sábado, 25 de noviembre de 2017

La repetición 4

(¿Final?)




por Oscar Cuervo


Repito: uno de los gestos más extraños en la carrera editorial de Søren Kierkegaard es haber publicado el mismo día de 1843, en la misma ciudad, dos libros con distintos pseudónimos (La repetición -Gjentagelse- de Constantin Constantius y Temor y temblor de Johannes de Silentio). Más todavía, un año después otro pseudónimo suyo, Vigilius Haufniensis, escribe en una de las notas al pie de El Concepto de angustia, como de paso, que en ambos libros se trata el mismo tema: la Gjentagelse; es decir: la recuperación o repetición. La nota de Haufniensis es sorprendente porque a primera vista se trata de dos libros muy diferentes, de muy diversas tonalidades -Stemning, otra palabra clave del léxico kierkegaardiano, con la que los traductores al castellano no han sabido bien qué hacer. La tesis que vengo proponiendo en esta serie de notas es que Temor y temblor es el fuera de campo de La repetición: en Temor y temblor acontece esa recuperación de la que tanto se habla en La repetición sin llegar a alcanzarse. Temor y temblor ilumina aspectos que en La repetición quedan oscuros pero también al revés: Temor y temblor se entiende mejor cuando se lee superpuesto a La repetición (como si se observaran a trasluz dos radiografías para armar con ambas una figura que, mirándolas por separado, no se puede captar). El pseudónimo Johannes de Silentio sugiere aquello de lo que no se puede hablar de manera directa sino solo como si se observara detrás de un vidrio oscuro. Lo decisivo no puede decirse sino apenas aludirse.

Los habitantes del mundo actual vivimos en medio de una maraña de signos. El despliegue tecnológico multiplicó esta sobreabundancia de mensajes que a mediados del siglo XIX ya aparecía, cuando Kierkegaard marcaba con acidez el envilecimiento del discurso periodístico -y hoy se infló mucho más: ¿cuánto tiempo se pierde diciendo o escuchando noticias sin destinatario, sin peso, sin seriedad, sin compromiso auténtico? Hoy nuestro espacio está saturado de mensajes. 

La experiencia por la cual alguien se siente interpelado por una palabra es inusual, porque hoy domina un modelo de comunicación impersonal. Nos dicen y decimos palabras sin peso, sin que sea preciso tomarlas demasiado en serio, sin que el decir y la escucha fueran a desubicarnos de nuestra habitual distracción. Si se habla mucho y se escribe más, puedo distraerme, porque nada está especialmente dirigido a mí, nada de lo que diga o me digan será decisivo. Las palabras pueden entrarme por un oído y salirme por el otro sin que pase nada grave, total el que las dice tampoco las dice muy en serio. Las palabras que oímos o leemos parece que nunca son “para mí”, sino para cualquiera, y en definitiva para nadie. Podemos olvidar lo que significa que una voz nos hable, más precisamente que una voz me hable, que se dirija únicamente a mí, que yo pueda reconocer que soy el destinatario único de esa voz. El acontecimiento de que una voz me tenga como singular y eterno oyente aparece en la historia de Abraham, en un pasaje del Génesis (22, 1) que dice:

“...sucedió que Dios tentó a Abraham y le dijo: «¡Abraham, Abraham!». El respondió: «Heme aquí». Díjole: «Toma a tu hijo, a tu único, al que amas, a Isaac, vete al país de Moriah y ofrécele allí en holocausto en uno de los montes, el que yo te diga».

“Levantóse, pues, Abraham de madrugada, aparejó su asno y tomó consigo a dos mozos y a su hijo Isaac. Partió la leña del holocausto y se puso en marcha hacia el lugar que le había dicho Dios”.

Puse a propósito "eterno oyente", una expresión difícil de ubicar, porque suena un poco hueca o ridículamente solemne, demodé. ¿Como voy a ser eterno oyente si no creo en la eternidad, si nadie cree en ella? Atenti: si una palabra se dirige solo a mí, por mi nombre propio, si una voz me está llamando, ese llamada es para siempre aunque suene en el tiempo. Soy llamado y voy a responder o no. Si no respondo, mi distracción va a seguir para siempre y la voz seguirá flotando suspendida, llamándome todavía cuando ya no quede rastro de mí. Eternidad en el tiempo es una encrucijada, el instante -Øjeblik en danés. Si respondo, asumo mi nombre por primera vez, de golpe y para siempre. Es entre el llamado y mi respuesta que devengo eterno, algo que en principio no soy si ninguna voz me llama a mí y solamente a mí.

El relato de Abraham comparte la desgracia de todo texto célebre: lo escuchamos tantas veces que su sentido se fue neutralizando, es decir, ya no nos dice nada. En Temor y temblor Johannes de Silentio se escandaliza de que en la misa del domingo se pueda reiterar el relato sin que nadie sienta pavor, porque que lo que se cuenta es terrible, aun cuando ya no nos pase nada al oírlo. El relato no es terrible solamente porque lo que se cuenta en él incluye la posibilidad del asesinato de un niño por parte de su padre. Es terrible ante todo porque esa voz a la que Abraham le adjudica una autoridad inapelable se dirige a él en particular, para que haga algo que sólo él puede hacer. Le pide que haga un sacrificio. Sacrificio: volver sagrado algo que en principio no lo era. Pero ¿comprendemos que significa volver algo sagrado? ¿Dice la palabra “sagrado” algo todavía para nosotros? Porque si esa palabra no dice nada, lo que se está contando es la historia de un asesino, del peor asesino, porque está dispuesto a matar a su propio hijo. De Silentio quiere entonces reavivar el terror que este relato enciende, que vuelva a trasmitir el temor y el temblor que, bien escuchado, tiene que provocar. Con ese fin es que escribe Temor y temblor, con el de desneutralizar la impavidez con la que hoy escuchamos el relato, porque para nosotros se volvió un bien cultural, es decir, en algo que no puede tener nada de sagrado y entonces no puede suscitar temor. Impavidez, impotencia para aterrorizarse, sordera para lo sagrado son los rasgos de la existencia humana actual. Somos post-modernos (e incluso post-post-modernos) y todo eso nos suena a antigualla.

¿Cómo lograr el propósito de infundir un tipo de experiencias ya olvidadas? Kierkegaard idea un dispositivo literario complejo y refinado que la filosofía de su época -una filosofía dominada por la pretensión de sistematicidad- desconocía. Para empezar, practica un discurso narrativo y no argumentativo: no va a desarrollar una serie de razonamientos encadenados en sucesivas premisas y conclusiones, sino un relato: va a contarnos una historia. Pero no va a contarnos directamente la historia de Abraham, sino la de un hombre que leyó la historia de Abraham y al leerla quedó obsesionado por ella. Por consiguiente, este hombre, el protagonista de Temor y temblor, vuelve una y otra vez, a lo largo de los años de su vida, a pensar con horror en la historia de Abraham, un horror que incluye la conciencia de que él, el lector, es incapaz de comprender del todo lo que esta historia significa. El libro trata entonces no directamente de la experiencia de Abraham al escuchar esa voz que le ordena hacer algo terrible (algo sagrado), sino de la dificultad que tiene un lector de este relato por comprender de qué se trata la misión de Abraham, de cómo Abraham puede escuchar una voz dirigida exclusivamente a él y ser capaz de responder a esa voz.

El que cuenta la historia del lector obsesionado por Abraham y por la voz que le habló no es directamente Kierkegaard, sino un escritor llamado Johannes de Silentio. Kierkegaard crea un personaje, Johannes de Silentio, para que escriba un libro, Temor y temblor, que cuenta la historia de un hombre obsesionado por un relato del Antiguo Testamento. Esto es lo que unos años después de Temor y Temblor Kierkegaard declarará como su “estrategia de comunicación indirecta”, porque lo que lo que hay para comunicar no es un saber que se pueda trasmitir sino algo que sólo puede comprenderse de un modo oblicuo, dado que el lector tiene que tomar una decisión acerca de su sentido. Este juego de cajas chinas es el sofisticado mecanismo de escritura y de pensamiento de Kierkegaard. 

El juego de pseudónimos está muy lejos de ser una mera representación decorativa de algo que podría decirse de manera más sencilla, como los más obtusos lectores de Kierkegaard asumen. Kierkegaard quiere resaltar un obstáculo para la comprensión, la dificultad de ponerse en el lugar de otro. Y acá, en este juego de espejos, hay varios otros: el narrador del Antiguo Testamento, Abraham, el lector de la historia de Abraham, el escritor de Temor y temblor -Johannes de Silentio-, Kierkegaard y el propio lector, es decir: cada uno que lee Temor y temblor. Lo que así se patentiza es que estas posiciones son singulares, intransferibles, inconmensurables, que el sentido atañe en cada caso a uno y sólo a uno (a mí y solo a mí) y que ese sentido no puede trasmitirse como si se tratara de un saber. Kierkegaard, a través de Johannes de Silentio, quiere hacernos pensar en la distancia que nos une a Abraham y en la cercanía que nos separa de él. Un continuo efecto de identificación y distanciamiento, una identificación incierta, inestable o recurrentemente fallida. Sigue de Silentio:

“Leemos en la Escritura: «Dios tentó a Abraham y le dijo: '¡Abraham, Abraham!'. El respondió: «Heme aquí»”. ¿Has hecho otro tanto tú, a quien se dirige mi discurso? ¿No has clamado a las montañas «¡ocultadme!» y a las rocas «¡sepultadme!» cuando viste llegar desde lejos los golpes de la suerte? O bien, si hubieras tenido más fortaleza, ¿no se habría adelantado tu pie con lentitud suma por la buena senda? ¿No habrías suspirado por los antiguos senderos? Y cuando el llamado resonó, ¿guardaste silencio o respondiste muy quedo, quizá con un susurro? Abraham no respondió así; con valor y júbilo, lleno de confianza y a plena voz exclamó: «Aquí estoy»” .

Notemos la irrupción del autor que de pronto gira la cámara y apunta al lector: “¿Has hecho otro tanto tú, a quien se dirige mi discurso?”. Esta irrupción hace aparecer al lector, lo concretiza, cuando hasta ese momento parecía estar oculto entre la multitud de posibles lectores abstractos. Mediante la apelación, el lector -en cada caso único- es iluminado con una haz de luz cruda. 

(Probablente Kafka se haya inspirado en este gesto para poner en escena el episodio "En la catedral", donde Joseph K es llamado por su propio nombre por el sacerdote en la catedral oscura y ya vacía, en El proceso).

Así como Dios llama a Abraham, en un reflejo especular, Johannes de Silentio llama a su lector. Si Abraham responde: “acá estoy”, si reconoce que es precisamente él y  nadie más que está siendo llamado por su nombre, ¿qué le cabe hacer al lector de Temor y temblor? ¿Sos capaz de hacerte cargo de responder a la voz que te habla a vos y contestar también “acá estoy”? Pero ¿existe acaso una voz que pueda llamarme de esta forma? Y si existiera, ¿sería yo capaz de escucharla, de darme a conocer cuando se me llama por mi nombre?

Sobre estas cuestiones, que podemos llamar las cuestiones de la singularidad, de ser  en cada uno único y quedarse cada uno solo, sin escondite posible, ante una voz que nos reclama, es que Kierkegaard despliega la temática no sólo de Temor y temblor, sino, con numerosas variaciones, de toda su obra. Por eso creo que puede tomarse este libro como el punto de cruce de las diversas posibilidades de sentido que despliega la autoría kierkegaardiana en su totalidad. Esta autoría incluye varios otros libros que la mano de Kierkegaard escribió, pero firmaron distintos pseudónimos que siempre encarnan voces diferentes; y también los libros firmados por Kierkegaard en su nombre propio. Y a esto podemos agregar las miles de entradas que escribió en su diario personal a lo largo de los años, cuya localización en su obra de autor puede discutirse. 

Esta totalidad a la que aludo cuando hablo de la obra kierkegaardiana no es una totalidad cerrada, porque fue concebida mediante una estrategia literaria que ensaya una comunicación indirecta, es decir, algo que no puede terminar de decirse. Esta totalidad autoral imposible está siempre trunca, no existe como una cosa o como un conjunto de cosas en determinado lugar, disponible en cualquier momento. Si Kierkegaard dispuso su obra como una polifonía de voces cuya unidad va a ser siempre problemática, es sobre todo porque es el pensador que hace consciente para la filosofía occidental el problema de la comunicación indirecta, una forma de dirigirse al otro que siempre está a la espera de que cada lector desencadene un sentido que a él únicamente le atañe.

Volvamos al relato de Abraham e Isaac. 

Johannes de Silentio dice que, de tan conocida, ya nadie es capaz de escuchar esta historia con la tonalidad adecuada (Stemning), de afinar con lo que ella dice. Porque la historia solamente se puede oír con temblor. Si alguien habla de ella, por ejemplo en un sermón del domingo o en una clase de filosofía o teología, con ligereza o abulia, con ingenio o sorna, se trata de un simulacro que desafina la tonalidad del relato. Johannes de Silentio dice que para comprender el relato no podemos saltearnos los tres días y las tres noches que atraviesan Abraham e Isaac rumbo al monte donde se va a hacer el sacrificio. Tres días y tres noches en los que Abraham tiene que mantener la calma, conservar vivo el amor que siente por su hijo, sin transmitirle ningún tipo de terror. Porque, si Isaac captara un pequeño atisbo de terror, podría quedar para toda la vida aterrorizado. ¿Cómo hace Abraham para caminar tan confiado, sabiendo que cuando llegue al monte tiene que empuñar el cuchillo para sacrificar a Isaac? Porque lo cierto es que, según el relato, Abraham va confiado y dispuesto a empuñar el cuchillo. Lo que asombra a Johannes de Silentio, lo que le resulta admirable y a la vez terrible, es que Abraham no dude y haga todo este camino con confianza. Johannes de Silentio dice que no puede entender que un padre admita perder a su hijo y lo que es peor aún: lo terrible es que Abraham sea el propio ejecutor de esa pérdida, el que tenga que empuñar el cuchillo para hacer él mismo lo que la muerte haría de todos modos al cabo del tiempo: ultimar a su hijo.

Se trata de una pérdida no solo asumida, resignada, aceptada sino ejecutada por el padre. Este caso es mucho más insoportable que los de La repetición y el Libro de Job. Porque a Job es Satán el que le va provocando esas terribles pérdidas y en La repetición el joven tiene miedo de que el tiempo le quite a su amada, pero acá es el propio Abraham el que tiene que ejecutar a su hijo, el que tiene que empuñar el cuchillo para matarlo, de acuerdo con el mandato de la voz divina. Johannes de Silentio dice que admira a Abraham pero no lo puede entender. No puede comprender cómo Abraham va con confianza y cómo es capaz de empuñar el cuchillo sin mostrar el menor asomo de angustia.

Podemos inferir que la coincidencia cronológica en la aparición de los dos libros es decisivamente significativa para el sentido de ambos: mediante este juego Kierkegaard quiere señalar la copertenencia de ambos planteos en una unidad temática esencial, que en los dos es aludida de manera indirecta. La clave es que en ambos casos se trata de una prueba a la que un protagonista es sometido por un otro desconocido. En Temor y temblor la prueba consiste en ver si Abraham es capaz de devenir en padre de Isaac. Para eso tiene que hacer un primer movimiento: darse cuenta de que Isaac, el hijo que tanto ama, ya está perdido, está destinado a morir, como todos, a ´perderse como todo lo que alguien tenga en la vida. 

Todo lo contenido en nuestra existencia nos conduce a ese destino de muerte, así es como en algún momento sentimos nuestra finitud. Abraham tiene que asumir la pérdida de su hijo (y eso sería resignarse, algo que, por más duro que sea, es humanamente posible). Pero a la vez, mientras lo pierde,  Abraham tiene que ser capaz de recuperar en el mismo movimiento a Isaac. Entonces por primera vez se vuelve propiamente padre de Isaac, cuando ya lo ha perdido y aún así lo sigue teniendo, ahora en un sentido transfigurado, es decir (perdónenme) sagrado

Si Abraham no es capaz de empuñar el cuchillo, aceptando que Isaac está perdido, entonces pierde a su hijo. Y la única manera de volverse padre de Isaac, de recuperarlo, es empuñando el cuchillo. 

¡Pero esto es una paradoja! dice el autor de Temor y temblor, algo absurdo para la razón humana. Y para colmo, desde el punto de vista de lo general, desde el punto de vista del deber ser de un padre, lo que está dispuesto a hacer Abraham es abominable: el asesinato de su hijo. Esto no puede ser comprendido por nadie. Él no se lo puede explicar a nadie, ni a su esposa, ni menos al propio Isaac, que odiaría a su padre si escuchara lo que él está dispuesto a hacer, lo que tiene que hacer. La comunidad no se lo va a perdonar nunca, pero Abraham tiene que ser capaz de quedarse solo ante esa voz que lo llama y dejar de lado todo refugio en la comunidad. Solo. Esto le atañe solo a él como padre de Isaac, no como “padre” en general, como idea de lo que es un padre, sino como el padre de su hijo en su intransferible singularidad. 

Abraham está guiado por otra cosa -una voz- que la sociedad no puede escuchar. La voz que lo llamó por su propio nombre. Le dijo: Abraham. Y él respondió: acá estoy. Escuchar esta voz abre la posibilidad de que él recupere lo que de otra froma ya está perdido. Abraham, dice Johannes de Silentio, no puede disponer de esa voz que lo ha llamado, no puede inventarla, crearla desde sí, construirla como un artista ni con la ayuda de los otros. Abraham puede escuchar o no escuchar, puede responder o no a la llamada, pero no puede inventar esa voz. 

Hay una precondición que no es suya, que depende de algo que excede a su voluntad (y esto separará para siempre a Kierkegaard de Nietzsche), ante lo cual cada uno puede elegir responder o no, en el instante en que sea convocado. 

Pero ¿cómo se reconoce que se trata de una prueba? No hay una ciencia general de las pruebas. Igual que en La repetición, la recuperación presupone que Abraham está sometido a una prueba. Y cuando Abraham es capaz de cumplir con la prueba, es decir cuando alza el puñal, no antes, es cuando aparece el mensajero que detiene la matanza y le devuelve a Isaac. 

Lo admirable y a la vez absurdo, dice Johannes de Silentio, es que Abraham no va rumbo al monte sabiendo cómo va a terminar esto, pero confía en la voz que le pidió que entregue a su hijo en sacrificio y hacia allá va, a sacrificarlo y, aun así, confiado. Esa es la prueba que Abraham satisface, algo incomprensible para el punto de vista del autor, Johannes de Silentio.

Pero, repito, ¿cómo se reconoce que se trata de una prueba? ¿cómo se identifica que es una prueba? Temor y temblor nos dice que no hay ninguna regla, ninguna pista que pueda darse. Una prueba es algo que concierne a cada persona en su absoluta singularidad y en su extrema soledad. Es decir, ni la filosofía ni la religión, ni el sermón del domingo ni ninguna tecnología del yo ni de las ciencias de la psiquis o de la sociedad, nada puede decirnos cómo se enfrenta una prueba, cómo se reconoce que se trata de una prueba y cómo se responde a la prueba. Lo que está claro para Johannes de Silentio, el autor que no comprende realmente cómo pudo hacer Abraham para mantener la calma durante esos tres días, es que, si él no empuñaba el cuchillo, a Isaac lo perdía definitivamente porque la muerte los iba a separar tarde o temprano. 

En el acto de ser capaz de sortear la prueba alzando el puñal, ahí es cuando lo recobra. Por ese acto Isaac le es devuelto. Esta devolución, esto es lo que se llama la recuperación.

[¿continuará?]

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