domingo, 14 de enero de 2018

Mis simpatías todas argentinas, y yo voy a dar mi vida por este país tan raro

"La causa justa", por Osvaldo Lamborghini

Ilustración: Carmen Cuervo

Terminado el partido empezaban, lamentablemente a “desarrollarse los acontecimientos”, las pioladas y las bromas de mal gusto, ese repugnante clima de “formamos todos una gran familia” creado generalmente por los acostumbrados al naranjín, pero que la juegan de campeones del “vinacho” –como dicen ellos, y que a las tres copas ya perdieron, ya están en pleno show, pero manifestando sus preferencias por el género sentimental–: abrazándose con todo el mundo, babeándose y buscando una manera infalible de asegurarles amistad a todos los compañeros. Los más inteligentes y seguros de sí mismos creen, en algún momento, haberla encontrado. Pegándose una fuerte palmada en la frente, empiezan a llevarse a sus colegas aparte, uno por uno, para decirles en plan confesional:

–Mirá, hermano, yo te quiero tanto que, te lo juro por mi madre, te chuparía la pija si fuera puto, sí, te lo juro, y vos sabés que yo no soy puto.

Este tipo de declaraciones creaba problemas, y el encargado de relaciones públicas internas tenía que andar a los saltos para evitar trifulcas, pues muchos de los “tan queridos” que su compañero llegaría a ese extremo (si fuera puto) para demostrárselo, pero el tan querido (sabía que no era puto), con lágrimas en los ojos y además una lógica perfecta, deducía que la respuesta adecuada era:

–Y vos sabés que yo estaría a tu disposición: lo primero que haría al levantarme a la mañana sería enchufártela en la boca. Te digo más, me quedaría sin trabajo, porque te inundaría de leche la garganta en la misma jeta del Gerente General. (Este, que estaba presente, opinaba para sí que había otras formas de manifestar la amistad.)

Y ya empezaba la pelea, precedida de diálogos aclaratorios de asombrosa lucidez:

–A mí no me inundarías de leche un carajo, ¿o al final te creés que soy puto en serio? ¡Avisá! Sos vos el que la mirás con cariño...

Como ya tenían audiencia, ninguno de los dos quería dar el brazo a torcer (ni a coger, dado el tema en cuestión). El defraudado porque primero le ofrecían chuparle la pija, y después cagarlo a trompadas, quería comérselo vivo al incoherente de mierda:

–Para que lo sepas, viejo, a mí no me gusta la carne de chancho, y tampoco soy ningún bufarrón. Buscate un marinero, si no andás muy necesitado: si estás muy caliente a Vos no te basta toda la tripulación de un portaaviones...

Chupapijas (si fuera puto) alcanzó a ponerle negro el ojo derecho, y El Desocupado (por dejársela mamar en la misma jeta del...) buen derechazo a la mandíbula y además la siguió obsesionado con el tema de dejársela chupar (¡por su culpa se había quedado sin trabajo!):

–Si yo quiero que me la chupen, tengo diez minas que andan relocas por prendérseme a la teta.

El otro boludo, también incansable:

–Claro, vos tenés tetas: ¿Qué marca de corpiño usás?

Volaban las trompadas, pero poquito: la nula resistencia para el alcohol y el exceso de público ayudaban a evitar desgracias. Pero:

En cierta ocasión, ayudaron estos dos giles a la aparición de un fanático de la verdad: El japonés, ingeniero electrónico, demasiado impasible (era muy tímido, a escondidas se había tomado tres cinturones negros, perdón se quiso decir tres vasos), con toda calma les explicó que irían a parar todos los degenerados al hospital, hasta Nal.

–¿Y por qué? –preguntó Nal.

–Vos los excitás, vos, culón.

Que irán a parar todos al hospital, o directamente a la tumba, si era muy fácil: mientras él los iba matando a todos, todos a la fosa común. Aquello era tierra, no asfalto.

Hablaban en serio.

En serio partió por la mitad a todas las sillas de madera con el canto de las manos: ¡Karatecas!

Fue una vergüenza. Todos (29) se refugiaron en las duchas y lograron trabar la puerta. Desde una ventana parlamentaban con el señor Tokuro, inútilmente.

–¿Pero en qué lo hemos ofendido, hombre? –le preguntaba Heredia, el que quería tanto a todos que les chuparía la pija (si fuera puto).

Tokuro: El que falta a la palabra falta al honor. El que hoy falta al honor, traiciona al amigo, es capaz de traicionar Patria y Emperador.

Con la puerta trabada, Heredia otra vez empezó a envalentonarse:

–Pero cortelá, Tokuro, yo no faltaba a ninguna palabra, a ningún honor, tampoco traicioné. Y no me venga con su puto Emperador.

Tokuro: Para la conversación exacta, las mismas palabras. Ya mismo pido disculpas por grosería que tendré yo, Tokuro, es decir. Usted le dijo, señor Heredia, al señor Mancini que le chuparía la pija tanto le quería. Yo no lo he visto. Ahora, ofensa grave: dijo “puto” a Emperador Japón.

Heredia empezó a aporteñarse otra vez:

–Pero avivesé, Tokuro, yo le dije que se la chuparía si fuera puto. Hasta se lo juré por mi vieja, y le aviso, ¿eh?, le aviso, yo con esas cosas no juego.

Tokuro: Pero ¿usted quiere a señor Mancini?

Heredia: Eso no significa que vaya a chuparle la pija. Eso sería en el caso de que yo fuera puto.

Tokuro: Usted es puto.

Heredia: Mire, Tokuro, debe ser un lío que usted se hizo con el idioma.

Tokuro: No, ningún lío con el idioma. Usted es puto.

Heredia: Me parece que esto va a terminar mal, no me obligue, Tokuro, todo tiene un límite...

Mentira: Tokuro, cinturón negro y aterradora fama de violento cuando se creía en la causa justa. Heredia estaba cagado hasta las patas.

Tokuro: Yo lo obligo. Usted tiene que chupar pija a señor Mancini...

Heredia: ¡Pero cómo, cómo...!

Tokuro: Yo no sé cómo. Yo no soy puto.

Heredia: Señor Tokuro, todo era una broma. Usted interpretó mal.

Tokuro: Yo entendí bien. Usted le dio el sí. Que incluso se la haría chupar aunque estuviera frente al Gerente General. ¿Miento, señor gerente general?

Gte. Gral.: No, no es que mienta, ocurre que según el nivel del diálogo, la confraternización se excede. Usted sabe, una palabra trae a la otra.

Tokuro: Pero Heredia quería chupar pija Mancini, y otra palabra trae Hiroshima.

Heredia: ¡Si fuera puto! Entienda, Tokuro: me encantaría chuparle la pija a Mancini si yo fuera puto, lo elegiría a él para que me rompiera el culo.

Tokuro: Es puto. ¿Por qué si no pensar qué cosas haría si fuera puto?

“El coro” empezaba a hartarse. Que Heredia y Mancini se las arreglaran con Tokuro... Así se lo dijeron a Heredia.

Heredia: Soy un buen muchacho, señor Tokuro, se lo pido por favor... (llorando a lágrima viva). No podré volver al trabajo, ni a mi casa...

Tokuro: Uds. deciden. Yo quiero aquí fuera a Heredia y Mancini. Uds. creen que esa puerta es segura. La rompo y entro. Golpe en el cuello a cada uno. Golpe mortal. Uds. deciden. Gerente debe venir también. Mancini dijo que se la dejaría chupar en su propia jeta.

- - -

Era un atardecer cualquiera, o como diría el más canalla de los sofistas: cualquiera (era un atardecer). Una bandada de pájaros quería volver a sus nidos. Precisamente. Precisamente eso era lo difícil. Si la bandada, disfrazada de jugadores de fútbol, se atrincheraba en unas duchas, atemorizada por un solo pájaro, el samurai, un pájaro con la manía del honor. ¿Deben tener coraje los hombres? Un arquero Col-on ¿tiene además la obligación de ser un héroe? Porque cada uno había pasado lo suyo en la vida. Y ahora, que todo parecía haberse tranquilizado, tenía que reaparecer, como un fantasma: Lo Suyo en la Vida, otra vez. Qué traidor, qué puñalada podía ser un poco de esperanza. Miraron a la Empresa como pidiéndole amparo. La Empresa era el Gerente General, el doctor Mariano Soria. A nadie le importa Mariano Soria. Pero la Empresa, ahora resulta evidente, no estaba preparada para enfrentarse al Tokuro de la palabra empeñada ni a la fuerza que generaba, esta vez en su propia contra, esa palabra empeñada e incumplida por dos de sus más humildes representantes. Ya discutían en la sala de las duchas para que luego, solidarios y unidos, ese nipón demente no los desnucara por el último chiste, cuando, claro todo se trataba de un simple chiste, y a los gritos, desde la ventana, se lo comunicaron a Tokuro:

–¡Todo se trataba de un simple chiste!

El sol tocó la blanca dentadura del señor Tokuro, quien pensó unos minutos y luego, riendo con su risa más límpida, exaltado, se les unió sin abandonar su puesto. Dijo:

–¡Todo se trataba de un simple chiste!

–Pero, claro, señor Tokuro. –Nal se atrevió (increíble) a contestar por todos–. Si todos somos amigos y trabajamos juntos, nos ganamos el pan en la misma Empresa, lo de prometerse esas cosas es una costumbre de nuestro amado país, la Argentina, ahora en guerra con el Imperio Británico.

Eufóricos, todos al unísono:

–¡Argentina, Argentina, Argentina!

Todavía con destellos en su dentadura, el señor Tokuro se levantó adoptando un aire marcial cuando se coreó una vez más la palabra ¡Argentina! El señor Tokuro entonces confesó:

–Mis simpatías todas argentinas, y yo voy a dar mi vida por este país tan raro. Argentina: ¡todo era un simple chiste! Esto me alivia. Los iba a matar porque estaba triste por la deshonra de la palabra incumplida. Yo me alisté como voluntario para Malvinas.

Miró los avances del cielo, cuyo color natural, mañana o en mil años, retornaría. Era un país enorme y raro, lleno de chistes, pero la palabra se cumplía, pensó. Luego cortésmente:

–Gracias. Ayudaron a conocer a extranjero esta tierra. Algún día comprenderé la llanura de sus chistes. Pero me alegro porque la palabra será cumplida. Vengan, señor Heredia, Gerente, señor Mancini. Yo puedo desempeñar el papel de testigo. Cierran las ventanas y que nadie mire repugnante acto íntimo que se va a cometer. Vengan, señor Heredia, señor Mancini

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