miércoles, 6 de noviembre de 2013

Detrás de las paredes I

Estar preso... no es ésa la cuestión.
La cosa es no entregarse: ¡ésa es la cosa!
NÂZIM HIKMET








por Willy Villalobos

Es necesario recordar el pasado.

Las historias de la cárcel en la época de la dictadura estan obviamente centradas en la denuncia de los malos tratos, asesinatos, torturas a las que fueron sometidos los presos. Me parece lógico que así sea, ya que esos testimonios permitieron denunciar a los genocidas que, gracias a la lucha de los organismos de derechos humanos, y posteriormente a la valentía de los gobiernos de Alfonsín -a medias pero lo intentó-, y fundamentalmente a los de Néstor y Cristina, hoy la mayoría están condenados o siendo juzgados por la justicia de la democracia.

Pero hay otra historia que casi no se conoce. Suele ser la que recordamos los ex-presos cuando nos juntamos, y tiene que ver con la vida de todos los días. Eso es lo que quiero recordar, ya que vivir en la cárcel fue una experiencia que, salvando las distancias obvias, tiene cosas en común con la vida en cualquier otro lugar.

Lo que se vive intensamente es imborrable como esos discos o películas que se pueden repetir de memoria. La clave, en la cárcel o donde sea, es aceptar lo que te tocó.

En las cárceles de la dictadura los que peor la pasaban eran los que sólo esperaban salir en libertad. Sufrían como condenados. Tengo un amigo que dice que los problemas no hay que resolverlos, hay que vivirlos, y tiene razón.

Lo que me impulsó a hacer este laburo de narrar algunas historias de la cácel, que espero pueda transformarse en historieta pronto, es que además de nuestras convicciones lo que nos mantenía en pie era reconocer que ese era el lugar que nos tocaba vivir y había que transitarlo en libertad, a pesar de las rejas.

Y cuando uno vive le pasan cosas. Voy a recordar una anécdota para que tengan una idea. Recuerdo que al salir de la cárcel, expulsado a Suecia, un país que me recibió con los brazos abiertos, decidí luego viajar a Madrid para encontrarme con la mujer de mis sueños. Al poco tiempo de estar en España, me dí cuenta de que me costaba mucho vivir en libertad, me mareaba la velocidad y lo que es peor, extrañaba la cárcel. Obviamente no le contaba a nadie lo que me pasaba porque temía que creyeran que había pirado. Un día me encuentro con un ex preso y decido contarle, y, por suerte o por desgracia, al compañero le pasaba lo mismo. “¿Cómo puede ser que uno extrañe ese lugar tan doloroso? ¿qué es lo que extrañábamos?”, nos preguntábamos.

En esta serie de pequeñas historias esta la respuesta.


No va más…

Cacho estaba preso en el Pabellón 13, un número que para él no pasaba desapercibido, ya que era muy cabulero. Había llegado ahí por su militancia en una organización revolucionaria, y su conducta dentro de la cárcel fue íntegra.

Quiero describir cómo era ese pabellón de la parte nueva de la U9 de La Plata, que seguramente hoy sigue funcionando. Hay que atravesar dos rejas para entrar, a los costados las oficinas de los empleados, cobanis para los presos (palabra que viene de soplón). Luego de las puertas de barrotes se entra en un largo pabellón con unas 20 celdas de cada lado cuyas puertas tienen una pequeña abertura, que se usa para pasar los platos de comida a los detenidos. Ese “pasaplatos” se abre desde afuera y en ese año, 1976, permanecía casi todo el tiempo cerrado. Las celdas eran de tres por dos, y en su interior había dos camas, una encima de otra, al estilo litera, y una pileta para lavarse con un inodoro incorporado. La ventana estaba cubierta por esos vidrios que por su diseño no dejan que uno vea del otro lado.

Teníamos la sensación de vivir adentro de un baño.

Esos pabellones se fueron llenando de presos políticos a partir del gobierno de Isabel Perón, y paradójicamente, como diría mi madre, era una suerte ser un preso legal, ya que a la mayoría de los detenidos por razones políticas los llevaban a los campos de concentración donde imperaba la tortura y la muerte.

Si las cosas estaban tranquilas el régimen era: veinte horas de encierro y cuatro horas de recreo, divididas en dos por la mañana y dos por la tarde. Si había algún problema, por ejemplo descubrían que los presos teníamos una biblioteca rodante organizada, se cortaban los recreos hasta nuevo aviso y los responsables eran castigados.

Era nuestra pelea diaria organizarnos. La biblioteca, hacer gimnasia todos juntos a pesar del encierro, armar el economato, transmitirnos las noticias que llegaban de afuera, armar campeonatos de dominó, competencias de escritura, repartirnos la plata para cubrir a los que no tenían visita, estudiar en grupo, eran tareas absolutamente necesarias para mantenerse fuertes  a pesar de los castigos que nos teníamos que bancar en caso de ser descubiertos.

Para la yuta siempre había problemas.

Los pabellones del fondo, el 13 y el 14, tenían una característica singular: sus pisos eran de goma. Por eso uno podía escuchar el ruido de la llave cuando se abrían las rejas del adelante, pero no se sabía dónde andaban los guardias. Ese piso de goma le ponía una cuota de paranoia especial al día a día. Ese silencio de pasos difíciles de ubicar le permitía a los cobanis vigilar y castigar a los que transgredían las reglas.

Los castigos consistían en llevarnos a “los buzones”, un pabellón más pequeños con celdas sin ventana, con una cama de cemento y una letrina. Ahí te recibía una patota, cuatro o cinco milicos, te obligaban a ponerte en bolas y te daban una paliza de esas que duelen por varios días.

Cacho conoció por mucho tiempo esos buzones por una historia increíble que voy a contar más adelante.

En los recreos, unos patios chiquitos vigilados por varios guardias, aprovechábamos para conversar con los compañeros, nuestra nueva familia. Los temas predominantes eran las noticias que los familiares nos contaban en las visitas y los chismes de lo que había sucedido ese día en el pabellón.

Me gustaba caminar un rato con Cacho para hablar de fútbol, de minas, de todas esas cosas que no tenían que ver con la política. Era un tipo muy gracioso, de esos que pueden contarte una tragedia con mucho humor. A Cachito le gustaba mucho el escolazo, jugar a la ruleta. Era de esos personajes que esperan que abra el Casino para entrar y se van cuando cierra. Podía pasarse horas sin apostar, anotando bola a bola los números que iban saliendo para llevar una estadística, y elegía el momento de poner las fichas cuando le parecía que iba a salir la docena o el color que venía mas atrasados. Por razones obvias el tipo no podía escolacear en la cárcel y ocupaba gran parte del tiempo en tratar de encontrar la manera de poder seguir una estadística desde su celda. Meses pensando como reemplazar el azar de cada una de las bolas de la ruleta y no le encontraba la vuelta.

Un día, en el recreo de la mañana, lo veo entrar al patio con una sonrisa de oreja a oreja. Fue directamente hasta donde yo estaba, no hablaba de estos temas con otros compañeros. Me encaró, y dijo que tenía que hablar conmigo, que era urgente. Conseguí uno que me reemplazara en la partida de dominó y fui a caminar con él.

- ¡La tengo!- me dijo emocionado -¡encontré la manera de reemplazar a la ruleta!- me gritó en el oído mientras me daba un abrazo.

Le pedí que me contara con detalles.

Resulta que había descubierto que los números de teléfono de los clasificados de Clarín, El Gran Diario Argentino, eran azarosos, y con esos números había conseguido armar una estadística similar a la que seguía cuando iba a “laburar” al Casino. No me pidan que les explique exactamente cómo era, la clave consistía en sumar los últimos dos números de teléfono de los que publicaban avisos clasificados. El tipo estaba feliz porque su cabeza volvía a ocuparse de eso que tanto le interesaba: demostrar que finalmente hay un orden a largo plazo en la ruleta que se puede descubrir y de esa manera ganarle a la banca.

Y así fue que este jugador empedernido encontró un entretenimiento que le permitía sobrepasar las largas horas de encierro. Su nueva tarea era poner al día la estadística en un cuaderno que dividía en columnas donde se destacaban la primera, segunda y tercera docena, el negro o el colorado, el mayor o menor, y el número correspondiente.

Cachito había vuelto a jugar al juego que más le gustaba. Durante meses este entrañable amigo pudo llenar su tiempo y sus cuadernos con este nuevo trabajo que le alegraba la vida. Pero todos sabemos que lo bueno, como todo, se termina.

Un día entró la requisa, revisaron su celda minuciosamente y al ver los cuadernos lo acusaron de estar comunicándose con el exterior a partir de una “misteriosa” clave que llegaba en los números de teléfono de los clasificados. Ahora que lo pienso, es cierto que Cacho había encontrado una manera de ser libre, de salirse de la cárcel y por eso también lo castigaron. Mi amigo intentó explicarles su pasión por la rula, les contó su martingala, su idea de poder ganarle a la banca, pero fue en vano. Lo llevaron a los buzones de castigo y se comió una paliza que no vale la pena destacar.

Mucho tiempo estuvo encerrado hasta que un día, pálido y mas flaco pero sonriente, volvió al patio de recreo. Nos dimos un fuerte abrazo y el diálogo, lo recuerdo como si fuera hoy, fue el siguiente:

- ¿Como estas querido?

- Bien, me sacaron los cuadernos estos hijos de puta y alucinaron una de James Bond.

- ¿Fué muy duro?

- Qué te voy a contar que vos no conozcas. Lo más gracioso fue que después de unos días engomado -así se llamaba al encierro- abren la celda. Yo pensé que cobraba de nuevo, y uno de los que había participado de las paliza se acerca y me dice: “¿Es verdad que usted tiene una forma de ganarle a la ruleta?”. ¡No lo podía creer, el tipo, como yo, antes que nada era un jugador y no se pudo aguantar la ansiedad!

- ¿ Le pasaste el dato?


- Si, pero le aclaré que para ganar había que ser un laburante de la rula y no un jugador a suerte y verdad. Ahora lo que tengo que hacer es tratar de llevar la estadística sin anotar, vamos a ver si se nos ocurre algo.

Otro abrazo emocionado y nos fuimos a caminar disfrutando el sol de la mañana.

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