jueves, 31 de octubre de 2013

El Amor es el cumplimiento de la Ley

Por Oscar Cuervo

“No debáis a nadie nada, sino el amarse unos a otros; porque el que ama a su prójimo ha cumplido la ley”. 

La célebre frase que Pablo de Tarso escribió en su Espístola a los Romanos (13:8) constituye un intento excepcional por repensar el concepto judaico de Ley a la luz del Amor según es entendido en la fe cristiana de los Evangelios.

Nunca debe olvidarse que estos textos, decisivos para la consolidación del cristianismo, eran cartas que Pablo dirigía a sus compañeros, con una finalidad eminentemente práctica y organizativa, al calor de disputas que hoy llamaríamos políticas entre las primeras comunidades cristianas. 

Pablo usaba la palabra como instrumento de acción en el mundo y produjo una enorme revolución en el pensamiento antiguo, tanto entre los judíos como entre los griegos.

Pablo había sido fariseo, un celoso guardián de la Ley mosaica. Para los fariseos el respeto cotidiano, escrupuloso y microscópico del sistema de leyes religiosas/comunitarias constituía el eje de la existencia. Pablo, que se llamaba antes de su conversión Saulo, lo fue hasta tal punto que su celo lo llevó a perseguir cristianos. Mientras cabalgaba rumbo a Damasco en su misión de perseguidor, un resplandor del cielo que sólo él vio lo volteó del caballo y lo encegueció. Escuchó una voz que le decía Saulo, Saulo, por qué me persiguesInterpretó que era el propio Cristo el que le hablaba así. Después de su conversión describió esa voz como un abortivo. La radicalidad de esa experiencia convirtió a Saulo en Pablo, de defensor de la Ley en predicador del amor hacia el prójimo: de todo prójimo, hasta del enemigo. El sentido de la Ley se había alterado para él de forma extrema e irreversible. Ya no podría ser la persecución de los otros sino el amor hacia ellos la misión de su vida.

Su acción política y sus epístolas con directivas de acción concreta fueron, según él mismo escribe, escándalo para los judíos y necedad para los griegos. Intentaban resolver la muy fuerte tensión que se produce entre la obediencia a la Ley en términos judeo-farisaicos y el mandato del Amor predicado por Cristo. 

Pablo no pudo prever que esas palabras, de una vitalidad tan urgente, se volverían históricamente perdurables, menos aún que su pensamiento se cristalizara en una institución dogmática. 

Soren Kierkegaard en su libro fundamental, Las obras del Amor, hace un esfuerzo inédito en el pensamiento contemporáneo por comprender el sentido de estas palabras, engañosamente sencillas. Y esto le sirve para ajustar cuentas contra los olvidos fundamentales tanto de la filosofía sistemática como del cristianismo oficial.

Un fragmento del libro Soren Kierkegaard, Una introducción. Escuchar una voz (Editorial Editorial Quadrata, Buenos Aires, 2010):

El amor al prójimo

“Supongamos entonces que un escritor religioso ha considerado profundamente esta ilusión, la Cristiandad, y ha resuelto atacarla con todo el poder a su disposición (con la ayuda de Dios, quede bien sentado), ¿qué tiene que hacer, pues? Ante todo no impacientarse. Si se impacienta, arremeterá contra ella y no logrará nada. Un ataque directo sólo contribuye a fortalecer a una persona en su ilusión, y al mismo tiempo la amarga. Pocas cosas requieren un trato tan cuidadoso como una ilusión, si es que uno quiere disiparla. Si algo obliga a la futura presa a oponer su voluntad, todo está perdido. Y esto es lo que logra un ataque directo, y además implica la presunción de requerir a un hombre que haga a otra persona, o en su presencia, una concesión que puede hacer mucho más provechosamente a él mismo en privado. Eso es lo que logra el método indirecto, el cual, amando y sirviendo la verdad, lo arregla todo dialectalmente para la futura presa, y luego se retira tímidamente (porque el amor es siempre tímido), para no presenciar el reconocimiento que hace él a sí mismo a solas ante Dios que ha vivido hasta entonces en una ilusión.”

La extensión de la cita está justificada porque en este párrafo se muestra, como pocas veces, la articulación que hace Kierkegaard entre su misión de escritor en relación con los lectores, el método de la comunicación indirecta, su noción del rol del escritor en una comunidad, su concepción de la verdad como algo que concierne a cada uno en particular y, notablemente, su apuesta a una praxis de amor al prójimo. ¿Podemos hablar entonces de una politica kierkegaardiana? Preferimos dejar en suspenso esta cuestión, siempre que logremos remarcar el carácter profundamente práctico y transformador con que Kierkegaard lleva a cabo su tarea. El no ha aspirado simplemente a “describir el mundo”, sino a transformar a cada hombre que pueda leer su escritura. No transformar “la realidad”, sino de hacer que la experiencia de la lectura de sus obras no pueda dejar al hombre indemne. Y, como queda dicho, lo pensó como una tarea amorosa.

En Las obras del amor, que como dijimos Kierkegaard firmó con su propio nombre, desarrolla un extenso tratado en consideración del mandato cristiano de amar al prójimo, ese ya citado mandamiento principal: “Ama al prójimo como a ti mismo”. Una de las frases más repetidas y menos comprendidas en estos dos mil años de civilización occidental y cristiana -lo que nuestro autor denominó la cristiandad- es desplegada a través de centenares de páginas en las que Kierkegaard se detiene a analizar magistralmente cada mínimo matiz de la expresión: el amor, el prójimo, el sí mismo, el hacer del amor a sí mismo una medida para amar al prójimo y, recíprocamente, el de amarse a sí mismo no con amor egoísta, sino como se ama a un prójimo. El exquisito análisis del amor y la pregunta por las obras del amor -es decir: por la dimensión práctica que implica, por “los frutos” por los cuales se reconoce al amor- desafían las nociones tradicionales asentadas a lo largo de siglos, lo que el sentido común terminó por cristalizar como una idea banal del amor predicado por Cristo en los Evangelios. Lo que hace Kierkegaard en este monumental tratado es de-construir, desmontar el discurso amoroso tradicional, hacerlo estallar en sus numerosas y problemáticas connotaciones, volver a leer el texto de base en el que esas palabras han sido dichas, tratando de recuperar la experiencia que, bien comprendida, sólo puede dar lugar a la perplejidad. Para eso hay que estar advertidos de los posibles desvíos e incomprensiones que el mandato del amor al prójimo ha sufrido en siglos de rutina eclesiástica y moralismo exterior. Amar al prójimo, nos recuerda Kierkegaard que dice el Evangelio, no es simplemente amar al semejante, no es amar a los nuestros porque son nuestros, es decir, porque nos pertenecen. Amar al prójimo no es amar a una persona por sus excelencias, por sus virtudes o por el bien que nos hace, porque si la amamos de esa manera, la amamos en función de un interés egoísta. Amar al prójimo no es preferir a uno por determinadas cualidades, las que nos convienen; eso es tan sólo amor de preferencia y ese amor de preferencia, fundado en el egoísmo, frecuentemente se convierte en odio ni bien el prójimo deja de satisfacer nuestras conveniencias.

El amor al prójimo, a diferencia del amor de preferencia, no se determina por el objeto amado, es decir, porque este objeto de nuestro amor sea de una determinada manera; al prójimo se lo ama por amor:

El simple amor se determina por su objeto, la amistad se determina por su objeto, sólo el amor al prójimo se determina por el amor mismo. La razón de esto radica en el hecho de que el prójimo es cada hombre, absolutamente cada hombre, de suerte que todas las diferencias quedan eliminadas del objeto y por eso cabalmente es reconocido este amor en cuanto su objeto no admite ninguna determinación aproximativa por parte de las diferencias, o dicho con otras palabras: que este amor solamente se reconoce por el amor. ¿No es esta la más alta perfección? Pues cuando el amor puede y tiene que reconocerse por alguna otra cosa distinta, entonces esta otra cosa representa en la misma relación como una sospecha contra el amor, como si este no fuese lo suficientemente abarcador, y en consecuencia, no hubiese infinito en el sentido de la eternidad; esa otra cosa representa para el amor mismo una cierta predisposición enfermiza. Y, consiguientemente, en esa sospecha habita escondida la angustia que hace que el amor y la amistad dependan de su objeto, la angustia capaz de encender los celos, la angustia capaz de llevarnos hasta la desesperación”.

En este pasaje resuena la inquietud que produce el amor estético, tal como ha sido planteado en La repeteción, es decir, el amor acechado por el hastío, que puede derivar tan fácilmente en rutina y finalmente en odio cuando el objeto amado, por las razones que fueran, ya no nos satisface. La clave para que exista el amor al prójimo parece consistir en romper con el amor de preferencia. El amor de preferencia es un vínculo entre un amante y su objeto amado. Esa relación establece un circuito que lo único que hace es alimentar un egoísmo recíproco: nos amamos en tanto nos satisfacemos mutuamente. Es una relación entre dos, y por lo tanto es una relación especular, de reflejo, en el cual uno busca anclar el amor en el otro y, por eso, su amor depende del otro, y el amor del otro depende de uno. Un amor regido por el amado, que espera que el amado dicte la ley del amor, es amor de finitud, es decir, un amor condicional e infinitamente insatisfecho: por ello enciende la angustia, los celos y, en definitiva, la desesperación.

¿Cómo se rompe este circuito de la preferencia y la desesperación?  La salida se halla en la presencia de un tercero que sea Otro, un des-semejante que viene a romper con este juego de espejos. Este tercero es el amor mismo. Además del amante y del amado está el amor. La relación del amante y el amado se ancla en el amor. Ese amor en Las obras del amor -y en la fe cristiana- se llama Dios. A la pregunta por quién es el Jesucristo de Kierkegaard no podemos responder con una fórmula especulativa ni con un aserto teórico: la apertura que plantea Las obras del amor es de índole práctica: Jesucristo es el amor, el tercero que quiebra el juego especular entre dos amantes que tan sólo se prefieren (hasta que dejan de preferirse). Jesucristo es el prójimo, el hombre insignificante, al que has de amar no porque sea especial, sino porque simplemente es; es decir: por amor.

El amor al prójimo no es amor al semejante, porque no se asienta en una identificación. La identificación es el amor propio, es el mecanismo por el cual cada sujeto busca el reconocimiento del otro; el yo que necesita del otro para reconocerse a sí mismo, que se ve a sí mismo en el espejo del otro. Esta búsqueda del reflejo de un reflejo (de dos reflejos recíprocos) desencadena una inquietud infinita que deriva fácilmente en odio. Lo que puede romper con ese encierro es una tercera persona, que es Otra, es decir: que no es semejante a los amantes. El mandato cristiano de amor al prójimo, de amar al prójimo como a ti mismo, ha venido a romper con el más habitual amor al semejante. Así es como se plantea en el Evangelio. Cuando Cristo manda: ama al prójimo como a ti mismo está citando un pasaje del Antiguo Testamento. Se puede leer:

“No andéis difamando entre los tuyos; no demandés contra la vida de tu prójimo. Yo Yaveh. No odiés en tu corazón a tu hermano, pero corrige a tu prójimo, para que no te cargues por pecado por su causa. No te vengarás ni guardarás rencor contra los hijos de tu pueblo. Amarás a tu prójimo como a ti mismo”.

En ese pasaje, el Antiguo Testamento parece referirse a una relación de proximidad: “los tuyos”, “tu hermano”, “los hijos de tu pueblo”. Amar al semejante, al amigo, al hermano, al que es como yo, en suma. ¿Esto implica que la necesidad de amor se agota en los “míos”, los cercanos, los próximos? Se trataría entonces de un amor de preferencia, prefiero a mi hermano antes que a un desconocido, prefiero al hijo de mi pueblo antes que al extraño, a mi amigo antes que a mi enemigo. Así el prójimo sería alguien a quien tengo que amar por su cercanía y por su semejanza conmigo.

Pero unos renglones más abajo en el mismo texto se dice:

“Cuando un forastero resida junto a ti, en vuestra tierra, no lo molestéis. Al forastero que reside junto a vosotros, le miraréis como a uno de vuestro pueblo y lo amarás como a ti mismo, pues forasteros fuisteis vosotros en la tierra de Egipto”.

Ahora se trata de amar al forastero como a uno de los tuyos. Uno podría entender que esa obligación radica en que el forastero ahora “reside junto a vosotros”, es decir, que se ha vuelto un vecino y que, en razón de esa vecindad, ahora está cerca y por eso se lo debe amar. Sin embargo, el motivo que alega Yaveh es que “forasteros fuisteis vosotros en la tierra de Egipto”. Es decir: que la razón para amarlo no sería exactamente la cercanía en que se encuentra el forastero, sino el hecho de que forasteros somos, o al menos podríamos ser, todos.

Pero en el Nuevo Testamento estas relaciones de proximidad y lejanía se complican de una manera inaudita. Hasta podríamos decir: se alteran. Jesús vuelve sobre esas antiguas palabras pero trastorna los significados lineales de proximidad y lejanía, introduce la ajenidad entre los que se encuentran cerca, la extrañeza entre los conocidos, la discordia entre los parientes y el amor entre los enemigos. ¿Niega de esta manera lo que decían las escrituras antiguas? Más bien diría que hace estallar, mediante el uso de paradojas, el sentido habitual de estas palabras:

“No penséis que he venido a traer paz a la tierra. No he venido a traer paz, sino espada. Sí, he venido a enfrentar el hombre con su padre, a la hija con su madre, a la nuera con su suegra; y enemigos de cada cual serán los que conviven con él”.

El cercano, el hermano, el próximo se han vuelto de pronto enemigos. Pero hay un pasaje que constituye la ruptura más radical  con el amor de preferencia:

“Habéis oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pues yo os digo: Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persigan para que seais hijos de vuestro Padre celestial. Que hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos. Porque si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa vais a tener? ¿No hacen eso mismo también los publicanos? Y si no saludáis más que a vuestros hermanos, qué hacéis de particular? ¿No hacen eso mismo los gentiles?”.

La piedra de toque de cualquier amor fundado en las ventajas comparativas del objeto amado o el bien que el amado pueda hacernos está en el mandato de amar al enemigo, es decir, a aquel cuya presencia no me representa ninguna ventaja interesada, aquel a quien puedo amar porque es mi prójimo, aunque sea mi enemigo. En esta figura del enemigo amado está cifrado de un modo diverso el problema ya planteado en Ejercitación del cristianismo: ¿Por qué razones habría que haber amado a Jesús? ¿Porque era elocuente, porque hacía milagros? Anticlimacus dice que Cristo es el incógnito, el hombre insignificante, que no tiene ningún atributo exterior por el cual fuera reconocido como el amor. Y sin embargo Cristo, este prójimo, es el amor. No hay manera de reconocerlo sino amándolo. No se trata de ningún reconocimiento, por el cual “yo me doy cuenta de lo que tú eres y entonces te amo”. El acto de amor invierte esta condición: el amor hay que ponerlo antes. Si lo amas, entonces ahí aparece el prójimo. El amor en cierta forma precede al amante y al amado.

El análisis de la experiencia amorosa encuentra en Las obras del amor una sutileza y una profundidad que no se pueden suplir mediante una breve síntesis. Pero se hace evidente que esta problemática es un punto de confluencia de toda la obra kierkegaardiana. No es que este libro resuelva todos los dilemas que en el resto de la obra de Kierkegaard quedan como asuntos pendientes, porque el amor al prójimo no alcanzaría la densidad que presenta aquí si no fuera porque en las llamadas obras estéticas el autor ha explorado el callejón sin salida de la angustia ante la nada, la finitud, el enamoramiento, el tedio, las reglas comunitarias, el egoísmo, la desesperación y la percepción del sinsentido de la existencia. No es para anular esta problemática de la finitud que se apela a una sencilla fórmula del amor. La obra kierkegaardiana despliega todo el repertorio de los motivos por los cuales hay que desesperarse y deja en manos del lector la posibilidad de encontrar una puerta que estará abierta sólo para él o que se cerrará para siempre.

(Kierkegaard, una introducción. Escuchar un a voz, cap. 6, fragmento)

6 comentarios:

  1. Para mi era un filósofo completamente desconocido hasta que leí el libro que escribiste. Desde ese entonces me quedaron muchas intrigas. Me parece un pensador profundo y , también, raro. Es impactante pero al mismo tiempo no lo llego a captar plenamente. En las universidades casi ni se lo ve. La gente tiene prejuicios acerca de él, pero siempre me llamó la atención. Es verdaderamente muy linda la idea que tiene Kierkegaard respecto al amor. Voy a tratar de hacer lo posible para asistir, es una verdadera lástima que sea un miércoles en ese horario y no el jueves.

    Saludos

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  2. Gracias Sofía, me alegro de haber contribuido a que incorpores otra perspectiva sobre Kierkegaard.

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  3. ¿Qué diferencia hay entre este pensamiento de Kierkegaard y el imperativo categórico de Kant? En el fondo, se trata de la misma idea. El danés pasa por alto el hecho de que los evangelios son contradictorios porque no constituyen una filosofía orgánica, y sus contradicciones internas son fatales. Nadie puede tomar en serio racionalmente un discurso que se niega a sí mismo, y sólo a través del "salto de fe" alcanza la improbable conclusión de que "Jesús es el amor", un salto de fe no exento de la influencia de centurias en que la Iglesia machacó a los creyentes con la idea de que el amor está fuera de las personas, como si se tratase de una idea platónica abstracta. Nadie ama a la fuerza, ni siquiera a propósito, y amar a un enemigo es un acto contra natura. Kierkegaard no pensaba como filósofo cuando enunciaba estas cosas, sino que reaccionaba como creyente, y no en vano se lo reprocharon sus críticos. La propia cita de Pablo indica la resistencia racional que una monstruosidad conceptual como el cristianismo despertaba en los gentiles amantes de la filosofía: "Quiso Dios salvar a los creyentes mediante la NECEDAD de la predicación. Así, mientras los judíos piden señales y los griegos buscan sabiduría, nosotros predicamos a Cristo crucificado, escándalo para los judíos, NECEDAD para los griegos" (1 Co 1, 18-23). Felicitaciones por el artículo, siempre es grato leer algo concienzudo y bien escrito aunque uno no esté de acuerdo.

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    1. No, el danés no pasa por alto eso que le atribuís, porque jamás supondría que en los Evangelios hay una filosofía, ni orgánica ni inorgánica. Y la idea de que son contradictorios al danés lo haría reir mucho, así como también tu idea de que "Jesús es el amor" es una "conclusión". O que Kierkegaard reivindica la historia de la iglesia.

      En fin, que estás muy lejos de entender una sola palabra de lo escrito por Kierkegaard, si acaso alguna vez lo leíste. Quizá en lo único que estaría de acuerdo Kierkegaard de todo lo que dijiste es en eso de la monstruosidad conceptual.

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    2. Nunca dije que Kierkegaard reivindicara la historia de la Iglesia. Y no me queda claro por qué el hecho de que los Evangelios son contradictorios le haría reír. En todo caso, estás afirmando que el que se expresó mal fuiste vos, porque es lo que se desprende directamente de tu escrito. Disculpame, no me habías dado la impresión de que eras el estudioso sabelotodo de la obra de un filósofo que no admite otra mirada más que la suya, pensé que entendías que la filosofía era también intercambio de ideas. Me disculpo por mi error.

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    3. ¿Qué es lo que se desprende directamente de mi escrito?
      No soy filósofo ni sabelotodo, cualquiera puede discutir con mi mirada, pero para eso hay que entender lo que dije. No es tu caso.

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