jueves, 28 de abril de 2016

Luc Moullet. ¿Qué deshacer?


por José Miccio

(Publicado en revista La otra en 2007, a propósito del 9° Bafici) 

El desconocido

Luc Moullet amenazaba con ser la verdadera revelación de este Bafici. Nadie sabía demasiado de él, pero el rumor de que se trataba del director perdido de la Nouvelle Vague no era un rumor como cualquier otro. Por razones que – imagino - no son únicamente estéticas, la nueva ola francesa conserva un aura de siempreviva que la mayor parte de sus contemporáneos cines nacionales ha perdido. Si el secreto en cuestión hubiese sido parte del nuevo cine checo nadie se habría ocupado de hacer correr la voz. O para no ir tan lejos: ¿cuántas notas se publicarán en los medios argentinos sobre la retrospectiva que el festival le dedicó a Joaquim Pedro de Andrade? En fin, no estoy del todo seguro de esto, pero creo que Moullet dejó en muchos de los que siguieron su retrospectiva cierto gusto a poco o a desilusión. Sin embargo, que el francés no se revelara finalmente como un cineasta extraordinario no significa que sus películas carezcan de interés, ni que la decisión de proyectar once de ellas haya sido un error, ni que hubiera dado lo mismo no haberlo conocido. El cine es una ciudad y no tenemos por qué quedarnos a vivir sobre sus avenidas. En el vértigo del festival, la fiebre por descubrir el cine del futuro se traslada también, aunque en escala, al pasado, como si la búsqueda de la película que nos permita volver a mapear todo fuera la única razón para mirar un poco hacia atrás. Como si solo un descubrimiento de semejante magnitud compensara nuestra ausencia de las salas que en ese mismo momento proyectan películas nuevas. En Mar del Plata pasó esto con Killer of Sheep, el impresionante debut de Charles Burnett, que vino a decirnos lo poco que sabíamos del cine estadounidense de los setenta. Creo que no pasó algo así en el Bafici. Creo también que el hecho de que no pasara no es motivo de preocupación, y que Moullet no tiene por qué sucumbir frente a nuestra ansiedad. Además: ¿qué es una película nueva? ¿Hana, de Kore-eda?


El carnicero

Lo cierto es que con Moullet las cosas empezaron mal. Muy mal. Une aventure de Billy le Kid es una película fácil de comentar; basta decir que se trata de la deconstrucción del western, hacer una referencia a Jarry y el resto se escribe solo. Un Jean-Pierre Léaud más perdido que su personaje atraviesa arena, tierra, piedra y agua durante setenta y siete minutos inadjetivables. Se cae y patalea como histérico durante un plano larguísimo; es capturado por indios y demora una eternidad en liberarse de las rocas que no lo aprisionan. Todo mira hacia el absurdo pero nada tiene sinsentido. No es una película, es una tortura.

Ensayos críticos

Pero las cosas mejoraron. Moullet es ante todo un comediante, y su humor funciona mucho mejor en sus películas cortas. Le littre de lait es la excepción: quince crueles minutos con algunas bromas depositadas aquí y allá. Pero La cabale des oursins y Essai d’ouverture son excelentes. En la primera, cuya traducción, según el catálogo, es La intriga de los erizos de mar, Moullet elige unas elevaciones que los mapas se niegan a codificar con sus líneas habituales y los tutoriales turísticos prefieren evitar. Si la guía Michelin las ningunea es que son encantadoras, parece decir Moullet. Se trata de colinas generadas por la explotación de las minas de carbón, y la referencia a los erizos de mar tiene que ver con la representación que los discriminadores mapas hacen de ellas: dibujos en espiral que el director asocia con los mencionados animales. Como para hacer aún más compleja la designación, el subtitulado de la película eligió – acertadamente – devolverlas al diccionario y llamarlas escoriales. Este ir y venir hubiera gustado a Moullet, ya que en buena medida el corto obtiene su interés del carácter algo indefinido de su objeto. Consecuencia indirecta de la explotación minera, los escoriales no son obra de la naturaleza. Pero como su formación no responde a voluntad alguna, tampoco son, digamos, monumentos. Resistentes a toda clasificación, los escoriales le permiten al director jugar a ser alternativamente botánico, historiador, semiólogo y deportista. A veces se dedica a comparar la flora de uno y de otro. Otras, se politiza y señala asuntos relacionados con la propiedad y la lucha de clases. A veces se disfraza de Barthes y cuestiona lo que este llamó “la promoción burguesa de la montaña”. Otras, insiste en los beneficios del alpinismo. Liberado después de estas máscaras, juega el juego de las asociaciones libres, como en el fabuloso encuadre que captura un escorial de lado y lo hace aparecer como una teta de perfil. Al final queda en pie una sensación algo ambigua. Es evidente que Moullet no mira con cariño la industrialización. Pero los escoriales, que son su consecuencia, le resultan fascinantes.

Como si de un devastador tratado de antropología escrito por Jerry Lewis se tratase, Essai d’ouverture pone en escena los mil y un esfuerzos de un hombre por abrir una botella de Coca Cola. Como tantos cómicos antes que él, Moullet – quien, como en  La cabale des oursins, protagoniza su película - procede por acumulación y amplificación. Esto es, sostiene buena parte del efecto cómico en el delirante crecimiento de las técnicas empleadas para lograr el objetivo. Primero, el cuerpo. Luego, algunos utensilios. Después, los electrodomésticos. Finalmente, una máquina industrial diseñada específicamente para destapar botellas de Coca. Una vez que la serie llegó a este punto, la película vuelve a empezar. Ahora los métodos para triunfar por sobre el obstáculo progresan de acuerdo con la sabiduría obtenida por el estudio y la práctica y no por las herramientas cada vez más complejas de la primera parte. Hay algo alienante y desolador en esta carrera técnica e intelectual aplicada a un objeto que es a la vez todos los objetos de consumo. Entre las carcajadas y la angustia se mueve Essai d’ouverture. ¿Habrá logrado Moullet lo que parecía imposible: ponerle a la escuela de Frankfurt una nariz de payaso? Como sea, los dos cortometrajes comparten la misma certeza: siempre hay algo dislocado en el mundo. Pero este último es más radical: no es algo lo que está fuera de lugar o sin codificar, es el mundo mismo el que se ha salido de sus goznes.

El burlador de París

Las comedias de Moullet van en pos de aquello que tiene alguna falla o descomponen aquello que se supone anda bien. No es nada nuevo, pero tampoco es algo tan común. Tres de sus consignas: dislocar lo ordenado, desestabilizar lo firme, poner en contigüidad lo lejano. Como Essai d’ouverture y Genese d’un repas (de la que ya hablaremos), Ma première brasse comienza con el propio Moullet frente a una mesa. Todo gira una vez más en torno de un desafío, pero no se trata ya de vencer un objeto sino de superar la hidrofobia. La película se parece bastante a los cortos comentados, pero como dura más (alrededor de cincuenta minutos), su efecto cómico dura menos. El (mal) momento culminante es un plano secuencia de tres o cuatro minutos que registra al director bailando en la playa un tema electropop. Causa gracia un ratito, después ya no. Pero la película tiene también un gran momento: un plano secuencia de tres o cuatro minutos que registra al director bailando en la playa un tema electropop. El cine de Moullet es irritante e inteligente, y en ningún otro lugar tenemos un ejemplo tan notable de la realización simultánea de estos aspectos. Las premisas para entenderlo están antes. Varias veces vemos al director seguir un manual de braceo. Por lo que sabemos gracias a La cabale des oursins, a Moullet no le gustan las guías, así que es posible que tampoco le gusten los manuales. En un momento dice: “No soy nadador pero puedo bailar”. Y entonces llega la referida, eterna escena. El cuerpo del director-actor, descoyuntado, no hace lo que la música requiere. El baile es inorgánico, feo, aberrante. Es también el metatexto de Moullet. Su manifiesto. La guía, el manual, la música prescriben movimientos, y Moullet, libertario, se los carga a todos. Además, y por si no quedaba claro, subraya al final de la agitada pantomima: “¿Por qué seguir los códigos, por qué imitar?”. Es lógico que este panfleto anarquista concluya con una declaración de odio hacia el mar. Moullet canta al escorial, ese monstruo antiecológico. No al mar, esa cosa continua y homogénea.

El cine mismo no escapa del derrumbe, y la desestructurada película se vuelve contra toda continuidad. En términos globales, carece no solo de narración sino también de coherencia de estilo. En términos locales, revuelve el raccord con un escandalosamente falso contraplano de una ola gigante. Dicho todo esto, no está de más comentar que el hecho de que Moullet dispare una y otra vez contra la Norma no significa que filme sin convenciones, porque la tradición humorística que ha elegido hace perfectamente legibles todos sus procedimientos y porque al fin y al cabo sus chistes cinéfilos son iguales a los de tantos directores franceses. Como para confirmar esto, por ahí anda un barquito de juguete bautizado Bresson.

Y ya que estamos con el cine, un detalle muy gracioso. Un director francés que escribió en Cahiers y que fue (o es) amigo de Godard y de Chabrol y de Rohmer, pero que, por lo visto, siempre insistió en señalar lo arbitrario de la ley; un director así, digo, con esa historia y esos compinches y esa predisposición a la travesura: ¿a qué sacrosanto blanco puede apuntar? A la teoría del autor, por supuesto. La secuencia es breve, pero vale la pena recordarla. Moullet piensa en su objetivo – dar una brazada – y concluye que el agua es un tema constante en su filmografía. Decide entonces comprobarlo con algunos fotogramas, entre los que incluye uno de Une aventure de Billy le Kid en el que se ve a Jean-Pierre Léaud cruzando un río y otro de Brigitte et Brigitte que muestra a las dos chicas de culo en sendos baldes. Entre la tesis y el ejemplo hay un abismo, y lo que queda es un razonamiento vaciado por vía del absurdo.

Salto a 2006. Le prestige de la mort, su último largo, dispara unos dardos contra Godard.

Y salto ahora a 1966. En Brigitte et Brigitte, su primer largo, un cinéfilo declara que los mejores cineastas de la historia son Orson Welles, Alfred Hitchcock y Jerry Lewis. Nada sorprendente para quienes conocen el Olimpo estadounidense de la nueva ola francesa. Enseguida, otro personaje - un niño – lee de su lista de doscientos ochenta y tres cineastas los nombres de los tres peores: Orson Welles, Alfred Hitchcock y Jerry Lewis. Es cierto que las películas de Moullet – y algunas de sus declaraciones - confirman la primera aserción, sobre todo en relación con Lewis, pero más interesante que la posibilidad de distinguir cuál de las dos representa la opinión del cineasta resulta detenerse en la misma contradicción, que señala tempranamente algo que Moullet mantiene hasta hoy: la distancia irónica respecto de los fundamentos del cine francés moderno (al que pertenece, por supuesto). Sus contemporáneos de la Nouvelle Vague – con los cuales Brigitte et Brigitte tiene mucho en común – sabían de la ironía y el calembour, de la parodia y el contraargumento, pero cuando se trataba de cine las cosas eran tajantes, al menos durante su periodo bélico, que distinguía con claridad amigos y enemigos.

Bicicletas

Parpaillon ou à la recherche de l’homme à la pompe Ursus d’après Alfred Jarry es una comedia entre Tati y – sí, otra vez - Jerry Lewis. Sus resultados están muy por debajo de sus referentes, pero esto mismo puede decirse de la mayoría de los que intentaron seguirlos, que tampoco han sido tantos. Esta vez Moullet arremete contra una verdadera institución francesa: el ciclismo. Parpaillon es una colina (no un escorial), y los aficionados a las bicicletas ascienden sus caminos una vez por año. Sin narración ni personaje central, la película es una sucesión más o menos afortunada de gags, y como Ma première brasse dura más de lo que debería durar. La habitual libre asociación por forma o significante que usa Moullet en sus películas vuelve a aparecer acá. Recordemos algunos ejemplos: la tapita de Coca Cola tenía forma de alerón, el escorial se volvía teta, las chicas de su primer largometraje se llamaban de la misma manera. Hay otros que ahora no recuerdo bien, pero en Parpaillon hay varios. Uno, muy lindo, podría estar en una película de Tati. Dos ciclistas pedalean. Los vemos de espaldas. El de nuestra izquierda tiene un estampado en la remera que dice “VE”; el de la derecha, uno que dice “LO”. “VELO” es “bici” en francés. Enseguida intercambian lugares, y ahora se lee LOVE. El otro ejemplo es más caótico. La escena es completamente independiente (esto es, ni siquiera se vuelven a retomar sus personajes). Vemos andar a Jesucristo en su bici. Un barbudo que viene detrás pedalea más rápido y lo alcanza con facilidad. Se escucha “La internacional” y entonces nos damos cuenta de que se trata de Marx. Pero Moullet no puede concluir allí, porque la superación del cristianismo por el marxismo no da bien en una comedia. Algo debe llevar las cosas al absurdo, que es el terreno que le gusta al director. Aparece entonces un tercer ciclista. Se escucha la música de Superman. El viejo Karl también es superado. Para quienes disfrutan de ir y venir por los significantes la escena es una bacanal. Además, tiene una coda: Jesús termina caído con la corona de la bicicleta en lugar de la de espinas.


Una cierta tendencia…

Les sièges de l’Alcazar es su película más simpática. Es también su película más desagradable. Quiero decir: da gusto verla, quién se atreve a dudarlo, pero disgusta pensarla. Es La noche americana de la crítica; algo mejor, es cierto, pero igual de mezquina. Transcurre en los años cincuenta. Su escenario – el Alcazar del título - es un cine de barrio que, según se dice al comienzo, posee una de las mejores programaciones de París. Enseguida, un chiste cinéfilo, como para dejar en claro desde el principio cómo viene la mano: que no se conozca esta sala no es algo inusual, a fin de cuentas no muchos saben que Feuillade filmó películas geniales. Guy, su protagonista, es un crítico de Cahiers du Cinema. Su antagonista, Jeanne, una crítica de Positif. Él admira a Vittorio Cottafavi, un director italiano experto en melodramas y películas de aventuras. Ella, a Michelangelo Antonioni. No se dice pero es claro: lo que él llama placer ella lo entiende como alienación; lo que ella cree político él lo piensa poco emocional. Pero los que se pelean se aman. Y entonces la película muestra su carta mayor: el ensueño amoroso engendra monstruos, y la hidra del cinéfilo es una revista que funde el amarillo y negro de Cahiers con el nombre de Positif. Es la imagen de lo imposible y la imagen del amor. O la del amor imposible. O – para usar el fetiche – la del amour fou. Pero es también la imagen de un mundo pobre, casi muerto, que se agota en el espacio cerrado de la sala de cine, esa geografía ya conquistada por quien la visita a menudo y es capaz de identificar los lugares mejores y las zonas de peligro, además de otorgar nombres propios a las butacas y cosificar a las personas. Afuera, nada. Solo el café donde los críticos celebran la posesión de un pase o se burlan de aquellos que todavía no lo han conseguido. De las cosas del pasado que merecen extrañarse esta visión autista del cine y del mundo no es una de ellas. ¿Es eso que aparece en pantalla lo que somos quienes dedicamos buena parte de nuestros días al cine? ¿Un adulto en la tierra del nunca jamás? ¿Un eslabón más en la interminable cadena de criaturas sensibles inaugurada por un romanticismo del que no hemos podido deshacernos? ¿Un melancólico boludo alegre? Guy no da ternura, da miedo. 1

Nuevos ensayos críticos

La comédie du travail y Genese d’un repas conforman un díptico poderoso, aunque su comprensión es también bastante problemática. No son películas perfectas, pero saben cómo tratar su tema. La primera es una ficción, la otra un documental. Lamentablemente, la proyección de esta última fue un suplicio: los subtítulos tardaron un rato en sincronizarse, luego oscilaron entre ir a tiempo y a destiempo y finalmente desaparecieron. Una pena: tal vez sea el mejor largo de Moullet. Comienza con el director dispuesto a almorzar atún, huevos y bananas. Nada rara su aparición en escena. Nada extraña la comida que se dispone a disfrutar. Luego de Ma première brasse, uno espera que Moullet comience su sucesión de gags. Pero no. Los alimentos tienen una historia más compleja que la que los lleva de la góndola a la mesa, y lo que veremos a continuación es un estupendo trabajo de desmontaje. Claro ejemplo de cine anticapitalista, la película  se inscribe en una serie que comienza con Marx, sigue con Brecht y llega al Barthes de Mitologías, especialmente a aquella dedicada al vino y la leche y que concluye así: “Existen mitos muy simpáticos pero no tan inocentes. Y lo característico de nuestra alienación presente es que el vino, justamente, no pueda ser una sustancia totalmente feliz, salvo que uno, indebidamente, olvide que él, también, es producto de una expropiación”. Si cambiamos vino por atún, por huevo o por banana tendremos una buena idea acerca de Genese d’un repas. Entre la economía, la estética del extrañamiento y la semiología se mueve aquí Moullet, aunque es probable que su algo conductista método de exposición haga problemática la convivencia de estas tres fuerzas. El fragmento que mejor condensa todas estas líneas de pensamiento podría figurar en una antología de ejercicios de semioclastia (el neologismo, que une semiología y clasismo, es de Barthes). Hay dos latas de atún. El pescado contenido en ambas proviene de África. Costa de Marfil abastece a una de las empresas, Senegal a la otra. Curiosamente – o no tanto - el producto más caro es el que se vende más. ¿Por qué el consumidor elige el que en principio menos le conviene? A la pregunta sigue la investigación. Entrevistas por un lado, análisis de las marcas por el otro. Luego, la conclusión: el comprador elige el atún más caro porque no ahorra dinero pero sí preocupación. Una lata tiene la imagen de un simpático pescador bretón, y en letra pequeña informa de dónde viene el atún. La otra, sin una imagen tan notoria, comunica el lugar de procedencia con letras grandes. La primera lata da Blanco, y blanco da limpio, seguro, ordenado. La segunda da Negro, y negro da todo lo contrario. Quien elige el atún es la ideología.

Si Genese d’un repas sigue a Marx, La comédie du travail sigue a Foucault, sobre todo al de Vigilar y castigar. Dos son sus personajes principales. Uno de ellos, Benoît Constant, busca empleo con desesperación. El otro, Sylvain Berg, huye del trabajo como de la peste. En el medio, una empleada de la oficina de empleos que tiene el récord de contrataciones recibe un reto de parte de su jefe: si continúa ubicando gente va a ser responsable del aumento de la desocupación. La paradoja puede explicarse. ¿Qué harán los doce mil empleados que el estado destina a conseguirles trabajo a las personas? ¿A quién atrapará la policía si se reduce la vagancia? ¿A quién le arreglará el calzado el zapatero si los ingresos permiten comprar zapatos nuevos? ¿Y si las citaciones no se reparten qué harán los carteros? El carácter funcional del desempleo queda de esta manera expuesto. Otro buen número de escenas se detiene en las taras del trabajo, que van de la obsesión a la muerte, bajo forma de asesinato o de suicidio gradual. La ligereza inicial de la exposición se vuelve agobio, y la película acaba por hermanarse, del lado del trabajador patológico, con las muy posteriores El empleo del tiempo y El adversario, y del lado del perezoso convencido, con los clásicos anarquistas de Chaplin, Renoir y Clair, que todavía respiran en el cine de Ioselliani. De hecho, la última película del georgiano, Jardins en automne, ofrece, creo, la mejor pista para determinar la fuente filosófica de estas representaciones: cuando el protagonista es despedido visita a su madre, quien está leyendo un libro de Fourier. Sus propuestas, dice la mujer, todavía tienen vigencia. Efectivamente: el Sylvain de Moullet sería un héroe de La phalange, el periódico fourierista del siglo diecinueve francés. Carece de casa y de jefe, de esposa y de profesión, y afirma esas faltas como virtudes. Constant, como su apellido denuncia, es su contracara exacta. Atado a todas las relaciones sociales de las que el otro ha escapado no puede vivir sin coacciones. Sylvain sededica al alpinismo. Constant suspende una salida con su hijo para mirar un documental sobre el Everest por televisión.

Genese d’un repas se asoma a la estructura económica del capitalismo y La comédie du travail enfrenta la representación de la sociedad disciplinaria. Como díptico, las películas funcionan bastante bien, pero en última instancia acaban por hacer ruido. Después de mostrar la vida de los obreros de África y Latinoamérica, la vida alienada de la clase media francesa a la que pertenece Constant pierde espesor. La tragedia, si es que se puede llamar así a esta historia, es que esa opresión de las disciplinas es finalmente deseable del otro lado del mundo, donde la falta de trabajo no significa libertad sino miseria. Según la película, en Francia, con el seguro de desempleo y algo de habilidad para engañar los controles del estado, los desocupados pueden vivir escalando montañas en Nepal. Su libertad es al fin y al cabo consecuencia de transferencias que el estado promueve con capital seguramente obtenido de los impuestos que las empresas explotadoras tributan a quien las protege e impulsa.

Esta es la descripción que Foucault hace del joven Béasse, llevado frente a tribunal por indisciplinado: “Todos los ilegalismos que el tribunal codifica como infracciones, el acusado los reformuló como la afirmación de una fuerza viva: la ausencia de hábitat como vagabundeo, la ausencia de amo como autonomía, la ausencia de trabajo como libertad, la ausencia de empleo del tiempo como plenitud de los días y de las noches”. Es un retrato exacto de Sylvain, excepto por un detalle: el fourierista del estado de bienestar ya no es un indisciplinado. O dicho en otras palabras: Sylvain no está fuera de la red. 

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                         Me parece justo agregar un comentario. Lo escrito sobre Les sièges de l’Alcazar surge de algunos apuntes que tomé luego de la proyección. Las opiniones las sostengo, pero ya no sé si se ajustan bien a la película, sobre todo porque de ser ciertas estaríamos frente a una anomalía en la carrera de Moullet. Un burlador como él no pude destilar tanto cariño. Pero como no es necesario suponer que toda película de un director deba estar contenida en las redes de su obra, Les sièges de l’Alcazar bien puede ser un homenaje a la idea del cine como algo más grande que la vida. El problema básico es este: tal vez lo que entendí como una mirada condescendiente sea en realidad un cuestionamiento. Si Moullet se cargó la teoría del autor, si se cargó a Godard, ¿por qué no va a hacerlo con la figura del cinéfilo? ¿Será este su disparo contra Truffaut? Se ve que no es fácil decidir. En el catálogo del festival se dice esto acerca de la película: “(Les sièges de l’Alcazar) es el retrato de una generación cinéfila, a la que pertenece Moullet, que ponía una pasión infrecuente en su visión del cine y que determinó un nuevo tipo de crítica y de militancia cultural durante la década de los cincuenta”. Por su parte, en su blog La lectora provisoria Quintín escribe: “Lo que se suele describir como una comedia, hasta como una versión heterodoxa de Romeo y Julieta, es una película de una ferocidad y una negrura tremendas y el retrato más despiadado que se haya hecho sobre la cinefilia como una pasión irrelevante de solitarios obsesivos y patéticos”.  El cine de Moullet está cerca de este comentario. Pero una película – insisto – no tiene por qué guardar con otras que llevan la misma firma estrictas relaciones de coherencia. Mi recuerdo de Les sièges de l’Alcazar se ajusta, aunque con signo evaluativo inverso, a lo que dice el catálogo. Lo que escribí acerca de sus otras películas me hace dudar ahora. La teoría del autor nos ha vuelto paranoicos.

martes, 19 de abril de 2016

Peligrosos Gorriones: una historia de los años 90


por José Miccio y Gastón Franchini (2007)

Prólogo

En diciembre de 1992 Serú Girán cierra en River su Operación Retorno y Soda Stereo abre en Obras su Operación Legado. La primera es un triunfo inmediato y bochornoso. La segunda un paulatino fracaso. Las dos son hijas de la plata dulce de los primeros años menemistas. 

De un lado, en River, cuatro tipos felices por su renovada cuenta bancaria e inmunes a toda vergüenza. Con Serú Girán volvían las armonías complejas en la onda Steely Dan y el mito del supergrupo. Por esos años, la ola retro se extendía en el millón y pico de entradas vendidas por Tango Feroz, en un programa de televisión llamado La Cueva y en la edición por revistas y diarios de compilados dedicados al rock argentino. Serú 92  y el doble que registra las actuaciones en River son las pruebas de un desfalco. Pero Serú logró lo que quería: llenar de gente los estadios y de dinero sus bolsillos. En sintonía con la época, Lebón aparecía en Caras con Pata Villanueva y García respondía sin pestañear que un millón de dólares era la razón del regreso. En su institucional navideño, los empleados del canal 9 de Alejandro Romay cantaban la misma canción que los cuatro Serú Girán cantaban en River. Su estribillo decía así: “Todas las personas pueden mejorar / todos los caminos pueden ayudar / si estás aquí / si lo deseás”. 

Del otro lado, en Obras, tres tipos modernos en plena mutación noise, dueños del circo por derecho propio y debilidades ajenas. Con Soda Stereo llegaba el hojaldre infinito de guitarras a la My Bloody Valentine y la promesa de un presente continuo y siempre sofisticado. La ola moderna se extendía en el desembarco de las señales de cable dedicadas a la música, en algunos periodistas padrinos y, sobre todo, en el espacio que el notable crecimiento de la edición discográfica dedicaba a bandas nuevas. Al comienzo de los años 90 se produce la segunda explosión cuantitativa del rock argentino (la primera es la que acompaña el retorno de la democracia). En 1991 se editan 74 discos. En 1992, 85. En 1993, 113. Las discográficas hicieron sus negocios y las ventas de los primeros tres años de los 90 igualan las de toda la década anterior. Dynamo y los shows de presentación en Obras son la prueba de un momento altísimo en la carrera de Soda Stereo. Pero la banda no logró lo que parecía ser su programa: dejar un sonido para los años venideros y su nombre como cifra de la década. En sintonía con su tiempo, Cerati hacía pop siempre al día con su trío de siempre, un poco de electrónica experimental con Daniel Melero y canciones acústicas en forma solista. El estribillo de uno de los temas de Dynamo decía: “Si después de tanto andar / estás en el mismo lugar / toma la ruta”.

Es cierto: había grandes canciones de los dos lados. Pero el resultado era previsible. Las de Serú Girán, heridas por la desidia de sus hacedores. Las de Soda Stereo, brillantes desde todo punto de vista, tocadas con la convicción y la soberbia de quienes saben que la cresta de la ola sube con ellos y que desde allá arriba todo se ve chiquito. Con Serú la historia se repite como farsa. Con Soda no se repite y  punto; en todo caso se la trae desde el presente europeo, así como dos años antes se la había hecho venir desde el pasado argentino para dar forma a Canción animal. Generoso, sereno, altivo, Cerati decide entonces que puede dar algo de lo que le pertenece e invita a algunas bandas nuevas para que abran sus conciertos. Las elegidas son Babasónicos, Tía Newton, Martes Menta y Juana La Loca. Un pasado muerto, un presente en camino, un futuro posible. Todo parece dynámico. Unos meses después no hay nadie que no hable del Nuevo Rock Argentino. Los años 80 son cosa del pasado. 

Capítulo 1. Cachetazo paliza al piso

En 1993 tiene lugar en Córdoba el primer festival Nuevo Rock Argentino. En dos jornadas tocan Babasónicos, Juana La Loca, Martes Menta, Tía Newton, Los Brujos, Peligrosos Gorriones, Todos Tus Muertos y Los Visitantes. Una combinación curiosa. O más técnicamente: una mescolanza. Sobre todo por las dos últimas bandas, cuya historia es diferente (cuya historia existe). Palo volvía después del fin de Don Cornelio y los Muertos mutaban del dark-punk de sus primeros discos a un cambalache rítmico muy cercano a Mano Negra. Los otros grupos, semejantes o no, tienen más que ver entre sí. Los cuatro primeros vienen de talonear a Soda Stereo y Los Brujos trabajan con Melero. Sus músicos, además, comparten generación, una palabra que entonces vuelve a ser moneda corriente. Y si de palabras se trata, hay otras dos importantes, que se convierten en comodines para referirse a las bandas nuevas. Una, más genérica, es alternativos. La otra, más específica, es sónicos. 

Los Peligrosos Gorriones no había teloneado a Soda Stereo pero son incluidos rápidamente dentro de este último conjunto. No habían editado todavía su primer disco pero ya se hablaba de ellos con entusiasmo. Un comentario sobre su primer demo en una revista de la época (Rock en blanco y negro) terminaba así: “Atenti con “Escafandra”, “Cachavacha” y “La mordida”. ¿Futuros clásicos del rock argento?”. Con el correr del año, los elogios y reconocimientos se suceden como en frenesí. Más de un periodista encargado de cubrir el evento cordobés determina que la banda de Bochatón es la revelación, y cuando termina el año más de una encuesta la declara como la mejor de las nuevas agrupaciones. Y hay más. El video de “Escafandra” rota en los canales de cable con una frecuencia altísima. Su debut discográfico (Peligrosos Gorriones) es producido por Zeta y ternado para los premios ACE de cronistas de espectáculos, un dato muy poco menor si se tiene en cuenta que los responsables de consagrarlo como mejor disco nuevo en el de Clarín, por ejemplo, son en un noventa por ciento periodistas. Todo parecía ir viento en popa. Y qué duda cabe: el disco merecía tantos aplausos. 

Ya desde su nombre la banda sonaba a cosa nueva, aunque su combinación de animal y atributo inesperado no fue única: por la misma época había otra que se llamaba Demente Caracol y antes, por supuesto, había existido Pescado Rabioso. En relación con esto, y como sucede siempre que unas canciones de rock argentino tienen letras, digamos, poéticas, más de uno consideró spinettianas las de Francisco Bochatón. Por eso no es raro que en un intento de clasificación de aquellos años, que dividía ya las aguas entre sónicos y rockers, Peligrosos Gorriones apareciera, entre bandas beatcore, experimentales y tecno, como rock surrealista. Y como en el rock local surrealismo es Artaud, Artaud es Pescado Rabioso y Pescado Rabioso es Spinetta, la conexión parecía tener sentido. Como sea, hay que decir que la música de los Gorriones le hacía honor a semejante nombre. Eléctrico y desaforado, el grupo era dueño de unas canciones furiosas y sutiles, que sonaban, dentro del marco abierto por Pixies y llevado a la masividad por Nirvana, en sintonía con algunas de Los Brujos. Pero sus letras, muy importantes para comprender tanta bienvenida, seguían otro camino. 

“Escafandra” abre este primer disco. Batería y acople, guitarra que se suma, silencio, grito y entonces sí, banda completa. La canción huele a espíritu adolescente pero su contenido es más bien infantil, como la fiesta llena de juguetes y papel picado del video que acompañó su difusión. Las imágenes de Bochatón -  “Sobrevivo pues llevo mi traje / soy un buceador / Y si encuentro el tesoro me iré a otro planeta a pasear / La manguera me da todo el aire / y puedo respirar” - son semejantes a las que abundan en esos verdaderos catálogos de macumbas, galaxias y surf mutante que son los discos de Los Brujos. Pero hay en los Gorriones un ánimo que no es ajeno a la influencia de Nevermind y que devuelve al poeta atormentado los laureles que cada tanto viene a reclamar. Y es que Bochatón no concedió mucho más que estas frases al gusto por lo cutre. De hecho, en la misma “Escafandra” entrega como parte de su estribillo-trabalenguas su primera imagen del vacío, un tema que persiste en sus canciones bajo formas distintas hasta hoy: “Cofre y adentro desarmo las trabas ya no había nada”. De modo que esta aventura infantil, que incluye disfraces, diminutivos y referencias al turismo interplanetario, es ya un final del juego. 

El disco está lleno de referencias al mundo de la infancia pero carece de inocencia. “Panza de la araña” y “Cachavacha” son las otras dos canciones fundamentales. La primera remite desde la música al juego de ronda (o de calesita, o de saltar la soga). Es una atmósfera infantil y también un mundo perverso, como lo indican las primeras palabras: “Luz de bebé que murió / se fue a las seis”. El clima recuerda un poco el debut en cine de Freddy Kruger, y ciertas imágenes, dignas de una película de David Lynch (“una lengua de verdín”, “uñas rotas”, la misma “panza de la araña”), establecen el registro ominoso de la letra, en contraste con la repetitiva y juguetona estructura musical. Como sucede en tantas de sus canciones, Bochatón corta los versos de manera que las funciones sintácticas no puedan determinarse con claridad; en “lenta vejez cuenta arrugas cuenta tres / uñas rotas piel de esponja”, por ejemplo, “tres” puede modificar tanto a “arrugas” como a “uñas”, y la barra de separación responde a la música y no a la transcripción de la letra contenida en el sobre interno, que está hecha de manera continua y casi sin puntuación. También “Cachavacha” es una sucesión de imágenes infantiles, entre el juego (globos, piñatas, muñecos, “la rana que vuela”), el carnaval cumpleañero (el mundo invertido de frases como“el que menos suma será el ganador”, “el más lindo será el peor”) y la ambigüedad (un poco de fiesta, otro de brujería y una canilla que puede ser tanto una parte del cuerpo como un grifo molesto que gotea, como en las películas de terror).

Hay otras canciones - “Nuestros días”, “Estos pies” - que están muy por debajo de sus compañeras. Y otras más - “Siempre acampa”, “Cacería de caballos” - que trabajan un surrealismo de taller literario. Pero “Trampa” agrega algo importante a todo lo dicho. Su sonido es el que más se acerca a lo que Nirvana hacía por esos días. El teclado recuerda un poco los climas enfermizos de los Fuzztones. Su letra dice: “Ver detrás de lo mostrado / yo lo vi y debí evitarlo”. No es vacío esta vez (como en “Escafandra”) lo que se oculta bajo la superficie. Es algo peor. Lo prohibido no es aventura sino castigo, y el tesoro se convierte en una versión de la caja de Pandora. El poeta mira y sufre, y como en tantas tradiciones, de la manzana cristiana a la locura de los malditos, conocer es ser castigado. 

Músicos jóvenes, un disco ciertamente original, unas letras entre candorosas y siniestras, buenas ventas y buenos comentarios. Parecía que Peligrosos Gorriones sería la banda popular más amada por la crítica. Pero no fue así. En 1999, cuando el reloj de los 90 se apaga, el suplemento No de Página 12 elige veinticinco canciones a manera de resumen de década y pone entre ellos “Siempre acampa”. En 2007, cuando se cumplen cuarenta años de rock argentino, Rolling Stone elige los cien mejores discos de su historia e incluye, en el humilde puesto 74, este mismo álbum. De lo que vino después, nada. Es como si todo se hubiese detenido acá.

Capítulo 2. Un trago de río amargo

En 1995 el tan mentado crecimiento del rock argentino inicia su camino descendente. El número de ediciones disminuye, y la venta total de discos se reduce de manera drástica. Para el periodismo gráfico, además, el tema de las nuevas bandas no es ya un nuevo tema, y en el muy veloz mundo de la crítica lo que dos años atrás era esperanza es  ahora objeto de sospecha. 

En diciembre de 1994, desde el número balance del suplemento – el mismo espacio que exactamente un año atrás había consagrado como revelación a Peligrosos Gorriones - Pablo Schanton, que fue uno de los más activos partidarios de la renovación post-Dynamo, escribe esto en la entrada correspondiente a “Acontecimiento del año”: “Que cualquiera pueda ser alternativo pero casi nadie contracultural”. La oposición deshistoriza el fenómeno pero tiene un interés indudable. Lo alternativo fue en buena medida una brevísima primavera sobredeterminada por la multiplicación de la oferta económica, la difusión de MTV, el éxito de Nirvana y el ejemplo del Lollapalooza. Las nuevas bandas grababan para multinacionales, y como para confirmar que un nuevo target había sido identificado y construido una de ellas, BMG, creó un subsello especial, Iguana, para vender las canciones de los jóvenes grupos a una nueva generación de oyentes, henchidos de mochilitas y pins. Un Iván Noble extrañamente inspirado e inmerso en un panorama que se volvía poco a poco más confuso escribía en aquel tiempo, en relación con la segunda edición cordobesa del Festival Nuevo Rock y por medio de un campo léxico directamente levantado del glosario ricotero: “El rock alternativo será aquel que mejor aprenda a cuidar su culo, después de tantos héroes del rock violados y otros tantos que se dejaron coger”. Para dar cuenta de la efímera vida del legado que Soda Stereo parecía haber dejado, solo basta recordar que la banda más exitosa de esta edición del festival no fue ninguna de las salidas de los Obras del 92, ni de las producidas por Zeta o por Melero, sino 2 Minutos, cuyo disco debut, Valentín Alsina, anunciaba desde el título lo que no tardaría en llegar: el triunfo de las bandas barriales. 

En la coyuntura económica, la palabra recesión estaba a la orden del día. Iguana cierra en 1995. Por aquellas horas era posible una declaración increíble como esta de Sergio García, ejecutivo de Sony: “Yo creo que si hubiera otra invasión a Malvinas las ventas subirían más”. Así, en paralelo con la reducción de la oferta de las grandes compañías, se multiplican las ediciones autogestionadas, muchas de ellas en casete. El concepto de independiente comenzaba a ganar terreno al de alternativo. Signo involuntario del estado de las cosas, el festival cordobés de 1994 se hace en un ex galpón industrial convertido en discoteca, y el de 1996 en una estación de trenes abandonada. En este contexto, Fuga, el segundo disco de Peligrosos Gorriones, es lanzado con afiches y rotación radial asegurada. Mucho dinero puesto en ellos. No será la primera vez que un triunfo artístico sea también un fracaso comercial. 

El nuevo álbum de los Gorriones, o al menos buena parte de sus canciones, está marcado a fuego por esta trama histórica. En líneas generales, Fuga navega las aguas poco tranquilas de Pixies, Nirvana y Don Cornelio. Digámoslo de entrada: desde Patria o muerte que un disco de rock argentino no exponía una sensación tan terminal. Su arte de tapa, sencillo y contundente, advierte cómo viene la mano esta vez. Un título que dentro del universo del rock podría connotar dimensiones utópicas recibe del diseño gráfico un atributo que modifica su alcance de manera definitiva: en la tapa, una hornalla prendida, y en la contratapa, el hueco dejado por esa hornalla en una cocina. Es decir: no se trata de una fuga hacia la libertad sino de una fuga de gas. De la amenaza, no de la utopía. Curiosamente, unas letras más rizomáticas que polisémicas son presentadas, de esta manera, con un juego contrario, casi con una declaración. Como si desde el vamos fuese necesario determinar con claridad el sentido anímico del disco más oscuro de la década. 

Todo empieza con “El mimo”, que, como “Cachavacha”, dura un minuto cuarenta, pero que sustituye el juego infantil y perverso por una sensación de abatimiento mucho menos lúdica. Antes, Lynch o Craven. Ahora, Romero. “Mi disfraz es caminar adecuadamente” / “Mi disfraz es caminar por la tierra alegre”, canta Bochatón en el papel de un mimo que trabaja en la radio y reparte panfletos de compro oro. Antes un mal sueño que una crónica, “El mimo” mira de reojo y con desprecio al país entero, zombificado, y tal vez al entonces presidente argentino, “simulando ser campeón de tenis o fútbol”. Como siempre, la canción posee un gran trabajo instrumental y delicados y violentos arreglos de guitarra y teclados, sobre todo en su retorcida mitad. Es hora de reconocer que Guillermo Coda, Cuervo Karakachoff y Rodrigo Velázquez supieron encontrar el sonido más adecuado para las canciones de un Bochatón embroncado e inspiradísimo, y que parte del mérito les corresponde. En “Serpentina”, una de las frases que  se desenrolla vuelve a señalar el contexto: “Nueva democracia musical de fiesta y murga”. Es tiempo de pachanga, y al líder gorrión, rocker herido, poco le importa el linaje rioplatense de la música que cita, aunque mucho le molesta, evidentemente, la nueva trama sonora de la década, en relación con la cual “murga” es solo un desplante metonímico: no cuesta nada leer ahí “cumbia” o “ritmos latinos”. Musicalmente, la canción obliga a Bochatón a forzar su voz en los picos agudos de cada frase, y en la segunda estrofa, si se escucha con cuidado, se puede oír cómo sufre su garganta y cómo su respiración no soporta bien el continuo desplegarse de la letra. Suma, además, gritos a lo Palo Pandolfo y una serie de guturales “¡uhhh!” que dan al tema un aire de ska deforme. Digámoslo sin miedo: “Serpentina” es una de las grandes canciones del rock argentino, y junto con la interpretación sufriente de la posterior “Por tres monedas”, la gran performance vocal de un cantante que jamás figurará en una lista de los mejores en su rubro pero que - como Palo, una vez más - aprendió del punk algo más que a cortarse el pelo. 

Si hay una canción cuyo título resume Fuga esa canción es “Continuo susto”. Hay un detalle importante, que probablemente mucho tenga que ver con esta sensación de desgracias totales que invade el disco. Los tres primeros temas se suceden como si su separación fuera menos una pausa que un corte como los que abundan en el interior de cada uno de ellos. Comprobación empírica: el contador del equipo de música solo pone el signo menos, que comunica los segundos que faltan para el próximo track al comienzo del cuarto tema. Lo mismo sucede entre “Agua acróbata” y “Sé que el tiempo”, temas siete y ocho respectivamente. Fuera de relación, esto nada significa, pero en un disco que insiste en armar buena parte de sus canciones con repeticiones obsesivas, que está dominado por oscuros campos léxicos y repleto de frases gramaticalmente desesperantes esta continuidad puede no ser inocente. No al menos si pretendemos explicar por qué Fuga nos pone tan nerviosos cuando lo escuchamos. 

Y es que si bien las nuevas canciones no se apartan totalmente de las del disco anterior, son las zonas más oscuras de Peligrosos Gorriones las que se profundizan. También acá Bochatón canta, en “Mañanitas”, un estribillo-trabalenguas, como el de “Escafandra”. Sin embargo, hasta estas conexiones se enrarecen. Es un susto más esencial, un susto sin Cachavachas el que acampa en este disco. La angustia antes que el miedo. En las letras, todo o casi todo contribuye a la incomodidad. 1) Atmósferas irrespirables (“sangra la fuga de gas”; “asfixian aire, los hombres cartuchera”), itinerarios anulados o autistas (“Anda solo por la vida sin ninguna dirección”, “Anda solo por la vida sin remedio y sin patrón”; “La procesión que murió hace un siglo, camina zombi en círculo el sentido”). 2) Vida sin renovación (“Anda solo sin cigüeña con la luna en el cajón”, “Se encierra el brote, se seca y nos ciega”, “En la jungla aniquila los elefantes, en la cordillera aniquila los elefantes, el diafragma aniquila los elefantes”). 3) Metáforas de muerte y locura (“Soy el manicomio gris. Soy el velatorio en sí”). 4) Secuencias de extrañas metamorfosis (“Soy cáscaras, soy máscaras, soy charlatán, soy cuerpo”). Fuga es una de las cumbres del rock argentino de los 90. Es hora de reconocer su gloria. 

Capítulo 3. En páginas el tiempo se cerró

En 1997 Peligrosos Gorriones publica su último disco. El año anterior se había realizado el último festival Nuevo Rock Argentino, por primera vez sin la banda de Bochatón en cartel. Muy poco público concurrió al evento. Algo se había secado. Martes Menta no existía más, Los Brujos dejan de hacerlo por esos días, Tía Newton jamás sacó un disco, Juana la Loca, que quería provocar un terremoto, no movió ni una baldosa. Y los Babasónicos no podían ni siquiera imaginar el futuro caliente que el siglo XXI le regalaría a su carrera. En resumen: el Nuevo Rock ya no existía, y la sospecha de que el muerto nunca había nacido se volvía cada vez más verosímil. Con los Gorriones se cierra el arco: la plata dulce los vio nacer, la recesión de mitad de década los vio morir. Sucede a veces que el mismo juego de fuerzas que permite la aparición de una banda como esta termina por ahogarla. Algo parecido les pasó a Don Cornelio y a Fricción, dos grupos que Bochatón seguramente escuchaba en su pieza cuando pellizcaba las cuerdas de su bajo y soñaba con ser poeta y músico de rock. 

Triste final para una banda apasionante. De hecho, nadie parece haberse enterado de la publicación de Antiflash. Y como, según se ve, para la biografía de las bandas malditas el número dos es siempre mejor que el tres, también parece sobrar para quienes recuerdan su música con admiración. Dos discos sacó Don Cornelio, dos discos sacó Fricción, dos Sobrecarga, dos El Corte, dos Duna. En el rock argentino los amigos de la noche duran poco. Es casi un destino: su primer álbum funciona más o menos bien, y con suerte uno de sus temas suena en la radio. El segundo sale por inercia o por contrato. En los casos más radicales, el volumen dos es una especie de acto de inmolación. Tal vez por eso (además de por su genialidad, claro) Patria o muerte goza hoy de tanto prestigio. Y tal vez por eso mismo Antiflash molesta: porque no permite decir de Fuga que fue el suicidio gorrión. 

Antiflash es el disco más desparejo de Peligrosos Gorriones. Es también un disco notable. Esta vez la tapa muestra a los músicos al borde de lo que parece ser una pileta vacía. Un marco los reencuadra. En la contratapa hay una foto en picado de los cuatro en fila india, retirándose, como en un ritual indio de película o en una coreografía de fiesta familiar. Pero si hay algo importante en relación con las imágenes hay que buscarlo en el sobre interno. Los Gorriones nunca pusieron en sus discos un primer plano o un plano medio de sí mismos; cuando aparecían lo hacían sobre un escenario, en plano general, o tapados por letras y borroneados, como en la tapa de su debut. Pero esta vez hay un retrato de cada uno, con un epígrafe que indica su rol en el grupo. Francisco Bochatón: bajo y voz. Guillermo Coda: guitarra. Martín Karakachoff: teclados. Rodrigo Velázquez: batería y percusión. Hay un detalle, eso sí: están de espaldas. El gesto, de tradición vanguardista, prolonga la reacción aristocratizante iniciada en el disco anterior. Y se ve que el asunto no carecía de importancia, porque Bochatón convirtió esto en su sello, y la tapa de su último disco solista (La tranquilidad después de la paliza), así como la de su sitio oficial de internet, es una foto en primer plano de su nuca. Estas palabras de 1999, con las que Bochatón reflexionaba acerca del fin de su banda apenas lanzado Cazuela, su primer disco solista, pueden ayudar a completar el panorama: “Me parece que hoy es más visible que todos somos iguales y nadie es un genio (…). Cuando tocaba con los Gorriones estaba tan claro que éramos todos iguales que ni siquiera yo sabía por qué estaba ahí arriba”.

En relación con la música, Antiflash es probablemente el disco más variado de los Gorriones. “Me extingo” comienza con una guitarra adherida al sonido de Nevermind. “Corre” tiene algo de los mejores Chili Peppers y vuelve a establecer, con sus gerundios, la conexión con Don Cornelio. Las estrofas de “Jugar con armas” están en sintonía con los riffs de El Otro Yo. “Proyector de cine” recupera una vez más el sonido de Los Brujos. Hasta acá, las conexiones de siempre. Las novedades pasan por “Villancicos”, que es lo que su título indica, “Por tres monedas”, un bolero extraño, y “Viento Castelar”, que es un caso muy curioso porque suena muy noventa pero Bochatón hace sus yeahs de manera idéntica a como los hacía Edelmiro Molinari en Color Humano. También es difícil establecer en las letras zonas dominantes, pero es posible decir que, a pesar de que continúan con los habituales juegos de fragmentación, en casi todas la gramática se estabiliza un poco. El universo infantil (intervenido, poco inocente) acompaña siempre a Bochatón, como lo muestra “Macanas”. La droga - un tema que no es nuevo para la banda - es más visible acá, sobre todo porque la canción de apertura, “Mi propio brujo”, y la de cierre, “Una dosis”, hacen referencia a ella. La primera es un mal trip, aciago y culposo: “No puedo dejarlo / ya lo había intentado / y hoy tengo su cuerpo / odio nunca dejarlo / sigo probando / y me arrepiento / cien veces más digo que me arrepiento / es como un bicho en el cual me convierto”. La segunda es una experiencia más ambigua, con algunos peligros (“Pega el grito que te salva del escorpión”) y un final tranquilo (“La tensión desaparece en la inmensidad”). Otros temas frecuentes: el amor perdido (“Por tres monedas” -una gran canción, que le hubiera gustado a Federico Moura -, “Desde que te fuiste”), la iconografía sadomasoquista (“Blanda y plácida”, “Corre”, “Jugar con armas”), el cuerpo inestable (“Proyector de cine”, “Me extingo”). 

Epílogo

En 1997, apenas cuatro años después de haber amenazado con conquistar radios, televisión, prensa especializada y corazones universitarios, Peligrosos Gorriones se disuelve. Bochatón, hasta entonces alternativo, cerraría la década como independiente con la publicación de su debut solista por Índice Virgen. En ese mismo 1997, La Renga termina de recorrer el camino hacia al éxito masivo, que debe sobre todo al notable y prolongado éxito de Despedazado por mil partes, el disco que hace definitivamente legible lo que Valentín Alsina había anunciado unos años antes y que, a la larga, sería tan o más influyente que Dynamo. En “La balada del diablo y la muerte” la esquina es pura metafísica. Quién lo hubiera dicho. El Nuevo Rock Argentino se había terminado. Era tiempo de barrio y rock chabón. No es otra historia: es la misma. Y continúa. Un Cerati enojado recorre, cada vez más autista, los últimos años del siglo XX y los primeros del XXI. En 1999, por ejemplo, saca un disco magnífico, Bocanada, pero se siente cuestionado, y sus declaraciones insisten en la queja por esta otra democracia musical de peregrinación y trapo. Ocho, siete años atrás era el rey, y su corte era una fiesta. Ahora el rock está lleno de plebeyos. 

Es increíble, pero los discursos que empiezan a salir de a poco desde algunos departamentos de Capital, desde algunos estudios de grabación personales o desde las torres de los poetas sofisticados parecen actualizar odios viejos. Es como si el chabón fuera el nuevo inmigrante, el nuevo cabeza. El rencor sale de Cerati, de Melero, de Páez, de Leo García, de Bochatón. La casa está tomada, llegaron los monos. En las objeciones estéticas se adivina un resentimiento social. Cuando el desastre de Cromagnon, el habla de su clase se hizo más clara, y todos ellos escribieron así, en fragmentos dispersos, una nueva versión de “La fiesta del monstruo”. Probablemente los años 90 hayan terminado en diciembre de 2004, doce años después de su nacimiento. En 2007, mientras tanto, se cumple una década del fin de Peligrosos Gorriones. Francisco Bochatón reedita en unas semanas La tranquilidad después de la paliza, su último, bequeriano, delicado disco. Su nuca sigue recibiéndonos en su website. 

miércoles, 6 de abril de 2016

Notas sobre rock argentino en democracia (novena parte)

por José Miccio

XLVI

[Viene de acá] Como demuestran V8 y Los Encargados - y Riff y Fito Páez - los sonidos pueden ser más contundentes que el vocabulario para dar cuenta del modo en que se percibe y se habita la ciudad.  

Luchando por el metal comienza con el arranque de un motor que, además de ilustrar y reforzar el nombre de la banda, funciona como indicio del tipo de energía que promueven Iorio y sus compañeros. Hombres de barrio y acción, apegados a los signos de una masculinidad enfática, los heavies de V8 encuentran en el auto fiel y duradero una identidad y unas metáforas coherentes con su prédica urbana y lumpemproletaria. V8 es un nombre-bandera: toma del mundo un elemento y lo convierte en un concentrado de sentido (otro ejemplo es Arco Iris). 

También en Riff – el grupo tuerca por excelencia del rock argentino - el motor es un signo viril y una imagen adecuada para hablar de la voluntad y el estado de ánimo. En Ruedas de metal, su disco debut, de 1981, hay dos canciones de título afín. Una se llama “Mucho por hacer”. La otra se llama “No detenga su motor”, y trata obviamente de ir para adelante, de combatir el desánimo, de estar en el rock. 

Pero, aunque complementarios, los motores de V8 y Riff tienen una diferencia de estatuto e intensidad. De estatuto, porque el motor de Riff pertenece al lenguaje y al sentido mientras que el de V8 se mantiene en parte del lado de allá de la articulación: es todavía ruido, y el ruido sigue la dirección contraria de la metáfora. Y de intensidad, porque el carácter concreto del motor de V8, su espesor sonoro, permite sentir el impulso afirmativo del heavy de manera más notable que la letra de Pappo. Es así de drástico: no hay otro ruido tan contundente en el rock argentino de los 80. 

Bueno, tal vez uno.  


XLVII

Lo mismo que ocurre con V8 y Riff – la asociación y la diferencia entre ruido y palabra - sucede con el par Los Encargados-Fito Páez, que se ubica en la ciudad de los años 80 del lado de la percepción, no de la acción. No hay motores para ellos: hay fotografías. 

Vayamos de  poco. 

Las enumeraciones a las que suele recurrir Páez en sus letras son una debilidad personal (o una cuestión de estilo, como se dice). Pero también es posible que sean un recurso especialmente adecuado para las exigencias que la música que hace le impone a la canción. Páez canta a menudo fraseos muy largos, como los de “Canción sobre canción” o los fenomenales e infinitos de “Tumbas de la gloria”; las enumeraciones son lo suficientemente elásticas, tanto en sílabas como en acentos, como para acercar el lenguaje a melodías tan complejas. 

Pero además de una cuestión de métrica - que no es en modo alguno determinante, porque Páez canta también oraciones llenas de subordinadas en sus estrofas más extensas - hay en las enumeraciones una cuestión de punto de vista que vale la pena revisar. En los años 80 la imagen que circula con más insistencia alrededor de Páez es la del músico de rock civilmente involucrado. Spinetta es el poeta fino, García la estrella en riesgo, Solari el apólogo de la contracultura, Cerati el poper glamoroso y modernísimo. A Páez le tocó bailar con la más fea. Su figura – la del chico democrático cuyas infracciones son, bien miradas, movimientos propios de alguien que quiere crecer sin agretearse - sobrevive con extraña fortaleza a dos vientos de sentido contrario: el incordio existencial, que pone en duda desde adentro la dimensión juglaresca de sus canciones, y el punto de vista del observador, que ha sido uno de los preferidos de Páez, incluso cuando su música y su figura pública parecían expresar, como ninguna otra, juventud, participación y ciudadanía. El mejor ejemplo de este fuera de foro es “Al lado del camino”, una obra maestra del no compromiso compuesta en los años 90. 

(Conviene hacer una pequeña pausa acá, porque hay un riesgo cierto. Digamos que una ciudad produce mayormente conos de queso, y digamos que un pintor nacido en ella prefiere el cubismo: siempre habrá alguien dispuesto a interpretar los datos causalmente. Pero Páez no expresa en “Al lado del camino” el vértigo menemista, como sí supo expresar, aun con idas y vueltas, el espíritu de renovación democrática que sopló en Argentina al menos hasta 1987). 

El punto de vista del observador, que tan bien se ajusta a las enumeraciones, no nace para Páez en los 90. Tiene al menos un ejemplo anterior, escrito en plenos años 80 y antes de Ciudad de pobres corazones. Se trata de “Instant-táneas”, la segunda canción de la la la. Su letra comienza así: “Instant-táneas de la calle. / Veo una separación, un choque, un estallido, / una universidad”. Y enseguida repite la estrategia: “Instant-táneas de la calle. / Hay un chico que se escapa / un toro, una señora / un cielo, un capitán”. 

Como Riff el motor, Páez dice las fotos: presenta el criterio de combinación y luego despliega un álbum. Pero a la hora de darle a su canción un ambiente sonoro elige el ruido del tráfico, no el de la cámara. Es decir, subraya en el título la calle antes que las fotografías.

Y ahora cambiemos de foco.  

También Daniel Melero es un letrista interesado por el modo en que una ciudad puede ser percibida. En “Piso 24” y “Entre muros” - dos grandes canciones de edificios grabadas en Conga - el espacio público es entrevisto desde un departamento. Pero no se trata, como en “Don’t Worry About the Government” de Talking Heads, de un departamento cómodo para recibir a los seres queridos y despreocuparse de la política. Se trata más bien de un típico departamento de los años 80 argentinos: un lugar con radios y televisores (Melero agrega: con revistas importadas) y un erotismo ultrafetichista, entre sádico y mirón. 

Encierros y alienaciones, malditismo y angustia pop: Melero tenía buen oído para las canciones de interiores. Pero también escribía canciones de calle, como Fito Páez. Y como Fito Páez volcaba sobre la calle una percepción fotográfica, solo que integrada en el sonido. En “Caminando limpio bajo la lluvia”, de Los Encargados, Melero incluye el clic de una cámara de fotos (además de una sirena), y ese clic, sencillamente integrado en la trama sonora de la canción, tiene tanto peso como la letra de Páez para “Instant-táneas”. 

Sucede así a pesar de que Melero no tiene, como el rosarino, un álbum de fotos que mostrar. Pero su modo de percibir el mundo - incluso el mundo sentimental, al que dedica algunas de sus mejores canciones – es mucho más fotográfico que el de Páez, que no se siente muy cómodo sin un marco que justifique los fragmentos. En Páez una foto es una figura retórica. En Melero una gramática. 

Como el motor para V8.


XLVIII

Ruido de cámara y colecciones de fotos: los típicos retazos del mundo posmo, como diría un holgazán. 

Pero más que por su carácter fragmentario, siempre referido y en realidad no tan novedoso, las ciudades de los años 80 son especialmente notables por la riqueza de su diseño y sobre todo por la variedad de sus materiales. Se trata de un fenómeno complementario al de la pérdida de importancia del ruralismo rocker, que tiene su contestación en canciones y nombres de bandas y pubs. Ni pasto ni horizontes abiertos (ni hormigas imbancables). Es tiempo de otros signos: cemento, acrílico, plástico, polietileno, nylon, látex. 

Nunca la ciudad había sido tan sintética.


XLIX

Es comprensible que en un mundo tan fascinado por el diseño y los materiales las ciudades tengan con frecuencia características similares a las de aquellas imaginadas por la ciencia ficción. Hay muchas huellas de esta afinidad en el rock argentino de los 80. Los Mimilocos toman su nombre de una marquesina que se entrevé apenas un par de segundos en Blade Runner. La banda de Ulises Butron e Isabel de Sebastián se llama Metropoli. El hombre alado que en “La ciudad de la furia” vuela sobre Buenos Aires bien puede ser el de Brazil. El futuro policíaco de “La era del corregidor” y “Por 1980 y tantos” de Los Violadores sale de Orwell, igual que “Pantalla del mundo nuevo” de Riff. “El último hombre”, también de Los Violadores, incluye astronauta solitario y computadora amenazante como 2001. Una banda se llama Duna, y una canción de Miguel Mateos “Mundo feliz”. La frialdad blanca de la notable “Arquitectura moderna” de Fricción parece concebida en medio de la lectura de Ballard. 


L

Hablando de ciudades. 

El sello de mitad de década para el que grabaron Don Cornelio, Los Pillos y El Corte – es decir, tres desarrollos posibles del postpunk argentino - se llamó Berlín. Tal vez el nombre se deba a Lou Reed, o incluso a algún motivo biográfico de sus dueños (Fernando Moya, Fernando Marino y Fabián Couto). Pero lo más probable es que se trate de otro testimonio local del factor Bowie y de la importancia de la capital alemana y su célebre estudio Hansa en la elaboración de un sonido para los nuevos tiempos. 

Y hablando de Los Pillos. 

¿Cómo ubicarlos en el mapa del rock argentino de aquellos años? Es fácil e imposible. Son postpunk pero detestan a Soda Stereo, a Fricción y a cualquiera que tenga parte en el glamour de su década. Son tipos urbanos de los 80 pero escriben a menudo sobre el campo. Son jóvenes y enojadizos pero fans de Color Humano. No hubiesen sido posibles en otro momento, pero en un punto no fueron posibles tampoco cuando existieron. Qué curioso: la anomalía de los años 80 tiene todas las características de aquellos años.

LI

El nombre no es precisamente su mayor virtud. Pero su rareza respecto de algunas costumbres nos permite recordarlas. 

En los nombres de los grupos postpunk existe una zona política y otra, más transitada, que podemos llamar intelectualista. Y también una tercera, ligada directamente al arte pop. En Argentina, cuyo postpunk no desarrolló un interés por el lenguaje y las cosas de la política, no hubo (excepto que incluyamos a La KGB) ninguna banda que eligiese un nombre afín al de los ingleses Scritti Politti, los españoles El Aviador Dro y sus Obreros Especializados o los italianos CCCP Fedeli alla Linea. 

Sí hubo, en cambio, algunos nombres culturosos, ligados en general al cine, como Don Cornelio y la Zona (curioso encuentro entre Saavedra y Tarkovski) y los ya mencionados Duna y Metropoli, todos en la línea de grupos como Pere Ubu, Josef K, Cabaret Voltaire, Gang of Four, Gabinete Caligari, Fahrenheit 451 y los atractivos y exagerados Alphaville de España (hubo unos Alphaville italianos y otros alemanes), cuyo EP El desprecio incluye citas de Beckett y Camus, y su repertorio canciones con títulos como “Muerte en Venecia”, “Nietzsche (der Geisteskraum)” y “Artaud (Le momo)”. 

Por último, en relación con la zona más vinculada al arte pop, nombres como Public Imaged Limited, Television Personalities, Talking Heads y Depeche Mode perdieron sofisticación y se convirtieron en nuestro país en juegos un poco obvios con el envase y la pose, como Sachet y Cosméticos.      

Los Pillos fueron menos pretenciosos: su nombre proviene del modo en que llamaban a los villanos en las historietas traducidas en México.


LII

Unas palabras de Saúl Nieto, guitarrista de Los Pillos antes de la grabación de Viajar lejos: “En el primer ensayo pelé un par de solos de guitarra y me dijeron: ‘Eso no’”. Es el comienzo de una parábola postpunk: la reeducación del guitarrista pródigo (en notas). El final es en un show de Sumo, en el que Nieto toma una lección de pedales. 

Es una linda historia, muy ilustrativa: cambio solo por overdrive, por chorus, por delay, por compresor. 

Pero el notable guitarrista de Viajar Lejos no es Nieto sino Alejandro Fiori, que en aquella época formaba parte de Los Encargados y ya sabía no tocar. 

Fiori hizo un trabajo excelente en el estudio; su guitarra es melódica, sensible al arpegio psicodélico, en ocasiones ruidosa y siempre antiexhibicionista, como quiere el postpunk. Pero si bien sus méritos son innegables, la importancia de Nieto - y en menor medida de Pablo Segheso, el primer guitarrista de Los Pillos, a quien se deben las partes de guitarra de algunas canciones, incluso la fabulosa que da nombre al disco - hace difícil determinar adecuadamente los vínculos que existen en Viajar Lejos entre composición, arreglo y ejecución. 

Algo queda claro, igualmente. Como el ingreso de Fiori se produjo apenas antes de la grabación del disco es lógico que respetara los arreglos anteriores. Y es lógico también que Nieto sintiera que, aún sin haber participado de su grabación, Viajar lejos era su disco. Como si hubiese llevado su reeducación hasta el extremo. 

Literalmente, hasta no tocar.


LIII

Los Pillos era el proyecto personal de Pablo Esau, el baterista que tocaba de pie. Pero hasta que no entró en el grupo Adrián Yanzón el camino no era claro. Yanzón le dio a Los Pillos unas letras oscuras y voladas. Y le dio sobre todo una garganta rarísima, que llevaba las palabras a otra dimensión sensible. Cantaba en el estilo de Morrisey pero en un tono más grave, cercano al de Ian Curtis (los Smiths y Joy Division eran, de hecho, dos grupos importantes para Los Pillos; otros eran Sumo y Siouxie and the Banshees). 

La voz de Yanzón conducía la música a un estado de trance directamente conectado con la psicodelia. Incluso el vocabulario rural de canciones como “Agua” y “Conversaciones con la hierba” refuerza este vínculo. Porque Viajar lejos – y más aún el frustrado segundo disco de Los Pillos, Nómades / Campos de miseria, del cual quedan en internet unos demos increíbles y semirrestaurados - es una de las pocas excepciones al desinterés de los años 80 por todo lo que no fuera ciudad. El campo persiste en Los Pillos, como si asomara de manera fiera por debajo de las baldosas y el vibrato hosco y memorable de su cantante.


LIV

El campo es una nota especial y decisiva. Pero para notar la diferencia que produce en Viajar lejos hay que rendirse primero a lo evidente: estamos frente a un disco de postpunk en su vertiente más oscura. Los Pillos tienen toda una tradición de rock introspectivo y depre para cantar su desamparo; conocían bien a Joy Division y tal vez Yanzón haya hecho, como tantos otros, sus lecturas rockeras de Rimbaud.

El disco abre con “Viajar lejos”, que no trata de la acción o la percepción sino de la angustia que quema. Frente a una desconexión total - una anomia contundente y suicida - la canción repasa tres opciones: ensordecer, escapar y pegarse un tiro. Pero la única posibilidad cierta de sobrevivir al mundo y a la conciencia resulta finalmente el viaje y la desubjetivación: perderse antes que huir, porque no hay huida posible cuando “se siente el peso del día”. 

Esta sensación - la sensación de que la existencia es una carga – hace que todo cueste más. De hecho, es difícil despertar cuando Nada es lo que se puede esperar de las horas. “Viajar lejos” comienza con un “cargado amanecer” y “Poco placentero” con alguien que inicia el día “oculto en el ascensor”. 

“Poco placentero” – a la vez un título y un tópico - se convierte pronto en una impugnación de la vida normal, como es costumbre en el rock. Pero mientras en las versiones utópicas existe junto al rechazo una alternativa, porque hay un tren que lleva a alguna parte, porque el campo es un hogar y la comunidad está aún por inventarse, lo que queda en Los Pillos (y en los 80 postpunk) es la pesadilla diurna de la repetición. Hay en la ciudad de “Poco placentero” unas colas infinitas y una vieja que trabaja: un tiempo devastado y sin experiencia ante cuya agresión solo queda un refugio extravagante y solitario. 

Con este panorama, parece fácil determinar la función del campo en Viajar lejos. Se puede decir: traducido al oscuro dialecto Pillo el campo se convierte en las “agrias campiñas” de “Agua”. Y concluir: tan angustiante es todo que hasta el símbolo de la vida y la renovación está vencido. Pero sería un error, porque el campo no es solo una superficie curiosa para pintar de negro.


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El campo llega a Los Pillos desde un rock argentino que en los años 70 había conseguido liberar de los tópicos rurales un lenguaje singularísimo y de trance. La influencia de este rock en Viajar lejos no es tan fuerte como para ocupar el primer plano sonoro – se trata de un disco fuertemente arraigado a los 80 - pero su aliento rural y místico no deja nada intacto, entre otras cosas porque resulta muy poco compatible con el inconformismo resignado de “Poco placentero” y con asuntos como el aburrimiento y la incapacidad de sentir. 

Es justamente este contacto (y esta discrepancia) entre la plenitud negra de los 80 y los viajes propios de la década anterior – que también ensayará Soda Stereo, poco después, en Canción animal - lo que produce la diferencia y abre dentro de los tópicos postpunk un segundo mapa de lectura. La misma desubjetivación de “Viajar lejos”, que tiene una carga de angustia indudable, es también una opción mística, como si luego de rechazar la sordera, el disparo y la huida restara como chance el tránsito en su estado más puro. 

Este impulso místico existe también en “Conversaciones con la hierba”. La canción – muy inestable en cuanto a su sistema pronominal, como sucede a menudo con Los Pillos - comienza contraculturalmente, con una crítica de la educación, y termina religiosamente, con una plegaria. Son dos momentos simétricos, de deposición de códigos: no este lenguaje, no el lenguaje. En “Descansa” no se sabe ya si quien canta es humano o árbol.


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Viajar lejos es un disco sumamente idiosincrático. Basta compararlo con algunos de sus contemporáneos para percibir que su lenguaje es más eventual que el de Fricción, el de Soda o el de Melero, que también cantaban en esos años sobre la vida vacía y la incomunicación. No es que en unos haya fórmulas y en otros sinceridad. Es que todo en Viajar lejos es inestable y reacio a la pose. A pesar de Morrisey, Los Pillos no son oscarwildeanos; en sus momentos más sugerentes suenan como los Banshees de Siouxie intervenidos por Molinari y Spinetta. 

Qué extraño. 

“Conversaciones con la hierba” es “Parvas” postpunk.





[¿continuará]