por Oscar A. Cuervo
La clave de la obra cinematográfica de Raúl Perrone reside en su poética. Esta palabra no debe entenderse aquí como un conjunto de rasgos estilísticos insistentes (en su extensa filmografía los hay, pero no son tantos ni tan distintivos como quisieran creer los críticos que suponen que el cine de Perrone mostró todo su juego a mediados de los ’90); tampoco me refiero a una analogía con la típica oposición literaria entre prosa y poesía (esa tensión ciertamente existe en su cine, aunque aflora con más nitidez en su producción reciente); menos aún uso el término “poética” en la vaga referencia a un fulgor, un excedente estético que acompañaría la presentación de las cosas, destinado a provocar el goce de la subjetividad del espectador, lo que suele llamarse “belleza” (también el fulgor y el goce aparecen en su cine pero no es ese el principio rector de su obra). Cuando señalo la importancia de la poética perroneana aludo al sentido clásico de la poiesis griega; esto es: la producción como un modo de abrir el mundo. Perrone se halla embargado en la mirada, en la tarea cotidiana de configurar una forma a partir de su contacto artesanal con la materia. Su poética no surge principalmente de un programa metodológico: su famoso Decálogo 1998 bordea la parodia del Dogma 95 de Von Trier y Vinterberg, destinado a despistar a los buscadores de recetas simples que pierden de vista su singularidad, dado que cualquiera puede seguir los pasos prescritos en este tipo de listados, pero con eso solo no se logra producir una mirada. La poética perroneana se funda en su praxis de producción, siempre que no reduzcamos la idea de producción al problema de la financiación de sus proyectos. Es innegable que Perrone cuando se dispone a hablar de la clave de su cine alude una y otra vez al obstáculo del financiamiento y también a su falta. Se obstina en evitar la caída en el círculo habitual del financiamiento cinematográfico y esta tenacidad funciona como un auténtico obstáculo epistemológico que lo inhibe de ciertos recursos a la vez que posibilita hallazgos que otros cineastas ni sospechan. Pero ese obstinamiento también motoriza una ascesis. Perrone es un asceta del cine y paradójicamente de esa posición a la vez existencial y económica nace la desmesura de su obra.
Muchas veces se lo presenta como el padre o padrino del cine independiente argentino; pero mejor podríamos pensarlo como un asceta. Hay una creciente tonalidad religiosa que impregna su cine. Esto es detectable en su Tríptico de la primera década de este siglo: Luján (2009), Los actos cotidianos (2009) y Al final la vida sigue, igual (2010), títulos que se podrían agregar a su cortometraje SEM (2011) y el largo Las pibas (2012), que forman un bloque fácilmente reconocible. Esa religiosidad no solo se reduce a los íconos que pueblan los lugares en que habitan sus personajes o en las invocaciones religiosas que pronuncian ya desde la escena inicial de Labios de churrasco (1994, en boca de Fabián Vena). No se trata de que sus personajes estén buscando el amparo de Dios sino más bien de cierta intuición que parece guiar la vigilia productiva de Perrone, por la que este amparo se lleva a cabo por medio de su mirada cinematográfica, que los devuelve transfigurados.
La insistencia con que desde sus primeras películas compone el espacio de barrios de casas bajas con un alto cielo arriba traza un eje vertical en el que cielo y tierra se desalejan por obra del encuadre. El poner juntos cielo y tierra y entre ellos sus criaturas parece obrar como la justificación de su desmesura productiva, como si el cineasta los necesitara porque ellos, sus personajes, lo necesitan. Su mirada es a la vez la producción del artesano en el tallercito de su casa –de esos que todavía quedan en barrios como Ituzaingó, en los que Perrone vive y sueña- tanto como un acto sacrificial –en el sentido hacer sagrado un vínculo que ya existía en el plano mundano. La peculiar conjunción de hombre de oficio que manufactura en su taller hogareño y poeta que vela por sus criaturas reclamando nuestra mirada hacia ellas da como resultado una energía de trabajo desbocada, que desconoce la mesura de los horarios productivos y el reposo, sin días laborables ni feriados, una misión salvadora que sostiene el mundo. El mundo de Perrone es Ituzaingó pero a la vez Ituzaingó es tal cuando él lo filma -esa tenacidad sostiene su tarea incansable, que de otra manera correría el riesgo de extinguirse.
Sus personajes tienen una relación precaria con el mundo del trabajo. Se trata de una marca histórica: Perrone empieza a filmar en los '90, cuando el neoliberalismo corroe el mundo del trabajo. Su mirada nunca abandonó ese terreno lindante entre la clase trabajadora y el lumpen-proletariado, el resto de lo popular asechado por la licuación postindustrial. La distancia precisa que él guarda respecto del mundo que filma no es la del burgués que incursiona por los arrabales para acercar un espectáculo al público del centro; tampoco es la distancia del militante esclarecido que quiere darle conciencia al pueblo. Perrone pertenece al pueblo retratado de un modo ambivalente: por motivos de edad él todavía recuerda el valor del trabajo en una época que está a punto de olvidarlo. Si el riesgo que sus personajes corren es el de la disolución de sus lazos comunitarios porque están a punto de dejar de producir o porque nunca conocieron esa posibilidad, él parece querer conjurar ese peligro mediante su consagración amorosa de sus materiales. La materialidad de la imagen cinematográfica es el elemento en el que la mirada curadora va a tomar forma.
Esta interpretación puede hacerse retrospectivamente, si se revén sus películas desde la última hasta la primera: en esta cronología invertida puede reconocerse el principio de proliferación de su obra. Si el Perrone inicial parecía ubicarse en el género de una picaresca suburbana, de buscavidas que muchas veces terminaban aniquilados por la irrupción de una violencia que desbarataba la posibilidad del costumbrismo, en el último tramo de su filmografía el suburbio persiste, pero ya no su picaresca. Los restos del costumbrismo asociado a su Trilogía de Ituzaingó -Labios de churrasco (1994), Graciadió (1997) y 5 pal’ peso (1998)- se fueron enrareciendo hasta extinguirse en el Tríptico 2009/2012, mediante un procedimiento de sustracción de todo histrionismo, que a veces les restaba espesor a sus pícaros de los ‘90, y también una depuración expresiva que hace resaltar la crudeza del claroscuro, la fiereza del color y la aspereza de la imagen digital. En la materialidad digital cuya rusticidad visual, alejada de la tersura del fílmico, parecen palparse en las paredes rajadas y descascaradas de Luján o Los actos cotidianos se abre paso una expresividad que asume la fricción de la cámara con la luz y da lugar a una sombra espesa. Las texturas pasan a ser tan importantes como las vidas de los personajes retratados. Más bien podría decir: se reclaman unas a otras. La aspereza se encuentra también en la captura sonora directa que le suma a los diálogos el valor del registro documental del habla popular de un espacio históricamente situado: el conurbano bonaerense de fines del siglo xx y principios del xxi. La prosa en la que su cine se desenvolvió llega al límite en el que la poesía (aquí sí como oposición a la prosa) está a punto de empezar. El expresionismo que su cine asume a partir del momento posterior al Tríptico, a comienzos de los '10. aparece como el destino de un largo recorrido, o como la consumación de un oficio. Logra articular así el rito poético que le permite cuidar el mundo. Cuidarlo, no hermosearlo ni idealizarlo: salvarlo para una mirada.
Esta etapa empieza con P3ND3JO5 (2013), que marca un punto de inflexión en su obra, de la que Ragazzi (2014) puede considerarse una consecución. A partir de P3ND3JO5, la continuidad de rasgos estilísticos que las lecturas críticas le adjudicaron se problematiza. No es solamente que empiece a cultivar un estilo nuevo, sino que los motivos que lo hacían reconocible vuelven transfigurados, lo que obliga a revisar la noción establecida de su identidad autoral. Sucede una mutación desde el realismo áspero hacia un expresionismo digital. Hay una película que presiente esa mutación: Al final la vida sigue, igual: en sus últimas secuencias las casitas de paredes rajadas y pintura descascarada se vacían de cuerpos y se pueblan de sombras y de fantasmas: la película termina literalmente con la visita de un fantasma. La banda sonora se enrarece acompañando esa mutación, desligándose del sincro y entregándose al efecto misterioso de los loops: música, ambientes, el rumor de los grillos o el ladrido de perros, palabras, susurros o gritos. Ahí parece haber tocado un límite a traspasar. No es seguro que Perrone supiera hacia dónde.
En P3ND3JO5 el giro ya es irreversible. Lo que a partir de entonces toma por asalto el comando es otro elemento del cine. Porque si por un lado el cine se asienta en la huella que imprime lo real sobre un soporte sensible, por el otro, ya desde sus comienzos históricos el cine había mostrado su capacidad para desencadenar la alucinación. Algunos críticos hablaron erróneamente de un “giro primitivista”. Pero se trata de la recuperación de una experiencia (palabra más precisa que “experimental” para desechar sus connotaciones cientificistas) que descolló en la etapa final del cine mudo: el expresionismo alucinado y sombrío de Friedrich Murnau o Jean Epstein, por citar dos modelos que no eran previsibles a la altura de Labios de churrasco ni de Luján. No hay primitivismo porque la estilización de esta gramática queda muy lejos de lo primitivo.
Si desde el principio hubo en el cine de Perrone un gusto por las superposiciones, los cambios de cadencia, los lentes deformantes o los bordes de iris, estos recursos pasan a comandar la estructura misma del plano. La pantalla se vuelve un lienzo en el que conviven un número indiscernible de capas. La imagen digital que en su período anterior había manifestado su aspereza recupera ahora la antigua función de la truca ilusionista que resalta el carácter fastasmal que todo el cine guarda como posibilidad. El color que había saturado las imágenes del Tríptico muchas veces desaparece para resaltar la oposición entre luz y tinieblas. Lo tangible se vuelve vaporoso y los cuerpos se descomponen en un prisma de múltiples reflejos informes. En ese paroxismo, el espacio parece des-solidificarse en un estado gaseoso o líquido. Sin embargo, hay algo que prevalece en esta liquidación del realismo: las caras de los personajes, ahora más propiamente “modelos”, ya emancipados de una función narrativa de la que solo quedan restos. Notablemente, la misma Ituzaingó, organizadora de las relaciones dramáticas de su cine previo, se vuelve líquida, gaseosa, un fondo del que emergen los rostros, filmados ahora en escorzos oblicuos, anti-realistas, a menudo en contrapicados que los recortan directamente del cielo.
No es una operación retro: Perrone cree que en los procedimientos del expresionismo de fines del período silente hay un camino abandonado en favor de la discursividad del sonoro. La operación se completa mediante la eliminación casi total del sonido directo (del que apenas quedan algunos ambientes, siempre intervenidos), sustituido por un magma auditivo que mixtura sonidos electrónicos, tecno-cumbia, voces en reverse, fricción de una banda sonora raspada que desplaza la sincronía que podría funcionar como último residuo del realismo. La manipulación desaforada del sonido y la tensión violenta que establece con las imágenes parecen declarar la necesidad de refundar las convenciones cinematográficas para volver a preguntarnos por los usos ya naturalizados de la imagen y el sonido.
El otro elemento que no cabe en una operación de “rescate” del pasado cinematográfico son las caras de lxs pibxs de estas nuevas películas, desde P3ND3JO5 hasta Ragazzi, pasando por FAVULA y unas cuantas posteriores inéditas hasta hoy. Las caras de lxs chicxs son inequívocamente contemporáneas y reconociblemente bonaerenses. Los cortes de pelo, los piercings, los rasgos mestizos y su frescura adolescente marcarían el elemento realista que Perrone no se permite manipular. Si la Ituzaingó del siglo xxi parece borroneada en el espacio (incluso totalmente suprimida en la escenografía de FAVULA), donde es imposible confundir su cine con el expresionismo de los años 20 es en las caras de esxs pibxs.
Todos estos recursos aparecen en P3ND3JO5, cuya coda tiene un tono místico apoyado en un poema de Pasolini, La crucifixión:
¿Por qué Cristo fue EXPUESTO en la Cruz?
Oh sacudida del corazón al desnudo
cuerpo del jovencito... atroz
ofensa a su pudor crudo...
¡El sol y las miradas! La voz
extrema pidió perdón a Dios
con un sollozo de vergüenza
roja en el cielo sin sonido,
entre pupilas frescas y hastiadas
de Él: muerte, sexo y picota.
En Ragazzi, un año después de P3ND3JO5, Perrone explicita su posición de enunciación. Se vale de Pasolini para marcar la distancia que a la vez lo separa y lo une con esta generación de pibes. Su modo de ingresar al mundo de estos chicos es mediante voces exógenas que ponen palabras que no pueden provenir sino de otra dimensión. Una de esas voces exógenas es la del propio Pasolini, en la que parece enmascararse el propio Perrone:
Querido muchacho, sí, claro, encontrémonos,
pero no esperes nada de este encuentro.
Si acaso, una nueva desilusión, un nuevo
vacío: de aquellos que hacen bien
a la dignidad narcisista, como un dolor.
A los cuarenta años yo estoy como a los diecisiete.
Frustrados, el de cuarenta y el de diecisiete
pueden, claro, encontrarse, balbuceando
ideas convergentes, sobre problemas
entre los que se abren dos décadas, toda una vida,
y que, sin embargo, aparentemente son los mismos.
Hasta que una palabra, salida de las gargantas inseguras,
aridecida de llanto y deseo de estar solos,
revela su irremediable diferencia.
(Pier Paolo Pasolini, Fragmento epistolar, al muchacho Codignola)
***
Perrone, cineasta bonaerense del siglo xxi, toma a Pasolini como pretexto, como texto del que apropiarse, también como ícono, para hacerlo colisionar con otros ángeles, otras estrellas, oscuras o radiantes, de su cielo de cine. La inquietud febril, su “fiebre de maníaco ante la idea de llegar tarde”, como al comienzo le hace decir a un personaje adulto que le habla a los ragazzi reunidos en la escalinata de la iglesia de Ituzaingó, lo empuja a convocar a todos los espíritus. Los tiempos diversos, las lenguas y dialectos, Melies, Pasolini, Dreyer, Leonardo Favio, las sombras chinescas, Zeppelin, Handel, los rostros desfigurados por la estela del movimiento, como en una pintura de Francis Bacon; la fricción caótica de todos estos recursos se integran en una mirada. El primer movimiento de Ragazzi está signado por Pasolini, más precisamente por el episodio de su asesinato. La narración es apenas esbozada y funciona como una cadena laxa de imágenes que dejan salir a pasear a los fantasmas. Es un movimiento sombrío: parece que Pasolini estuviera mirando a su último muchacho atrás de sus gafas oscuras. La imagen conque termina el primer Movimiento es la del espectro de Pasolini que anda ingrávido por el horizonte del baldío, una vez que su cuerpo fue asesinado, como si la muerte no hubiera podido con él.
El segundo movimiento contrasta con el primero por dos motivos notorios: por su luminosidad jubilosa y por algo que hasta ahora Perrone no se había permitido: salir de Ituzaingó. Filma a unos pibes carreros en Córdoba capital, debajo de un puente por el que pasa un arroyo, mientras por arriba zumban los autos de la clase media cordobesa a toda velocidad. Esos chicos son despreciados o temidos por los que manejan los autos (a quienes Perrone solo evoca por el audio televisivo de un suceso policial). Parecería que nadie puede verlos, excepto el autor de Ragazzi, que los va a buscar en su lugar. Los encuentra no en su trabajo infantil sino en pleno estallido vital, jubilosos y no mellados por la historia. No se trata de una negación maníaca de la muerte ni de una idealización de la pobreza. La cámara capta un erotismo de los cuerpos que no es ficción. Seguramente es el momento más alegre y erótico de toda su obra. Algo que el cine ya no muestra: en estos cuerpos vulnerables hay una potente capacidad de goce y ese goce no desconoce su vulnerabilidad. Es un movimiento de innegable filiación pasoliniana, como un camino todavía abierto. Esos cuerpos gozosos filmados bajo una luz que los baña de una cualidad mitológica hacen posible una recuperación fastuosa de la vida. Los chicos de ese arroyo permiten intersectar a Pasolini con Favio.
También sobrevuela la tragedia: los jóvenes en peligro, la adolescencia como el umbral de una muerte posible es constante en esta etapa perroneana. Pero el paso de la poesía fúnebre al estallido erótico de los cuerpos acariciados por el sol y la libertad de la tarde estival se sobrepone incluso al destino trágico. La cámara alcanza el éxtasis cuando captura los perfiles angulosos de los chicos recortados contra un cielo que parece adorarlos, sus miradas en trance, la irresponsable vitalidad de caballos y perros, la súbita irrupción de la belleza femenina. Con un final brillante y glorioso, los pibes desafían la ley de gravedad, las leyes de la termodinámica, la fatalidad de la muerte y vuelven a nacer de las aguas, una auténtica resurrección. La cámara de Perrone sacraliza esos rostros de luminosa inocencia.
* Este texto fue escrito en 2015 para la revista Kilómetro 111, publicado con el título "Filmar la Gracia: el último Perrone"; se publica ahora levemente modificado. Se trata de mi intento más exhaustivo para abarcar su obra. Desde entonces, por supuesto, Perrone siguió filmando profusamente. Incluso incursionó por otras vías (Hierba, Cínicos, Expiación, Cosimi). Pero una zona de su filmografía, como las recientes Corsario, Algnxs Pibxs, 4TRO V3INT3 y la aún inédita Sean Eternxs se integran con naturalidad a las líneas aquí propuestas. También pueden integrar este grupo dos cortometrajes que Perrone hizo con el sonido diseñado por el autor de este ensayo.
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