A propósito de Grizzly man, la película que se va a proyectar este sábado cerrando el ciclo de Werner Herzog *
por Mónica Giardina **
[Aviso al lector: en este texto se revelan aspectos decisivos de la narración de Grizzly Man] Grizzly Man –un film ciertamente inagotable- me despertó una profunda inquietud, emocional e intelectual, que quisiera compartir aquí través de los siguientes cuatro señalamientos; a saber: la herencia romántica en la filmografía de Herzog; la mirada de Herzog en Grizzly Man; el fenómeno del sacrificio y la frontera entre lo mismo y lo otro; y finalmente, matices de la unión entre amor, salvación y conservación.
La herencia romántica en la filmografía de Herzog
E. H. Gombrich, en su ya clásica Historia del arte, refiere que lo característico de la estética del movimiento romántico es su “modalidad fantasmagórica”. Basta con evocar las tempestades marinas de W. Turner o los paisajes desolados y grandiosos de Gaspar David Friedrich para apreciar la justeza de aquella expresión. La filmografía de Herzog porta sin duda muchos elementos del romanticismo: una concepción sublime de la naturaleza, cuya potencia ingobernable expresa siempre emociones humanas; el sentimiento del infinito natural frente al cual el hombre se vuelve pequeño e impotente, como la parte frente al todo (el infinito que conciben los románticos –y el cine de Herzog así parece testimoniarlo- nunca está más allá de lo finito, sino en medio de él, en su cercanía, aunque sin perder la distancia); y una síntesis magnífica entre la naturaleza y el arte. El artista es considerado un instrumento al servicio de hacer aparecer lo infinito en lo finito. Así se observa entre los pintores, que exaltan los paisajes, pero de un modo que no tiene nada que ver con la representación de una naturaleza que, como en el renacimiento, sirve de fondo sobre el que se sitúan las figuras humanas. El artista romántico rechaza ser más importante que la naturaleza y ocupar el primer plano de la escena; se trata, más bien, de alguien que se sabe partícipe de una experiencia poético-religiosa que lo liga indisolublemente al mundo natural.
La poesía romántica, por su parte, se caracteriza por transmitir un tipo de sentimiento vital “cósmico”, por el que la naturaleza toda se convierte en un santuario; un sentimiento que las más de las veces resiste una determinación conceptual. No se trata, sin embargo, de reducir todo a una tendencia emocional. La poesía romántica guarda una relación muy estrecha con la filosofía, como lo testimonian, entre otras y cada una a su modo, las filosofías de Nietzsche y de Heidegger, ambas protectoras del eterno enigma del mundo. El romanticismo otorga un sentido diferente a la vida, a partir del cual ella aparecerá cargada de misterio y de una admiración comparable a la que embarga al monje que mira el mar en la obra de Friedrich. Para decirlo en una fórmula, lo romántico podría ser visto como la piedad de lo no humano. En la obra de Herzog, la naturaleza actúa tanto o más que los personajes: Aguirre, la ira de Dios; Fitzcarraldo; Wings of Hope; Nosferatu (en ésta, la travesía de Bruno Ganz a través de los Cárpatos constituye un compendio de imágenes imborrables, que transportan al espectador a una atmósfera inquietante, surcada por desfiladeros vertiginosos y caminos inhóspitos).
Es difícil no asociar a Herzog con su compatriota Alexander von Humboldt (1769/1859), ese explorador genial que recorrió a pie miles de kilómetros por las selvas latinoamericanas, documentando paso a paso sus hallazgos, que llegarían a conformar una obra monumental para las ciencias naturales. En Grizzly Man, como antes lo había hecho en Wings of Hope -el documental donde recrea el milagro de Juliane Koepcke, la única sobreviviente de los casi cien pasajeros de un avión que se estrelló contra la jungla, entre Lima y Cuzco-, Herzog une a su fascinación por la naturaleza, su inclinación por las existencias marcadas de un modo determinante por ella. Existencias que entablan una relación con lo salvaje de una intensidad inusitada, que trasciende hacia una dimensión donde el lenguaje debe rendirse a la inmensidad de lo que carece de palabra.
La mirada de Herzog en Grizzly Man
Grizzly Man testimonia la vida y la pasión de Timothy Treadwell, pero es, ante todo, un sentido homenaje al arte del documentalista que durante trece años compartió extensos períodos de tiempo con los osos grizzly, en la península de Alaska. Con una exquisita selección de las más de cien horas de filmación que había realizado Timothy desde 1999 hasta 2003, año de su muerte, retratando a los osos y retratándose a sí mismo junto a ellos, Herzog confecciona un “documental del documental” en cuya narrativa participan él mismo y personas del entorno de Timothy. De las teorías y la vocación del protagonista, el cineasta comparte poco, y así lo refiere, sin complacencias pero con profundo respeto, basado en el cual tomó la decisión de no introducir en el film el audio que reproduce los gritos de Treadwell y los de Amie Hughenard (su novia y coprotagonista de la tragedia) cuando ambos son despedazados y comidos por uno de los osos. Apenas si el mismo Herzog puede escuchar esa cinta escalofriante. Lo intentará durante los pocos segundos en los que aparece en escena, lateralmente, junto a la amiga del alma de Timothy, Juwel Palovak, a quien el mismo Herzog le sugeiere eliminar la grabación del horror, sin intentar escucharlo, nunca.
Escéptico respecto de las creencias fundamentales de Timothy, a Herzog no lo convence la idea de que exista algo así como el mundo secreto de los osos, creencia que Timothy sostiene hasta sus últimas consecuencias (o, tal vez, habría que decir, la creencia fundamental que sostiene a Timothy). Al inicio, Timothy puede parecer alguien meramente extravagante, bastante desquiciado y exasperadamente histriónico. Pero conforme van transcurriendo las escenas sus soliloquios a cámara y los testimonios de quienes lo conocieron, es decir, conforme el mágico montaje comienza a desplegar sus alas y la mirada del talentoso director va mutando lo invisible en visible, la figura de Treadwell empieza a cobrar grandeza y el documental del documental se transforma en una soberbia obra de arte.
La frontera entre lo mismo y lo otro
Decir que Grizzly Man es una película conmovedora sin caer inmediatamente en las fauces de la jerga cinéfila kitsch no es nada fácil. Pero el caso es que a Grizzly Man le corresponde ese adjetivo. “Conmover” significa estremecer, sacudir, hacer temblar una cosa apoyada pesadamente en su sitio (María Moliner); y Grizzly Man lo logra, porque sacude y trastorna una región en la que asoma un problema filosófico fundamental: el de la identidad y la alteridad. La historia de Timothy es la de un juego extremo entre su sí mismo y lo otro, que pone en cuestión si el haber sido devorado por el oso no terminó consumando su deseo más profundo: ser parte de los grizzly, ser un Grizzly Man. Estamos ante un texto formidable para pensar la posibilidad, inquietante y hasta aterradora, de devenir lo totalmente otro. Porque aquí no se trata del otro humano; aquí el otro es lo totalmente otro. Timothy está enemistado con el mundo de los humanos. Su viaje final a la península, de acuerdo a lo que registra en su diario, está ocasionado en gran medida por el altercado que tuvo con el personal de la aerolínea que lo transportaría nuevamente junto a los hombres.
El tema de la alteridad ha ocupado a los filósofos desde siempre, pero es curioso que, pocas veces y sólo colateralmente, la filosofía se haya ocupado de pensar la alteridad desde la animalidad. El del animal es un problema tratado sólo tangencialmente, más proclive a definirse en términos de derechos y deberes, y en última instancia, en apreciaciones metafísicas y esencialistas, y no tanto en términos de una hermenéutica de la relación hombre–animal que empiece por cuestionarse el estatuto de las definiciones heredadas, como la que tiene al hombre por “animal racional”. ¿Podemos devenir osos? ¿En qué sentido? ¿Más allá o más acá de qué fronteras? La elección de Timothy nos deja pensando, más que sobre su personalidad, sobre la condición humana, sobre si hay finalmente ruptura o continuidad entre el hombre y la bestia. ¿Cómo pensar esta polaridad sin instaurar un dilema? La literatura, en cambio, ha sabido dar cuenta de esa frontera donde lo humano y lo animal se entrecruzan y confunden, luchan y se atraen, en el juego eterno y cambiante de la vida. Autores como Melville, Conrad, London, Kafka, han inscripto este juego en una dimensión poético-religiosa.
No es casual que la literatura se sitúe, de hecho, a continuación de las religiones, a las que hereda. Por eso, se puede afirmar que cuando en Moby Dick, el capitán Ahab busca dar muerte a la ballena blanca, lo que allí está por ocurrir tiene el carácter del sacrificio y no del asesinato. La ballena simboliza la fuerza abrumadora de la naturaleza y, como afirma Georges Bataille, “una violencia tan divinamente violenta eleva a la víctima por encima de un mundo plano, en el que los hombres llevan su vida calculada”. Ahab está más allá del utilitarismo, no es ningún afán de lucro lo que lo obsesiona. Entre la ballena y él habrá un rito sangriento, un sacrificio. El sacrificio, asevera Bataille, es una novela, un cuento ilustrado de manera sangrienta, una representación teatral, un drama reducido al episodio final en el que la víctima se arriesga sola y se arriesga hasta la muerte. Grizzly Man es la historia del sacrificio de Timothy, y esto debe ser entendido en el doble sentido, subjetivo y objetivo, del genitivo: subjetivo porque Timothy es víctima sacrificial de sí mismo (en tanto está dispuesto a entregarse a las garras del animal sin oponer resistencia, “nunca mataría a un oso en mi propia defensa”, sostiene sin ninguna vacilación frente a cámara); y por otro lado, objetivo, porque Timothy es la víctima sacrificial del oso que lo devora. El sacrificio es el acto religioso por excelencia y se ha identificado históricamente con la acción de brindar ofrendas a los dioses. La inmolación de Timothy invierte la dialéctica tradicional del sacrificio, que las más de las veces ha tenido por víctimas a animales y no a hombres. Dicen los estudiosos del tema que es probable que el asesinato del animal inspirara en los hombres un fuerte sentimiento de sacrilegio, y que el sacrificio, entonces, permitiera consagrar la violencia contra ellos. Del mismo modo, las veces en las que el sacrificado y comido es el hombre, la víctima nunca es considerada mera carne. El deseo de matar distingue a la humanidad, no así el de deseo de comer al prójimo, que repugna a la mayoría de los humanos. De allí que el que consume carne humana, explica Bataille, no ignora jamás que sobre ese consumo pesa una prohibición. Por ello, la carne humana comida en rituales religiosos es tenida por sagrada, y en este sentido, toda ceremonia de canibalismo está muy lejos de la ignorancia animal a las prohibiciones. “El deseo ya no afecta el objeto que hubiese codiciado el animal indiferente, el “objeto” es interdicto, es sagrado, y es la interdicción que pesa sobre él lo que lo que lo señaló al deseo”. El canibalismo sagrado ejemplifica la prohibición creadora de deseo, y es esa prohibición la razón por la que el “piadoso” caníbal come la carne ritual. Pero, a diferencia del hombre, cuya existencia se estructura en el doble juego de la prohibición y la trasgresión, el animal no conoce esta dialéctica. El animal pertenece sin reservas al juego excesivo de la muerte y la reproducción. No existe en el reino animal prohibición alguna del asesinato de sus semejantes. Por no observar interdicto alguno, los animales tuvieron en la antigüedad un carácter sagrado, más divino que los hombres, y por eso, muchos de los antiguos dioses eran animales.
Matices de la relación entre amor, salvación y conservacionismo
Treadwell dice amar a los osos y querer salvarlos de los hombres. En verdad, él siente que mucho antes de concretar sus expediciones, los osos lo habían salvado a él, mostrándole otra vida y rescatándolo de la inercia del mundo desarrollado. Por ello, Timothy vive lo que hace con los grizzlies con un gesto de agradecimiento, que proclama que él está ahí gracias a ellos, que está “salvo” en virtud de ellos y que les devolverá algo del bien recibido comprometiéndose enteramente a su cuidado. Es interesante preguntarse por lo que aquí puede significar “salvar”. Timothy intenta salvar a los grizzlies impidiendo el ataque externo al que están potencialmente amenazados. En verdad, esta amenaza es bastante remota, ya que los osos están en un lugar que es un gran parque natural, con su historia y sus reglas, las cuales Timothy se empeñó en desconocer una y otra vez. El museólogo naturalista, uno de los entrevistados de Herzog, se refiere a la desobediencia del expedicionista, a la soberbia de haber desoído la sabiduría nativa de más de cinco mil años. Sabiduría de acuerdo a la cual Timothy no sólo debía salvar a los osos de los cazadores furtivos, sino que también de él mismo, de su conducta amigable y de su temeraria cercanía. En todo caso, él no hacía más que mostrarles que podían confiar en él y, por ende, en todos los hombres, y esto nunca se ha tenido por bueno para los osos. Del sentido del verbo “salvar”, Heidegger nos dice que no debe ser entendido sólo negativamente, es decir, como impedir un mal, sino positivamente, identificando lo que salva con “la acción de franquearle a algo la entrada en su propia esencia”. En esta línea de interpretación, salvar, entonces, debe ser ante todo un “dejar ir”, un permitir a cada cosa morar en su elemento, dejarla reposar allí donde está; por eso, la salvación no puede eliminar jamás el fluctuante y frágil equilibrio entre la cercanía y la lejanía, porque si esta última es anulada, entonces también la salvación se negará a sí misma. Timothy quiso vencer toda distancia, sin saber, o sabiéndolo, pero sin que le importara, que esa victoria coincidiría inevitablemente con su muerte. Timothy no podía soportar la crueldad de los hombres que, a diferencia de la violencia de los animales, siempre es premeditada y nunca inocente. Pero sí estuvo preparado para padecer serenamente la violencia ciega del animal. Treadwell amó hasta el sacrificio, hasta el desprendimiento de sí. Amor y salvación parecen ser los dos motores de su existencia, sus dadores de vida y de muerte.
En cierto sentido, la actitud de Timothy ilustra las paradojas de un conservacionismo cuasi fundamentalista, conservacionismo que implica necesariamente la desintegración de toda alteridad. Porque acaso “conservar”, como “salvar”, también tenga más que ver con “dejar estar” que con intervenir para evitar un peligro. Pareciera que la conservación, como el amor, sólo puede salvar cuando se identifican con la libertad, con el “dejar ser”. Grizzly Man es una excelente ocasión para pensar en los lazos que deben mediar entre amor, salvación y conservacionismo y para prevenirnos de posiciones dogmáticas que, inadvertidamente y con las mejores intenciones, pueden disolvernos en la nada.
* La película se proyectará completa y con subtítulos en castellano. En Uriburu 1345, 1° piso. Informes: 4822-4690 o 4823-4941. Más información sobre el ciclo acá.
** Esta nota fue publicada originalmente en revista La otra nº 15, otoño de 2007.
** Esta nota fue publicada originalmente en revista La otra nº 15, otoño de 2007.
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