Entrevista:
Guillermo Villalobos
Texto:
Marcelo Rodríguez *
Urbano Moraes, dice, no
quiere que se haga un mito de Eduardo Mateo. Sin embargo el respeto que le
guarda y, sobre todo, el misterio que aquella figura sigue representando para
él, parecen querer quebrar esa voluntad.
Urbano fue el bajista de varias de las formaciones de
Mateo: El Kinto, en 1967; la malograda
La Morsa –“nunca
llegamos a tocar”–; Tres Bigotes y una
Mosca (1982), y La máquina del tiempo,
después del regreso definitivo a su país en 1986, luego de un accidentado
periplo. Tocó con varios grandes de la música rioplatense (como Rubén Rada y
Hugo Fattorusso) y conoció los circuitos europeos antes de dedicarse a hacer su música en su país:
- Necesito a la
gente, necesito mi espacio conocido para poder cantar y mostrar lo mío.
“Delirio” y “demencia” son palabras a las que recurre a
menudo para evocar el clima artístico de la época en que se conocieron con
Mateo, allá por 1966. Urbano tenía 18 años y un grupo que llegó a ser la
primera banda eléctrica que tocó en el Teatro Solís –el “Colón” montevideano–
haciendo covers de los Beatles. Se llamaban The
Knacks. Una obra de teatro que habían musicalizado les dio ese
nombre: The Knack and how to get it, “ese no
sé qué y cómo lograrlo”, como él lo traduce hoy. Todos querían alcanzar ese
territorio al que los Beatles abrieron las puertas, y no parecía imposible
vivir en función de ese objetivo. Apenas un año antes se había comprado el bajo
“para tocar como Paul McCartney”, cuando en medio de un agotador trajín de
actuaciones de un lado y del otro del Plata, entre “esos cruzamientos de
cabeza”, lo convocó Mateo para formar El
Kinto.
– O sea que sólo tenías un año de carrera
profesional...
– ...Y me tocó la
bestia. A partir de ahí, seguir las armonías, las rítmicas de él... ¡la cabeza
de él...!
Antes de eso Mateo sólo había armado una banda (Los Malditos), pero entre los músicos ya
empezaba a hacerse conocido, precisamente por los primeros frutos de esa cabeza
musical. El Kinto, usina original del
candombe beat, estaba formado por
Mateo, Urbano, Pippo Spera, Chichito Badrel, y
ocasionalmente Rubén Rada. Llevando las tumbadoras a cuestas para los shows
notaban la confusión que generaban: “Un grupo de cumbia”, pensaba la gente. Era
algo que a ninguna banda beat se le
hubiera ocurrido jamás, una innovación que no había sido dictada por la moda y
que aparentemente no fue muy bien recibida. Y por eso:
- Cuando apareció Santana fue una salvación, no sabés
qué tranquilidad...
El primer disco de Carlos
Santana, que “habilitaba” al rock para incursionar en la cosa afrolatina, se
conoció en el 69. Ya podían considerarse más normales. Pero había otra rareza
fundamental que incorporaba esta banda, además de su rescate de las raíces
negras; algo percibido hasta “como violento” por el público: El Kinto cantaba
en castellano. La base de operaciones era el boliche Orfeo Negro, en Carrasco.
Allí tocaban todos los días temas propios y otros a pedido del público, y
componían sin parar. Pero el progreso no parecía venir de esa mano:
- Éramos los
peor equipados de todos –recuerda Urbano–, pedíamos equipos prestados y no nos
prestaban.
Tal vez la movida que ellos iniciaban, cree ahora, fuera lo que iba
obligando de a poco a los demás músicos a dejar de ser simples imitadores, y
eso hacía que no cayeran muy simpáticos dentro del ruedo. Sobre la etapa de Musicasion,
“yo me perdí las dos primeras”, lamenta Urbano. Después
vinieron la disolución definitiva de El
Kinto, el fallido proyecto de La Morsa y una rara
etapa solista de Urbano Moraes: estuvo 2 años ensayando temas propios pero que
nunca salió a mostrarlos. Así llega 1973, año del golpe militar en Uruguay.
Urbano se instaló en Buenos Aires, donde transcurrieron, dice, “los dos peores
años” de su vida. Grabó las bases de lo que sería su primer disco solista, pero
se le fue la voz cuando llegó el
turno de cantar:
- No podía ni hablar, tenía que andar con una lapicera y la
libretita. Fue como si se me desinflaran las cuerdas vocales, o los músculos,
yo qué sé. Una mierda. Justo en el momento en que estaba con todas las pilas.
La afonía duró 8 meses, durante los cuales anduvo penando como artesano, hasta
que emigró a España. En su primer tiempo allí, sin dinero, sin instrumento y
sin papeles –ergo, sin muchas posibilidades de trabajar–, las cosas iban de mal
en peor hasta que conoció al argentino Horacio Icasto,
arreglador de Joan Manuel Serrat. Con su ayuda consiguió integrarse al circuito
de músicos españoles y llegaron así sus 7 años de vacas gordas. Pero algo le
andaba faltando.
“Yo ya extrañaba Uruguay que no podía más”, recuerda. Un
día de 1982 recibió un sobre con media docena de servilletas de papel: eran
cartas de Mateo, de Pippo, de Horacio Buscaglia, y el cortocircuito fue
inmediato. Hacía apenas 6 meses que había logrado tramitar, por fin,
la residencia en España. Pero cargó todas sus pertenencias, sus equipos e
instrumentos y se los trajo a Montevideo con su familia, con la idea de
recorrer el país en camioneta haciendo música. Un día después del retorno ya
estaba trabajando con Mateo, Buscaglia y Pippo. “Era una demencia”, dice: Pippo
Spera pasaba por entre las butacas para ir al baño en medio del show, y desde
allá se lo escuchaba cantar una canzonetta, y luego el ruido al tirar la
cadena. O bailaba vestido de mujer mientras Mateo, calzado con un par de
chancletas Sorpasso, entonaba un
tango sentado al borde del escenario. Buscaglia anunciaba todo aquello como “un
aporte a la confusión general”. Estaban siendo muy requeridos en la radio, y
muchos nuevos músicos habían abrevado en lo que hicieron en la época del Kinto.
Sin embargo, “la realidad era que el dinero no existía”. Algo muy diferente a
sus tiempos en España, donde llegaba a ganar 1.000 dólares por presentación:
ahora la ganancia de un show se gastaba en una noche en la pizzería. En
un año el choque con el Tercer Mundo se comió su sueño itinerante y su capital,
y tuvo que venderlo todo:
- Sabía
que las cosas acá iban a ser así, nunca pensé que fueran a ser de otra manera.
Pero me movilizó ver cómo la gente hacía lo que quería. Todo el mundo me
escribía que no me volviera, que acá había hambre, que no se podía hacer nada...
“No me importa nada”, dije, y en realidad no era consciente de que ya estaba
acostumbrado a no tener problemas para pagar la luz, el agua, el alquiler, y
tenía un autito, una motito, y tomaba un avión para ir acá y allá. Y me parecía
que eso era lo natural. Y si bien yo toda la vida había contado las monedas
para tomar un ómnibus y pensé que perder todo eso no me iba a importar, me
importó.
En
1983 Urbano emigra por segunda vez, esta vez a Brasil y Argentina, para luego
volver definitivamente a su país en el 86.
- Ahora los guachos están
alucinados con Mateo y quieren imitarlo, pero sería bueno poder rescatar la cabeza de Mateo, cómo encaraba la
vida. Nosotros somos más comunes –reflexiona Urbano–. Podemos perder tiempo,
decir ‘quiero vivir cómodo’. Obviamente
es otra cabeza, otra manera de ver la vida.
El
desapego de Mateo por lo material signaba su intensa búsqueda por otros
mundos, de donde volvía hecho música, en el mejor de los casos. Su
extraordinario poder de concentración lo hacía olvidarse del mundo, y en el
mercado supieron aprovecharse de esta característica suya, haciéndolo tocar por
poco o nada para otras bandas. Pero
las innovaciones que se le atribuyen a Mateo no se limitaron, parece, sólo a lo
musical:
- Experimentaba mucho. En realidad, la droga comercial que había acá
era la marihuana... Bueno, ‘que había...’:
empezó a haber a partir de que Mateo la trajo de Brasil. Vos podías fumar
delante de un policía sin ningún problema, porque el tipo no tenía idea de lo
que era. Y pastillas...
Por las épocas en que el maestro “andaba salado” había
que cruzarse de vereda cuando se lo veía venir. Fue en una de esas que Urbano
rechazó la oferta de formar una nueva banda con él y con el baterista Roberto
Galletti. Y asegura que de eso sí se arrepiente ahora:
- Hay millones de cuentitos
sobre Mateo; lo bueno sería que se haga un estudio profundo y dejen de ser
cuentitos.
Para Urbano, aquel carácter apacible que de pronto se volvía severo
y arbitrario –“cuando te retaba, seguro era porque estabas desconcentrado”–,
aquel tipo que “sentía las cosas como las siente un niño, sin mucho pensar, sin
mucha cabeza”, aquella lucidez, aquella mirada perturbadora que “te hacía ver
tu caretez”, merecen un detallado trabajo de acercamiento, porque son, sin
duda, reveladoras de una forma de ver el mundo que no es la habitual. De esa
necesidad surge ahora, como una plegaria:
- Pasame
pique, que te fuiste y yo ahora me tengo que quedar pensando en todo aquello.
Pasame pique, que no me da a cabeza.
* Esta nota fue originalmente publicada en revista La otra nº 2, primavera de 2003.
* Esta nota fue originalmente publicada en revista La otra nº 2, primavera de 2003.
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