicana también desempeñó un papel en la transformación de los valores que regían la sociedad occidental”. 

Que las ideas que los seres humanos nos formamos acerca de la realidad cambian cada tanto es, a esta altura de nuestra historia, una constatación trivial. Lo que todavía nos resulta complejo de entender es que los cambios no dependen solo, ni principalmente, de la irrupción de sujetos más sagaces, dotados de una imaginación más audaz que sus predecesores, ni tampoco de la acumulación de las evidencias empíricas a lo largo de los siglos, o de la detección de errores que hasta entonces habían pasado inadvertidos. Cambia nuestro saber acerca del mundo porque cambia nuestra forma de ser en el mundo. Una revolución en el saber es la emergencia de una nueva subjetividad y a esta emergencia contribuye una trama de acontecimientos imposibles de manejar a voluntad. Tampoco se deja reducir a una serie de sencillos pasos metodológicos. Lo trivial y lo importante se entremezclan y a veces intercambian posiciones: lo que parecía importante e incuestionable se vuelve trivial y desechable, el detalle que parecía excepcional y aislado puede terminar derribando la certeza más inexorable.

La relevancia del saber, la seguridad con que se lo defiende, la autoridad con que se lo impone o la urgencia para perfeccionarlo responden a motivos cuyo poder no se halla en la superficie del saber, sino en los intersticios de las instituciones en los que el saber se custodia. La dinámica del saber puede germinar en sus fallas. Por eso, para comprender las fuerzas que se despliegan en un acontecimiento tan complejo y extenso -tanto en su duración como en sus consecuencias- como la revolución copernicana, es conveniente considerar el saber científico no como algo que se funda a sí mismo, a partir del desarrollo de su fuerza interior (como si una “ley del espíritu humano”, al decir de Augusto Comte, nos condujera hacia una creciente inteligencia). El saber, es innegable, tiene su propio dinamismo, que lo impulsa a volverse más detallado, más preciso, o a buscar fundamentos más convincentes y resultados más eficaces. Pero los criterios que rigen esa convicción y esa eficacia dependen de factores que van más allá de toda teoría y de cualquier método: lo que en determinado contexto histórico resulta convincente y eficaz, en otro momento se revela infructuoso o irrelevante.

Dicho en términos epistemológicos: la marcha de la ciencia se va perfilando en un entrelazamiento de contingencias y necesidades provenientes tanto de su historia interna como de la historia externa. Incluso la distinción entre lo interno y lo externo puede volverse indiscernible, porque en la práctica concreta estos factores se empujan o se obstaculizan recíprocamente. Esto vale no solo para los saberes que la humanidad del siglo XXI dejó atrás, sino también para aquellos que hoy nos resultan convincentes y eficaces. Por eso, para comprender mejor el alcance y los límites de nuestro propio saber puede sernos útil volver sobre ese acontecimiento fundante de la modernidad científica y cultural: la revolución copernicana. Es preciso considerarla no solo como una gran innovación científica (es decir, como un cambio en el plano de las teorías), sino como una ruptura epistemológica (esto es: como un cambio drástico en las condiciones en que el saber se producía y se validaba); y, por ello mismo, como una mutación política y antropológica: cambian las relaciones de poder en las que el saber se funda, cambia el mundo en que vivimos y cambia la humanidad que lo habita. [Continuará]