miércoles, 18 de diciembre de 2013

Carlos Correas: la escritura a cuchilladas

“Hago huelga porque no logro una faena metafísica, o una sajadura, una pequeña sajadura metafísica, una que abra el novillo como una ventana, una ventana hacia lo que está del otro lado del novillo sajado… No sé explicarle… Una vez en el frigorífico de Barrancas, corté durante doce horas, tenía los dedos desollados, todavía no me había repuesto del último carbunco, además de la brucelosis crónica que usted me diagnosticó. Los doctores, estúpidos, me habían atiborrado de corticoides y de penicilina. Pero yo, esa vez en Barrancas, con el edema y las pústulas en la cara y en las manos, casi alcanzo cortando a abrir la ventana hacia… hacia…”.
Carlos Correas, Doctor Manty

por Gabriela D’Odorico *

No conocí personalmente a Carlos Correas. Sospecho no haber tenido la suerte. Sus traducciones de Weber, Kant y Kierkegaard, a veces prologadas con audacia, cuidadosas del original y, en especial, respetuosas con el lector por su bello castellano, me llevaron a adoptarlas. Supe de los enojos que provocaron en el mundillo intelectual vernáculo sus juicios implacables sobre literatura, filosofía o cine. En diciembre de 2000 me enteré, por la conmoción de algunos allegados, que acababa de matarse a los 69 años.

Hace unos meses tropecé con un libro de publicación reciente, Un trabajo en San Roque. Al hojearlo sobre la mesa de la librería me extravié en sus párrafos. Las borracheras, el cine, los desaparecidos de la dictadura, las clases de gramática, el cáncer, el cine norteamericano o la homosexualidad adquirían un espesor inédito. Mi curiosidad llegó al extremo con el relato de un profesor de filosofía que viaja de Buenos Aires a trabajar a un pueblo en el que su permanencia se convierte en un vagar absurdo y sinsentido. No pude abandonar la lectura. En pocos días devoré todo lo que encontré editado mientras rastreaba escritos agotados. Libros, reportajes y artículos diversos me confirmaban la escritura descarnada en la que cada cosa es llamada por su nombre sin atenuantes. Dejando de lado las fórmulas vacías y disecadas del academicismo Correas dota al lenguaje de una consistencia poco habitual. Sus textos plagados de episodios autobiográficos me sumergieron en los pormenores de una vida que, sin duda, había devenido literaria. Me encontré con un autor que se narra en todos y cada uno de sus textos pero que, sin embargo, logra que la recurrencia a datos circunstanciales no se agote en sí misma. Al contrario, se vuelven superfluos frente al abismo que abren sus historias contundentes y sin garantías.

Hablar de una literatura que involucra al autor de carne y hueso es un asunto delicado. La ansiedad por hallar un “perfil” psicológico o moral del escritor siempre traiciona. Interpretar, comprender y finalmente juzgar la obra a partir de ese “perfil” puede hacer fracasar la eficacia de la mejor literatura. Apelar a justificaciones médicas, psicológicas, jurídicas, biográficas o policiales, según el caso, es pretender dictar sentencia sobre la “culpabilidad” de un hombre frente a su obra. Así la literatura se vería diluida en la medicina, en las ciencias sociales, en la cultura, o en la vida cotidiana, cosa que el mismo Correas abomina en las conclusiones de su Arlt literato. El efecto disolvente impediría que el éxtasis y el horror, el hechizo y el asco convivan, por la magia literaria, en cada instante de la lectura. La escritura de Correas, que llegó a ser denominada “maldita”, es sobradamente capaz de suscitar mecanismos defensivos. Porque no es fácil exponerse a la conmoción que sus escritos provocan. Pero sí es muy fácil sucumbir a la tentación de juzgar su producción a la luz de su tumultuosa vida privada.

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Las referencias autobiográficas, abundantes en sus textos, señalan que Carlos Correas nació en Buenos Aires, en el barrio de Palermo, un 20 de mayo de 1931. Sus primeros veinte años transcurrieron en viviendas cercanas a la Avenida Santa Fe entre el Puente Pacífico y Dorrego. Más tarde se muda junto a su madre a una vieja casona de la Avenida Garay al 4000. Se identifica con la generación de hijos y obreros de inmigrantes que soñaban con ser “empleados” de clase media. Trabaja desde muy joven como administrativo en el Club Atlético River Plate. Sigue la carrera de Filosofía en la Universidad de Buenos Aires con muchas resistencias al régimen tradicional de cursada. Interpretaba el estudio de la filosofía clásica, del Griego y del Latín como un modo de eludir el pensamiento fenomenológico y de la existencia que eran los que capturaban todo su interés. Por ello rindió varias materias como alumno libre y dedicó tiempo a estudiar alemán para leer a los grandes filósofos. Reconoce que las prácticas homosexuales de su juventud, irrefrenables durante algunos períodos, alteraron la continuidad de su carrera que, finalmente, concluye. Fue docente de Historia de la Filosofía Moderna y de Problemas Filosóficos en la UBA y en la Universidad de La Plata. Siendo profesor conoce a una alumna de 19 años que encuentra muy parecida a Audrey Hepburn. Con ella viviría mucho tiempo en el departamento de Pasteur y Bartolomé Mitre.

Sus primeras intervenciones literarias son de la década del ’50 en la revista Contorno. Sus participaciones fugaces alcanzaron a vincularlo, a los 20 años, con los hermanos David e Ismael Viñas, con León Rozitchner y con Jorge Lafforgue. Pero, en especial, la amistad estrecha y la afinidad literaria que lo une con Oscar Masotta y con Juan José Sebreli lo coloca en el “trío divergente” de la dirección de Contorno. En el prólogo a Kafka y su padre afirma Correas que “la ignorancia y la ignorancia de la ignorancia reinaban en Contorno” cuando se discutía acerca de escribir sobre la realidad nacional o sobre autores como Kafka. Y concluye “la coyuntura en mí se resuelve en el momento de proyectar la posibilidad de hablar de Kafka hablando de la Argentina y de hablar de la Argentina hablando de Kafka”. En esa revista se publicó su cuento “El revólver” (1954) calificado por algunos críticos como uno de los mejores de la literatura argentina contemporánea. En él se evidencia, a la manera de Arlt, el interés por los actos trascendentes. “Ahora he hecho algo: lo primero efectivo en treinta y dos años. Y ahora quiero matarlo, quiero ser un asesino. Pero serlo, serlo. Cargarme un crimen al pescuezo como si me colgara una piedra negra e inmensa para toda la vida. Vivir mi crimen, saborearlo, ser mi crimen.”

En diciembre de 1959 la revista Centro, perteneciente al Centro de Estudiantes de la Facultad de Filosofía y Letras y dirigida por Lafforgue, le publica un cuento de temática homosexual “La narración de la historia”. El mismo estaba dedicado a Celia Durruty, una integrante del comité de redacción y a quien Correas atribuye la salida de su homosexualidad. Contaba en 1996, en la revista El ojo mocho, que por una denuncia de una agrupación de derecha católica estudiantil de la Facultad, la justicia calificó el cuento como “publicación obscena”. Así, a mediados de 1960, se prohibió y secuestró la edición y se condenó con libertad condicional de seis meses al comité de redacción y al autor. En ese cuento había escrito: “He querido ser un hombre duro y libre. Algo así como un hombre solitario que camina por la noche: disponible y dispuesto a todo. Que va, desde luego, a su casa, pero que puede desviarse en cualquier momento hacia otra parte tal vez para siempre. Sin compromisos, sin costumbres, sin gustos de ninguna manera típicos. Que pueda volverse o seguir adelante. Solamente acosado por el hambre, el sueño o la suciedad y por el miedo de que a pesar de todo pueda tener una vida. Algo que los demás pudieran mencionar como ‘La vida de…’, sin agregar nada más”.

Años después se conocieron sus traducciones. Algunas de ellas -Cómo orientarse en el pensamiento y Sueños de un visionario, ambas de Kant y Cartas del noviazgo de Kierkegaard- llevaron prólogos memorables.
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Pero tendrá que producirse la llegada de la democracia a la Argentina para que sus libros, gestados durante años de escritura silenciosa, puedan publicarse. Así se conoció en 1983 Kafka y su padre, notable análisis de la figura del padre a partir de la famosa carta de Kafka al padre. En 1984 se conocería una de sus dos novelas de ficción, Los reportajes de Félix Chaneton, compuesta por una trilogía que reconstruye la atmósfera política y cultural del pos-peronismo hasta 1973. Allí advertía que toda autobiografía es una heterobiografía: “Pues si yo soy lo que son los otros, confesarme es declararme y declarar a los hombres en mi”. Esta afirmación anticipaba el sentido de uno de sus libros más leídos:La Operación Masotta (cuando la muerte también fracasa) de 1991. Las múltiples referencias autobiográficas de este ensayo explicitan la estrecha amistad que lo unió al introductor de Lacan en la Argentina, Oscar Masotta. Presentar una biografía como una “operación” intelectual supone narrar la genealogía que convierte a Masotta en un pensador, en una Escuela y en un grupo de seguidores. Esto demuestra el fracaso de la muerte física pero exhibe generosamente el procedimiento mediante el cual Correas convierte su propia vida, a través de la vida de los otros, en literatura. Basta recorrer los párrafos en los que se alude al trío que ambos conformaban con Sebreli, unido por la pasión filosófica, literaria, cinematográfica y sexual: “además deseábamos matarnos entre nosotros… cada uno se desolaba con el deseo de que los otros dos del trío resultaran muertos. Además éramos entrañables compinches en el fraude y en el robo”. El ambiente intelectual, cultural y político argentino de los ’50 da sentido a los episodios que se transmutan uno en el otro por obra y gracia de la literatura. Ésta permanece como única utopía: “quise ser escritor. Lo sigo queriendo. Sé que tengo mucho aprendizaje por hacer. He cumplido 58 años. Espero que a los 80 pueda escribir una línea digna” rescata como balance de esta “operación”.

Recién en 1996, después de varios años de lucha con las editoriales, logra publicar Arlt literato, un trabajo crítico en el que la lectura de Arlt se actualiza en la densidad que Correas sabe imprimirle al lenguaje. “La densidad mienta aquí el hecho de que la obra literaria se mantiene por sí sola en vez de disolverse en la ‘Cultura’, en la ‘Tradición’ o en las ‘Bellas Artes’… Lo opuesto a ‘denso’ no es ‘nítido’ o ‘leve sino “adocenado’”. Es esta densidad de la invención la que se va apoderando progresivamente de sus textos y los preserva de convertirse en escritura que persigue ser aceptada, sea por la crítica, el público, las editoriales o el mercado.

En 1999 se edita Ensayos de tolerancia en el que se recopilan publicaciones diversas de los ‘90. Incluye el cuento "Él y ella" en el que el narrador-autor dice: “mi ya inminente y tan postergada muerte no me angustia, sino que me calma dejar como herencia mis libros y mis bibliotecas. Por lo demás, aún persiste mi fe en la palabra”. Ese mismo año dictó cursos sobre El deseo en Hegel y Sartre, que serían de publicación póstuma en 2002 al igual que su segunda novela de ficción, Un trabajo en San Roque en 2005.

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En su última novela Correas parece haber llegado al estado anunciado en La Operación Masotta: la soledad obligada que permite adoptar la “entonación elegida”. Un trabajo en San Roque agrupa tres nouvelles con temas recurrentes como el paso del tiempo, la hipocresía, la mediocridad y el fracaso. Los personajes marchan hacia la destrucción, enfermos de una muerte inexorable, no luchan contra ella sino que trabajan denodadamente para que se desate, la provocan y la extienden. Las relaciones humanas oscilan sin mediación desde la angustia pavorosa al cinismo más exaltado. La muerte es un ideal purificador que se transforma en un hecho estético único, capaz de sobrevolar la degradación de la vida cotidiana. Aparecen seres acabados en la evolución y el despliegue de sus pasiones con sentimientos desencontrados hasta lo inimaginable. Guiados por la búsqueda de una justicia, miserable, individualista y extrema se estrellan con cuestiones existenciales irresolubles que venían eludiendo a lo largo de sus vidas mediocres. Cada relato de esta trilogía lo ilustra de un modo diferente.

La primera, denominada “Doctor Manty”, exhibe las actividades de un influyente médico del pueblo de Coronado. “Se buscaba como siendo el hombre más intenso que podían ofrecer los hombres”. Su servicio médico asiste toda situación, incluso dudosa, que lo requiera. Da disertaciones humanistas, graba recitados de poesía popular argentina y es una autoridad moral para los habitantes. Piensa que en la Argentina de los ’70 hubo una guerra cívico-militar entre dos terrorismos que hizo inevitable la desaparición de tres chicos de Coronado. Es un hombre que llegó a un equilibrio y a cierta felicidad alienadas: “Soy un personaje en desintegración. Cargo con mis propios restos… Y ya no tengo vivencias propias”. Uno de sus amigos responde entusiasta “Vos y yo podríamos crear y dejar como legado el mito de dos desintegrados felices”. Los acontecimientos se precipitan más tarde cuando al Dr. Claudio Manty discute a solas con el comisario, activa su arma, quiebra el silencio con un disparo y sale de la comisaría sin despertar sospecha. “Claudio se detuvo en la puerta de la comisaría. Vio pasar el ómnibus de las 21 y 30 a Rosario. –Por fin he hecho algo –dijo”.

La segunda nouvelle “Madre, Vivi y Miguel.” constituye un relato extremo. El trío indisoluble que conforman los personajes está atravesado por el desencanto con la vida y por el fracaso como destino irremediable. Miguel presencia la agonía de su madre que en su balance final dice “Cuando yo me vendía ayudaba a hombres degradados. Ningún hombre podía herirme.” A manera de oración fúnebre Miguel comienza a leer fragmentos de su diario delante del cadáver: “Madre muy deprimida por sus peleas con Gerarda. Sus autorreproches son muy puercos. Habla de tirarse por el balcón o de tomarse todos los Emotival que yo tengo escondidos detrás de unos libros… Madre vuelve, muy contenta, pues tiene cita con un vejete que ha levantado en el Gin Bar. Se viste de negro, con tacos altos, se maquilla y se va; le deseo que no lo humille demasiado.” Terminada la lectura, se baña y se viste cuidadosamente: “Gracias al régimen para adelgazar que había emprendido desde que a Madre le diagnosticaron el cáncer, el traje le sentaba justo”.

“Un trabajo en San Roque” cierra la trilogía de lo que puede vislumbrarse como una particular dialéctica correísta. Se trata de una especie de relato policial-existencialista teñido por una mediocridad y un optimismo chato que repugnan. El director de un Instituto recibe a un recién llegado profesor de Buenos Aires que pregunta por el trabajo: “Usted tiene cincuenta y cinco años. Tres menos que yo. Usted viene de profesor de Filosofía y de Lengua a mi bachillerato acelerado de adultos de San Roque, a mi instituto Luz, a cien kilómetros de Buenos Aires. Vivirá en mi cubil. Es un trabajo para profesores jóvenes debutantes o para arruinados”. El director, que se presenta también como director del único diario del pueblo y Comisario de San Roque explica y se justifica en su tarea: “Yo refracto y adapto los textos de los editoriales de los grandes diarios al gusto de San Roque y siempre dentro del horizonte y de las posibilidades del pensamiento sanroqueño” Frente a la clase, el profesor reflexiona en silencio: “Debía de ser lóbrego que jamás aprendieran el objeto directo y el objeto indirecto; jamás lo retendrían. Quizá con otro profesor, completo y prolífero, menos desquiciado por el aburrimiento, más ciertamente apartado de una felicidad espectral”. Terminada la clase el director lo consuela “-Se sentirá vaciado y revoltoso … Les ha dado clase a unas nadas que lo único que tienen es estropicio. Pero recuerde que están en los años de formación. … Para los negocios y la solidaridad y la prosperidad locales y nacionales… Usted es también un malogrado y no singular por cierto. De otro modo no estaría cumpliendo, a su edad, este trabajo de profesor en un instituto privado de San Roque”.


En 2000, en El Ojo Mocho, Correas decía de la relación entre literatura y realidad nacional: “Yo modestamente soy Correas. Y en esa identidad entran mi condición de asalariado universitario y de jubilado, y de ‘contemplador’ o ‘teórico’ de las miserias y de los despidos de obreras y obreros por ‘razones’ de ‘reducción de personal’. Yo tengo la sospecha de que el 17 de diciembre de 2000 la muerte también fracasó en el departamento de Pasteur. No conocí personalmente a Carlos Correas pero tropecé con su literatura y ya no puedo abandonarla. Existió una “operación” Correas y esa sí dio resultado. 




 * Publicado originalmente en revista La otra nº 13, Primavera 2006

miércoles, 4 de diciembre de 2013

Gattaca: un aporte a la reflexión sobre el avance de la genética y el conflicto social


"Los óvulos que te extrajimos Marine, fueron fertilizados con el esperma de Antonio. 
 Después de revisarlos llegamos a dos embriones. 
Dos saludables niñas y dos muy saludables niños. 
 Naturalmente sin predisposición a ninguna enfermedad grave de condición hereditaria. 
 Lo que resta es elegir al candidato más compatible.”(11:12)
 Gattaca 

por Luana Esquenazi

El filme Gattaca (1) plantea un mundo futuro caracterizado por un gran desarrollo científico-tecnológico, dado por la Biología, y muy especialmente por la genética. En el mundo de Gattaca, la mayor parte de la población es concebida en el laboratorio: hijos de la probeta y la fertilización asistida. Y allí no termina el tema, porque los embriones son manipulados y seleccionados acorde a su nivel de perfección cromosómica, para así elegir los mejores especímenes.

“Keep in mind this child is still you, simply the best of you. You could conceive naturally a thousand times and never get such results. You want to give your child the best posible start. Believe me, we have enough imperfection built in already. The child doesn’t need any aditional burgance” (2). (12:12)

Estas palabras son la respuesta del médico genetista a la pareja de padres que expresa su voluntad de “dejar algunas cosas libradas al azar” en cuanto a la confección genética de su hijo. El médico es contundente (y ocupa un rol normalizador); colándose a través de sus palabras la principal consecuencia de un mundo regido por la perfección biológica: la segregación entre perfectos e imperfectos. Los mejores especímenes ocuparán puestos de relevancia en la sociedad, la economía y la cultura (3), los demás ocupan el lugar de ciudadanos de segunda, de mano de obra barata, de sirvientes de ese mundo perfecto y ordenado. Un mundo soñado de progreso futuro, pulcro, que terminó con la contaminación ambiental, y tiene la tecnología suficiente para que sea moneda corriente viajar al espacio -el protagonista, al comienzo del filme, está por embarcarse en una misión de un año a Titán, la decimocuarta luna de Saturno. Pareciera que, como contrapartida, lo mismo que constituiría su mayor triunfo -desde una mirada positivista- es la base de su fracaso. La diferenciación genética implica diferencias parecidas a las de los sistemas estamentales o de castas (categorías culturales y sociales planteadas jerárquicamente de las que es prácticamente imposible salir, de total inmovilidad social) que a la frontera demarcatoria de la clase social, siempre móvil, según el caso en mayor o menor medida; en parte porque la cultura del capitalismo ama las historias triunfalistas, y en parte -desde otro punto de vista- por la idea de la lucha de clases. En Gattaca quienes nacen “hijos de la naturaleza” no pueden exceder ese límite, y quienes incurren en ello son, como relata el personaje principal del filme, Vincent, “un sector relativamente nuevo y particularmente odiado de la sociedad que se niega a aceptar lo que le tocó”.(33:29) Se le llama de-genered o de-generados a aquellos que se hacen pasar por miembros de los altos círculos de la sociedad, tomando identidades prestadas, como sucede con el protagonista.

 Luego de las primeras escenas destinadas a la presentación del escenario y sus problemáticas, la acción se inicia cuando Vincent toma plena conciencia de que no podrá acceder nunca a su sueño de una carrera como navegador espacial. Eso lo motiva a trocar su identidad con Jerome Morrow, destacado deportista ahora en silla de ruedas y miembro de élite. Así Vincent, que además de genéticamente imperfecto ha nacido con un problema cardíaco por el que se le augura una sobrevida de treinta años, pasa a ocupar el rol de Jerome y aplica a la empresa espacial Gattaca bajo falsa identidad, obteniendo el puesto de trabajo que lo llevará al espacio, mientras que se ocupa de mantener económicamente a Jerome en el nivel de vida al que está acostumbrado. De lo relatado podemos señalar una serie de características sumamente interesantes que plantea esta visión del futuro presentada en la película.

 ¿La forma natural? 

En primer lugar, se observa que la voluntad técnica y de dominio que Husserl, Heidegger, Foucault y tantos otros han asociado a la ciencia y la técnica, pareciera llegar en el filme a su máxima expresión: la naturaleza toda es objeto de manipulación e intervención humana. ¿Difícil de pensar desde la óptica actual? No tanto. Hace aproximadamente veinte años (menos en Latinoamérica) que la medicina reproductiva cuenta con tecnología que permite practicar el DGP (Diagnóstico Genético Preimplantatorio), que busca un gen defectuoso que pueda producir una serie de enfermedades, seleccionadas de antemano según cuáles tienen más incidencia en la población general (cromosomas 13, 14, 15, 16, 18, 21, 22, X e Y); en ese caso el embrión no se transfiere al vientre de la madre. Claro está que esto no constituye una práctica generalizada. Se aclara en palabras de Vincent que esta forma científicamente mediada de concebir un hijo se ha vuelto la forma natural (4) de concebirlo. Cabe destacar las últimas novedades de la genética, que podrían ampliar el horizonte de posibilidades. Veamos.

El 18 de julio de 2013, los noticieros repitieron hasta el agotamiento que había nacido el primer niño perfecto, en Filadelfia, EEUU (5). Sus padres, después de mucho intentarlo, recurrieron a la fertilización asistida, para luego enterarse de que el problema estaba en los embriones. La noticia recorrió el mundo porque fue la primera vez que se realizó un análisis cromosómico y genético completo de todos embriones para luego elegir al embrión que tenía la cantidad de cromosomas correctos -motivo de la dificultad de embarazarse de la madre, dado que los embriones con composiciones genéticas defectuosas tienden a ser descartados por el propio organismo. El análisis llevado a cabo sobre los embriones fue una secuenciación completa de la totalidad de las cadenas genéticas: algo que antes era impensado, ahora puede hacerse de una forma relativamente rápida (6) . Esta capacidad de lectura de las cadenas genéticas en su totalidad provocó entusiasmo en el mundo de la genética dado que abre la posibilidad de que en un futuro cercano, además de ver si el niño va a heredar una enfermedad concreta de los padres, se sepa qué riesgos puede tener de desarrollar otro tipo de enfermedades, como el Alzheimer o el cáncer. Esto último es exactamente lo planteado en el mundo de Gattaca: los padres acuden al genetista local, quien con sus respectivos óvulos y esperma cultiva múltiples embriones en su laboratorio, a los que analiza eligiendo los especímenes más aptos. Pero hay algo más: además de la selección, pareciera entenderse en el filme que habría un segundo procedimiento que se lleva a cabo: la manipulación del embrión para obtener un determinado diseño de perfil genético específico:

I took the liberty to erradicate any potentially prejudicial condition (…) You could conceive naturally a thousand times and never get such results.” (12:08)

“Me tomé la libertad de erradicar cualquier condición potencialmente perjudicial (…). Podrían concebir naturalmente un millón de veces y no obtener tales resultados.”

Esto último, aseguran los genetistas, aún está muy lejos de nuestras posibilidades técnicas. Con la secuenciación genética completa se puede aspirar a seleccionar el mejor embrión posible de los que naturalmente una pareja pudo “producir”. De todos modos está claro que estas posibilidades futuras ya se perciben, se palpitan, dado que la ciencia actual está poniendo esfuerzo en desarrollar técnicas para esta disciplina. El nacimiento del primer niño perfecto abrió en estos meses un debate sobre la consideración ética de qué hacer con los embriones descartados y cómo se los piensa: ¿se los tira? ¿se los congela? ¿son seres vivos? ¿se daña algún protocolo, alguna ley, descartándolos? Los límites por ahora parecen grises y el debate está en pleno esplendor, pero la Corte Interamericana de Derechos Humanos ya se expidió en 2012, asegurando que los embriones no implantados “no son personas”. Desde la comunidad científica de los EEUU y Europa se tendió a destacar el mérito del nacimiento de Connor, como lo llamaron sus padres; pero también se alertó acerca de la posibilidad de elegir embriones porque sí, sin legítimas razones de salud que justifiquen estos procedimientos. Algo como lo que sucede en la película, en la que los padres “ordenan” para sus hijos ojos azules, nada de calvicie y visión perfecta. Es interesante la forma de expresarse del médico, cargada de gran omnipotencia y de un sentimiento de control absoluto y superioridad por sobre el mundo natural.


Una sociedad científica 

Es significativo cómo se plantea que lo natural es lo impropio, lo diferente, lo que tiene menos jerarquía. Esto choca con la visión clásica positivista –tomada del pensamiento griego- por la cual el científico debía decodificar o leer la naturaleza. Bajo esta concepción, se afirmaba la primacía de lo pragmático-experiencial y físico por sobre todas las cosas: la naturaleza era el código a descifrar y la ley máxima. Las visiones críticas, que objetaron la inadecuación de esta representación idealizada de la ciencia y del científico, denunciaron que en el fondo la ciencia porta una verdadera voluntad de dominio y manipulación sobre la naturaleza, que es lo retratado en el mundo de Gattaca.

¿Hasta qué punto el hombre ha tenido un afán no sólo de dominio, sino también destructivo sobre el mundo natural, como si fuera que en esa destrucción, su poderío se hiciera más grandilocuente? Gattaca muestra al ser humano con un gran dominio del mundo natural, pero también de sí mismo y de otros. La sociedad cientificista (7) que muestra el largometraje es fuertemente dogmática y normativa, y el conocimiento científico es parte fundamental de ese control. El control pareciera ejercerlo primeramente el Estado, representado en las figuras de los detectives. Sin embargo, el control ejercido por Gattaca, la empresa espacial –sector privado de la economía– es mucho mayor, puesto que se busca la excelencia de su personal. Constantes test de drogas, de rendimiento físico e intelectual y de la identidad que se deriva siempre de un test sanguíneo o alguna otra forma que permita descular la composición genética del individuo: hisopado, huellas dactilares, cabello, etc. La ciencia aplicada ha contribuido a este control creando las herramientas técnicas o, mejor dicho, los dispositivos de control. También existe el control entre las propias personas: cuando Irene manda a examinar un cabello de Vincent, va a un laboratorio al que todos consultan para saber el perfil genético de sus intereses románticos.

En el mundo de Gattaca hay una obsesión por estar definiendo constantemente la identidad, que aparece asociada directamente a la idea de genética. Lo que en última instancia define al individuo es su perfil genético, esa es la información preciada que se juega y se demanda todo el tiempo. En el momento en que Vincent va a su entrevista laboral, luego de analizar su sangre, Vincent pregunta a su interlocutor: “¿Y la entrevista?”; a lo que le responden: “Esa fue la entrevista.” (34:08)

¿Cuándo fue la última vez que alguien miró una fotografía? (8) El tema de la identidad

En Gattaca la vida humana está bajo control científico desde antes de que sea vida. La concepción ya no un momento único, íntimo y animal, ni es sólo es un ejercicio de laboratorio deshumanizado, sino que está fuertemente atravesado por las expectativas sociales de triunfo social.

La escena en que el genetista emite las palabras citadas arriba refleja la impotencia de los progenitores, que no sólo no conciben a sus hijos por sus propios medios, sino que tienen que oír las opiniones del especialista acerca de qué es lo mejor para su futuro hijo. El doctor agrega: “me tomé la libertad de erradicar cualquier condición potencialmente perjudicial: alopecia, miopía, alcoholismo, susceptibilidad adictiva, tendencia a la violencia, obesidad…”, todos aspectos entendidos como símbolos de la limitación humana. (12:08). Está claro que hay una idea de triunfo y progreso positivista. El hombre domina a la naturaleza humana y biológica, y también ha conquistado el espacio exterior (lejano); ha extendido su dominium. La idea de éxito va aparejada a la idea de control absoluto de todos los aspectos de la vida (hasta de lo que existe antes de la vida tal como la conocemos).

Éxito, control e identidad son una tríada que va junta, puesto que en este afán de dominio hay una obsesión por controlar la identidad. El control genético es sinónimo de éxito y orden social. La identidad ya no sería lo que entendemos hoy –algo emotivo, subjetivo e intrínseco del individuo -, sino una identidad genética. Toma la forma más positivista y reduccionista posible, y escapa a lo subjetivo, para ser algo material concreto: la identidad está en las células.

Dado que lo que define al individuo es este aspecto microscópico del que él no ha elegido ni controlar o modificar nada, llegamos al concepto de raza como el más indicado para pensar esta sociedad. Los genéticamente favorecidos ostentarían una superioridad biológica. Se plantea también como un estado de “naturaleza”, basado en la primacía del más fuerte o del más apto (9). Hablamos de raza porque las cualidades que definen la inserción de los ciudadanos en este mundo no depende de su voluntad o su personalidad, sino de su aptitud y perfección genética. Este claramente es -y aparece así encarnado por Vincent- un mundo indeseable y extremista (10), en el que quienes no son favorecidos se hallan condenados a la infelicidad. Y aquí es cuando volvemos sobre los pasos de Oscar Varsavsky para preguntarnos: ¿este desarrollo del saber científico tan ponderado llevó a un mundo más justo, más igualitario, ayudó a erradicar los problemas de la sociedad? La respuesta es contundentemente negativa. El filme deja en claro que el mero desarrollo en extensión (11) de las líneas propuestas por el paradigma positivista racional occidental moderno no llevan a buen puerto. Como plantea Varsavsky, no es cuestión de acrecentar el saber científico por acumulación y cuantificación (o perfección de las líneas ya propuestas); sino de articular la ciencia en torno a un criterio de importancia, que estipule qué conocimientos son valiosos. La ciencia no tiene una única forma de ser, sino que puede y debe ser reformulada -revolucionada- para constituir un mundo creativo y valioso; un mundo deseable. De no verse revolucionado el saber, difícilmente sea susceptible de modificación cualquier otro aspecto de la vida.


Élite genética vs. plebe natural y conclusiones

El extremismo al que hacemos alusión más arriba se ve muy concretamente, como cuando se muestra que la entrevista laboral es un mero examen de ADN del postulante; o cuando se evidencia todo lo que el protagonista está dispuesto a hacer por acceder al mundo de Gattaca, como operar sus piernas para ser unos centímetros más alto. Lo que está en juego para él es la salvación y por eso está dispuesto a todo. El extremismo se evidencia también en la diferencia de posiciones entre los “naturales” y los “genéticamente avanzados”: los primeros limpian baños y pisos, tienen inestabilidad laboral y no se espera de ellos que posean aspiraciones (12) . Los segundos viven en un mundo ampuloso y perfecto, son los elegidos. Esta discriminación de ciertos sectores de la sociedad hace recordar a los peores momentos del siglo XX. Es significativo que en el filme esta marginación de un sector por sobre el otro no implique ninguna forma de violencia ni resentimiento social. Contra lo que se pudiera esperar, quienes más desfavorecidos se hallan incorporaron la norma y no pretenden moverse un ápice de su lugar; se trata de una sociedad normalizada a través de la ciencia. El saber científico da un sustento teórico y técnico a esta segregación social, legitimando dichas prácticas. Ya no es posible argüir acerca de la separación de contextos, ni de los dos ámbitos de la historia, ni justificarse en la distinción entre ciencia pura y ciencia aplicada.

En Gattaca el desarrollo de la ciencia positiva no sólo no es ingenua respecto de objetivos de dudosa ética; además define una clara dicotomía social. Por un lado una élite-genéticamente seleccionada (como el mismo término lo indica, quiénes son objeto de la selección genética para ser concebidos, también serán los seleccionados por la sociedad, ejemplos vivientes de la tan anhelada búsqueda fructuosa de la perfección biológica) y los portadores de una marca social positiva diferenciadora y diferenciante, algo así como un estigma invertido. Y por otro lado una plebe-natural-inferior y estigmatizada. En palabras de Vincent:

 “I belonged to a new underclass, no longer determined by social status or the colour of your skin. No, we now had discrimination down to a science.”(19:00)

 “Yo pertenecía a una nueva clase baja, ya no más determinada por el estatus social o por el color de la piel. No, ahora tenemos la discriminación reducida a una ciencia.”

Es una frase irónica. Al traducir down to a science, puede significar que la discriminación se volvió ciencia, es decir: que se habría vuelto técnica, profesional, sistemática. O bien lo opuesto, dado que la proposición “a” no se escucha demasiado nítidamente, entonces podría querer decir down to science, en cuyo caso significaría que la discriminación se superpone con la ciencia, puesto que ésta última se volvió discriminatoria. En cualquier caso, lo que se plantea es el rol de la ciencia en esta segregación y jerarquización de la sociedad.

Como toda distopía, el filme toma elementos de la realidad actual para mostrarlos agudizados en un futuro lejano, para advertir de los peligros que pueden representar las acciones o lineamientos que estamos eligiendo en el presente. Sin embargo, y salvando las exageraciones propias tendientes a hacer la historia más atractiva dramáticamente, este porvenir ya está a la vuelta de la esquina y no resulta imposible pensar que de aquí a un tiempo, la población acuda masivamente a la secuenciación completa de cadenas de ADN para elegir o asegurar el futuro de sus descendientes. La tendencia a la inserción de la ciencia en cada vez mayores ámbitos de la vida antes personal y privada como la reproducción y la sexualidad, indica que ésta es una tendencia que pisa fuerte. El futuro, pareciera, llegó hace rato.

NOTAS:

(1) Niccol, Andrew. Gattaca (DVD). Estados Unidos, JERSEY/COMLUMBIA FILMS, 1997. De ahora en más cito parlamentos y pasajes de este filme y referiré entre comillas minutos exactos de aparición.

(2)  “Todavía sería el producto de ustedes, pero de lo mejor de ustedes. Podrían concebir naturalmente un millón de veces y no obtener tales resultados. Quieren darle a su hijo las mejores posibilidades, es un mundo demasiado difícil allá fuera.”

(3)  Esto se evidencia en la escena en que Vincent e Irene van a ver el concierto de piano. Ambos quedan maravillados; a la salida Irene le dice que ese pianista es de los mejores y le señala la cartelera donde se observa que el concertista posee seis dedos en vez de cinco en cada mano. Vincent comenta acerca de la “forma de tocar” y la pasión involucrada, a lo cual Irene responde: “Esa pieza sólo puede ser tocada con seis dedos”. Marcada la diferencia biológica, se marcan asimismo las posibilidades que el sujeto tendrá a lo largo de su vida.

(4) La forma no científicamente mediada es vista como algo arcaico, primitivo y lleva una carga de rechazo social.

(5) Fuentes periodísticas y académicas consultadas: 

(6) Por ahora la tecnología involucrada hace que sea muy costoso este examen y que sólo se realice en algunos laboratorios del mundo. Estamos lejos de que esta práctica sea moneda corriente, aún se están dando los primeros pasos. Pero actualmente existe una tecnología que puede leer y decodificar el genoma humano en forma completa. Los científicos afirman que es cuestión de tiempo que este test se haga más veloz, se practique en más lugares y por ende sea más barato y llegue a un nivel masivo.

(7) Tal vez sea mejor hablar de un estado científico o estado cientificista, guiado por los principios rectores de la ciencia. Esto no resulta algo tan difícil de pensar a futuro. Así como existen los estados militares o religiosos, Gattaca podría constituir un estado científico. Aquí se evidencia la dimensión de análisis planteada por Echeverría, haciendo hincapié en la profunda relación entre sociedad y ciencia. Dice el autor: “siempre hay una sanción o juicio social sobre la actividad científica” (Echerverría, J. Filosofía de la ciencia, Barcelona, Aikal, 1995, Cap. II). En el caso de Gattaca estamos frente a una sociedad que tomó los lineamientos científicos y que los valoró como profundamente positivos, de un modo tal que constituyen parte de su vida. El filme plantea claramente una sociedad científica, totalmente atravesada por este discurso.

(8)  Cuando Vincent se está preparando para incursionar en Gattaca bajo la identidad de Jerome, observa una foto de éste y destaca la falta de parecido físico que tienen y la imposibilidad de hacerse pasar por él. A lo que el agente responde: “¿Cuándo fue la última vez que alguien miró una fotografía? Todo lo que interesa de vos está en la sangre.” (28:02).

(9) En el filme se conjugan estos dos conceptos: aptitud y fuerza, encarnados por el personaje del hermano de Vincent, con quien él compite desde que son niños por ver quién llega más lejos nadando mar adentro. Vez tras vez, es Anthony quién gana la competencia, asimismo como supera en altura a Vincent a pesar de ser dos años menor. Además no usa gafas, corre rapidísimo y se lo supone extremadamente inteligente. El médico genetista advierte a los padres que este niño tendrá todo para una vida de éxito, y eso se espera de él, de igual forma que se espera de Vincent que se conforme con el rol que socialmente le tocó en suerte.

(10) Es extremista el planteo porque muestra una sociedad futura en la que se ha impuesto una rama de la ciencia como rectora de todos los aspectos de la vida. No son ponderadas de igual forma para la organización social ni la física, ni la matemática ni la astrofísica. Este extremismo tiene que ver con que se trata de una distopía; también por la forma en que se han implementado, en una total relación de las esferas de la  sociedad y la ciencia, los designios de la genética. Este planteo radicalizado tiene intensidad similar a la forma en que el Positivismo Lógico exhorta a erradicar todo lenguaje que no pueda remitirse al mundo físico-material, debiendo abandonarse términos como amor, felicidad y sentimiento.

(11) Varsavsky, O. Ciencia, política, cientificismo, 1969, Cap. II y III, Bs. As., Centro Editor de América Latina.

(12) Un ejemplo de esto es cuando al comienzo del filme el protagonista, que trabaja en la limpieza de Gattaca junto con otros naturales, es apercibido por su jefe, quien dice: “Cuando limpies el vidrio, no lo limpies demasiado bien; podría darte ideas” (21:13). Esa corrección, señala el límite de hasta dónde puede cada uno llegar.

jueves, 28 de noviembre de 2013

Kilómetro 111: Cine del presente

por Oscar Cuervo *

Diez números de la revista Kilómetro 111, una ocasión para repensar las nociones que sostienen nuestra práctica. En el marco de una mesa de debate en el BAFICI, mientras el festival internacional de cine independiente de Buenos Aires (eso es lo que la sigla significaba inicialmente) celebra sus 15 años de existencia. Kilómetro 111 ha querido desde su origen ser una publicación que no se deja regir por la actualidad cinematográfica, pero, obviamente, eso no significa que se propusiera colocarse fuera de la época. Por el contrario, la historia como problema, la tensión con el presente, han sido sus preocupaciones persistentes. Como si de cierta incomodidad recíproca entre el cine y la época pudiera extraerse una clave para comprender nuestra experiencia del mundo. Es un desafío interesante –y bastante fiel a su línea editorial- pensar este tránsito desde su aparición, 2000/2013, un período demasiado corto, aún escaso como para tomar una distancia mínima, difícil de caracterizar, puesto que es todavía nuestro presente. Cuando Emilio Bernini me invitó a formar parte de esta mesa, bajo el título “Cine del presente”, me surgieron preguntas acerca de lo que estas palabras significan para nosotros: cine, crítica, independencia. Se me ocurrió dar una mirada retrospectiva hacia lo que podían significar cuando empezó el BAFICI en 1999 y, un año después, cuando apareció Kilómetro 111, y rastrear su devenir a través de este tiempo. 


1 - La crítica

No me siento cómodo con la palabra “crítica”. Reconozco su historia venerable pero no puedo deslindar la connotación más fuerte que la impregna, al menos desde la modernidad: la crítica entendida como juicio, el crítico como juez. Un tribunal de la razón ante el que comparece la obra. Cuando me preguntan a qué me dedico no se me ocurre decir que soy crítico de cine, porque esta posición subjetiva da por sentadas demasiadas cosas de las que no estoy seguro. ¿Desde dónde se juzga la obra? ¿En qué se funda la autoridad del crítico como juez? ¿Quién le otorga esa autoridad? No se me pasa por la cabeza suprimir esta palabra de nuestro léxico, cosa que además sería imposible por un acto de voluntad. Pero sí es posible desnaturalizarla, dejar en suspenso la evidencia en la que parece apoyarse su uso. 

Prefiero pensar lo que hago en términos de escritura. Escribo sobre cine. No supongo ninguna preminencia entre cine y escritura. En todo caso, la escritura debe producir su propio fundamento en el trabajo con las palabras, entre las palabras y las películas. La crítica profesional, la periodística o la académica, cuentan con una forma discursiva prefijada, un punto de partida supuesto, una presunta función, una conclusión aguardada: un dictamen. Hay una retórica propia de la crítica, una cierta contigüidad nunca despejada con el discurso científico. Si renuncio a estas prerrogativas, tengo que encontrar una manera de escribir, un tono, un estilo: una voz. ¿Y si pensamos la escritura como una especie de conversación? La experiencia cinematográfica siempre estuvo pendiente de la conversación. Nuestras conversaciones se nutren de películas y las películas a su vez piden ser conversadas. Es lo que pasa en los festivales–lo que estamos haciendo en este momento. Un festival es una larga conversación en la que intercalamos películas, para seguir conversando. Conversamos de películas y hacemos conversar a las películas entre sí. Estas conversaciones sacan a la luz sentidos que quedarían en la penumbra si no los habláramos, si no los escribiéramos. Un festival de cine como el BAFICI y una publicación como Kilómetro 111 pueden comprenderse como dispositivos en los que el cine insiste, de los que el cine no puede desistir sin volverse una mera mercancía. Incluso películas que en otros contextos desdeñaríamos por insignificantes pueden hallar su lugar en nuestras conversaciones. En el otro extremo, las grandes obras, aquellas que parecen exceder nuestra capacidad de habla, están esperando que las hablemos y es en nuestra conversación que pueden seguir desplegando su grandeza. 

Por eso cuando escribo sobre cine me gusta pensarme conversando con las películas. En un festival como el BAFICI es posible cruzarse con los cineastas, dialogar con ellos sobre sus obras, en una especie de momento utópico de máxima horizontalidad, de abolición de las distancias. El hecho de hacer una publicación de cine suele ser un buen pretexto para acercarse al realizador y conversar con él más largamente, para prolongar su película por otros medios. Incluso podemos permitirnos extender esa cercanía con los cineastas clásicos: dialogar con Bresson, dialogar con Fassbinder. No se trata de ninguna arrogancia, quizá sea exactamente lo contrario: dado que no poseo autoridad para juzgar sus obras, me permito conversar con ellas. Claro, tengo que volverme capaz de hacerlo. Este ensayo de pensar la escritura sobre cine como una conversación nos vuelve también un poco cineastas: como ellos, tenemos que pensar dónde poner la mira, encontrar nuestro preciso punto de vista y nuestra distancia justa respecto de la obra. 

Este extrañamiento de la escritura sobre cine, la puesta en suspenso de su naturalidad, puede –debe- alcanzar a la decisión de sostener una publicación periódica como Kilómetro 111, o como la que yo dirijo, La otra. ¿Por qué sacar revistas de cine? ¿Por qué seguirlas sacando? Cada número que preparamos requiere volver a preguntarse por el sentido de hacerlo y cada edición es una respuesta práctica a esta pregunta. La necesidad de su existencia no es evidente. No hay un mercado que las demande, así que el principal fundamento de su existencia es nuestra propia decisión de editores: así de frágiles son, este vértigo nos produce el volver a pensarlo cada vez. Las revistas de cine quizá sean especies en extinción. Desde que empezó a salir Kilómetro 111 –o desde que en 2003 empezamos a editar La otra- hasta hoy hubo una fuerte mutación en el campo de las publicaciones especializadas. En esta década larga internet creció de manera desmesurada. Creció también la gravitación de internet en nuestras vidas, hasta convertirse en una apertura al mundo radicalmente distinta a todo lo conocido hasta aquí. La proliferación de blogs y páginas web alteró los modos de producción y circulación de textos sobre cine, acercó los puntos distantes, aceleró los tiempos de escritura/edición/distribución/lectura/devolución hasta rozar la instantaneidad. La web promete una disponibilidad ilimitada: de textos, de películas, de lectores. 

Frente a esta desmesura, una publicación en papel, con su ritmo de escritura, corrección, impresión y distribución, su anclaje territorial, su pesantez material, su manualidad y hasta su perfume, parece devolvernos al siglo XIX. No hay razones obvias para seguir imprimiendo revistas de cine. Es pensable un futuro cercano en que ya no existan. Pero precisamente en todo lo dicho, en lo que parecen tener de anacrónicas frente a la prepotencia irresistible de la tecnología digital, las publicaciones en papel pueden encontrar una justificación: una apuesta a una temporalidad más ancha, otra dimensión del presente no tan urgida por la instantaneidad, la constancia de lo asible, la amabilidad de lo que está hecho no solo para los ojos sino también para las manos y los dedos, para ocupar su lugar en un rincón de la casa al que se puede volver después de un tiempo. Volver a buscar aquel número de Kilómetro 111 aparecido hace 10 años, tenerlo presente. Una revista de papel puede hacernos accesible un presente de un espesor que no se disipa con las ráfagas digitales.


 2 - El cine

Vuelvo a buscar en los estantes aquel número 4 de Kilómetro 111.Tema: “La escena contemporánea”. La revista desde su primer número tuvo una sección llamada, justamente, “Conversaciones”, un dispositivo más amplio que el de la entrevista, con cineastas y escritores que se sientan a hablar largamente, no a responder preguntas sino a conversar. En ese número Carlos Trilnick, Claudio Caldini y Jorge La Ferla, junto a parte del staff de la revista, conversan sobre las formas híbridas de la imagen. En 2003 hay una fuerte discusión entre los partidarios de los diversos soportes y tecnologías para la producción audiovisual: el partido de los cineastas y el de los videastas -una palabra que parece haberse vuelto caduca, y no precisamente porque el celuloide haya ganado la batalla. (Una pequeña nota de color: al comienzo de la charla Bernini destaca que el Centro Cultural Rojas acaba de editar unos videocasetes bajo el título Cine experimental y video de autor, que compila trabajos de Trilnick, Caldini y La Ferla. En diez años el videocasete se ha vuelto obsoleto y la palabra misma desapareció de nuestro lenguaje. ¿Dónde habrán quedado aquellos videocasetes?). El prólogo de la nota presenta las dos posiciones en disputa de esta manera: 

“Una de ellas celebra las posibilidades inauditas de experimentación, de trabajo con los materiales, al parecer inagotables, que ofrecen todos los dispositivos de imagen, sean cuales fueren, actuales y del porvenir. La otra línea, más cauta, desconfía de la disponibilidad alegre de todos los soportes y las técnicas; y, por el contrario, prefiere la selección y el uso escrupulosos”. 

La primera línea está encarnada en esta conversación por Trilnick y La Ferla, la segunda por Caldini. Dice Caldini: 

“Pasa un poco por qué clase de receptor queremos. A mí personalmente me interesa la ceremonia de la proyección, el transcurrir de ese tiempo para poder percibir en un cierto estado de afinidad el “sueño” que quisimos transmitir allí. Esto no siempre está presente, por ejemplo, en una galería de arte donde todo está iluminado y donde hay varios monitores e instalaciones funcionando a la vez. En estos casos no se alcanza a percibir en el sentido en que lo permite el cine, o a profundizar la obra de otra manera…”. 

Trilnick contrapone: 

“En mi caso, el video tiene cada vez más puntos de contacto con las artes visuales en general, y con la plástica en particular. Me parecen territorios muy interesantes… Recuerdo la frase con que Paul Virilio abre los capítulos de El arte del video, que hizo la televisión española: él habla de una sola imagen. En este sentido discutiría lo que dice Claudio Caldini, porque hoy es necesario hablar de imagen. Hoy es imposible diferenciar si es cine, si es video, si es holografía, si es sueño, si es real o si es virtual”. 

En un momento la conversación se tensa y Trilnick dice: 

“De todas formas, siempre se termina hablando de tecnología cuando se trata de video, lamentablemente. Pero tener una postura así, tan contraria a un soporte, como la de Caldini, me parece un poco… fascista. Hablar de la banalidad de la imagen, de que no tiene permanencia, y considerar que sólo es un hecho de soporte…, digamos, ¿para defender qué territorio? Si el territorio es el del arte, más allá de los soportes. Me parece una postura muy extrema…”. 

Caldini responde: 

“No tengo ningún problema. Hago video. Pero no pongo en el video ni en el arte digital, y tampoco en el cine, todas mis expectativas en cuanto a la creación artística. Me parece que es hora de dejar de hablar de tecnología. Durante diez años fue el argumento de la renovación histórica, tecnológica, cultural, globalizante, digamos… Y aquí están los resultados, no podemos negarlos. Tampoco estamos en el mejor momento de la historia del arte, como algunos pretenden; y la cosa parece dirigirse hacia una dispersión aún mayor. Esa idea tan loca de vivir el presente absoluto; creo que eso no funciona, no puede funcionar”. 

Diez años después el dilema no ha sido resuelto. Las instalaciones museísticas siguen a la orden del día, aunque la categoría de “videoarte”, desde la que se quería proclamar una dimensión novedosa, preñada de futuro, quedó fechada. La palabra “cine” ha absorbido todas las formas híbridas que amenazaban su vigencia. Caldini persiste en lo que él llama la “ceremonia de la proyección”, ceremonia en la que él mismo radicaliza uno de los componentes del dispositivo cinematográfico. Mientras habitualmente se entiende por "película" una sucesión de imágenes concluida de una vez y para siempre, destinada a ser reproducida de manera idéntica a través de tiempos y espacios, el acontecimiento que empieza cuando Caldini pone la cámara en marcha se prolonga hasta la proyección. La presencia corporal del cineasta, su vínculo con la cámara, su trato con la película impresa, continúan hasta el momento en el que la película adopta en cada proyección una forma efímera e irrepetible, por obra del operador-autor: el cineasta como camarógrafo, pero también como proyectorista. 

El cine no murió. La palabra ahora refiere a una familia de significados más amplia y difusa de lo que se pensaba hace una década. A mediados del siglo XX se formuló una ontología la imagen cinematográfica que triunfó en toda la línea: el registro, capturado involuntariamente por el aparato mecánico que mantiene una relación significante con la realidad, y la proyección como momento alucinatorio en el que el espectador semi-inmovilizado en la sala oscura se conecta con sus fantasmas. Registro y alucinación, lo real y lo onírico, la luz y la sombra, el campo y el fuera de campo. Esta ontología se halla asediada por la irrupción de las nuevas tecnologías y soportes. Lo que llamamos películas ya no lo son en un sentido literal. La proyección fílmica tiene los días contados: en el último BAFICI el número de proyecciones fílmicas se redujo drásticamente, incluso algunos clásicos, como La mosca (David Cronenberg) o La casa del sol naciente (Samuel Fuller), realizados originalmente en celuloide, se proyectaron en formato digital. Nuestro consumo habitual de lo que seguimos llamando cine no remite necesariamente a la sala cinematográfica. Bajamos las “películas” de internet, las vemos online, las reproducimos en televisores, monitores de computadora, tablets y celulares. Jean Luc Godard presentó en 2010 su Film Socialisme que, irónicamente, no es un film sino su primer largo editado en soporte digital. Se estrenó en el Festival de Cannes, aunque simultáneamente se pudo ver en una plataforma online. La sala de cine sigue siendo el ámbito privilegiado de la experiencia cinematográfica, pero ya no es ni siquiera el más frecuente. Vemos cine en diversas circunstancias y ocasionalmente vamos al cine. Y ante un plano cinematográfico nos resulta cada vez más difícil discernir si se trata de un registro o de una imagen generada digitalmente; lo más probable es que se trate de una mezcla de ambas posibilidades en proporciones indeterminables. El cine sigue siendo una forma de entretenimiento masivo y, paralelamente, los festivales de cine se han multiplicado en todo el mundo, dando lugar a un circuito de exhibición alternativo, dirigido a un segmento de público específico. La imagen cinematográfica no es lo que era; o mejor dicho: es lo que era y muchas otras cosas. La clásica ontología de la imagen cinematográfica está en crisis, pero no apareció un paradigma alternativo. Hay una conciencia teórica en crisis pero el cine sigue.


3 - La independencia

Cuando en 1999 empezó el BAFICI, la “I” final de la sigla nos hablaba de independencia. El significado era transparente: había todo un universo cinematográfico que no llegaba a las carteleras comerciales. Hace apenas 15 años no se conocían en Buenos Aires cineastas taiwaneses, coreanos, chinos. De hecho Wong Kar-wai había pasado desapercibido en esta ciudad cuando estuvo filmando Happy together. Y de pronto irrumpían autores con una obra considerable, cuya existencia ni siquiera sospechábamos meses antes: Sokurov, Hou Hsiao Hsien, Edwar Yang, Bela Tarr, Sharunas Bartas, Tsai Ming Liang... Tendríamos que ponernos al día rápidamente e incorporar también a los que iban apareciendo: Jia Zhang-ke, Apichatpong, Hong Sang-soo, Raya Martin, los rumanos, los mexicanos, los filipinos. Publicaciones como Kilómetro 111 se convirtieron en apoyos instrumentales para procesar tanta novedad, una referencia necesaria para reconfigurar nuestras nociones de la experiencia cinematográfica. La sensación, al ponernos en contacto con esta zona hasta entonces desconocida del cine, fue la de un soplo de aire fresco. Nos independizábamos de la sujeción de los estrenos comerciales de los jueves, ampliábamos la mira. Esta apertura propició la irrupción de una nueva camada de realizadores, favorecidos por las posibilidades tecnológicas de cámaras digitales que abarataban los presupuestos y hacían posible la producción con equipos reducidos, por fuera de la industria. Esta generación se movió al principio con mucha ingenuidad y descubrió con sorpresa que sus pequeñas películas podían llegar muy lejos: había programadores de festivales internacionales que salían por el mundo a la caza de nuevos autores. Así es como Lisandro Alonso y Pablo Trapero hicieron, con sus primeras películas, un camino inédito. Tuvieron que aprender pronto que el circuito de los festivales es un subsistema de la gran industria cinematográfica, con normas de admisión tan duras como las del mainstream, la vieja supervivencia del más apto. Con programadores con poder suficiente para imponer cambios en las películas a fin de que sean aceptadas en un festival, con una incidencia comparable a la de los productores de Hollywood de la época clásica. Trece años después de La libertad los cineastas novatos ya perdieron toda ingenuidad: se someten a casting de proyectos, conocen los requisitos para que sus ideas sean “presentables” ante las instancias de decisión, piensan sus películas en función de las chances que pueden tener en ser aceptadas en Locarno o en Rotterdam. Los festivales son dispositivos de legitimación de un modelo de cine alternativo de la gran industria, pero de ninguna manera independiente. 

Por último, quisiera destacar otro cambio que percibo desde aquel primer BAFICI y aquel primer número de Kilómetro 111 hasta hoy. A fines del siglo XX en la clase media porteña ilustrada parecía haber calado hondo aquel dictamen del fin de la historia y el triunfo inapelable de un modelo de existencia neoliberal. El cine parecía una esfera relativamente autónoma del mundo, con su propia historia interna, sus normas de admisión y legitimación, una isla de experiencias estéticas en las que se podía discutir apasionadamente de películas, pero con una conciencia tranquila de resignación ante la ajenidad del poder. Si el mundo globalizado era duro, el cine se ofrecía como una versión más amable del mundo, y los cinéfilos podíamos pensarnos como una cofradía de intereses más nobles, partidarios de la belleza. Recuerdo el país sacudido por una crisis terminal mientras se llevaba a cabo la edición 2002 del BAFICI. Entrar al Abasto era ponerse a salvo del desquicio y refugiarse en la esfera de lo sublime. Esa armonía restringida se quebró cuando la sociedad argentina se vio atravesada por un conflicto político que resultó ineludible y que hasta hoy no cesa de ahondarse. Se abrió una grieta por la que se filtró la historia, que resulta que no había muerto. El campo cinematográfico no pudo sino registrar estas tensiones. En las revistas de cine y en los festivales se hace imposible evitar la política. Todavía no parece que esta fractura pueda pensarse; entonces se la actúa. Que en la edición 2012 del BAFICI haya quedado excluida una película de los valores de Tierra de los padres (Nicolás Prividera) sin que el propio festival haya encontrado un ámbito para discutir esa exclusión, o que incluso la mesa de debate por los diez números de Kilómetro 111 [Abril 2013, 15° BAFICI] haya estado a punto de no hacerse por decisión del director artístico del festival, que finalmente se haya hecho por una marcha atrás del mismo director al tomar estado público el veto, son síntomas de una dificultad para lidiar con la política y una imposibilidad de esquivarla. La ilusión de la autonomía estética se desplomó. Para nuestra generación esa caída no es reversible. Habrá que ver si nos volvemos capaces de pensar esta fractura, de conversar sobre ella y volverla artística y políticamente productiva.

* Este texto forma parte del número 11 de la revista Kilómetro 111.

Cine del presente
Sumario

I. Ensayos

1. Imágenes paganas. De Deleuze a Farocki, por Silvia Schwarzböck.
2. Después de la radicalidad. James Benning, Sergei Losnitza, Raya Martin, por Emilio Bernini
3. Comedia, mumblecore y cotidianeidad. El cine de Andrew Bujalski, por Román Setton y Agustín D'Ambrosio.

4. Más allá de la primera persona. Figuras liminares del yo en el último cine argentino, por Marcelo Cerdá.

5. El cielo de los plebeyos. El cuerpo improductivo contra la lógica de la intriga. A propósito de P3nd3j5s, Los posibles, el cine y el video, por Gustavo Galuppo.

II. Versiones

1. Un arte de outsider, por James Benning

2. La Trilogía de California de James Benning. Una lección de historia natural, por Rachel Moore.
3. El final del cine "documental", por Sergei Loznitsa
4. Minucias cotidianas como narración (sub)alterna. Negociaciones sobre la historia en Independencia de Raya Martin, por Christian Tablazón.
5. Autohystoria, por Ogg Cruz.
6. Crítica del cine indie, por Andrew Bujalski.

III. Conversaciones.

Un nuevo revisionismo. Conversación con Alejandro Fernández Moujan, Nicolás Prividera y Javier Trímboli.

IV. Críticas

1. La zona del vampiro: biopolítica e imaginación (True Blood, de Alan Bell), por Gabriel Giorgi.
2. Fin de un ciclo sin fin (Fausto, de Alexander Sokurov), por Marcelo Burello.
3. El cuerpo de un hombre casi vivo casi muerto, un cerezo en flor y un televisor. Apuntes sobre cine documental (Qu'ils réposent en révolte, de Sylvain George), por Alejo Hoijman.
4. El malestar Correas (Ante la ley, de Emiliano Jelicié y Pablo Klappenbach), por E. B.
5. Nazis, espías e indiecitos. Representaciones de sí y representación del otro en el cine documental de Thomas Heise, por R. S.

V. Reseñas

1. Las fábulas del amateur. Rancière y el arte de la distancia, por Gabriel D'iorio.
2. Una ideología estética (Territorios audiovisuales, de J. La Ferla y S. Reynal), por E. B.
3. Diez números (Kilómetro 111. Ensayos sobre cine), por Oscar Cuervo.

4. Apuntes sobre un estado de la crítica (Kilómetro 111. Ensayos sobre cine), por Tomás Binder

jueves, 21 de noviembre de 2013

Las músicas atroces

por Paulo Manterola

Mi nombre es Antonio Tozza. Heredé este nombre de mi abuela, a quien nunca conocí. Ella provenía de una familia de coleccionistas de arte de mucha influencia en las clases altas por sus refinadas y excéntricas preferencias estéticas, siempre a la vanguardia. A lo largo de varias generaciones, toda variedad de artistas se han sabido mostrar muy agradecidos y generosos con ellos por sus favores. Mi madre, Josefa, murió a los 71 años de edad, mientras que mi padre logró sobrevivirle por un tiempo más y perdurar para criarme hasta mi adolescencia. La familia de mi padre se dedicó siempre al comercio. Por lo tanto, se podría decir que era una persona práctica, hábil y resuelta. Gracias a ello, pudo conquistar a mi madre. Una criatura extremadamente sensible e introvertida, aunque no por eso una mujer débil de carácter o espíritu exánime, sino todo lo contrario. La historia de mi ascendencia se encuentra plagada de muertes trágicas, absurdas o misteriosas, por decirlo de alguna forma.

Hasta hace unos años, me encontraba felizmente casado con Elizabeth, ahora mi difunta esposa. A mí también, desafortunadamente, me tocó padecer esta herencia de mis mayores. Antes de morir ella, vivíamos en una propiedad que perteneció a mi familia, en Campania, Nápoles, cerca de los campos Flégreos. Ésta es una zona alejada y tranquila, con salida al mar, que se encuentra rodeada de volcanes ya inactivos desde hace muchos años.

Durante toda mi vida, me desempeñé en las actividades comerciales, continuando el legado de mis antecesores, aunque me he visto obligado a abandonarlo. Estoy viejo e inválido, he vivido demasiado, y no tengo a quién legarle toda mi experiencia y empresas. Mi esposa, desde un principio, se dedicó a las tareas domésticas y a la crianza de nuestras dos hermosas hijas, mientras que en sus ratos libres atesoraba y llevaba un formidable archivo de distintas rarezas artísticas sin valor, anónimas e inclasificables, sólo por afición. Este detalle siempre me resultó enternecedor y me remontaba a mi infancia, rodeado de objetos fascinantes e incomprensibles a esa edad. Podría decirse que tenía muchas cosas en común con mi madre tanto en su forma de ser como en sus pasiones.

Al día de hoy, debo lamentar también la muerte de Victoria, una de nuestras hijas, la más pequeña. Lucy y yo ahora vivimos en la ciudad, lejos de aquellos campos. Claro está, ella no tiene el más mínimo interés en el comercio o la navegación. Ha heredado mucho de su madre. Se dedica al estudio de la filosofía y las letras en la Universidad de Nápoles. Es una mujer muy inteligente y animosa, con mucho brío pese a todo lo que hemos pasado.

Por mi parte, intento descansar y pasar lo que me queda de esta vida sin padecimientos ni sorpresas, estar en paz y dejar atrás un pasado signado por la desgracia.

Lucy era muy chica. No recuerda nada de lo sucedido.

Al menos confío en que así sea.

Mi invalidez no me permite hacer otra cosa más que recapitular, una y otra vez, los mismos hechos. He sido reducido a eso.

Durante la prolongada agonía de mi esposa, me vi forzado a delegar todas mis responsabilidades para quedarme junto a ella, asistirla y cuidar de nuestras hijas. En el momento en que cayó enferma, yo me encontraba en uno de mis viajes. Por lo tanto, las circunstancias o razones de su afección no me fueron completamente claras. Una mañana salió a dar un paseo hacia el lago, según me dijeron, para encontrar ahí su suerte. Fue golpeada y violada ahí mismo por algo innombrable, abandonada desnuda; moretones y heridas en todo su cuerpo. Así la encontraron nuestros sirvientes y el ama de llaves unos días después. No podía moverse. Los temblores y espasmos la dominaban. No quedaban fuerzas en su espíritu, se desvanecía en llantos. Debieron sujetarla y arrastrarla hasta la casa. Las heridas que le habían sido provocadas estaban infectadas y ella ya no tenía medios para luchar contra lo inevitable. Las constantes nauseas, las llagas por todo su cuerpo y su rostro, el deterioro de sus huesos, la piel mellada. Los intensos gritos de dolor. Sus ataques de ira. Los vómitos.

Yo permanecí a su lado a cada momento. Los médicos, de todas partes del mundo, iban y venían para prescribir no más que su ignorancia sobre pestes de las que nadie sabía demasiado todavía. Su cuerpo estaba vejado, íntegramente. Su espíritu había sido quebrado. Su mente, ida. Pero aún así resistía. Gasté gran parte de mi fortuna buscando una forma de aliviar su sufrimiento, una respuesta certera al menos.
Nunca lo conseguí.

Por las noches, cuando ella lograba conciliar un poco el sueño, o simplemente se desmayaba, agotada por el padecimiento, me sentaba en el balcón de nuestra habitación a fumar algunos cigarros. Es curioso cómo uno recuerda a la persona amada, la forma en que la evoca. Lo que más extrañaba, y aún hoy extraño de ella, es el modo en que me demostraba su afecto, su amor, el cariño, su respeto. Su compañía. Eso es lo verdaderamente único que puede darle una persona a otra, lo único que cuenta. Lo demás pierde importancia.

Todo eventualmente pierde importancia. Se diluye.

Por momentos, ella intentaba balbucear unas palabras. Una y otra vez, se desvanecía súbitamente, por el desgaste y el malestar que le suscitaba su enfermedad, pero no se rendía. Era una mujer obstinada. Me costaba mucho trabajo entender lo que quería decirme. Hubo una noche, la última, en que estaba más exaltada que de costumbre. Escupía pus a cada palabra, a cada espasmo. Me incliné sobre ella y acerqué mi rostro al suyo, arrimé mi oído a su boca, lo más que pude, teniendo cuidado de no fatigarla o asustarla. Los médicos me habían advertido seriamente que no mantuviera contacto alguno con ella, incluso, me aconsejaron no permanecer en la misma habitación. Pero qué podían saber si ni siquiera podían decirme con precisión qué era lo que la estaba comiendo viva. Y allí estábamos. Finalmente entendí lo que intentaba decirme: encontré algo, me dijo, estaba olvidado, es hermoso. Eso era todo. Su mirada era extraña. Tierna y desahuciada. Como si supiera que ése era el final para ella. Regalándome ese último suspiro de vida que le quedaba con el más intenso y noble amor. No pude más que llorar. Luego, sus ojos se vaciaron. Los cerré con mis manos y nunca más los volvió a abrir. Me acosté a su lado y la abracé. Me sentía desesperadamente angustiado. Me quedé dormido.

Después de su muerte, yo no hacía más que pasar el día sentado en el piso de nuestra habitación, al pie del balcón, en silencio, fumando, pensando. No hacía caso a nada ni nadie. Perder a la persona que uno ama, de un momento a otro, repentinamente, sin entender por qué o cómo o cuál, es el miedo más irrebatible, poderoso y genuino que pueda existir. Me encontraba consumido por la tristeza y el desasosiego.

Su corazón explotó dentro de su cuerpo, aparentemente.

Me acerqué al lago algunas veces los días posteriores para encontrarme nada más que con una sensación de horror espantosa. El aire me olía a podredumbre, sudor y óxido.

Sus restos fueron velados en nuestra casa.

No concurrieron demasiadas personas. La familia de ella y la mía no solían relacionarse. Eran ariscos, eremitas, los unos con los otros. Pero aún así, había siempre una sensación de extraña familiaridad cuando inevitablemente debían verse.

Yo me sentía incapaz ya de comprender nada de lo que pasaba a mi alrededor.

En un momento, mientras la velábamos, ocurrió una serie de eventos tan absurdos como curiosos, que cambiaron mi suerte para siempre.

Mientras estaba sirviendo algunas bebidas a los presentes, se me acercó el padre de Elizabeth. Me dijo, en voz baja, yo sé por qué murió. Me quedé paralizado, mirándolo fijamente, esperando que dijera algo más, pero no lo hizo. Lo tomé del brazo y le pregunté, eso es todo. Se detuvo y me miró desafiante. Lo solté. Luego, con una displicencia irritante, dijo, hay una caja de música en el sótano de la casa, estaba guardada bajo llave, debió haberla abierto, no dejes que nadie de tu familia se acerque a esta, no la toques, simplemente vuelve a guardarla lejos del alcance de cualquiera de ustedes. No sabía de qué me hablaba. Mi mujer, su hija, reposaba dentro de un ataúd a pocos metros de distancia, y lo único de lo que se le ocurría hablar era de cajas musicales. Le dije que no entendía. Me contestó que no tenía que entenderlo, nada más tenía que hacer lo que me decía. En un ataque de ira e impotencia, lo sujeté por los brazos y lo sacudí violentamente. Forcejeamos unos instantes hasta que me empujó y arrojó al piso. Desde allí, comencé a escuchar unos sonidos que descendían desde nuestro dormitorio. Luego, todos se alborotaron.

Me encontraba abstraído por la música que sonaba, cada vez más fuerte y estruendosa hasta que los ruidos me distrajeron. Voces murmurando, pasos vertiginosos. Me levanté del piso. Todos se estaban retirando. No estaban asustados, sino simplemente excitados, arrebatados. Me apresuré hasta la puerta de entrada. Era inútil. Ya todos habían desaparecido por el camino que se adentra en el bosque y conduce a la ciudad. Me quedé solo.

Noté que el cielo había ennegrecido. No había rastro de una sola nube ni del sol, pero el cielo estaba completamente oscuro. El aire se tornó denso todo alrededor, todo, apestaba como el lago. Cientos de pájaros prorrumpieron espontáneamente de entre los árboles, del cielo, de algún lugar, chocando unos con otros, contra los árboles mismos o la casa. Algunos caían muertos sobre la tierra. Los sonidos que provenían del interior de nuestro hogar comenzaron a herirme los oídos. Una música horrible, pero desquiciadamente cautivante; una composición en extremo compleja, una cantidad indefinible de melodías sonando al mismo tiempo, caóticas, sin dejar de sonar armoniosas. Una atrocidad irresistible.

Supuse lo peor. Y así fue. Corrí hasta mi habitación y ahí estaba. Nuestra pequeña sentada frente a la caja, suspendida, escuchando su música, con unas gotas de sangre saliendo de sus oídos y sus fosas nasales. Me precipité sobre esta, la tomé y la arrojé por el balcón. Se despedazó sobre la tierra del jardín.

La música se detuvo. De hecho, todo sonido se detuvo. No había más pájaros, ni ventisca soplando entre los árboles, brisa de mar o grillos. Absoluto silencio. Vicky comenzó a llorar y gritar. No entendía lo que había hecho o por qué, yo tampoco en realidad. La abracé e intenté consolarla. Pero no podía calmarse. Comenzó a temblar y a convulsionarse. Pronto me di cuenta de que había perdido el control de sí misma, así como le ocurrió a mi esposa. Me desesperé. No sabía qué hacer. La llevé a su cuarto y la até de pies y manos a su cama, traté de calmarla, le puse un paño frío en la cabeza y en su estómago. Estaba volando de fiebre. Finalmente, se desmayó. Lucy, parada en la puerta del dormitorio, miraba a su hermana y a mí sin entender, lloraba también, me pedía explicaciones, tenía miedo. Yo no podía salir de mi consternación, la impotencia. La arrastré de los brazos hasta mi habitación, sin decir una palabra, y la encerré ahí.

Un hedor de miles de años se impregnó en todo mi cuerpo. Me temblaban los huesos. Afuera algunos árboles comenzaron a caer de raíz. Los pájaros se agolpaban contra las puertas y ventanas. Los volcanes, a lo lejos, comenzaron a hacer erupciones de aire caliente. Cerré todos los accesos. Cegué todas las ventanas. Sellé todas las puertas, trabándolas con muebles y bártulos. Encendí todas las luces, velas y candelabros que había en la casa. Con algunos restos de madera, papeles y otros enseres, inicié una fogata en el medio del salón principal. Luego, me senté a esperar, sin saber qué. Entre toda la locura, había olvidado que el ataúd de mi esposa seguía ahí. Me detuve a pensar en ella un instante y me puse a rezar. Nunca fui una persona supersticiosa, aunque provengo de una familia con una larga tradición católica, pero, por alguna razón, fue lo único que logró serenarme.

Unos momentos después, que pudieron haber sido horas o minutos, sentí la presencia de algo, alguien, en toda la casa, rondándome. Las velas y luces una a una se fueron extinguiendo, todo en silencio. El hedor seguía ahí, en las paredes, el piso, sobre mi cuerpo. El tiempo pareció suspenderse. Había algo deambulando por el salón, los pasillos, las habitaciones, con severidad y aplomo pero agitado, ansioso. Podía sentir su aliento en mi cuello, aunque no había nadie ahí realmente. Su mirada hundida en mi alma, aunque tampoco había ojos. Las uñas de sus garras incrustadas en mi carne, aunque no había manos ni cuerpo. No podía moverme, estaba paralizado. Lo sentía dentro de mi cabeza, entre mis pensamientos, hurgando. No hablaba pero yo comprendía. Supliqué que nos dejara en paz.

Ya era demasiado tarde.

Las llamas de la fogata seguían ardiendo, el fuego se avivaba cada vez más. Yo estaba empapado de sudor. Sabía lo que vendría y no podía evitarlo.

Tomó forma. No lo vi pero lo supe. Pude olerlo, sentirlo. Escuché sus pasos, alejándose de mí, subiendo la escalera, firme, paciente, con el tedio y la porfía de todos los siglos, sacudiendo el aire y el piso. Mi estómago y mi pecho estaban revueltos.

Victoria se despertó. Desde su habitación, comenzaron a descender los gritos, los lamentos, se resistía con todas sus fuerzas. Mi pequeña, mi preciosa hija. Pobre niña. La golpeó, la abusó y violó hasta dejarla muerta, desgarrada.

Finalmente, me desmayé.

Al despertar, me encontraba tendido junto a Lucy en nuestro jardín. La casa se incendió y quedó reducida a cenizas, junto con mi esposa y mi pequeña, consumido todo por el fuego que se propagó desde el salón principal.

Ella no recuerda nada. Tiene un espíritu tan fuerte y luminoso como el de su madre.

Yo estoy postrado en una silla, sin alma. La perdí sin saber que la tenía.

No hago más que repasar una y otra vez estos sucesos.

Intenté suicidarme varias veces, pero simplemente no me deja morir.

Conté esta historia a distintas personas en quienes mi confianza descansaba. Todas me tomaron por loco. Ni una sola me creyó. Todas murieron, víctimas de extraños y curiosos accidentes, unas semanas o meses después de haber escuchado todo esto que hoy pongo en papel, sin saber qué va pasarme a mí o a quien lo lea.

Lucy seguirá su vida normal hasta que un día cualquiera muera de alguna forma espantosa y extraña, así como los hijos de los hijos de sus hijos. Y él quiere que yo sea testigo de todo eso. Ésa es mi penitencia por haber destrozado aquel espantoso artefacto. Ésa es la herencia de mi familia. Una caja de música creada por uno de los mejores compositores que ha conocido este mundo, un ser huraño y desagradable, intratable, el mismo día que el diablo atravesó con su cola sus sordos oídos.

Soy descendiente de él, así como mi familia y la familia de Elizabeth lo eran también. Ellos no querían que esta abominación se propagara más allá de nuestro linaje, querían que la blasfemia permaneciera entre nosotros, hasta que no quedara ninguno. Por esta razón es que decidieron casarse unos con otros y así sucesivamente. Mi esposa era también mi prima hermana, hoy lo sé. Nadie supo nunca lo que había pasado en aquel lago donde mi esposa fue encontrada, pero hoy lleva el nombre de Averno. Una ironía del destino quizás. Tal vez, realmente sean esas aguas el acceso al bajo mundo. No quisiera averiguarlo.

Los volcanes cesaron su actividad hace tiempo.

Practico mi sonrisa cada día al despertarme. Por Lucy.

Y espero. Hasta que él se canse de mí.