sábado, 3 de enero de 2015

Dialogando con Clarice Lispector

por Liliana Piñeiro

Todo texto invita a un diálogo con su lector. A veces esta posibilidad se frustra, por una cuestión de expectativas (del autor y del lector). Pero otras, esta conversación imaginaria encuentra un tono, una frecuencia que la hace audible, en ese continuum maravilloso que es el lenguaje.

En este caso, Clarice Lispector * me “invitó” a escribir. A partir de algunos fragmentos, que estimo pueden ser una puerta de entrada a su obra, nacieron en mí asociaciones, imágenes, reflexiones que pongo a consideración de mis lectores, a modo de homenaje a esta gran escritora de la lengua portuguesa.

- Este libro es como cualquier libro. Pero me sentiría contenta si lo leyesen únicamente personas de alma ya formada. Aquellas que saben que el acercamiento, a lo que quiera que sea, se hace de modo gradual y penoso, atravesando incluso lo contrario de aquello a lo que uno se aproxima. (La pasión según G. H.)

- Clarice, tus frases se deslizan inevitables, como si alguien te llevara de la mano suavemente hacia esos lugares prohibidos que no se pueden tocar. Palpando en la oscuridad el recorrido es trabajoso, porque el mundo se resiste siempre. Y solamente tenemos las palabras para acariciarlo.
Pero lo que adviene genera preguntas: ¿podremos dialogar con palabras nuevas? ¿o habrá una sola lengua y es Babel?

- Las palabras ya dichas me amordazan la boca. ¿Qué es lo que una persona le dice a la otra? Además del “¿Hola, qué tal?”. Si tuvieran la locura de la franqueza, ¿qué se dirían las personas, unas a otras? Y lo peor sería lo que se diría una persona a sí misma… (“Tempestad de almas”)

- Aunque tal vez, nuestro encuentro se dé calladamente…Imposible olvidar tu palabra atravesada por el silencio, como el alma por la hendidura del cuerpo:

- Está vacío y sin promesas. Si por lo menos se escuchara el viento (…) Pero hay un momento en que del cuerpo descansado se eleva el espíritu atento, y de la tierra, la luna alta. Entonces él, el silencio, aparece. El corazón late al reconocerlo. (Silencio)


- Algo trae ese silencio de noche de montaña, tan vasto y opaco… posiblemente la ausencia radical de un otro, que no espera ni siquiera respuestas. Ninguna otra cosa tiene ese espesor amenazante, que se extiende como un océano oscuro bordeando el corazón.
Arrojada a esa precariedad hiciste un surco, cavaste. Y el pozo resultó fecundo: de tu palabra nació un mundo dentro de mí.


- Su carne blanca estaba dulce como la de una langosta, las piernas de una langosta viva moviéndose lentamente en el aire. Y aquella pequeña maldad de quien tiene un cuerpo. (“Devaneo y embriaguez de una muchacha” en Lazos de Familia).

- ¿Muchacha perdida en el espejo, y recuperada en la escritura? Así parece. En esas frases, felizmente encontradas, está la clave de tu foto, un desafiante ejercicio de seducción. Carne para la letra. Los ojos desprecian levemente y tus labios se ofrecen, para rehusarse. Pequeña maldad de la belleza, cuando sabe de sí.


Pero hay también otros rostros inolvidables, arrancados, en un acto de redención, a esa masa de signos que es el lenguaje:


- Su nombre era Eremita. Tenía diecinueve años. Rostro confiado, algunos granitos. ¿En qué consistía su belleza? Había belleza en ese cuerpo que no era ni feo ni bonito, en ese rostro donde una dulzura ansiosa de mayores dulzuras era la señal de la vida.
Belleza, no sé. Posiblemente no la tenía, aunque los rasgos indecisos atrajesen como atrae el agua. Había, sí, sustancia viva, uñas, carnes, dientes, mezcla de resistencias y flaquezas, que constituían una vaga presencia que se concretaba sin embargo de inmediato en una cabeza interrogativa y ya servicial, apenas se pronunciaba un nombre: Eremita. Los ojos castaños eran intraducibles, sin correspondencia con el conjunto del rostro. Tan independientes como si estuvieran plantados en la carne de un brazo, y desde allí nos mirasen – abiertos, húmedos. Toda ella era de una dulzura cercana a las lágrimas. (“Como una corza” en Revelación de un mundo).


- Ésa es una de tus virtudes: rescatar de la ausencia, hacer sustancia viva de una materia inerte. Y en este alumbramiento de nuevas formas hay espacio para la transmutación: un escenario de reverberación kafkiana, una puesta en escena de tu interior.


- La cucaracha no tiene nariz. La miré, con aquella boca suya y sus ojos: parecía una mulata agonizante. Pero los ojos eran negros y estaban radiantes. Ojos de novia. Cada ojo en sí mismo parecía una cucaracha. El ojo, franjeado, oscuro, vivo y desempolvado. Y el otro ojo idéntico. Dos cucarachas incrustadas en la cucaracha, y cada ojo reproducía la cucaracha entera (…)

- La cucaracha es pura seducción. Cilios, cilios pestañeando que llaman.
También yo, que poco a poco me estaba reduciendo a lo que en mí era irreductible, también yo tenía millares de cilios pestañeando, y con mis cilios avanzo, yo, protozoo, proteína pura. (La pasión según G. H.)


- Así como el caballo ve fuera de sí lo que está dentro de sí, tu mirada quiere subvertir el límite humano. Y encuentra en este animal deslumbrante su representación más fidedigna. Indómito, el deseo toma el ritmo de un galope salvaje, propio de su condición:


- Con la envidia del deseo mi rostro adquiría la nobleza inquieta de una cabeza de caballo (...)
En cuanto saliera del cuarto mi forma iría cobrando volumen y purificándose, y, cuando llegara a la calle, ya podría galopar con patas sensibles, los cascos resbalando en los últimos tramos de la escalera de la casa. Desde la calle desierta yo miraría: una esquina y otra. Y vería las cosas como un caballo las ve. Ése era mi deseo. (“Seco estudio de caballos”)


- ¿Hacia dónde parten los trenes? ¿Qué comparten los pasajeros cuando cruzan sus vidas en movimiento, sentados frente a frente en un vagón? Tal vez sea falsa la creencia de que vamos a la estación fijada por el mapa del itinerario… ¿o no es cierto, acaso, que el punto de llegada incluye un pasado que no puede dejarse en la estación de partida?

De cada pregunta, un cuento. Toda vida tiene su hora, su punto de inflexión.
En “La partida del tren” hay iluminaciones. Y es tu voz, Clarice, la que se escucha en Ángela, la joven que huye de un amor, fugitiva del suicidio. Y también es tuya la voz de María Rita, la anciana de las arrugas incomprensibles:


- Ángela se miró en el pequeño espejo del bolso. Me parezco a un desmayo. Cuidado con el abismo, le digo a aquella que se parece a un desmayo (…)
La coherencia, no la quiero más. La coherencia es mutilación. Quiero el desorden. Sólo adivino a través de una vehemente incoherencia.

Yo no puedo detener el tiempo, pensó María Rita Alvarenga Chagas Souza Meló. Fracasé. Estoy vieja. Y fingió leer el diario sólo para recuperar la compostura (…)


¿Por qué los viejos, aún los que no tiemblan, sugieren algo delicadamente trémulo? Doña María Rita tenía un temblor quebradizo de música de acordeón.
Pero cuando se trata de la vida, ¿quién nos ampara? Pues cada uno es uno. Y cada vida tiene que ser amparada por esa propia vida de cada uno. Cada uno de nosotros: es con lo que contamos. (“La Partida del tren”)


- Nómade por destino, te aferraste a la lengua portuguesa como a una cuna. En esa cadencia escuchaste los primeros sonidos: así se dio la felicidad de nombrarte y de robar el mundo. Y a ella volviste, para escribir con los trazos vivos y ríspidos de la pintura:


- Esta es una confesión de amor: amo la lengua portuguesa. (…) La lengua portuguesa es un verdadero desafío para quien escribe. Sobre todo para quien escribe quitando de las cosas y las personas la primera capa de superficialidad. (“Declaración de amor” en Revelación de un mundo)



- Aunque a veces se deba cubrir el hueso, velarlo con adornos (como una coartada más, frente a un cuerpo que va camino a lo definitivo), no hay posibilidad de engañar tu cruda lucidez. Hay que escribir en situación de emergencia, despojando…


- Escribo sobre lo parco mínimo adornándolo con púrpura, joyas y esplendor. ¿Así se escribe? No; no es acumulando y sí desnudando. Pero tengo miedo de la desnudez, pues ella es la palabra final (…)

Me apasioné súbitamente por los hechos sin literatura, los hechos son piedras duras y actuar me está interesando más que pensar, de los hechos no hay cómo huir (…)

Los hechos son sonoros pero entre los hechos hay un susurro. Es el susurro lo que me impresiona (…) (La hora de la estrella)


- Y al final del camino te esperaba Macabea, la nordestina, para compartir un saber: que la felicidad es un bien escaso. Y que tal vez, en la distracción, aparezca Dios.

- Debo decir que esa muchacha no tiene conciencia de mí, si la tuviese tendría a quien rezarle y sería su salvación. Pero yo tengo plena conciencia de ella: a través de esa joven doy mi grito de horror a la vida. La vida que tanto amo.


- En todo insomnio algo se sospecha… algo resiste a abandonarse. Pero el sueño es, tal vez, el rito de pasaje que debemos cumplir. ¿Alguien nos ayudará, en esa noche cerrada, a estrenar la valentía?


- Estoy tan asustada que sólo podré aceptar que me he perdido si imagino que alguien me tiende la mano (…)

Dar la mano a alguien ha sido siempre lo que esperé de la alegría. Muchas veces, antes de dormirme – en esa pequeña lucha por no perder la conciencia y entrar en un mundo más vasto - , muchas veces, antes de tener el valor de embarcarme para el gran viaje del sueño, finjo que alguien me tiende la mano y entonces avanzo, avanzo hacia la enorme ausencia de forma que es el sueño. E incluso cuando, así acompañada me falta la valentía, entonces sueño (…)

Por el momento estoy inventando tu presencia, como un día tampoco sabré aventurarme a morir sola, morir es el mayor riesgo, no sabré franquear el umbral de la muerte y dar el primer paso en la primera ausencia de mí; también en esa hora última y tan primera inventaré tu presencia desconocida y contigo comenzaré a morir hasta que pueda aprender sola a no existir, y entonces te liberaré. (La pasión según G.H.)


- Haciéndote cargo del mundo, tu escritura no dejó de asombrarme: en la felicidad clandestina, sobre el corazón salvaje, por la imitación de la rosa. Palabras nuevas crean sentimientos nuevos, descubrí que era infinita la cantidad de pliegues en mi interior.

Sólo espero que mi compañía, como la de todos tus lectores, haya sido suficiente en el umbral. Y ahora que tus palabras avanzan sobre mí, no me liberes, quiero seguir presente en el dulce cautiverio de tu mano.



* Clarice Lispector es una de las novelistas más originales del siglo XX. Por la introspección y precisión del lenguaje que presiden toda su narrativa, se la ha comparado a James Joyce y Virginia Woolf.

Nacida en Ucrania en 1920, llegó con su familia a Maceió, en el nordeste de Brasil, con poco más de un año de vida. Después se mudó a Recife, también en el nordeste. A la edad de 10 años, Clarice perdió a su madre. Cuando tenía 14 años se instaló con su padre y una hermana en Río de Janeiro.

Casada con un diplomático, con quien tuvo dos hijos, vivió en diversos países de Europa y América. Empezó a escribir muy joven, y en 1944 publicó su primera novela, Cerca del corazón salvaje, la cual fue reeditada en francés en 1954, con portada de Henri Matisse. A esta obra siguió El brillo (1946), La ciudad sitiada (1949) y La bella y la bestia (1979). Luego de su separación, que tuvo lugar en 1959, publicó en 1960  Lazos de familia, un libro de cuentos que alcanzó un gran reconocimiento. A partir de entonces fue calificada como uno de los mayores exponentes de la literatura portuguesa.

Entre 1967 y 1973, acepta escribir crónicas para el Jornal do Brasil, recopiladas luego como Revelación de un mundo.

Otras obras aparecidas posteriormente fueron La manzana en la oscuridad, La legión extranjera, La pasión según G. H., Felicidad clandestina, La imitación de la rosa, La araña,  Agua viva, La hora de la estrella y su obra póstuma Un soplo de vida.

Sus novelas han sido traducidas a más de quince idiomas.

Clarice Lispector falleció a los 56 años, a raíz de un cáncer, el 9 de diciembre de 1977, en un Hospital de Río de Janeiro.

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