Twin Peaks
por Ezra Cohen *
Resulta difícil imaginar el mundo sin industria cultural. Que sería de nosotros sin las repeticiones de emociones, sensaciones e ideas que promueven la radio, la industria musical y cinematográfica, la TV y las plataformas de streaming. Que sería de un siglo de pocas lecturas sin el producto de la industria cultural más acabado del mismo: las series de las webs infernales que invadieron nuestras vidas.
No nos responderemos esa pregunta, pero diremos que la diferencia central entre la industria cultural y el arte o el pensamiento es que la primera no exige ningún esfuerzo a su espectador oyente lector. Y que las emociones apuntan a un nivel más primario que la literatura o el arte: asustar, excitar, emocionar, provocar identificación, rechazo.
Es el lenguaje de la jerga que todos entendemos, pero las jergas también tienen su historia y su construcción. Y la jerga de la mayoría de las series actuales, como obra original, se construyó a comienzos de los años 90 y tuvo un principal responsable, o quizás dos.
Creada y producida por David Lynch & Mark Frost, un cineasta de culto y un talentoso guionista de la industria darían la tonalidad principal de las series del nuevo milenio. David Lynch todavía no era el gigante de las imágenes complejas, bellas, retorcidas y poéticas; aunque ya había dado su primera muestra con Blue Velvet, la más lineal y a la vez más escabrosa de sus películas. Ya su cine fascinaba e inquietaba, especialmente a sus pares, pero aún no encantaba al espectador.
Con Twin Peaks llegó el encanto. Y los paisajes y lugares desolados, repetitivos, de significación primaria, se volvieron accesibles al gran público. Las mujeres hermosas como nunca las había visto el cine -como las mujeres de Hitchcock o de Godard, también se puede hablar de las mujeres de Lynch como nuevas, indescifrables- con una cotidianeidad extraña, donde las emociones intentan un tono más alto del habitual, un brusco descenso o un comentario marginal, desapegado de la misma emoción, irónica y profundamente sensible.
El humor más raro que pueda imaginarse y esa suerte de teatro del absurdo en medio de atmósferas surrealistas, en un proceso de extrañamiento del espectador, serían giros de largo alcance en su obra, como también lo serían aquellos escenarios que inaugura Twin Peaks y que ya asomaban en Blue Velvet: risueñas cafeterías de ruta, antros de música hipnótica -la extraordinaria conjunción con las composiciones de Angelo Badalamenti- y siempre negocios turbios, la cara más perversa y oscura de Estados Unidos, la locura mezclada con la belleza y la sensualidad desgarrada, con una atmósfera retro de los años 50, representada por canciones alegres en medio de torturas crueles, y sin la más mínima provocación consciente, como si todo fuera natural y bello y extraño.
Todo eso inaugura la serie, tanto para su cine posterior como para el mundo de las series. Hoy es bastante fácil detectar su huella en producciones de todo el mundo. Y toda la carrera conocida de Lynch se construiría alrededor de unos ejes muy seguros: pequeños pueblos perdidos y solitarios y -adentrándose en una reflexión sobre la industria cinematográfica, de finales y estructuras muy abiertas- los delirantes suburbios de Los Angeles.
Como señalaba el cartel en la ruta, los picos gemelos que volverían famosos a sus creadores pertenecían al paisaje de un pueblo de 51200 habitantes. Primero una temporada corta y libre de ocho episodios con un tema central, y luego una temporada larga y condicionada de 22 episodios con diversos temas, cambiarían el mundo de las ficciones seriadas para siempre, sin alejarse de ciertas convenciones, pero alterándolas profundamente.
Asustar, excitar, identificar, rechazar no era lo que pasaba con esta serie: fascinaba y encantaba. Trataba en cierta medida de perversiones y posesiones pero no asustaba ni inquietaba, simplemente atrapaba. Y había buenas personas pero no era necesario identificarse con ellas: generaban una profunda simpatía exenta de identificación, como una buena pintura.
Ningún personaje tenía la invulnerabilidad de los malos rechazados o la vulnerabilidad del alma buena. Chicas hermosas del american dream sin la simpatía proverbial de otras visiones, mantenían a distancia la idealización de la belleza. Todo era complejo y a la vez simple. Valientes y fuertes pero sencillos y oportunistas, los chicos del pueblo no sólo carecían de todo heroísmo, sino incluso de toda significativa ambición o afanes de libertad. Buscaban la realización del amor, del que la serie sólo develaría matices grises o más oscuros.
Así muchas de las figuras jóvenes que construyó Hollywood a lo largo de casi un siglo serían revisadas: la heredera caprichosa, el chico rebelde, la empleada romántica, redimensionadas. Y a todas las figuras adultas se les añadiría alguna inofensiva obsesión personal, un detalle singularísimo, una relación especial con alguien o algo. En Twin Peaks no había nada que estuviera exento de algún misterio menor o mayor. Y en muchos casos un misterio cálido, casi sin suspenso, como un detalle decorativo inusual que escondiera profundidades insospechadas.
Y tomaría cuerpo la naturaleza, el inquietante bosque en medio del mundo de los negocios, los miedos ancestrales, la sucia realidad de las fortunas, y una pereza extraña en los ideales sentimentales, tan relativos como el miedo.
También sufrimientos poco televisivos, de película de Bergman o de película de horror. Y un detective singular, porque la serie tendría uno de los más originales detectives de la historia, un apuesto detective americano con mesura oriental y cierto ascetismo artificial escondiendo culpa y resignación, atento a la calidad de muchas cosas simples. Y todos detrás de una pregunta: ¿Quién mató a Laura Palmer?
Laura Palmer, el cadáver de los labios azules, la reina estudiantil cuya pérdida emociona a todo el pueblo. Con una mirada retrospectiva sobre sus relaciones que recuerda la estructura de Citizen Kane -¿qué se puede saber sobre un hombre o una mujer?- la serie aporta ese nombre como incógnita para significar la conjunción de ideales y traumas de la sociedad americana. ¿Chica popular, hermosa, solidaria, responsable, amistosa, cálida, sexy, alcohólica, adicta, ninfómana, oscura, masoquista, fría, tenebrosa o traumada?
Todas las significaciones positivas y negativas de la sociedad se esconden detrás de la inquietud por su misterioso asesinato. Por eso haría llorar al director del colegio y entristecería a mucha gente, en tanto que su lado oscuro sería casi desconocido e invulnerable, respetado silenciosamente por todo el pueblo. En esto la serie es tajante: el respeto por su memoria tiene algo de reverencial, de sagrado, como si hubiera muerto un ídolo. La chica ideal no tiene más que 17 años y oscuros secretos.
Y un pueblo de personajes entrañables, tiernos, misteriosos sin suspenso, humorísticos como de cómic, rebuscados e inverosímiles como de cine B. Lo feo y lo hermoso, lo grotesco y lo sublime, lo cálido y lo frío, lo tierno y lo duro, lo triste y lo alegre, lo horroroso y lo gracioso. Pocas series se pueden jactar de reunir esos elementos en una forma tan proporcionada como Twin Peaks.
Su gravedad psicológica excede por completo el lenguaje televisivo. Se podría decir que después de la dupla creativa Lynch-Frost sobre esta tierra, las series no poseen la misma gravitación. Son densas y oscuras, de personajes complejos, de historias misteriosas, de significados múltiples e inconclusos. Pero en Twin Peaks un extraño sentido del humor y una voluntad de comprensión omnisciente domina lo que en sus epígonos se transformó en mera obsesión por el misterio, lo dramático y lo terrible, el choque frontal.
Digamos que la riqueza de la serie trasciende todos los géneros para volverse un comentario sobre la mayor parte de los géneros. Y en eso ninguna otra serie la ha podido seguir. No es una serie de terror, no es un thriller, no es un policial, no es una comedia ni un drama ni pretende chocar. Reúne todos esos elementos en una obra original.
Asesinatos misteriosos, bosques misteriosos, fortunas misteriosas y sueños misteriosos, hoy ya son parte de la industria cultural; pero en algún momento fueron creación original y estuvieron equilibrados con pasos de comedia y nostalgias.
Todavía es difícil encontrar algo parecido a la calidad sonora de la serie. O a esa auténtica diversidad de personajes sin estereotipos que parece abarcar toda la humanidad. Tiene algo de los cuadros de Brueghel, de esos viejos maestros que nunca se equivocaron al pintar el dolor por medio de severos contrastes.
Twin Peaks 25 años después
Fue un fenómeno masivo, especialmente la primera temporada. Pero entre la ansiedad del público y las operaciones comerciales de las cadenas televisivas se armó un cortocircuito y la serie fue perdiendo adeptos en la segunda temporada y finalmente se canceló, con un final absolutamente inesperado. Los dos finales de las primeras temporadas fueron resistidos como finales. Cada vez que terminaba una temporada de Twin Peaks, las críticas hablaban de decepción de sus fans.
Ya no se podía hablar de la serie sin referirse al comportamiento de sus espectadores, el mito lo construían quienes se reunían a verla y a discutirla y apropiársela. Lo que hoy ocurre con Game of Thrones lo inauguró Twin Peaks a comienzos de los 90. Pero ¿a quién se le ocurre terminar una serie con millones de fanáticos de ese modo, como un episodio más, con un cliffhanger? Y colocar antes del final de la segunda temporada una misteriosa frase sobre 25 años, que en realidad fueron 26.
Esto ayuda a explicar cómo una serie desconocida para los nuevos públicos generó tanta expectativa hace dos años y nuevamente dividió aguas. Pero Twin Peaks se ubica en esta época, y con respecto a todas las convenciones actuales de las series, como absolutamente novedosa e inédita. El que ve la tercera temporada de Twin Peaks sin conocer las anteriores no entiende casi nada, disfruta de una experiencia estética que no puede comprender o tiene que rechazar por su carácter excesivo, por el paladar acostumbrado a dinámicas de acción y argumento alejadas de cualquier trance poético, filosófico o artístico. Dirigida por un Lynch maduro que parece haber renunciado a las historias cerradas para siempre, y que despega toda la potencialidad del inesperado final de la segunda temporada, en medio de un desdoblamiento continuo de seres, logias y energías; aquel lado que permanecía más oculto en la serie original se ha vuelto protagonista.
Y a esto habría que añadir que la serie protagonizada por jóvenes de los 90 sigue siendo protagonizada por esos mismos jóvenes adultos, 25 años después, por lo que la empatía con los personajes se dificulta para el que no conoce la serie original; ya que los jóvenes actuales de la serie no tienen el protagonismo ni el encanto ni el misterio de la original: no parecen profundas sus emociones y su comportamiento es superficial, alienado y brutal. El sentimiento se ha trasladado a los adultos y es más complejo, acotado, retorcido y nostálgico.
El mazo se cortó distinto y las cartas se dieron de vuelta.
Twin Peaks ya no se reduce a Twin Peaks, los personajes se mueven por todo el territorio norteamericano. Ya no es la serie que ocurre en un pequeño pueblo, sino una gigantesca construcción de espacios disímiles, personajes desdoblados, dimensiones paralelas, y obsesiones mucho más desarrolladas, llevadas al extremo. La comicidad y la extrañeza de Lynch dominan toda la serie. Ya no hay lugar para ninguna de las convenciones a las que nos habituamos. Las historias paralelas se multiplican geométricamente.
¿De qué trata la serie? Nadie podría afirmarlo con claridad. ¿Desdoblamiento de dimensiones o de personas? La mezcla de convenciones de las primeras temporadas dejan lugar a las nuevas experiencias visuales del cine de Lynch. La diferencia que existía entre Blue Velvet y Twin Peaks es bastante más amplia que la diferencia entre el cine actual de Lynch y la serie. Si en las primeras temporadas el cineasta pulía su camino a los personajes complejos, humanizándolos por medio de un contacto irónico y distante con los géneros cinematográficos, en la tercera temporada los retuerce al extremo, los fragmenta, los condensa como imagen pura, mientras las dimensiones paralelas de la serie original ya se entrecruzan con la realidad. No son un misterio fuera de campo, sino actores de un cine de sensaciones e imágenes, donde los personajes pueden llegar a ser secundarios a espacios y situaciones creados por fuerzas desconocidas.
La psicología se vuelve trazo y la historia personal detalle aislado, si todo personaje es una pelea consigo mismo. Los anhelos del amor perduran en secreto y se realizan parcialmente, pero la camarera siguió siendo camarera y formó una familia disfuncional, mientras su jefa apenas está comenzando a ampliar el negocio, sin querer bajar costos e inquieta por la baja calidad de sus franquicias. Los tiempos del dinero se parecen más a la vida real que a las ficciones de películas o series, donde la jefa en 25 años sería la dueña de una cadena nacional exitosa.
David Lynch nunca pierde la sensibilidad para la vida real, para las dificultades cotidianas y para las realidades económicas. Los lentos tiempos del dinero del trabajo no cualificado y la bruta aceleración que producen las deudas disfuncionales, se contrastan con el dinero fácil de la delincuencia, la trampa legal o la herencia, en casi todo lo que ha filmado.
Llama la atención que cuando se refieren a la actualidad de Lynch siempre se habla de experiencia visual, como si no hubiera experiencias visuales en las series o las películas habituales, como si ver lo que ya hemos visto muchas veces fuera no ver en el fondo nada: no tener experiencia visual.
Y es cierto, el cine de David Lynch y la tercera temporada de Twin Peaks son experiencias visuales y no se parecen a nada de lo que existe. A la luz del retorno de Twin Peaks, casi todas las series parecen adicciones a emociones conocidas y controladas.
Pero era difícil que esta serie se convirtiera nuevamente en un fenómeno popular. No son años donde se busquen experiencias visuales o conmociones estéticas. El público del siglo XXI está demasiado seguro de la calidad de lo que ve y de lo que piensa.
Por eso el capítulo 8 parece fuera de la sensibilidad actual. Y el acotado fanatismo por la serie se liga necesariamente a la sobreinterpretación. Todos quieren saber argumentalmente qué es lo que sucede. La primera reacción a Twin Peaks es traducirla a un mundo de personajes y situaciones bajo control. La sensibilidad actual se inquieta por los protagonistas y el control del argumento. No sólo necesita saber todo lo que sucede, sino que incluso busca identificarse con algún personaje. Se puede decir que en esta serie ambas cosas son difíciles.
Pero dijeron por ahí que el medio, aparte de ser el mensaje, también es el masaje. Y Lynch parece haberlo entendido en la forma más original.
La tercera temporada de Twin Peaks no sólo rompe las estructuras narrativas, sino que tambien fisura el maniqueísmo contemporáneo, sin falsos pretextos. Para Lynch hablar del terror o del mal nunca consistió en asustar o moralizar, sino en explorar la relación de la cotidianeidad con la trascendencia del mal o el horror, como fatalidades existentes e incontrolables, con la misma consecuencia de una buena película de horror pero sin pretender asustar, como parte de la belleza -e incluso la comicidad grotesca- de nuestro mundo.
Colores y sonidos son un tema aparte. No hay paleta más amplia que la que puede verse en esta serie. Hay escenas que se incrustan en la memoria del espectador por la inquietante belleza que transmiten, aunque este no entienda lo que está pasando. Como si las emociones estuvieran sintonizadas con los colores todo el tiempo.
Dobles y dimensiones paralelas se acompañan de una dimensión sonora inigualable, tanto en lo no musical como en lo musical.
Y si la maldad y el cruce entre dimensiones se significa con un sonido de electricidad que denota alto voltaje; Lynch también nos recuerda -lejos de imaginarios new age sobre altas vibraciones- que ese alto voltaje se probó experimentalmente en esta tierra, desencadenando fuerzas oscuras en años concretos.
En cuanto a la música, la tercera temporada restringe la creación hipnótica de Badalamenti a su cortina, y la resignifica cambiada en la aparición de algunos personajes; pero parece darle mayor presencia a los cantos preferidos de Lynch, incluso a bandas de rock, musicalizando a veces transiciones de dimensiones. Aquel canto lánguido y sensual que proviene de Blue Velvet, de mujeres de escenario y misteriosa frialdad, complementa toda la electricidad.
Kyle McLachlan y Naomi Watts caracterizan en forma extraordinaria una relación arquetípicamente disfuncional, tanto por su rareza como por su universalidad, ya que no sólo lo que los diferencia, sino incluso lo que comparten con todas las parejas, es significativo. Por la particularidad extrema en que la serie nos muestra su relación, tanto el romance como la familia como la historia quedan fuera de campo, al tiempo que se transmiten emociones que no se pueden entender pero se hacen sentir.
Algo similar ocurre con el personaje protagonizado por Laura Dern -la chica que sale de las sombras en Blue Velvet- pues toda su emocionalidad y dureza concentradas transmiten una realidad inaccesible al espectador, dejando constancia de que algo fuera de campo está sucediendo. Que los afectos son difíciles y reales. Que la chica detrás de las cintas del viejo Twin Peaks tenía un cuerpo y una historia.
* Texto publicado originalmente en el número 2 de revista Autodidactas - Mover con cuidado, Junio 2019, Merlo, San Luis
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