miércoles, 2 de diciembre de 2015

Masterror I


por Luciano Deraco

Hace más de 60 años, Theodor Adorno y Max Horkheimer, dos de de los teóricos fundacionales de la escuela de Frankfurt, se interrogaban incesantemente acerca de cómo las masas aceptaban y legitimaban mansamente los mecanismos de dominación y manipulación de la clase que los subordinaba. Sus estudios, analizaban el impacto de la incipiente industria cultural en las sociedades de masas para pensar por ejemplo, de qué manera los modos de producción fabriles se trasladaban al tiempo de ocio del proletariado. 

Un salto en la historia nos lleva a los escritos de Louis Althusser. Sus aparatos ideológicos del estado nos aproximan nuevamente al punto en cuestión,  en este caso, cómo la escuela, los medios de información y la cultura, entre otros aparatos, reproducen no sólo la ideología sino también los modos de producción de la clase dominante.

Pero no sólo en la letra de autores neomarxistas podemos encontrar algunos rastros que intenten explicar cómo la dominación se modela y asimila sin resistencia. En las influencias estructuralistas de Michael Foucault y Gilles Deleuze, y refiriéndose a distintos procesos históricos, conceptos como sociedades disciplinarias y sociedades de control ayudan para darnos cuenta que detrás de nuestras visiones del mundo, a priori inocentes, un enorme poder nos construye, normalizando nuestros cuerpos y adiestrando sistemáticamente nuestras habilidades al ritmo de producción industrial.

Industria cultural, aparatos ideológicos del estado, sociedades disciplinarias y sociedades de control: un vaivén por algunos de los conceptos clave del pensamiento filosófico y teórico crítico del siglo XX nos ayudan para comprender con mayor precisión como las generaciones de asalariados nacidas en los umbrales del siglo XXI se dejan domesticar mansamente, casi sin resistencia, cargando sobre sus lomos el rigor de un ritmo de trabajo vertiginoso e incesante que los aliena, confundiéndolos con autómatas, aceptando las reglas de una competencia feroz y descarnada y consumiendo casi sin descanso, víctimas de un complejo entramado cultural que los interpela mediante eficaces estrategias publicitarias durante y fuera del proceso productivo.

No estamos hablando de un momento histórico de transición en el cual, los actores intervinientes advierten una modificación de las condiciones e intentan repensarse, reposicionarse, sino en la asimilación total y pasiva de las reglas del juego, en la internalización de un mecanismo de producción material y simbólico que configura la visión del mundo desde el nacimiento de quienes hoy rondan los veinte años. Estamos asistiendo a los exitosos resultados de la explotación menos solapada a la cual el capitalismo nos expuso y sin embargo, para los más jóvenes, parecen no registrarse o ser aceptados sin chistar.

En éste contexto, cualquier aptitud, vocación o hobby, artístico o deportivo, tiene su utilidad, su usufructo económico y sobre todo, su imprescindible carácter funcional para reproducir y legitimar la ideología de la clase dominante. De no hacerlo, correría de hecho el riesgo de descartarse o marginarse.

Analizar todos y cada uno de los productos culturales que facilitan éste pacto entre la masa y sus explotadores sería, además de demasiado ambicioso, algo sobre lo cual ya se ha teorizado mucho más y mejor. Considero en cambio que resulta pertinente abordar un ejemplo específico, como punta para arribar a la verdadera meta: entender cómo, en definitiva, la gran empresa multimedial, mediante estrategias publicitarias en apariencia superficiales pero de una profunda efectividad, permitió que en la Argentina de hoy, se legitime legalmente a  aquellos sectores sociales que antaño golpeaban los cuarteles para consolidar su poder cuando lo sentían diezmado.

El desmesurado incremento de capitales invertidos en la esfera audiovisual durante los años noventa, dio vida a algunos de los engendros más macabros de la cultura de masas: el formato reality con Big Brother a la cabeza, nuevamente nos remite a Foucault, pero aquí el cuerpo no se piensa, en los términos que planteaba su anatomopolítica, en un espacio de encierro, vigilado para ser disciplinado, sino más bien para ser espectacularizado. No se trata de aislar a los locos ni a los marginales, sino a los sujetos promedio del neoliberalismo, los que mejor reproducen la ideología de la clase dominante. En el registro permanente y la correspondiente repetición de las miserias más íntimas de sus participantes, la gran industria audiovisual encuentra una fuente de enormes ingresos.

El género, claro, se fue afinando. Así arribamos a un presente que nos arroja desde programas de concurso para bandas de rock, instancias de eliminación entre drag queens que bregan por un lugarcito en el mundillo hollywoodense, niñas que sueñan con ser divas y cocineros que pretenden obtener prestigio y reconocimiento profesional. Propongo abordar el caso del programa Masterchef, una franquicia multinacional que lanza a una fama efímera a ignotos gourmets a partir de rigurosas pruebas que reproducen casi sin diferencias las lógicas empresariales imperantes en el neoliberalismo, fomentando la competencia feroz y sometiendo a sus participantes a humillaciones vergonzantes.

Un jurado reducido, integrado por profesionales canonizados y con una posición indiscutible en el campo de la gastronomía, fija férreamente un estricto control de calidad, dejando en claro que el que pase, el que “llegue”, será el más capacitado, el más disciplinado, el más normalizado…

Masterchef se diferencia no sólo porque los otros formatos pertenecen al mundo de las tablas y el glamour, sino también porque es el caso en el que más se evidencia la necesidad de buscar fuerza de trabajo o “recursos humanos” a partir de concursos televisivos y aplicarles durante el proceso de selección, las condiciones de explotación que padecerán durante la cadena productiva una vez inmersos en la industria. El jurado es el ideal de éxito de los participantes y de la audiencia, incuestionable en sus normas y en sus formas. El carácter enteramente empresarial y competitivo sirve para legitimarnos como “la voz autorizada” pero sobre todo como “la voz de mando”.

A partir del recorrido bibliográfico correspondiente, pretendo precisar las razones por las cuales Masterchef funciona como una herramienta acorde a todas y cada una de las demandas tanto simbólicas como económicas para legitimar y reproducir las condiciones de producción de la actual fase del capitalismo las cuales luego, se trasladan al orden simbólico, a la superestructura institucional.

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