domingo, 1 de septiembre de 2019

El Fujimori brasileño


por Henrique Júdice Magalhães

Tras décadas de resistencia de las clases dominantes y de las Fuerzas Armadas, un partido de centroizquierda, con expresiva adhesión entre las masas empobrecidas, los trabajadores organizados en sindicatos y la clase media, llega a la presidencia de un país sudamericano signado por una iniquidad distributiva entrelazada a un racismo con raíces en la época colonial.

El partido, que tiene por símbolo una estrella, predicaba en su origen un socialismo heterodoxo – o, cuando menos, un reformismo radical – que tenía tanto de anticapitalismo como de anticomunismo, o anti-sovietismo, lo que lo llevó a acercarse a la II Internacional. A lo largo de los años, en aras de acceder al gobierno, renunció a ello y compuso con facciones del viejo sistema y de la derecha.

Su líder, elegido presidente, se destaca por el carisma y por la capacidad de comunicación, reconocidos por sus más duros adversarios. Conquista cierto prestigio internacional

Creyendo poder substituir reformas sociales efectivas por el simple aumento del poder de compra de la población e incentivo al consumo y al crédito, su gobierno empieza bien y termina mal. Casos de corrupción se van sumando y, junto al pésimo estado de los servicios públicos, a la violencia sin control y a la mala situación económica, hacen crecer el descontento.

Hay protestas de la izquierda en todos sus matices, con fuerte adhesión entre la juventud suburbana – universitaria, trabajadora o las dos cosas. También de la derecha liberal-conservadora, cuya fuerza motriz y base social es una clase media más blanca y acomodada. El gobierno, llegando a incurrir en violaciones a los derechos humanos, reprime a la izquierda y deja libre el terreno a la derecha.

En las siguientes elecciones presidenciales, el partido del gobierno pierde, pero preserva su piso histórico de votos. La izquierda parlamentaria es arrastrada al fango por el colaboracionismo de la mayoría de sus vertientes hacia el gobierno y por su división interna. La derecha tradicional, identificada correctamente por la amplia mayoría de los votantes como parte del problema, no de la solución, es igualmente repudiada.

El descontento lo capitaliza un candidato hasta ese entonces no tomado muy en serio, de un partido improvisado. Su sorprendente victoria hace ascender a un régimen policíaco, que se afirma por la combinación de liberalismo económico radical, incremento de la represión interna, agresividad ante la prensa y el desmoralizado Congreso y avasallamiento del Poder Judicial.

A la cabeza de todo está un capitán expulsado del Ejército décadas antes por conducta deshonrosa. Contra todo pronóstico, su liderazgo es aceptado por las fuerzas armadas: no son los generales que terminan por engullirlo, sino al revés.

No por eso, sin embargo, las FFAA dejan de afirmarse como factor real de poder. En verdad, su poder e ingerencia en temas de la vida del país que en principio no les corresponden, o no deberían corresponderles, ya venían en aumento desde el gobierno anterior, el de centroizquierda.

Ellas renuncian, empero, a viejas pretensiones de modernizar el país que habían llevado a efecto durante su gobierno, años antes, y también a sus pretensiones de afirmación del país como potencia regional. A cambio de recompensas individuales no siempre lícitas, sus oficiales adhieren de forma plena a los lineamientos militares y geopolíticos de EEUU e Israel. Los pocos que, dentro de ellas, alzan la voz contra ese arreglo espurio se vuelven blanco de persecución.

El nuevo gobierno no tiene mayoría parlamentaria pero, con los votos de la derecha tradicional y sin efectiva resistencia del partido que había dejado el gobierno ni de la izquierda en crisis, hace aprobar privatizaciones, desregulación laboral y medidas de vía libre al accionar de las fuerzas represivas.

La base social del nuevo régimen está formada por estratos medios poco letrados, con fuerte presencia de cuentapropistas a veces precarizados, atraídos por la ideología del emprendedurismo, además de miembros de corporaciones armadas. Concita también cierta adhesión de sectores populares. De ella emerge una derecha lúmpen – la bruta y achorada, o DBA – , inepta para usar cubiertos de pescado pero capaz de quitar votos a la izquierda, a la derecha tradicional y al partido más estructurado, el de centroizquierda.

Uno de los cimientos sociales de ese arreglo lo dan las iglesias evangelistas, decisivas para la victoria electoral. A ello se suman también facciones reaccionarias de la iglesia católica, como el Opus Dei, con la complicidad de la jerarquía cardenalicia.

Ésos grupos católicos son, además, uno de los eslabones de la relación con las élites empresariales, que dan su visto bueno, en lo fundamental, al nuevo régimen, al que prestan cuadros para puestos estratégicos, aún evitando vincular públicamente su imagen a ello.

El nuevo gobierno es un circo de horrores que mezcla una atroz vulgaridad con un discurso de rastrero moralismo. El presidente se rodea de familiares que inciden en el palacio y son, ellos mismos, fuente de escándalos con dinero público. Se promueve la estigmatización y persecución a los estudiantes universitarios, reputados, por esa sola condición, de “comunistas” por las fuerzas de seguridad y por la base social del régimen. Luego salen a la luz los vínculos con grupos paramilitares (en verdad, militares en horas extras, sin uniforme), y hay pruebas – o, como mínimo, muy fuertes indicios – de compromiso personal del presidente con ellos y su accionar.

Con asistencia de expertos en operaciones psicosociales nativos y extranjeros, se desarrolla una campaña permanente de difamación y estigmatización contra los opositores, con amplio uso de internet.

Contra el ex-presidente, líder del partido más organizado del país, se desata una ofensiva judicial y mediática que mezcla hechos reales de corrupción de su gobierno – algunos de ellos, sobre bases legadas por gobiernos anteriores nunca investigados – con pruebas dudosas de culpa personal y directa. Éso sirve para sacarlo físicamente de la arena política, dejando vía libre a la ejecución del programa del nuevo régimen. Él sigue, sin embargo, tomando cartas en su partido, aún a distancia.

Hay discretas señales de un acuerdo por lo menos tácito – o, cuando menos, de una convergencia de intereses – entre el líder sacado del juego y su partido, por un lado, y el nuevo régimen, por el otro. Pese a la fuerte retórica contra el gobierno anterior, usada para movilizar a sus propios adeptos, el nuevo gobierno no toca los cuadros que el partido del ex-presidente había insertado en la estructura estatal. Algunos de ellos, en verdad, sobre todo en el poder judicial, pasan a servir con descaro al nuevo gobierno.

La imposición por el ex-presidente a su partido de la eterna espera por su retorno y de candidaturas inexpresivas en las siguientes elecciones, además de su rechazo a conformar un frente contra el nuevo régimen y de la desmovilización de su brazo sindical, sirven a los dos, ya que impiden la emergencia de nuevos liderazgos que puedan amenazar a la tranquilidad del gobierno de uno y a la posición de comando partidario del otro.

Sin embargo, el carismático ex-presidente y su partido pierden una cosa,: por primera vez en años, deja de ser el eje ordenador de la política nacional, en adhesión o repudio al que las otras fuerzas se organizan, a la derecha o a la izquierda. Cede ese rol al nuevo presidente o, por lo menos, lo comparte en posición minoritaria con él.

Un peruano razonablemente perspicaz identificará en lo antedicho la descripción de lo sucedido en los gobiernos de Alan García Pérez, del Partido Aprista, y del tandén Alberto Fujimori/Vladimiro Montesinos, y de la relación entre ellos. Un brasileño con igual dósis de perspicacia podrá leerlo como la descripción de lo que sucede entre Lula y Bolsonaro.

No hay, por supuesto, analogía perfecta entre situaciones históricas distintas. Además del hecho de que García no llegó a ser preso, sino exiliado, hay unas cuantas diferencias de importancia.

Primero, los peruanos, al elegir a Fujimori en 1990, no votaron por la DBA, sino contra el shock económico prometido por Mario Vargas Llosa: solo después de su toma de posesión es que Fujimori lleva a efecto lo que antes se describió aquí – legitimado electoralmente, eso sí, luego, en 1995.

Segundo, la caída de Fujimori fue posible, en gran medida, por algo que Brasil hoy día no tiene: una prensa que cumplió con su deber de investigación y denuncia de los crímenes del fujimorismo. Entre los integrantes destacados de esa prensa de resistencia estuvieron Caretas, Liberación, La República (en vida de su fundador Gustavo Mohme Llona), Gustavo Gorriti y César Hildebrandt.

Tercero, por muy graves y repudiables que hayan sido el desvio militarista de Sendero Luminoso y su demencial violencia contra poblaciones civiles desarmadas, una orgía de sangre con trasfondo político suena todavía menos mala – por lo menos a quien no la vivió – que otra llevada a cabo en el marco de la criminalidad mafiosa y la desesperación individualista por los bienes de consumo desechables, como sucede hoy en Brasil, donde mueren cada año lo que en 20 de guerra interna em Perú.

Cuarto, todavía no se sabe quién es el Montesinos del Fujimori brasileño. A quien la prensa señala como tal, Olavo de Carvalho, parece demasiado chanta, no un verdadero genio del mal.

En lo esencial, sin embargo, las situaciones se parecen mucho, como se parecen las estructuras sociales de Brasil y Perú, y las trayectorias del PT y del APRA. Y, principalmente, la estrategia estadunidense e israelí, que tuvo en el fujimorismo su leading case, inspira al bolsonarismo.

Con Bolsonaro, Brasil asiste a la emergencia de un fenómeno social y político afianzado en un liderazgo personal que moviliza los peores instintos de una gran parte de la población brasileña y tiende a persistir incluso si su líder fuera derribado o preso.

Los peruanos conocen el desarrollo posterior de la historia, que aún no se dio en Brasil.

Fujimori cayó, incluso con el visto bueno de un gobierno demócrata de EEUU, y está preso hace 12 años, pero el fujimorismo permanece como expresión social y política con un piso de votos muy alto que lo pone permanentemente a las puertas del palacio. Para movilizar su base, recurre a fantasmas como el combate a la “ideología de género” y al “adoctrinamiento escolar” (político o sexual). Su discurso es fuertemente patriarcal, conservador y homófobo. Su modus operandi, acusar de comunista o gay a todo aquel que lo enfrenta. Precisamente lo mismo que hace el bolsonarismo en Brasil.

El temor permanente al retorno del fujimorismo no afecta por igual a las demás fuerzas políticas. En 2011, Ollanta Humala, para lograr el apoyo de los demás partidos y al final imponerse por muy estrecho margen ante la hija del ex-dictador Keiko Sofía, tuvo que renunciar a toda pretensión de reforma social que pudiera haber figurado en su plataforma. La izquierda y la centroizquierda no fueron capaces, sin embargo, de sacarle la más mínima concesión programática al banquero naturalizado estadunidense Pedro Pablo Kuczynski en aras del mismo objetivo, en 2016. Ese desplazamiento del eje político hacia la derecha ya se da también en Brasil.

La condena de Alan García por corrupción fue anulada por irregularidades procesales. Eso es lo más probable que pase con la de Lula, que podrá volver a la presidencia como volvió García.

Hoy día, todo el sistema de poder peruano está jaqueado: el Congreso, el Poder Judicial, lasempresas poderosas. ¿Quien lo defiende a muerte en el parlamento y en la sociedad? El fujiaprismo, palabra que parte de la prensa peruana acuñó para nombrar a la alianza – de conveniencia, por supuesto, pero ¿qué alianza no lo es? – entre esos dos partidos. La disposición que demostró el PT a pactar tras bambalinas con el PSDB en los 90 y 2000 no parece haber cambiado aunque sea otra ahora la fuerza hegemónica de la derecha. Se puede prever para el futuro cercano una repetición, en Brasil, entre el bolsonarismo y el PT, del Pacto de Olivos lúmpen que rige hoy en Perú.

La hipótesis de este artículo es que, con Bolsonaro Brasil no vive – al contrario de lo que habíamos pensado muchos – el retorno de un “partido uniformado”, organizado según la jerarquía militar y la visión de mundo de los think tanks de las FFAA. Lo que existe es la emergencia de un fenómeno social y político que recurre al militarismo pero se afianza mucho más en un liderazgo personal que, irónicamente, tiene un legajo militar deplorable. Dicho fenómeno moviliza las peores pulsiones de una parte significativa de la población brasileña y será de larga duración, no importa si su líder llega a ser depuesto o incluso preso.

La estrategia estadounidense fomenta hoy este tipo de régimen, bruto y brutal, que de los regímenes militares clásicos recoge tan solo la violencia, pero sin ninguna capacidad de formulación.

Los gobiernos de las FFAA como institución pueden ser muy útiles a la hora de masacrar a militantes populares pero tienen algunos inconvenientes, según han podido constatar los yanquis en los años 70/80. Les gusta, por ejemplo, tener visiones geopolíticas propias. Hasta un régimen delirantemente regresivo y alineado en lo económico a EEUU, como la última dictadura argentina, les dio dolores de cabeza al amenazar el equilibrio militar y político de Sudamérica con la guerra de Malvinas, que por muy poco no se desdobló en un conflicto entre Chile y Perú por Arica y Tarapacá.

El bolsonarismo es la expresión más acabada y de más peso de esos regímenes de tierra arrasada que EEUU hoy fomenta. Los generales son, obviamente, cómplices, y no ad honorem, pero la formulación estratégica no se da en cualquier institución militar brasileña, sino en otro lugar.

Otro inconvenciente de las dictaduras militares clásicas es que no cuidan las apariencias. En Colombia y en la Venezuela del puntofijismo, el parlamento, los partidos y el poder judicial nunca dejaron de funcionar libremente y el Estado pudo, en los 70 y 80, matar a militantes populares con igual eficacia y número que en Chile, Argentina, Uruguay o Brasil. Lección aprendida.

Esto último requiere, sin embargo, fuerzas políticas y sociales opositoras que sean, a la vez, cómplices. Se las requiere para simular normalidad democrática e incluso para llenar espacios e impedir la emergencia de otras que no lo sean. Y, para ser cómplices, se necesita darles algo a cambio: por ejemplo, algunas decenas de despachos en el Congreso y la preservación de su control sobre los sindicatos. El PT – esta es otra de las hipótesis de este escrito – ha aceptado ese rol.

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