domingo, 20 de diciembre de 2015

Masterror III



por Luciano Deraco

Sociedades Disciplinarias: Anatomopolítica

(viene del post anterior)  Es cierto que la industria hace lo suyo extendiendo la lógica de la producción a la pantalla y al tiempo de ocio y que la escuela funciona como el aparato por excelencia en la sociedad burguesa para reproducir la ideología de la clase dominante, pero el saber no necesariamente necesita cristalizarse en la esfera laboral o en las instituciones. El micropoder opera desde antes, interiorizándose directamente sobre el cuerpo, disciplinándolo, haciéndolo dócil y eficaz a la vez, refinando sus aptitudes, normalizando aquellos comportamientos que no se ajusten a sus necesidades y poniendo a prueba su utilidad. 

En Masterchef también encontramos reflejadas algunas de las nociones que Foucault desplegó al ocuparse de la anatomopolítica: en la instancia de eliminación, todos los cocineros cuentan con los mismos insumos y con la misma cantidad de espacio (disciplina celular) y tiempo, lo necesario para demostrar cómo capitalizan precisamente estas categorías, despliegan sus habilidades y hacen gala de una eficiente adaptación a la producción en serie. Por supuesto que el cuerpo-máquina conlleva otras consecuencias: mientras más se oprime su subjetividad, menos peligroso resulta y más se transparenta la imbricación entre saber y poder. Los cocineros uniformados se presentan igual, utilizan los mismos utensilios y disponen de los mismos artefactos, nada los diferencia.

El jurado del programa disciplina, blanquea las normas y amplía el alcance de las mismas, ningún detalle puede salirse de control: “no me gusta ese mechón de pelo”, le dice Krywonis a una de las participantes al pasar por su mesa y el comentario se transforma en una orden. No hace falta la violencia, pero si la regulación o, como en este caso, la prohibición; de cualquier modo, el mandato se internaliza en el cuerpo a través del miedo, como si se tratara de una sentencia. Las pasiones de los participantes se dosifican, cualquier desatino puede significar la eliminación. Aun así, siempre hay un caso que rompe a la regla. La disciplina traspasa el límite de la palabra, llegando a la violencia: “¿vos pensás que sos un tipo atrevido?”, increpa Krywonis a uno de los participantes que brega por un lugar en el gran concurso. Acto seguido, lo toma del delantal arrojándolo hacia sí para preguntarle “¿vos tenés huevos?”, a lo que Simone, el joven en cuestión, un lánguido veinteañero que deja entrever cierta ambigüedad sexual, amenazante quizás para el estándar que pretende el programa (no olvidemos que el ganador es sólo uno y que la emisión sale en horario central en un canal de aire cuya programación se orienta a la familia burguesa promedio), responde con una sonrisa nerviosa que, ante la indulgencia del juez, transforma en el acto en una mirada seria, normalizada.

El resto de los concursantes puede solidarizarse con Simone, apesadumbrarse por la nominación de Francisco o hasta llorar por la eliminación de Milton, pero también pueden alegrarse y respirar silenciosamente, puesto que en definitiva están allí para ganar y sólo hay lugar para uno. Como señala Deleuze en Sociedades de Control: “La empresa instituye entre los individuos una rivalidad interminable a modo de sana competición”.

Krywonis puede excederse y hasta espantar a la audiencia más pacata, pero si el rating responde, no sólo él sino cualquiera de sus actos, toda conducta, por amoral que sea, se legitima y se amplifica. El verdadero soberano es el número. “Los individuos 'dividuales' y las masas se han convertido en indicadores, datos, mercados o 'bancos'”, afirma Deleuze.

El cuerpo domesticado y adiestrado, sujeto sin embargo a la naturaleza del número cuya lógica no responde a ningún patrón específico, solo a aquello que permite engrosarlo, paradoja que entrecruza las sociedades disciplinarias con las de control y que sin dudas complejiza la tarea de aproximarme a descifrar al sujeto de hoy, el que legitima tanto los procesos como los actores sociales que lo transforman en una masa indiferenciada y en un instrumento donde el poder se recuesta.



A modo de cierre

Que las nuevas  generaciones de asalariados (empleados) legitimen cultural y políticamente los mecanismos que se encargan de someterlos, reproduciendo a la par la ideología que opera para ello no tiene una causa exclusiva ni determinante; se trata en cambio de un complejo entramado que se manifiesta en el trabajo y se extiende al tiempo de ocio, cristalizándose previamente a través del aparato educativo, optimizando y disciplinando al cuerpo para transformarlo en una herramienta más útil, productiva.

El problema en la actualidad se profundiza no porque los explotados más jóvenes ignoren esta situación, sino porque además, para ellos, el bombardeo de los medios masivos de comunicación y la rigurosidad del régimen laboral, con el correlativo miedo a perder el empleo, forma parte de sus vidas desde que nacieron, no conocen otra visión del mundo. 

El neoliberalismo triunfó extendiendo hasta los rincones más alejados del planeta su propaganda de aptitud y eficiencia, sembrando a la par la ignorancia y el escapismo necesarios para que las masas no sepan defenderse y organizarse. Para peor, el consumo de productos culturales que fusionan empresas de la diversión y herramientas comunicacionales sin dejar recoveco, desde las grandes marquesinas callejeras y las aplicaciones de dispositivos móviles para incrustarse en la pantalla del plasma, garantizan una alienación total. Si a esto sumamos una educación empobrecida y progresivamente pensada con fines empresariales, de refinamiento de la mano de obra, el panorama es francamente desalentador.

Que en la Argentina de 2015 el sufragio electoral arroje resultados tan siniestros, que los explotadores de ayer sean legitimados y coreados al compás de consignas vacías (“cambiemos”, “todos juntos”, “queremos progresar”, “meremos vivir mejor”) no es producto del azar. El gran triunfo de la publicidad comercial fue extender su lógica desde los productos culturales de alcance masivo hasta el proselitismo político, generando un todo monstruoso. Los reality y los programas de concurso son la síntesis de esta victoria y en el caso puntual de Masterchef el ensamble soñado entre distracción, reproducción del sometimiento y perfeccionamiento de la mano de obra.

Queda sólo levantar la cabeza y pensar de qué modo estos chicos que hoy festejan con globos amarillos y devoran horas de cooltura chatarra fabricarán las armas para resistir los ataques inminentes. 

miércoles, 9 de diciembre de 2015

Masterror II


por Luciano Deraco

Industria Cultural

(viene del post anterior) “Las distinciones enfáticas, como aquellas entre  films del tipo a y b, o entre historias de seminarios, sirven más bien para clasificar a los consumidores, para adueñarse de ellos sin desperdicio… Cada uno debe comportarse, por así decirlo, espontáneamente, de acuerdo con su level determinado, en forma anticipada por índices estadísticos, y dirigirse a la categoría de productos que ha sido preparada para su tipo… Para el consumidor no hay nada por clasificar que no haya sido ya anticipado en el esquematismo de producción”.

Éste rejunte de frases de Adorno y Horkheimer hace las veces de guía para comenzar a explorar el camino propuesto. 

No importa la formación profesional y especialización respectiva de Germán Martitegui, Donato de Santis o Christhophe Krywonis (los chefs que ofician de jurado), tampoco las preferencias de los participantes (repostería, parrilla o pastas), sino que el gran público televidente (consumidor) se identifique con alguno de ellos, que cada personaje se ajuste con el perfil específicamente diseñado de antemano, a la identidad cultural determinada sistemáticamente por la industria y de la cual, en la mayoría de los casos no se tiene conciencia. 

“La industria cultural trata de la misma forma al todo y a las partes… Lo universal puede sustituir a lo particular y viceversa. El concepto de estilo auténtico queda desenmascarado en la industria como equivalente estético del dominio”. 

Los alemanes vuelven a arrojar más luz en el asunto: la ficción de “especializarse” en un estilo culinario esconde la profunda vocación de dominio de una industria que la alienta para facilitar el ingreso de una mano de obra calificada. Queda evidenciado el enorme poder de los medios masivos de comunicación como herramienta para ello: “Cada uno está desde el principio encerrado en un sistema de relaciones e instituciones que forman un instrumento hipersensible de control social”.

En la emoción y la pasión de los participantes o en la supuesta indulgencia que de vez en cuando revela el jurado se esconde un riguroso trabajo administrativo. Las lágrimas resignadas de los eliminados, el sudor del sentenciado, la mirada severa que Martitegui le arroja a los cocineros, la música incidental, los planos de cámara y zoom, las pausas comerciales… nada hay de azar aquí. Todo está minuciosamente estudiado y cuantificado. 

Si la industria cultural se propone hacernos creer que el mundo exterior es la simple prolongación de lo que se presenta en pantalla, lo logra a expensas de una profunda y desalentadora transformación de los consumos culturales y sociales de la población, como consecuencia del sometimiento solapado a los mecanismos de producción imperantes, dirigidos y alentados (a veces con poca sutileza) a través de las promesas de felicidad y bienestar de la publicidad, en un complejo entramado de recursos que abarca casi a la totalidad de la esfera audiovisual, adaptándose a todos los circuitos que esta propone y a como dé lugar (versiones para diferentes países, certámenes con niños, aplicaciones para celulares, redes sociales, publicidades urbanas). Todo es aprovechable en pos de expandirse, ganar nuevos mercados y obtener más consumidores.

“Los consumidores son los obreros y empleados, farmers y pequeños burgueses. La totalidad de las instituciones existentes los aprisiona de tal forma en cuerpo y alma que se someten sin resistencia a todo lo que se les ofrece…  Cuanto más sólidas se tornan las posiciones de la industria cultural, tanto más brutalmente puede obrar con las necesidades del  consumidor, producirlas, guiarlas, disciplinarlas…”.

Aquí se transparenta la extensión del “mundo real” a la pantalla: los participantes del programa pertenecen a las mismas clases sociales que los consumidores; de hecho, ellos son los consumidores y tanto las reglas del juego (calidad en la elaboración, ritmo mecánico, instancias de evaluación y eliminación) como los artilugios técnicos (efectos especiales, actitudes corporales y ritos en torno a la conquista del logro o del fracaso) son perfectamente conocidos, no sólo en el proceso productivo, sino también en los alcances de la invasiva publicidad que parece que todo lo puede y todo lo derriba en la sociedad de mercado.

Una idea clave que permite entender mejor la complejidad y amplitud del asunto es la de “riesgo inútil”: desechar aquello que no se ha experimentado, la exclusión de lo nuevo como condición intrínseca de la cultura de masas, permite, en el contexto de Masterchef, justificar la expulsión de aquel participante que vanamente osa sorprender al jurado con un plato arriesgado: “Quería hacer algo distinto, yo pensé que me iban a felicitar y me dicen ‘no funciona para nada’” dice Francisco -uno de los participantes de la edición 2015 de Argentina y cuyo apellido casi no se difunde, quizás porque a la industria no le interesa diferenciar ni individualizar al sujeto de la masa trabajadora a la que pertenece, precisamente porque él mismo como individuo es la pura nada, absolutamente sustituible- minutos antes de ser sentenciado por el plantel de expertos ante su aventurada decisión de elaborar ñoquis “dulces”, con los cuales pretendía sorprenderlos.

“Cuanto menos tiene la industria cultural para prometer, cuanto menos se halla llena de sentido, tanto más pobre se convierte fatalmente la ideología que difunde…”

La fijación de la industria por especializar a las masas en disciplinas del arte ligero y el deporte responde a la necesidad de desideologizar a estas mayorías. No estoy diciendo que la danza, el fútbol y la cocina carezcan de contenido, pero cuanto menos se los investiguen históricamente, cuanto menos se los cuestionen en su carácter mercantil y cuanto menos se discutan sobre la salubridad y cadena de distribución de los alimentos, más funcionales se vuelven a los intereses de esta gran industria.

“...el dicho socrático por lo cual lo bello es lo útil se ha cumplido por fin irónicamente”.

Masterchef no fija restricciones etarias. Cualquiera puede participar, desde un joven de 18 hasta una señora que transita sus primeros años de menopausia. No obstante el resultado, reiterándose la fórmula que indica que “el todo y los detalles poseen los mismos rasgos”,  parece repetirse en cada reality por encima de sus características específicas: generalmente gana no sólo el más “apto”, el más “eficiente”, sino también el que más se adecua a los patrones de belleza física imperantes y el que mejor sintetiza la idea de éxito y progreso económico entendidos en clave de proyección a futuro. Que Alejo (el ganador de la edición 2015 de Argentina) sea atractivo, tenga 27 años y provenga del negocio empresarial no es casual (nada es casual): es el participante que hasta con su cuerpo se ha posicionado como el más “presentable”, el más “vendible”, de cara a los cánones de consumo del público mundano, snob y cosmopolita que va a reproducir cada uno de sus tips con celeridad. Tampoco es azaroso que detrás de una inocente premiación se financie la publicación de un libro de recetas y una beca para estudiar en una escuela de cocina. De lo que realmente se trata es de pulir la mano de obra, de perfeccionarla. La mirada de Althusser amplifica el panorama en este aspecto.  

Aparatos Ideológicos del Estado

Se sabe de antemano que los Aparatos Ideológicos del Estado (AIE) actúan mediante la ideología y que lo que importa es su funcionamiento independientemente de las instituciones que lo materializan. Sabemos también que la escuela es el AIE número uno puesto por la burguesía para estos fines. Lo que me propongo analizar es cómo se evidencia, a través del aparato educativo y sus respectivos niveles, la reproducción de la ideología y relaciones de producción de la clase dominante tomando como ejemplo a los actores sociales intervinientes en Masterchef y las habilidades específicas que la institución proporcionó para dicha reproducción.

En el apartado anterior hacíamos referencia a las clases sociales a las cuales pertenecen sus participantes, pero vale la pena detenerse y pensar cómo la escuela funcionó para adiestrarlos y posicionarlos en diferentes niveles del aparato productivo.

En el caso puntual de los concursantes, un pequeño porcentaje  proviene de ese sector que Althusser identifica como “obreros” y cuya formación alcanza niveles muy bajos del saber institucionalizado. En Masterchef, la mayoría no supera las pruebas preliminares para ingresar al certamen (un apenas discrecional proceso de selección) precisamente por el escaso desarrollo de las habilidades que dicho saber proporciona. No es casual que muchos de ellos provengan de zonas humildes del conurbano y del interior, alejados del mundo de facilidades y oportunidades que los grandes centros urbanos proporcionan.  Aunque en algunos casos dominen el oficio de cocinero, este requisito sólo no alcanza: las formas, los modales y hasta la estética se refinan conforme se especializa el saber.

En esta segunda línea encontramos al grueso de los participantes: obreros mejor calificados, empleados y pequeños y medianos burgueses provenientes de la clase media, sobre todo de las metrópolis principales, fundamentalmente de Buenos Aires. Todos continuaron ininterrumpidamente el proceso de escolarización en colegios por lo menos aceptables, muchos cursan estudios de nivel superior y algunos ya ostentan un título profesional. De este grupo saldrá el ganador. El obrero calificado lleva las de perder, está peor posicionado que el profesional y es mucho lo que debe incorporar y pulir para convertirse en el Master. He aquí donde se pueden observar los conflictos, la lucha de clases inherente al AIE educativo y como la ideología dominante puede (aunque no necesariamente) expresarse sin resistencias, de manera  más pura, en aquellos cuya formación proviene del ámbito privado en relación a quienes cursaron sus estudios en el ámbito público, con todas las contradicciones, intereses contrapuestos y pluralidad de actores sociales que intervienen allí.

En una última línea encontramos, claro, al jurado, los agentes de explotación, los que llegaron a la meta y fijan las condiciones del proceso productivo, los que “saben mandar” y hacerse obedecer sin discutir. Martitegui, de Santis y Krywonis interpelan a los participantes como autoridades, sí, pero ante todo como patrones, como empresarios exitosos en la cima de la cadena productiva, capaces de decidir sobre su futuro delante y detrás de las cámaras, de determinar cuál será, en términos de Bourdieu, canonizado y legitimado en el campo de la gastronomía. “¿Tengo chances de rogarte un poco más?” pregunta en la primera emisión de la edición argentina Milton, un joven que acaba de ser eliminado y que ante la negativa de Martitegui, suplica porque sabe que no ingresará a la esfera de la alta cocina articulada al show business

Como ningún otro grupo, son los encargados de preservar la ideología de la clase dominante porque es a la que ellos pertenecen. Pero para obtener una mayor plusvalía, hace falta convertir el cuerpo de los explotados en una máquina, hacerlo más útil y más dócil. Algunas nociones de Foucault como sociedades disciplinarias y anatomopolítica permiten al respecto abrir el panorama.

miércoles, 2 de diciembre de 2015

Masterror I


por Luciano Deraco

Hace más de 60 años, Theodor Adorno y Max Horkheimer, dos de de los teóricos fundacionales de la escuela de Frankfurt, se interrogaban incesantemente acerca de cómo las masas aceptaban y legitimaban mansamente los mecanismos de dominación y manipulación de la clase que los subordinaba. Sus estudios, analizaban el impacto de la incipiente industria cultural en las sociedades de masas para pensar por ejemplo, de qué manera los modos de producción fabriles se trasladaban al tiempo de ocio del proletariado. 

Un salto en la historia nos lleva a los escritos de Louis Althusser. Sus aparatos ideológicos del estado nos aproximan nuevamente al punto en cuestión,  en este caso, cómo la escuela, los medios de información y la cultura, entre otros aparatos, reproducen no sólo la ideología sino también los modos de producción de la clase dominante.

Pero no sólo en la letra de autores neomarxistas podemos encontrar algunos rastros que intenten explicar cómo la dominación se modela y asimila sin resistencia. En las influencias estructuralistas de Michael Foucault y Gilles Deleuze, y refiriéndose a distintos procesos históricos, conceptos como sociedades disciplinarias y sociedades de control ayudan para darnos cuenta que detrás de nuestras visiones del mundo, a priori inocentes, un enorme poder nos construye, normalizando nuestros cuerpos y adiestrando sistemáticamente nuestras habilidades al ritmo de producción industrial.

Industria cultural, aparatos ideológicos del estado, sociedades disciplinarias y sociedades de control: un vaivén por algunos de los conceptos clave del pensamiento filosófico y teórico crítico del siglo XX nos ayudan para comprender con mayor precisión como las generaciones de asalariados nacidas en los umbrales del siglo XXI se dejan domesticar mansamente, casi sin resistencia, cargando sobre sus lomos el rigor de un ritmo de trabajo vertiginoso e incesante que los aliena, confundiéndolos con autómatas, aceptando las reglas de una competencia feroz y descarnada y consumiendo casi sin descanso, víctimas de un complejo entramado cultural que los interpela mediante eficaces estrategias publicitarias durante y fuera del proceso productivo.

No estamos hablando de un momento histórico de transición en el cual, los actores intervinientes advierten una modificación de las condiciones e intentan repensarse, reposicionarse, sino en la asimilación total y pasiva de las reglas del juego, en la internalización de un mecanismo de producción material y simbólico que configura la visión del mundo desde el nacimiento de quienes hoy rondan los veinte años. Estamos asistiendo a los exitosos resultados de la explotación menos solapada a la cual el capitalismo nos expuso y sin embargo, para los más jóvenes, parecen no registrarse o ser aceptados sin chistar.

En éste contexto, cualquier aptitud, vocación o hobby, artístico o deportivo, tiene su utilidad, su usufructo económico y sobre todo, su imprescindible carácter funcional para reproducir y legitimar la ideología de la clase dominante. De no hacerlo, correría de hecho el riesgo de descartarse o marginarse.

Analizar todos y cada uno de los productos culturales que facilitan éste pacto entre la masa y sus explotadores sería, además de demasiado ambicioso, algo sobre lo cual ya se ha teorizado mucho más y mejor. Considero en cambio que resulta pertinente abordar un ejemplo específico, como punta para arribar a la verdadera meta: entender cómo, en definitiva, la gran empresa multimedial, mediante estrategias publicitarias en apariencia superficiales pero de una profunda efectividad, permitió que en la Argentina de hoy, se legitime legalmente a  aquellos sectores sociales que antaño golpeaban los cuarteles para consolidar su poder cuando lo sentían diezmado.

El desmesurado incremento de capitales invertidos en la esfera audiovisual durante los años noventa, dio vida a algunos de los engendros más macabros de la cultura de masas: el formato reality con Big Brother a la cabeza, nuevamente nos remite a Foucault, pero aquí el cuerpo no se piensa, en los términos que planteaba su anatomopolítica, en un espacio de encierro, vigilado para ser disciplinado, sino más bien para ser espectacularizado. No se trata de aislar a los locos ni a los marginales, sino a los sujetos promedio del neoliberalismo, los que mejor reproducen la ideología de la clase dominante. En el registro permanente y la correspondiente repetición de las miserias más íntimas de sus participantes, la gran industria audiovisual encuentra una fuente de enormes ingresos.

El género, claro, se fue afinando. Así arribamos a un presente que nos arroja desde programas de concurso para bandas de rock, instancias de eliminación entre drag queens que bregan por un lugarcito en el mundillo hollywoodense, niñas que sueñan con ser divas y cocineros que pretenden obtener prestigio y reconocimiento profesional. Propongo abordar el caso del programa Masterchef, una franquicia multinacional que lanza a una fama efímera a ignotos gourmets a partir de rigurosas pruebas que reproducen casi sin diferencias las lógicas empresariales imperantes en el neoliberalismo, fomentando la competencia feroz y sometiendo a sus participantes a humillaciones vergonzantes.

Un jurado reducido, integrado por profesionales canonizados y con una posición indiscutible en el campo de la gastronomía, fija férreamente un estricto control de calidad, dejando en claro que el que pase, el que “llegue”, será el más capacitado, el más disciplinado, el más normalizado…

Masterchef se diferencia no sólo porque los otros formatos pertenecen al mundo de las tablas y el glamour, sino también porque es el caso en el que más se evidencia la necesidad de buscar fuerza de trabajo o “recursos humanos” a partir de concursos televisivos y aplicarles durante el proceso de selección, las condiciones de explotación que padecerán durante la cadena productiva una vez inmersos en la industria. El jurado es el ideal de éxito de los participantes y de la audiencia, incuestionable en sus normas y en sus formas. El carácter enteramente empresarial y competitivo sirve para legitimarnos como “la voz autorizada” pero sobre todo como “la voz de mando”.

A partir del recorrido bibliográfico correspondiente, pretendo precisar las razones por las cuales Masterchef funciona como una herramienta acorde a todas y cada una de las demandas tanto simbólicas como económicas para legitimar y reproducir las condiciones de producción de la actual fase del capitalismo las cuales luego, se trasladan al orden simbólico, a la superestructura institucional.