miércoles, 2 de marzo de 2016

Notas sobre rock argentino en democracia (cuarta parte)

XIV

[Viene de acá] En los años 80 Raúl Porchetto conoce el prestigio, el éxito y la ruina. Su aventura comparte episodios con la de algunos colegas pero su secuencia es singular. Comienza la década como referente y reformador, la recorre con tranquilidad y algunos hits y la termina con una triste imitación del jovencito pop y un retorno al pacifismo más declamatorio, tardío y genérico, cuando ya su nombre ha adelgazado demasiado. La incorporación vía jazz-rock en Mundo, de 1979, del ritmo que faltaba en sus trabajos anteriores es el prólogo de esta pequeña historia. Un año después Porchetto aumenta moderadamente la apuesta y graba con su propia producción y la base más pop de Iturri y Toth su trabajo más celebrado. 

Metegol llega en el momento justo. Por eso es recibido como un disco tempranero, fresco pero no frívolo, propietario de una renovación segura. Esta dirección, auspiciada por The Police y Doobie Brothers, continúa en Televisión, y con menos énfasis en Che, pibe y Reina madre. Curiosamente, en este, su exitoso álbum de 1983, canta en “Desde Nueva York” una unión musical con Charly García que Clics modernos, de ese mismo año, refuta vigorosamente. “Tanta música nos une / y el sueño de un mundo mejor”, dice Porchetto. Pero el pelo de García, el blanco y negro de su tapa, el sonido de sus canciones y la letra de “Dos cero uno (Transas)”, por ejemplo, niegan cualquier relación que no se conjugue en pretérito. Porchetto es un hombre responsable, García es un acróbata. A partir de entonces sus caminos divergen. Y lo hacen con tanto brío que, con el correr del tiempo, también su pasado acaba por desligarse. Unos años después, luego de El mundo puede mejorar, que incluye ya un sonido pop diferente, de base y melodías más sencillas, muy propio de la década, Porchetto compensa su progresiva pérdida de imagen pública con el enorme éxito, publicidad de Jockey Club mediante, de Noche y día. A esa altura, nadie piensa en él como proa de nada, pero sus canciones y recitales son todavía parte del aire. Es el tiempo de su baile en la vereda, y como la época lo abriga, decide, a continuación de Barrios bajos, tributarle un homenaje. 

En 1988, desde la tapa de Bumerang se declara Chico pop. Una línea de sombra, el fondo rojo y el cuello de la remera acentúan su cara gris metalizado. Tiene labios gruesos, una ceja verde y un rulo amarillo, warholianos; y mira como modelo publicitario o chongo selecto. Llena su disco de baterías electrónicas y sintetizadores y pide pista. Quiere su propio Privé, o al menos su propio Fuera de sektor. O ser un discípulo criollo de A-ha. Pero su voluntad de radio y discoteca fracasa y en 1990 vuelve a territorio conocido con Caras de la guerra. Es tarde ya. La situación del rock es distinta. Han sido expulsados de su historia quienes se habían incorporado a ella en el florecimiento democrático, cuando todo, de Víctor Heredia al Cuarteto Zupay, de Sandra Mihanovich a Marilina Ross, de Mercedes Sosa a Facundo Cabral, permitía ser decodificado como rock nacional. Y han sido desplazados a los márgenes algunos de sus principales referentes de antaño, como Miguel Cantilo y aún más claramente Piero. La suerte de Porchetto es similar a la del primero, pero su nombre se pronuncia con un poco de vergüenza. 

XV

En el origen de esta pequeña historia hay una canción inteligente. Con ella, Porchetto, el más cándido de todos, es también por un momento el más atento. El rock habla por su boca como Dios por la burra de Balaam. En la canción que abre y titula Metegol (esto es, en 1980), y con “Here to Love You” de Doobie Brothers como referencia, canta lo que el rock ha cantado siempre: el conflicto entre la prosa del mundo y la poesía del corazón. 

Hay una sociedad gobernada por valores infames y el joven, que en principio es el único indicio de que una vez hubo un paraíso y la única esperanza de que alguna vez haya otro, vive juzgado y en peligro. Porchetto entiende de consejos y no se ahorra la tarea de darlos. Su destinatario es un genérico pibe; el mismo todavía que Manal define como educando y condiscípulo en su disco debut. En la primera estrofa y en el estribillo se plantea el drama. Ellos, los adversarios, son movidos por la ambición, la impiedad y una idea mercantil del amor y la diferencia: “Viven escalando la gran cima / pateando el amor de los demás / buscando hacer mal toda su vida / para llegar / a comprar el silencio del mundo / a comprarse alguien para amar / convencerse que son elegidos, / algo especial”. Estas acciones (escalar, patear, comprar: todas igual de violentas) se enfrentan a las del joven, de las cuales no sabemos más que esto: son distintas, y por ello sometidas a sanción: “Todo lo que hagás, pibe, no es bueno /  hoy ser joven no tiene perdón / sos la pelotita de este juego, / un metegol”. En el interior de este enfrentamiento, el lenguaje de Porchetto testimonia la transformación del joven agente en instrumento como consecuencia de la eficaz intervención de la censura. Por eso su papel en la alegoría del juego es pasivo. La pelotita no opone resistencias. A esta altura de la canción, todavía es posible una cierta ambigüedad. Para el joven, la pasividad es su condena pero también su última virtud. No tiene fuerza ni culpa. Es una víctima plena, un inocente. 

Porchetto es un optimista militante. En general, acusa y salva. Un presente perverso con jóvenes es un futuro de gracia. Pero esta vez las cosas son distintas. Hasta el momento, el triunfo de los adversarios tiene vencedores, vencidos y un cronista. Al menos este último todavía resiste. Con fe iluminista, Porchetto llama la atención sobre la conducta ajena y la bibliografía propia: “Míralos cómo van a la mentira / cómo le corren a la verdad / ¿Qué anda pasando con la vida? / ¿Qué libro usás?”. Pero – y esta es la clave del asunto - en lugar de comunicar una palabra nueva reconoce el crecimiento del pantano. El último de los tres momentos de la canción, por lo tanto, no es ascendente. Porchetto ha cantado en tercera persona al comienzo y en segunda persona después. Ahora realiza la última modificación y canta en primera del plural, como parte del drama: “Mirá cómo hablan / mirá cómo viven, / mirate que estamos igual”. Para endurecer esta última frase hace que gruña su voz delicada y corta la música con un sonido como de escopetazo. Es el fin de la inocencia: el mal es un espectáculo del que se participa. 

A pesar de que el resto del disco no sigue este camino – su segunda canción, “Nunca quise entender”, repone enseguida una primera persona incontaminada que se deshace de cualquier compromiso mesiánico con su público, como había hecho Spinetta en “La sed verdadera” y hará García en “Nuevos trapos” - “Metegol” tiene una importancia considerable: es una de las primeras canciones que incorpora al rocker en la moral que rechaza. (“Para ser un hombre más”, de Manal, es seguramente el ejemplo más temprano). Poco después, ya en plena euforia democrática y comercial, se sumarán otras, más urgentes, porque el dinero, que se creía siempre del lado de afuera, ahora corre, y en abundancia, del lado de adentro. Los años 80 son duros en este punto. Como se ha dicho de las novelas de Flaubert, la prosa del mundo no es ya exterior al héroe. Lo corroe y lo constituye. Lo despoja de la plenitud moral de su enunciación. De esta situación surge el progresivo autoanálisis de algunas letras y las distintas formas que adquiere en la década del baile y de las máscaras: el derrotismo, la recusación, el combate nuevo, la risa del cínico. 

XVI 

a) Imagen de Charly García

Esta última categoría la inaugura Charly García con “Dos cero uno (Transas)”, toda una piedra de toque. Su disco oscuro de estos años, se dice siempre, es Piano bar. Pero el bailable Clics modernos, que no tiene canciones como “Total interferencia” y “Por qué no te animás a despegar”, cumbres down de un disco tenso, maníaco depresivo, es el que incluye esta pequeña y terrible obra maestra, de una impudicia que, como la tapa de Yendo de la cama al living, proviene seguramente de Zappa. García no está en el rock por el dinero pero el dinero está en García por el rock. Unos años después el asunto se naturaliza. En 1983 resulta bastante incómodo. 

La estadía de Charly en Nueva York es célebre y decisiva. En 1978 había viajado a Europa y había vuelto disgustado, con una canción dedicada a esa experiencia. Esta vez, en Estados Unidos, no encuentra la grasa de las capitales sino gel para su pelo, máquinas de ritmo y algo todavía más importante: ganas de empezar de nuevo. Eso dice en la carta abierta que envía en agosto de 1983 a la revista La Semana: “En suma, estoy aquí para ver si puedo dar una vueltita más de tuerca. Necesito alimentarme de ideas nuevas. Yo tengo una canción que se llama 'Los dinosaurios' y dice: ‘Cuando el mundo tira para abajo, es mejor no estar atado a nada’”. García, que tiene un pasado que se lee en clave heroica y del que se muestra entre orgulloso y harto, gana en estos años una atención especial. Al principio no lamenta que el rock se haya convertido en algo de fácil acceso, gracioso y encantador. Por el contrario. Debajo de los títulos que adelantan una nota sobre las nuevas chicas Bond, una encuesta sobre el divorcio y una entrevista-exploitation a un médico que opina que “Los represores actuaron con crueldad porque tenían serios problemas sexuales”, el número 36 de la revista Libre anuncia sobre el inodoro desde donde el protagonista de su tapa sonríe a cámara: “Desnudamos a Charly García”. 

En 1985-1986 los tiempos de bonanza continúan. García graba y vende muy bien grandísimas canciones. Si la crisis económica reduce el mercado interno, la edición y las giras en países latinoamericanos compensan con creces esa merma. Por esos días firma un ventajoso contrato con CBS. Charly nunca había renegado del éxito. Ahora lo conoce como nunca antes. Es una estrella. Y vive un tiempo en que su música carga con menos responsabilidades. Él mismo, en 1983, había notado esto, y se mostraba conforme: “El rock, en cierta medida, ocupó el espacio dejado vacío por la política. El rock ganó ese espacio en buena ley. Fue el único que aguantó. Pero sería bueno que el rock perdiera ahora ese lugar de preeminencia que ocupó en los últimos seis años, debido a la veda política”. Sin embargo apenas un par de años después se queja. Es parte de la nueva situación que venda tres discos por cien mil dólares a una multinacional. Pocos cuestionan esto. Pero García siente que ha cambiado algo. Piensa, como varios más, que el rock pierde dimensión existencial mientras gana exposición y dinero. Se ha contado esta historia muchas veces. Se la ha llamado fracaso o decadencia. Pero se trata en realidad de la historia de un triunfo incómodo, porque el rock pierde cuando gana y tiene la costumbre de maldecir los días hermosos. García declara entonces, justo en la mitad de la década: “Desde hace tiempo se han ido perdiendo algunas claves: ir a comprar discos explorando, tener conciencia de tipo movimiento… En esta etapa la música pasa a ser más consumida que a ser comprendida… o entendida. Se pasa de un público exigente, interesante, o que de alguna manera comparte una idea con el artista, a un público sin posición... como de consumir sin cuestionamientos”. Es un pequeño rulo de la historia, que se despliega y enmaraña muchas veces de acá en adelante. Al principio el público lo acusaba de haberse vendido. Ahora García acusa al público de haberse ablandado. Te amo, te odio, dame más. 

b) Imagen de Charly García con Indio al fondo. 

“Transas” se burla de las acusaciones, de los acusadores y del acusado. No deja nada en pie. Pero Fiorucci, la poca ropa y la exposición mediática de García son detalles menores en esta etapa. Aquella historia, que va del cinismo al lamento, es solo una de las que protagoniza, y de las menos interesantes a pesar de su importancia. Todavía entonces, como hoy mismo, la mayor parte de las canciones siguen ligadas a una ética que para el rock es fundacional y cuya afirmación, a pesar de altos o desvíos, se repite mientras cambian los contextos. La retórica contracultural, aunque a veces insegura, es un patrimonio del que se reniega raramente y que atraviesa el discurso de todos los músicos. Hay una disputa en torno a él, pero su legitimidad no se rechaza. García, por ejemplo, lo llora después de sacudirlo un poco. Se puede hablar en estos años de su mentira, del engaño de Cantilo o la hipocresía de Porchetto. Pero ese discurso es todavía la verdad del rock. Lo que está en cuestión es quién lo encarna y cuáles son sus formas auténticas. 

Carlos Solari, a quien llaman Indio, oye y hace muecas. Está preocupado pero desconfía de palabras con las que coincide. Dice: “Hoy el rock es la música oficial del sistema”. Como García, habla desde mitad de década y testimonia un mismo humor. Alguna vez - se sorprende – concuerdan. Pero su lugar es otro. Participa con una autoridad curiosa. No tiene manager ni compañía discográfica. Ni siquiera publicita sus shows. García es el hombre de toda tapa. Solari es el hombre del subsuelo y dice saber cosas que otros no saben. O peor: que han olvidado. Que es de noche, por ejemplo. Y que la fiebre de los héroes no es tan alta. El rock no ha aflojado sus cuerdas para que él le cante sus embustes; para eso está García, esa institución. Solari vive como un extemporáneo, parado en el margen que queda. Tiene bigote setentista y discurso beatnik. Y sus primeros discos muerden. Pone rojo, negro y pueblo en la tapa de su obra maestra y canta el presente y su historia. En “Preso en mi ciudad” mapea la situación del rock en democracia: “Ahora ya no llora / atrapado en libertad”. En “Música para pastillas” advierte: “Roqueros bonitos / educaditos / con grandes gastos / educaditos / emboquen el tiro libre / que los buenos volvieron / y están rodando cine de terror”. Y en “Canción para naufragios” transporta “La balsa” a una situación de guerra y reclama para sí una herencia que considera olvidada, después de que Virus señalara su hipotético uso espurio en “Bandas chantas arañan la nada” y García, Spinetta y Aznar hicieran su parodia en “Peluca telefónica”. 

Poco después, en 1988, mientras Solari se pregunta qué valor tiene ser la banda nueva, declara preferir el tren en lugar del avión de García y prepara otro gran disco, Enrique Syms, el apóstol primero de la contracultura, escribe en el especial que El Porteño dedica al rock y los negocios, con lenguaje de hace un tiempo y de ya pocos hablantes: “… sólo los Redonditos de Ricota aparecen como un fenómeno aislado de la corruptela imperante: independientes, sin la ansiedad de la fama y la obsesión del dinero, mantienen el criterio de búsqueda musical basada en un sistema de ideas no ideologizado”. Solari coincide y levanta la apuesta con uno de sus textos menos herméticos, “¿Cuánto te pagan por izar la bandera?”. Trabaja ahí con una frase repetida a manera de anáfora: “Somos el miedo de…”. Y suma: de los gobiernos que mienten, del poder militar, económico y jurídico, de los piratas del mundo, de los déspotas, de las estructuras burocráticas, de los varones prácticos, de los que temen cambiar, de las tecnologías, de los que enseñan buenos modales. En el fin de la década, Solari aparece como el último rocker. 

Sin embargo, y a pesar de decir siempre la culpa ajena, también él hace su autoanálisis. En su certero ¡Bang! ¡Bang! Estás liquidado, de 1989, piensa al menos una vez en la posibilidad de que sus recusaciones lo comprendan. En “Rock para los dientes” identifica mundo y empresa y se incluye, con su habitual léxico drogón, como actor ambiguo – “Yo trabajo acá” / “Yo me bajo acá” -  de la situación que denuncia. Esto me esnifa, yo te esnifo. Su papel en la alegoría es activo. Apenas unos años después Solari se convierte en una celebridad. Alguno le canta entonces sus renuncios, como él había hecho antes. Y mientras su nombre gana una atención especial, Carlos Alberto García Lange empieza a jugar con el suyo. 


c) Imagen de Charly García

El que transa, el que se queja sin más motivos que su mala conciencia, el rey de la ironía, el falso rocker es también, y ante todo, el que captura un ánimo social. Es una idea que tiene un pasado pero se hace común entonces y llega hasta hoy, a pesar de algunos sobresaltos. En 1982, con “Inconsciente colectivo”, García llama la atención sobre algo que ya había escrito al menos dos veces, en “El tuerto y los ciegos” (“No hablo yo / de fantasmas ni de Dios, / sólo te cuento las cosas que / se te suelen perder”) y en “Para quién canto yo entonces” (“Yo canto para la gente / porque también soy uno de ellos. / Ellos escriben las cosas / y yo les pongo melodía y verso”). Sus frases más conmovedoras para ese umbral histórico eran, por supuesto, aquellas que hablan de los ausentes, los presos y la necesidad de cantar de nuevo. De éxito menos coyuntural resultó su pequeña y romántica ars poetica: “Hoy desperté cantando esta canción, / que ya fue escrita hace tiempo atrás”. En la revelación, el tiempo encuentra un pliegue y una continuidad. La canción que se escribe se reescribe y se lega. Preexiste al autor pero solo él puede comunicarla: la trae a la vigilia desde la voz que se oye de vez en cuando en “los aleros de la mente / con las chicharras”. 

García canta esta, su hermosísima imagen de aires místicos, en secuencia descendente, como si cavara en busca de ese grial al que solo tienen acceso los elegidos. Algunos, a falta de una palabra menos incómoda, hablan de su genio. García ha obtenido un título, el único al que un rocker puede acceder sin perder su condición. No es un poeta áulico ni un bufón de corte. Es un vate. Alrededor de su nombre se multiplican las metáforas. Es el radar, el termómetro, la brújula. García codifica sensaciones dispersas, lee signos poco claros. Compone, pero ante todo traduce. Es un médium. Su aura procede del pueblo. Lo retiene junto a él y lo distingue. Por lo tanto, combina las gracias del romántico social y los caprichos del poeta maldito. De su absoluta singularidad el escándalo es su manifestación más epidérmica. Que grite, que demuela hoteles. En lo profundo García remienda los desgarrones, rellena los vacíos, asegura la comunidad, canta la unión de lo disperso. Su hiperestesia cumple por ello una función social: no le ha sido concedida solo para autoindagarse sino para dar a conocer al pueblo lo que al pueblo pertenece pero ignora o solo intuye. Es, en todo sentido, el intérprete. Por eso sus canciones son simultáneamente una autobiografía y una historia de la sensibilidad juvenil en Argentina. García - ¿cuántas veces lo hemos dicho desde entonces? - escribe nuestras canciones.

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